En casa de tía Carmen: día 3º

Mantenemos la categoría por coherencia, aunque podríamos asignarle al menos tres o cuatro diferentes y cualquiera valdría. TTres nuevos personajes hacen aparición y convierten nuestro cuentecillo en una historia delirante ADVERTENCIA: sigue conteniendo escenas de sexo homosexual y eso.

Por la mañana, Marina estaba extrañamente contenta, muy nerviosa, como si esperara algo que se me escapaba. Habíamos dormido juntos y, al despertar, derrochaba vitalidad y parecía muy empeñada en estar guapa, en que estuviéramos guapas.

Nos despertamos tarde y nos duchamos juntas. Yo había asumido una femineidad que, más que sentir, deseaba fervientemente, y me dejaba llevar sin saber porqué por aquella explosión de vitalidad. Nos besamos bajo la lluvia fina de la ducha, nos acariciamos con cuidado de no entusiasmarnos en exceso para preservar intactas nuestras energías, según me dijo, y nos arreglamos como para una nueva “ceremonia”. Nos untamos aquella crema de perfume dulzón que me excitaba tanto. Me dejó otra de sus braguitas de bikini, una de color fucsia de tamaño suficiente como para albergar en su interior mi pollita, que vivía en un estado de erección casi permanente, y me puso en el tobillo una cadenita de oro con una pequeña medalla lisa. Ella se puso otra.

  • ¿Estáis listas? A ver… Muy bien. Guapísimas… Quizás… ¿Lleváis las cadenas? Ah, sí. Vale.

Tía Carmen parecía presa del mismo nerviosismo que atenazaba a Marina. Recorría el jardín comprobando cada detalle como si fuera a pasar un examen, y retocaba cuidadosamente cualquier minucia, moviendo unos centímetros las flores que lo adornaban aquí y allá, o comprobando una y otra vez un aparato extraño, con el aspecto de un barril tumbado forrado de cuero negro que disponía en su parte superior de una pequeña polla de goma y cuatro correas de lona negra a los lados, de diferentes tamaños, forradas de terciopelo rojo en su interior, con gruesas cintas de velcro para cerrarlas, como otras que había distribuidas sobre una mesa de teca y en varios sillones y tumbonas.

  • ¿Pero qué pasa?
  • Que es sábado.
  • ¿Y?
  • Y vienen Jairo y Mónica a pasar la tarde.
  • ¿Jairo y Mónica?
  • Nuestros vecinos. Ya verás.

Aunque me quedé intrigado, no pregunté más.

A mediodía, comimos frugalmente, unos canapés que había preparado Sandra, la muchacha que servía en la casa, una joven colombiana pequeñita, con gafas de pasta negra, muy guapa, de rasgos sensuales y piel oscura, gordita y opulenta, que se había vestido para la ocasión con un uniforme negro de falda corta, con puñetas, cofia y mandil blancos que la dotaban de un aire en cierto modo cómico, como un estereotipo de criadita sexi.

  • Marina, cielo…
  • Dime, mamá.
  • Arregla un poquito a tu primo, anda, sin exagerar.

Cuando salimos del baño, íbamos perfumadas y llevábamos los labios pintados de un rosa pálido muy discreto, un poquito de rímel, y la raya de los ojos oscurecida muy sutilmente. Me había mirado al espejo y me sentía muy guapa y muy excitada.

Salimos al jardín en el preciso instante en que los vecinos hacían su entrada siguiendo a Sandra, que se colocó discretamente junto a una mesa de bebidas y comenzó a preparar copas. Parecía saber qué bebía cada uno. A Marina y a mí nos dio copas flojitas de wiski con cola.

  • ¡Ah, es esta! ¿Cómo la llamas?
  • No lo hemos pensado. Pedro la llama “Nena”.
  • Nena… ¡Qué dulce!

Me quedé paralizado. Jairo era un hombre sencillamente bello: alto, delgado, de treinta y tantos, de piel morena sin excepciones, absolutamente depilado, como pude comprobar después, que parecía contemplar el mundo desde una posición de absoluta superioridad. Tía Carmen, en cuanto entró, se puso a su lado en una actitud de absoluta sumisión.

