En casa de tía Luisa.
Simón va a estudiar a Madrid y una tía y una prima a las que conoce poco, que viven allí, casi lo obligan a quedarse en su casa, a pesar de que el no quería. Luego descubrirá que estar en esa casa tiene "muchas" ventajas.
Mi nombre es Simón. Acabo de terminar mis estudios de Derecho en Sevilla y he decidido hacer un Máster en Derecho internacional en Madrid. Cuando se lo dije a mis padres, me recordaron que mi tía Luisa vivía en Madrid y que podía quedarme en su casa mientras arreglaba el papeleo.
― No es necesario, mamá. El papeleo se puede hacer por internet y la matrícula se puede pagar con tarjeta. No tengo que ir a Madrid hasta que vaya a confirmar el piso que alquiler.
― Entonces tendrás que ir unos días a buscar un piso.
― Sigues estando anticuada. El piso lo buscaré por Internet. Seleccionaré cuatro o cinco y quedaré con los propietarios el mismo día para ir a verlos. No necesito quedarme más que una noche o dos, y puedo quedarme en un hostal.
Mi madre no insistió, pero al rato recibí una llamada de mi tía Luisa.
Mi tía Luisa es la pequeña de todos mis tíos, así que mi madre, que es de las mayores, le lleva casi quince años. Por ello, tía Luisa me lleva a mí unos quince años también. Yo tengo ahora mismo veintidós, así que tía Luisa andará por los treinta y siete. Por el sitio donde vive, hemos tenido poco contacto. Solo vienen a vernos un par de días en verano, ella y su hija Silvia, aunque nos llevamos bien. Tía Luisa está divorciada desde hace diez años y vive sola con Silvia desde entonces. Silvia tendrá ahora unos dieciocho años.
― ¡Hola, sobrino! ¿Cómo estás?
― ¡Vaya! ¡Ya te ha llamado mi madre! ¡Le dije que no te molestara!
― ¡Claro que me ha llamado! Y me habría enfadado mucho con ella de no haberme llamado. ¿Cómo se te ocurre? ¡Venirte a vivir a Madrid y ni siquiera hablas conmigo! ¡No te voy a permitir que te vengas a vivir a Madrid y te vayas a un piso de alquiler cuando yo vivo en un piso cerca de la Universidad Complutense! Mi piso tiene cuatro dormitorios y Silvia y yo solo ocupamos dos. Hay un dormitorio grande en el que podemos poner una mesa de estudio y nosotras no te molestaremos.
― Pero tía, yo estoy acostumbrado a vivir solo en un apartamento alquilado. He estado viviendo en Sevilla cuatro años mientras estudiaba la carrera. Tengo unos horarios de estudio bastante inconvenientes. No puedo llegar a tu casa a alterar vuestra vida.
― Mira, Simón. Tu madre y yo parecíamos siamesas. Estábamos siempre juntas. Para mí es más que una hermana. Luego conocí al cabrón y me casé con él con dieciocho. Me encandiló. Me mudé a Madrid, pero mantuvimos el contacto tu madre y yo y me hablaba continuamente de ti. Es como si te hubieras criado a nuestro lado. ¡No te voy a perdonar nunca si vienes a estudiar en Madrid y no te quedas en mi casa!
― Yo no quiero ir e interferir con vuestras vidas.
― No interferirás. Serás uno más, y tendrás que echar una mano en casa, como harías en el piso alquilado. Yo me paso todo el día trabajando en la inmobiliaria y Silvia estudiará este año en la universidad su primer curso. Te propongo una cosa. Vente con nosotras un par de semanas o un mes. Si no te encuentras bien en casa puedes marcharte a un piso alquilado. Te prometo que si nos molestas, aunque sea un poquito, te avisaremos para que vayas buscando piso.