Y Mónica… Mónica era una mulata esplendorosa: alta también, espectacular, de curvas marcadas, en una forma física impecable, con el cabello teñido de rubio, largo y rizado, con mechas de color ceniza.

  • Vamos, cielo, ayuda a nuestros invitados.

Mientras Sandra desnudaba a tío Pedro de manera muy ceremoniosa, tía Carmen hacía lo propio con Jairo, y Marina con Mónica, que, bajo el vestido escondía una polla de tales dimensiones que me causó, casi más que sorpresa, auténtico pavor. Sin llegar a encontrarse completamente erecta, colgaba hasta bien avanzada la mitad del muslo. Era grande, gruesa y oscura. Me pregunté si me follaría. Me daba pánico y, al mismo tiempo, lo deseaba.

Tía Carmen permanecía tan pegada como podía a Jairo, que la trataba con cierta condescendencia, como si realmente no le importara mucho. Me sorprendió que a tío Pedro no pareciera importarle. Al contrario que a mí, no le dijo aquello de que “las cosas tienen un precio”. Sin llegar a mostrarse sumiso, resultaba evidente que le profesaba un gran respeto. Aun así, ambos exhibían ya admirables erecciones. Me parecía imposible la idea de que nuestros dos invitados tuvieran las pollas mayores que la de mi tío, pero yo tampoco entendía mucho de pollas, al menos todavía.

  • ¿Y tú, puta? ¿Ya estás tirándole los tejos a mi hombre? Pues hazlo bien, idiota.

Fue Mónica quien, agarrándola por el pelo, susurró a su oído aquellas palabras mientras la forzaba a arrodillarse y empujaba su cara hacia la polla de Jairo obligándola a tragársela entera y sujetándola así. Permanecí en silencio, asombrado, contemplando cómo su cara parecía ponerse primero pálida, y luego ligeramente azulada. La estaba ahogando. Cuando decidió soltarla, tía Carmen tosía y respiraba muy agitadamente regurgitando lo que parecían babas que caían sobre sus tetas. Tenía lágrimas en los ojos que dibujaban regueros de rímel en sus mejillas al deslizarse. Inclinándose, sin soltarle el pelo, azotó sus nalgas con fuerza dejando marcadas las huellas rojas de sus dedos sobre la piel pálida. Mi pollita mojaba muy evidentemente la braguita fucsia.

  • No escarmientas, puta. Anda, enchufa a tu zorrilla.

Tía Carmen obedeció conduciendo a Marina hacia el “barril” que había llamado mi atención y, obligándola a sentarse sobre él, introdujo en su chochito el pequeño falo de goma antes de sujetar sus tobillos y sus muslos con dos de aquellas correas. Mi prima parecía debatirse entre el miedo y la excitación que evidenciaba el brillo febril de sus ojos. Mónica se paró ante ella sujetando el mando del aparato mientras su madre le fijaba las manos a la espalda con otro juego de correas.

  • Oye, cariño, dime si lo quieres, no quisiera forzarte.
  • Sí…
  • Mmmm… ¿Un poco más explícita?
  • Sí… quiero…
  • ¿Qué quieres, idiota? ¿Te voy a tener que sacar las palabras con sacacorchos?
  • Quiero que lo enchufes…
  • ¿Por qué?
  • Para… para que me hagas correrme.
  • ¿Ves? No era tan difícil.

Tirando con fuerza de sus braguitas, que tía Carmen había apartado a un lado para meterle aquello en el chochito, Mónica se las arrancó y se las metió en la boca haciéndolas un rebullo antes de accionar el interruptor. Aquella pequeña polla de goma comenzó a vibrar y unas pequeñas aletas que había en su base, en las que no me había fijado anteriormente, a aletear muy deprisa. Mi prima comenzó a gemir ahogadamente. Mónica sonreía viéndola.

  • Anda, Sandra, cielo, acércanos las copas.

La muchacha, que parecía bien aleccionada, acercó una mesita auxiliar al grupo y colocó sobre ella las copas. Tía Carmen seguía arrodillada en el suelo entre ellos. Parecían haberse olvidado de Marina, que jadeaba y gemía.

  • ¿Y tú, cariño? ¿Qué podemos hacer contigo?

Mi pollita babeaba. Me sentía excitada y asustada. Escuchaba los gemidos de mi prima, intuía el ansia de tía Carmen, y me aterrorizaba el tamaño de la polla de Mónica, que me miraba sonriendo. Se le había puesto dura, y sus dimensiones resultaban terroríficas. Me imaginaba empalado en aquella tranca negra gruesa como un vaso de tubo y me temblaban las manos.

  • Bueno, ya lo pensaremos.

Me hizo sentar junto a Marina para, tras girar una posición el mando del barril haciendo que sus gemidos se intensificaran, dejarme allí plantado y dirigirse al grupo que formaban los hombres y tía Carmen de rodillas en el suelo.

  • ¿Has sido buena?
  • Sí.
  • ¿Seguro?
  • Sí.
  • Así que querrás tu recompensa ¿Verdad?
  • Sólo… Solo si os apetece.
  • Me encanta esta zorra tuya, Pedro.

Aquella exhibición de poder me parecía fascinante. Tía Carmen permanecía arrodillada, sin atreverse a tomar ninguna iniciativa, como esperando a que decidieran qué hacer con ella. A un gesto de Mónica, Sandra sujetó también sus manos a la espalda y, allí delante de ellos, arrodillándose detrás de ella, empezó a masturbarla. Parecía avergonzada, pero gemía. Me sentí enfermar. A mi izquierda, Marina gemía también, cada vez más sonoramente. Su cuerpecillo delgado se estremecía en un temblor incontenible y, bajo su chochito, sobre el cuero, se formaba un charquito que, por efecto de la intensa vibración formaba círculos concéntricos de ondas.

  • Esta bien, Sandra, puede parar ya. No queremos que se corra todavía.

Pude ver su frustración cuando se interrumpieron las caricias. Sandra se incorporó muy seria y adoptó su postura tan formal como esperando órdenes. Tía Carmen temblaba y respiraba agitadamente haciendo que sus tetas grandes y blancas dibujaran pequeñas ondas, como olas de carne mullida. Tenía los pezones muy contraídos.

  • La zorrita parece que está preparada ya ¿Sería tan amable de poner la máquina al máximo? Creo que ya se lo ha ganado.

Al obedecer Sandra la orden, el sonido de la vibración del aparato se intensificó hasta hacerse escandaloso y, con él, los gemidos de Marina se volvieron gritos desesperados que las braguitas en su boca amortiguaban. Sentado junto a ella, pude ver cómo sus ojos se ponían en blanco. Temblaba y se sacudía todo cuando permitían las correas que la sujetaban. Su cuerpecillo delgado se movía como impulsado por un resorte. Las aletas del dildo que parecía batir su chochito apenas se veían.

  • Quítele las braguitas, por favor.

Sus chillidos lo llenaron todo. Todos la rodearon contemplando el espectáculo. Mónica se inclinó para pellizcar sus pezoncillos, que se veían oscuros, dos botoncillos prominentes en el extremo de las tetitas picudas.

  • Me… me… corro… otra… vez… Por… por… favor… No puedo… ¡¡¡Ahhhhhh…!!!

Apenas se la podía entender. Balbuceaba y, por momentos, parecía perder la conciencia y su cuerpecillo se tensaba, o caía hacia delante. Tía Carmen la miraba con los ojos desorbitados, como hipnotizada. Su coño babeaba. Jairo metió la polla en su boca y comenzó a follarla deprisa, clavándosela entera hasta la garganta. Parecía imposible que pudiera tragarse aquello. Se repente, se quedó parado dentro y comenzó a manarle esperma por la nariz. Me sentía desesperado. Mi pollita quería estallar, y no podía tocármela.