La verdad es que tía Luisa me va dejando sin argumentos. Ya no sé qué decirle para no quedarme en su casa. La verdad es que no quiero quedarme; no por ellas, sino por no perder mi libertad para llevar chicas a casa. Aunque no soy una maravilla, suelo tener mucho éxito con las mujeres. Tengo un cuerpo aceptable, aunque no maravilloso, y una labia increíble. Pero no puedo decir a tía Luisa que no quiero irme a su casa porque no voy a poder llevar chicas allí, así que no sé qué decirle. Por último, a regañadientes, acepto, pensando que ya encontraré una excusa para marcharme en poco tiempo:
― Está bien, tía Luisa. Probaré a irme contigo, pero si veo que os causo la más mínima molestia me buscaré un piso a toda velocidad.
― Muy bien. Estupendo. Ya verás como en cuanto llegues no querrás irte.
Así empezó mi vida en Madrid. A finales de Septiembre me fui allí con mi maleta y mi ordenador portátil. Tía Luisa y me esperaba en la estación del tren a las cinco de la tarde. Yo tenía en Málaga el coche viejo de mis padres para moverme, pero no se me habría ocurrido llevármelo al caos de circulación de Madrid. Por eso cogí el tren. Tía Luisa intentó coger mi maleta, pero yo no se lo permití. Le pregunté cómo iríamos a su casa y me dijo que lo más cómodo para moverse por Madrid era el metro, y que había una parada de una de las líneas principales junto a su casa. Y además, esa misma línea me llevaría directo la universidad.
Cuando llegamos a casa, la verdad es que me sorprendió. Era un piso enorme, antiguo, pero totalmente reformado. Tía Luisa había adaptado una de las habitaciones para mí colocando una gran mesa de escritorio junto a la ventana, con una silla de aspecto muy cómodo. Además, la habitación tenía una cama de matrimonio y un armario empotrado en la pared. Tía Luisa mientras me enseñaba la casa, me explicó:
― Este era nuestro dormitorio de invitados, lo pusimos con una cama grande por si venían mis suegros o mis padres. O los tuyos. Los cuatro dormitorios son grandes, así que todos tienen una cama de matrimonio, que es más cómoda. En el cuarto dormitorio yo tengo montado un despacho, aunque lo uso muy poco.
― Entonces, al llegar yo perdéis vuestra habitación de invitados.
― No. En realidad nunca viene nadie y, en caso necesario, hay un sofá cama en el despacho que es muy cómoda. Se podría utilizar sin problema.
Dediqué un rato a colocar mi ropa en el armario y puse en la mesa mi portátil y mi ipad. Luego fui a la cocina, donde tía Luisa me invitó a un café que había preparado. Allí continuamos hablando.
― Mañana empiezas las clases. Te explicaré como llegar a la universidad y manejarte con el metro.
― No es necesario. He mirado la línea que lleva a la universidad. Como me dijiste, es la misma por la que hemos venido hasta aquí. Y, por supuesto, se manejarme en el metro. No es la primera vez que tomo el metro. He estado antes en Madrid, en Londres, en Berlín. Incluso en Sevilla y Málaga hay una línea.
― Estupendo entonces. ¡Ah!, te he dejado un juego de llaves en la mesilla de tu habitación, para que entres y salgas cuando quieras― explicó mi tía. Y después cambio de tema.
― Quería comentarte un par de cosas sobre el funcionamiento de la casa. Las dos vamos normalmente bastante por libre. Yo, el almuerzo lo hago en el trabajo, y supongo que Silvia y tú lo haréis en la universidad, que es más cómodo, pero si quieres otra cosa, o no tienes clase por la tarde puedes comer aquí lo que quieras. Ya nos avisarás si quieres que te compremos algo especial para comer. En las cenas ella y yo solemos ir también por libre, aunque no es raro que cuando una de las dos empieza a hacer algo, se ofrezca para hacer para las dos. Tu también puede apuntarte.
― No te preocupes, tía Lola. Yo me las apaño muy bien en la cocina. Siempre me ha gustado, así que muchas veces seré yo el que me encargaré de la cena.