  • Te veo nerviosa, Carmen ¿Estás bien?
  • No…

Mónica se había arrodillado junto a ella. La sujetaba agarrándola del pelo y hablaba en voz baja junto a su oído.

  • ¿Y eso? ¿Qué te pasa?
  • Estoy…
  • ¿Sí?
  • Estoy… muy caliente…

Parecía avergonzada, humillada. Mónica sonreía y seguía sometiéndola a aquel interrogatorio cruel, obligándola a degradarse.

  • Es que eres muy puta, cielo.
  • Sí…

Habían reducido la intensidad de las vibraciones y mi prima gimoteaba y temblaba como sin fuerzas. Tía Carmen, mientras tanto, con la cabeza humillada, la miraba de reojo mientras respondía a cada pregunta como implorando.

  • ¿Y qué es lo que quieres?
  • Quiero que me follen.
  • ¿Quién?
  • To… todos…
  • ¿Jairo?
  • Sí…
  • ¿Y tu marido?
  • Sí…
  • ¿Y yo?
  • Tam… también…
  • ¿Quieres una polla en tu coño?
  • Sí…
  • ¿Y en la boca?
  • Sí…
  • Mmmmmm… Nos falta otra… ¿Y en el culo?
  • Por… favor…
  • ¿Ves? Así mejora todo… Me gusta esa actitud.

Golpeó su culo con la mano abierta y escuché un chasquido fuerte. Tía Carmen emitió una queja mimosa. Conocía aquel tono: estaba caliente. Un nuevo palmetazo en su coño hizo que gritara.

Pronto cabalgaba sobre Jairo, que se había echado en una tumbona. Literalmente saltaba sobre su polla y se podía escuchar con claridad el chapoteo en su coño. Tío Pedro se situó frente a ella para follar su boca. Lo hacía sin cuidado alguno, sujetando su cabeza con las manos y clavándosela hasta la garganta. Tía Carmen lloriqueaba. Tenía los pómulos cubiertos de lágrimas oscuras y los ojos irritados.

  • Ya sólo falta una…

Lanzó un quejido ahogado cuando comprendió que Mónica iba a follar su culo, e hizo un amago de intentar escapar que tío Pedro abortó agarrándola con fuerza por el pelo. La simple idea de que aquello pudiera caber allí me parecía imposible. Me asustaba que pudiera hacerle daño y, al tiempo, me causaba una terrible excitación. Tía Carmen se debatía y lloraba a medida que la tremenda verga negra iba clavándose en su culo pálido. La mulata sonreía con un brillo de maldad en la mirada.

  • ¿Era esto lo que querías?

Lo preguntó con una sonrisa maliciosa en los labios bellísimos en el preciso instante en que comenzó un bombeo infernal en el culo de tía Carmen, que chillaba con los ojos desorbitados, aunque sus gritos quedaban amortiguados por la polla de tío Alberto, que cada nuevo empujón impulsaba hasta el fondo de su garganta.

  • ¡Ay, señorito!

Y, de repente, estaba sólo, terriblemente caliente, junto a Sandra, que parecía nerviosa, y mi prima Marina, que gimoteaba exhausta con el barril vibrando todavía en su chochito, caída hacia delante.

Ignoré su queja, que me pareció más convencional que sincera, y metí mi mano bajo la falda corta de su uniforme de criadita francesa. No llevaba bragas.

  • Estás caliente, puta.
  • ¡Ay, señorito, por favor!

Comencé a masturbarla, a meterle los dedos en el coño empapado y a manosear a la indiecita que, aunque se quejaba, gemía también. A diferencia de tía Carmen, era de carnes turgentes, duras. Nervioso, impaciente, arranqué los botones de su blusa tratando de abrirlos, y amasé sus tetas con las manos. Tenía la piel del color del café con leche, las areolas grandes, granulosas y muy oscuras, y los pezones de punta. Los mordí queriendo hacerle daño. Escuchaba los gritos de tía Carmen y sólo podía pensar en hacerla gritar también a ella. Abrazado a su culo generoso y duro, mi pollita, que había escapado por el borde de la braga fucsia, resbalaba entre sus muslos. Sus quejidos, que se repetían incesantemente, sonaban entre jadeos, casi rutinarios, sin convicción alguna.

  • ¡Por favor…! ¡Señorito…! ¡Déjeme…! ¡Por favor…! ¡Ahhhhh…!

Tirando de su coleta negra, la hice arrodillarse primero, y ponerse a cuatro patas después. Su coño velludo entre los muslos estaba abierto, empapado. Su interior sonrosado y brillante me atraía. La follé con los dedos muy deprisa haciéndola chillar. Pronto jadeaba. Gemía y movía acompañando a mis movimientos aquel culo redondo, duro y grande. Seguía negándose entre gemidos como si aquello la salvara del pecado, como si aparentar resistencia lo hiciera tolerable. Di algunas palmadas en sus nalgas que no hacían si no acentuar sus gemidos.

  • ¡Ay, dios mío! ¡Dios mío!

Como no encontraba crema con que lubricarla, agarrándola por la coleta hice que se tragara mi pollita. Tía Carmen lloriqueaba. Mónica la zarandeaba sometiéndola a un traqueteo bestial, y su cuerpo mullido se balanceaba sin resistencia. Parecía casi inconsciente, aunque episódicamente su respiración se agitaba y una sucesión de gemidos y quejidos enunciaban un nuevo orgasmo. Parecía agotada.

  • ¿Un poco más, prima?
  • ¡Vamos!

Giré hasta el máximo la vibración del barril y escuché chillar a Marina en el preciso instante en que mi polla se clavaba en el culo de la indiecita, que chilló yo creo que por cortesía, porque no ofrecía resistencia. Mientras la follaba, sintiendo la presión de su culo duro, seguía repitiendo su letanía de quejas entre gemidos. Se acariciaba el coño deprisa. A veces, su mano iba más allá, y acariciaba mis pelotas.

  • ¡Ay señor, por dios! ¡Ay señorito! ¡Por favor…!

Azotaba su culo. La follaba como con rabia. Tía Carmen, caída en el suelo, con los dedos clavados en el coño, temblaba mientras recibía una ducha de esperma. Mónica pelaba las pollas brillantes de Jairo y tío Pedro, que descargaban sobre su cuerpo tembloroso, y este último hacía lo propio con ella.

  • ¡Ay mamita! ¡Ahhhhhhhhhhh…! ¡Madrecitaaaaa…! ¡Ay señoooooor…!

Me corrí en su culo sintiéndola temblar. Se había caído de bruces sobre el césped y seguía follándola tumbado sobre ella, estrujando sus tetas grandes y duras con las manos. Chillaba, como chillaba tía Carmen sintiendo sobre su piel el chorreo de lechita que la cubría salpicándole la cara y las tetas. Permanecía tumbada, temblorosa, con los dedos clavados en el coño. Apoyándose en los talones, levantaba el culo mientras disparaba chorritos de pis como por aspersión. Se corría con los ojos en blanco, balbuceando palabras incomprensibles.

Minutos después, tío Pedro y Jairo, echados sobre dos tumbonas contiguas a la sombra del velador de lona de color hueso, bromeaban sobre la actitud de tía Carmen que, exhausta, se duchaba frente a ellos enjabonándose para limpiar su piel ante la atenta mirada de Mónica, que sonreía acariciando lenta y obsesivamente su polla, incomprensiblemente dura todavía.

  • No deja de sorprenderme tu zorra, Pedro. Es increíble.
  • Inagotable, sí. Como Mónica.
  • Jajajajajajajajaja… Sí, es verdad.