― Un par de cosas más, Simón. Te agradecería que no me llamases tía, que me hace sentir muy vieja, cuando por la edad podría ser tu hermana. Ni siquiera Silvia me llama mamá. Yo prefiero que me llame Luisa y te agradecería que tú hicieras lo mismo. Y una última cosa. Normalmente, en casa no tenemos ningún protocolo para estar, comer y demás. Cada una se viste como quiere en casa y no nos preocupamos por nada. Tú puedes estar como te apetezca. Incluso desnudo si lo deseas, que no nos vamos a escandalizar. Y si te echas algunas novietas las puedes traer cuando quieras, que nosotras no nos asustamos. Verás que, tanto tu prima como yo, traemos algún amigo de vez en cuando y la otra no se escandaliza.
― ¡Vaya, tía Luisa! Perdón, Luisa. No esperaba yo que fueras tan liberal, viniendo de la familia que vienes. Mis padres son dos auténticos carcas para los que el sexo no existe, por lo menos donde los puedan escuchar.
― Yo también era igual, y después del matrimonio con el cabrón fue aún peor. Si en casa de mis padres no se podía hablar de sexo en público, después de casarme no se podía hablar ni en privado.
―Espera, Luisa, lo siento. No pretendía inmiscuirme en tu vida privada.
― No te preocupes, Simón. Ya te he dicho que esta casa ha cambiado mucho. Ahora se habla sin ningún tabú. Como te decía, después de casarme, el misionero, a oscuras y de higos a brevas. Yo creía que un orgasmo era un tipo de aspiradora. Porque nunca había tenido uno. Y tanto puritanismo y tanta mojigatería, solo sirvió para, un día que volví temprano del trabajo porque me encontraba mal, encontrármelo en mi cama, a plena luz y con las cortinas bien abiertas, en un trío con dos cubanas, follándose a una mientras le comía el coño a la otra. Y ahí no tenía ningún problema en follar a plena luz o en comerse un coño, cosa que conmigo sería impensable. Como tú comprenderás, pedí el divorcio inmediatamente.
― Ahora entiendo por qué le llamas siempre “el cabrón”.
―Pues no, Simón, no es por eso. Le llamo cabrón porque encima de que me engañó de aquella manera, como era un inútil y yo lo mantenía, el sinvergüenza de su abogado y él convencieron al Juez de que era una víctima y que había dejado de trabajar para cuidar mi casa y mi hija, y me sacó una pensión compensatoria del cuarenta por ciento de mi sueldo, para poder seguir viviendo sin trabajar. En realidad él no hacía nada en casa ni cuidaba a la niña. Se pasaba todo el día durmiendo tirado en el sofá y bebiendo cerveza sin hacer nada. Por eso le llamo cabrón, por la cabronada que nos ha hecho a Silvia y a mí, de intentar dejarnos casi sin dinero. Y no estamos demasiado mal porque yo tengo un buen sueldo gracias a que antes del juicio ya lo vi venir y llegué a un acuerdo con mi jefe. Me bajó el sueldo al salario mínimo, que son unos setecientos euros, y me triplicó las comisiones por cada venta o alquiler, que además me las paga en negro, anotándose legalmente como si las hiciera él mismo. Si no fuese por esto estaríamos pasando hambre.
― Desde luego que es un cabrón, tía Luisa.
― Ya te he dicho que no me llames tía.
― Lo siento, Luisa, Me va a costar un poco acostumbrarme, porque mi madre siempre te está nombrando: tía Luisa por aquí, tía Luisa por allí… te nombra continuamente. Te echa mucho de menos.
― Yo también a ella. Pero entre el trabajo y que en el pueblo está la familia del cabrón y no me apetece verla, voy poco por allí. A ver si ahora que estás tú aquí, se decide a venir más.
― No te hagas muchas ilusiones. A Sevilla vino a verme sólo dos o tres veces.
En ese momento se oyó el ruido de la cerradura de la puerta:
― ¡Ahí está Silvia! Se fue a dar una vuelta con las amigas.
Saludé a mi prima con dos besos y aproveché para fijarme discretamente en ella: alta, delgada, con el pelo rubio tirando a castaño, poco pecho, pero bien levantado, y unas formas bonitas. Solo llevaba los labios pintados en un tono carmín bastante intenso. La verdad es que sin ser un bellezón, era una chica muy guapa. En ese momento, me descubrí mirando a mi prima con demasiado interés y pensé: “córtate, que es tu prima y que no puedes pasarte con ella”.
El resto de la tarde lo pasamos charlando y poniéndonos un poco al día sobre nuestras vidas, nuestros estudios, el trabajo de mi tía,… Silvia va empezar una ingeniería de materiales en la Universidad Politécnica. Dice que quiere especializarse después en nanotecnología. Mientras charlábamos, tía Luisa improvisó una cena con unos filetes a la plancha mientras nosotros preparábamos la ensalada. La verdad es que para conocerlas tan poco, fue una tarde agradable. El ambiente era relajado y me sentía cómodo con ellas.
Al día siguiente, empecé las clases con la vorágine típica de horarios, viajes en metro a la facultad, tardes de organizar estudios e ir empezando a estudiar… Me he matriculado para hacer los sesenta créditos del máster en un año, y eso implica mucha presión en los estudios. Además, al tratarse de derecho internacional, casi todo el material y buena parte de las clases se imparten en inglés. Y aunque tengo un nivel de inglés muy bueno, es una dificultad añadida.
Como dijo mi tía, era cierto que me convenía más comer en la cafetería de la facultad, aunque después de probar varias, opté por comer en la Facultad de Informática, a la que podía llegar dando un breve paseo y cuyo menú me gustó más que el de la Facultad de Derecho.
Desde los primeros días, solía ser yo el que llegaba primero por las tardes, porque todavía no tenía amigos y me marchaba a casa en cuanto terminaban las clases. Por ello, empecé a improvisar platos para la cena con la comida que tenían en casa. Preparaba la cena para los tres. De alguna forma tenía que agradecer que me hubiesen invitado a vivir en su casa y que mi tía se negase a recibir ni un céntimo de euro por el alquiler de mi habitación.
Al cabo de dos o tres días comentaban las dos entre risas, viendo un risotto que había preparado esa noche, con setas y finas hierbas, que parecía que habían hecho una buena adquisición conmigo por mis artes culinarias. Como ya dije, me gustó cocinar desde pequeño y mi madre me dejó experimentar en la cocina después de enseñarme lo que sabía. No soy un fantástico cocinero, pero diría que sí un excelente improvisador.
Por fin llegó el fin de semana y mi prima se fue el viernes por la noche de marcha con las amigas y me preguntó si quería acompañarla. Dijo que sus amigas estarían encantadas si iba, pero yo no quise ir, le dije que más adelante quizás.
Mi tía trabajaba también el sábado medio día, así que cuando me levanté Luisa no estaba ya y Silvia no se había levantado aún. Me dediqué a recoger mi habitación y salí a comprar algunas cosas que necesitaba para aclimatarme a mi nueva casa. A la vuelta, alrededor de las once de la mañana, Silvia ya se había levantado, aunque su aspecto no era muy bueno.
― ¡Hola, Silvia! ¿De resaca?
― La verdad es que no. No he bebido apenas nada. No me gusta perder el control. Pero volví muy tarde y no he dormido mucho. Estoy saliendo con un chico y después de tomar unas copas, acabamos en su casa echando un polvo y, claro, apenas he dormido. Acabo de llegar.
― Pues nada, échate un rato.
― No, Simón. Me gustaría limpiar la casa y preparar algo de comida para los dos, que llevas tú haciendo la cena toda la semana. Quiero que todo esté limpio cuando venga mi madre. Trabaja muchas horas, así que procuro encargarme yo de la casa. Tampoco ensuciamos tanto las dos, así que el sábado por la mañana me da tiempo a hacerlo casi todo.
― Pues a partir de ahora te será más fácil, porque lo podemos hacer entre los dos. Yo en casa y en Sevilla usaba los sábados para comprar y limpiar.
Nos pusimos a limpiar. En principio yo pasé la aspiradora mientras ella limpiaba los tableros y las superficies verticales de polvo en el despacho y el salón. Después pasamos la fregona. Cada uno se encargó de su habitación y su baño, ya que había uno en dos de los dormitorios, y un tercero que no estaba en el dormitorio, pero que yo era el único que lo utilizaba porque ellas preferían usar el de sus habitaciones. Después terminamos la habitación de la tía y su baño entre los dos. Solo nos faltaba la cocina, pero decidimos dejarla para después del almuerzo. Para comer improvisamos unas verduras frescas y un pescado que había descongelado yo por la mañana y que preparamos en el horno. La ventaja del horno es que con muy poca preparación, metes lo que sea dentro y sin prácticamente nada más que tiempo, está listo, así que lo fuimos haciendo mientras terminábamos de limpiar.
A las tres de la tarde llegó la tía Luisa. Mientras Silvia ponía la mesa, yo terminé de recoger la cocina y limpié el horno. Dejé incluso el café haciéndose, de forma que al acabar de comer, sólo estaba sucio lo que había sobre la mesa. Este es un pequeño truco que aprendí en mis años de estudiante, porque yo odio limpiar la cocina después de comer, así que procuro dejarla recogida y limpia antes de sentarme a la mesa y normalmente cuando termino solo quedan un par de platos y vasos, alguna fuente y poco más.
Cuando terminamos de comer, Sivia y yo terminamos de recoger y limpiar la cocina. Después, Silvia se fue a ver a su novio y yo me quedé tomando café con tía Luisa y charlando con ella. Todavía hacía calor a principios de octubre, así que tía Luisa se había cambiado de ropa al llegar y se había puesto una bata de un tejido fino, que parecía seda, aunque supongo que no sería seda natural para estar tirada en casa. La bata era bastante decente. Supongo que en honor a mi primer fin de semana en casa, porque luego descubriría que le gustaba estar bastante más descubierta. De todas formas, al moverse se notaba que no llevaba sujetador.
Estuvimos charlando un buen rato- La tía me preguntaba por mi vida antes de Madrid: cómo me había ido en la universidad, pero sobre todo por mi vida privada. Si tenía novia, si la había tenido antes, qué hacía en mi tiempo libre en Sevilla…
Le expliqué que había tenido varias amigas íntimas, pero que no había tenido una relación seria con ninguna, más porque ellas no habían querido, que por mí.
Nos habíamos sentado en el sofá para tomar el café y puesto una película en televisión, pero resultaba difícil seguirla porque pasaban más tiempo emitiendo anuncios y cortando la película que poniendo la película, así que seguimos charlando, que era menos aburrido. Una vez que acabó el café, la tía Luisa se tumbó en el sofá, y, con toda naturalidad, puso la cabeza sobre mis piernas.
― ¿No te importa, verdad? Necesito poner los pies en alto después de toda la mañana de pie.
― Por supuesto que no, Luisa ―recordé en el último instante que no le gustaba que la llamase tía―. Estoy muy bien así.
― ¿Te importa si me duermo un ratito? Solo serán unos minutos.
― Por supuesto. Luisa. Haz lo que te apetezca.
Tía Luisa se durmió casi en el acto. La verdad es que me sorprendió que lo hiciese tan rápido. Yo seguí viendo la película, pero aproveché para echar un vistazo a mi tía. Se veían la mayor parte de las piernas, que, sorprendentemente eran muy bonitas. Además, al tumbarse, se había abierto un poco la bata por arriba y se veía casi todo un pecho. Me sorprendió que una mujer a la que yo consideraba de la generación de mis padres, estuviera tan buena todavía, pero al final me di cuenta de que era mucho menor que mi madre. Empecé a imaginarme en la cama con mi tía sin poder evitarlo, y sin querer, el pene se me fue levantando. Yo llevaba un pantalón largo de pijama y una camiseta, que era lo que usaba habitualmente en casa cuando hacía buen tiempo. Ese pantalón no ofrecía ninguna resistencia, así que todo se levantó hacia arriba, empujando un poco la cabeza de tía Luisa. Me dio mucha vergüenza, pero no me atreví a moverme para no despertarla. Pero a ella el empuje sobre su cabeza la despertó. Yo, al ver que abría los ojos, me sonrojé hasta la raíz del pelo y no me atreví a hablar.
Tía Luisa abrió los ojos, me miró y me sonrió.
― No te pongas rojo. No pasa nada.
― ¡Qué vergüenza! ―contesté yo.
― No tiene importancia ―contestó ella―. Eres un chico joven y sano y que te pongas así dice mucho sobre que yo me mantengo en forma y todavía soy capaz de levantar la “tienda de campaña” de un jovencito. Par mí es un gran cumplido.
― Pero eres mi tía. No quiero ofenderte no que te enfades conmigo. Ha sido involuntario.
― Ya te he dicho que no hay problema, Simón. Me has hecho volver a sentirme joven por un instante. Además, eso me indica que llevas bastante tiempo sin tener sexo.
Tía Luisa hablaba con tanta naturalidad del tema que yo empecé a tranquilizarme. Le contesté.
― Pues sí, Luisa, llevo unos meses que no tengo ninguna novia. Y la verdad es que te he visto tan atractiva ahí dormida, que no he podido resistirlo sin que se note. Pero no quería ofenderte.
― Ya te he explicado que Silvia y yo somos bastante liberales. Pensamos que el sexo hay que disfrutarlo sin convencionalismos y que cualquier cosa es aceptable siempre que sea aceptada por todas las partes y no sea forzada. Ya verás que a veces Silvia y yo compartimos algún chico que nos gusta a las dos. Incluso a veces, cuando no tenemos relaciones, nos apañamos entre las dos solas, aunque preferimos tener un hombre cuando estamos las dos.
Lo que me contaba tía Luisa sobre que compartían chico su hija y ella me estaba dejando sorprendido. Pero más me sorprendió lo que me dijo después.
― Simón, no quiero ofenderte ni que te sientas obligado, pero sentir la presión en mi oído, me está animando. ¿Puedo tocarla? Si no quieres, solo di que no.
Yo, al oír aquello, me sentí azorado y enrojecí de nuevo más todavía. Tartamudeé el inicio de una respuesta.
― Yo… yo… es que…
Tía Luisa, pareció turbada.
― Lo siento, Simón. No quería asustarte. Perdóname. No volveré a insinuarte siquiera algo así. No te enfades conmigo.
― Pero tía ―contesté yo―, no me ha asustado. Únicamente me ha sorprendido tu petición, pero me encantaría que me tocaras si de verdad te apetece.
Mientras le decía esto, noté que me sonrojaba más todavía. Ella no contestó. Levantó la cabeza y empezó a acariciarme el pene por encima del pantalón con la mano. Yo no tengo un pene exagerado. Unos dieciocho centímetros, pero estaba duro como una piedra.
Después de recorrerlo con la palma de la mano sobre el pantalón, me miró a los ojos con picardía y empezó a bajarme el pantalón y los bóxers al mismo tiempo hasta dejar la verga al aire. Entonces siguió acariciándolo ya directamente sin ropa. La recorría subiendo y bajando lentamente con la mano. Al mismo tiempo, con el pulgar me presionaba la punta del glande al bajar. Como estaba bastante reseco, se mojó el pulgar con saliva y empezó a dar vueltas alrededor y por encima del glande. No era la primera vez que una mujer me la tocaba, por supuesto, pero yo no recordaba una sensación de placer como aquella nunca anteriormente.
Por fin, bajó la mano a la base del tronco y se agachó, tomando el glande entre los dientes. Subió y bajó los dientes arañándola suavemente. A mí me recorrió un escalofrío por la espina dorsal. Luego fue acariciándolo con la lengua y a continuación empezó a bajar abarcando gran parte del pene.
Mientras tía Luisa hacía eso, yo me estaba volviendo loco, y sin poder resistir la tentación, metí la mano por el escote de su bata y empecé a acariciarle el pecho. Tenía un pecho redondo, tierno y muy terso. Por lo que pude notar, el pezón tenía una aureola pequeña, pero el propio pezón estaba completamente erecto. Mientras le acariciaba el pecho, notaba como su respiración se iba acelerando. A medida que yo me iba excitando más, iba presionando el pecho con más velocidad. Al final le pellizqué un pezón y oí un gemido. Le dije a tía Luisa:
―¡Aparta…te, que… me voy.. a… correr!
Pero ella no se apartó, sino que siguió chupando con más ahínco aún, para acabar tragándose la mayor parte de la corrida. El resto resbaló por su comisura sobre mi polla y a continuación ella siguió lamiendo y chupando hasta dejarme completamente limpio. Luego se subió y me dio un beso.
Nunca ninguna chica se había tragado el semen después de la mamada. Y al principio, me dio un poco de asco ver como acercaba su boca a la mía con el sabor y el olor de mi semen, pero cuando me empezó a besar, el morbo de la situación me excitó más aún de lo que estaba. La verdad es que me gustó el sabor en su boca.
La seguí besando, pero mi excitación no había bajado, así que seguí acariciándole el pecho con una mano mientras la besaba y con la otra mano fui bajando por su vientre hasta llegar hasta el pubis. Descubrí con sorpresa que no llevaba bragas. Al llegar a la vulva vi que estaba completamente mojada. Lógicamente, no la iba a dejar así, de modo que fui bajando mis labios a su pecho, le lamí los pezones, el vientre y llegué al pubis y después a la vulva. Ella, que estaba muy excitada, soltó un gemido cuando le rocé los labios mayores y menores. Siguiendo los gemidos, fui subiendo el ritmo y al final le lamía el clítoris a una velocidad endiablada. Ella acabó explotando en un grito de placer y un orgasmo muy fuerte. Bajé el ritmo y seguí despacio lamiendo toda la zona suavemente, sin dejar que le bajara la excitación. Estaba totalmente mojada, así que me coloqué sobre ella y le metí el pene de un golpe, y empecé a bombear sin pausa hasta que nos volvimos a correr los dos. Ella un instante antes que yo.
Por fin nos relajamos. Tía Luisa siguió hablando como si no hubiésemos hecho nada.
― ¿Cómo te encuentras?
―¡Fantástico! ¡Ha sido increíble! ¡Nunca me habían hecho algo así! Y al final he visto que venías preparada. Ni siquiera traías bragas.
― No es eso, Simón. No te habíamos dicho nada todavía porque no queríamos asustarte, pero Silvia y yo siempre estamos desnudas en casa menos cuando hace demasiado frio y la calefacción no es suficiente. Y eso no pasa prácticamente nunca. Pagamos mucho de calefacción, pero podemos permitírnoslo. Pero no sabíamos como ibas a reaccionar tú al saberlo y si te molestaría o te cortaría.
Y siguió diciendo con un guiño:
― Pero ya veo que no te molesta. Espero que no te moleste que Silvia esté igual. Tú puedes estar como quieras.
―A mi me encantaría estar como vosotras, pero ¿no os molestará que me pase la mitad del día empalmado?
― Eso no será problema. Pero seguramente no estarás tanto tiempo empalmado porque cada vez que te veamos así, seguramente nos empeñaremos en bajarla una de las dos o las dos, si estás de acuerdo, por supuesto.
― Por mi encantado.
Mi tía continuó.
― De todas formas, no te equivoques. Esto no es un contrato. Silvia trae a su novio con frecuencia, y yo también traigo algún hombre de vez en cuando. A veces los compartimos y a veces no, según la persona y el momento. Por supuesto, tú puedes traer a quien quieras.
A partir de ese momento, mi vida cambió de una forma que no podía esperar sólo dos horas antes. Los tres estábamos desnudos todo el tiempo que estábamos en casa. Teníamos una bata cada uno preparada para ponérnosla si llegaba alguien, pero el resto del tiempo no llevábamos nada.
A mí desde luego, se me pasaron las ganas de irme de casa de tía Luisa desde ese momento.
Si os gustan mis aventuras en casa de tía Luisa, dejadme un comentario y seguiré contándoos mis experiencias.