Marina, que había sido retirada de la máquina, se recuperaba todavía sobre una toalla al sol con una sonrisa fatigada en los labios y Sandra, con la falda arrugada, las tetas todavía a la vista, aunque había tratado inútilmente de colocarse la blusa sin botones, y la cola de caballo desarreglada, servía una nueva ronda de copas. Yo permanecía en el suelo, semi incorporado, con el brazo apoyado en la tumbona de tío Pedro, excitado todavía, aunque más sereno, tratando de procesarlo todo. Aquellos tres días habían alterado por completo mi percepción de la realidad y permanecía en un estado de inagotable sorpresa, fascinado por cada descubrimiento y poseído por un ansia infinita de seguir, de conocerlo todo.

  • ¡Vaya! ¡Mi nenita parece que no ha tenido bastante!

Había tendido mi mano hacia la polla de mi tío, que mantenía un buen tamaño todavía, aunque había perdido su erección. Lo hice con miedo, como si temiera una respuesta violenta. La dureza de las escenas pasadas me tenía un poco sobrecogido.

  • Ven, anda.

Tomándome de la mano, tiró suavemente de mí hasta colocarme entre sus muslos y la tomé entre los labios. Seguía grande, aunque mullida. Sentía su capullo palpitar, crecer y endurecerse en mi boca. En pocos minutos volvía a ser un grueso tronco rígido. Noté la lengua de Jairo en el culito y gemí como una niña.

  • Ven, vamos a joder a la india ¡Sandra!

Sandra se dejó sentar en el barril. Sujetaron sus muslos y sus tobillos como habían hecho con Marina, y activaron la máquina a su máxima potencia sin preámbulo alguno. En aquella ocasión, dejaron sus manos libres. No tardó en estar inclinada, apoyada con las manos en el césped, gimoteando sus plegarias entre gemidos. Tía Carmen y Mónica, de pie junto a ella, se mordían las bocas sonriendo. Tía Carmen agarraba la polla tremenda y la acariciaba despacio, como admirándola.

  • No pares, nenita… Trágatela.

Noté las manos de Jairo agarrándose a mi culo, separando las nalgas para prepararme, y su polla apuntando a mi agujerito. Tenía miedo y, al mismo tiempo, lo deseaba con todo mi ser. La polla de tío Pedro había recuperado por completo su dureza y me esforzaba por tragármela entera, por hacerla penetrar mi garganta.

  • Un poco… más… Asíiii…

Traté de chillar cuando aquella tranca enorme empezó a dilatar mi culito. Me ardía. Tío Pedro, empujando mi cabeza con delicadeza, pero de manera inflexible, había conseguido que ni nariz se hundiera en la mata espesa del vello jasco de su pubis. Me ahogaba. Mi cerebro parecía nublarse por la hipoxia. Sentí la presión de la polla de Jairo en aquel lugar y me pareció percibir luces en los ojos, fosfenos donde el calambre interior y la asfixia parecían cobrar forma material.

  • Tranquila, mariconcita, no vayas a asfixiarte.

Había sacado su polla de mi garganta tirándome del pelo y colocaba mi boca en sus pelotas, que comencé a tragarme una a una haciéndole gemir entre toses y babas. Su verga rígida resbalaba en mi cara. Me mojaba la cara con el fluido cristalino y viscoso que manaba. Jairo comenzaba un bombeo lento en mi culito que, cada vez que empujaba con fuerza hasta clavármela entera, parecía trasladarse a mi pollita, que chorreaba sobre el césped.

  • Así… Así… No pares, zorrita… Asíiii…

Mónica se había sentado en la tumbona que Jairo había dejado desierta y tía Carmen sobre ella, a horcajadas, se había clavado en su polla y culeaba lentamente sobre ella. Se mordían los labios y sus tetas resbalaban apretándose. Mónica acariciaba el culo de mi tía. Se gemían en las bocas.

  • ¡Ay! ¡Ay por dios! ¡Por.. favor…! ¡Por… favóoor…! ¡Quíteme…lo…! ¡Químeme…! ¡Ahhhhhhhhh…!

La interminable sucesión de orgasmos de la criadita me enervaba casi tanto como aquella polla enorme que se clavaba en mi culito más deprisa cada vez. Marina, arrodillada junto a tío Pedro, le besaba la boca. Tenía uno de sus dedos clavado en el chochito lampiño y gemía mimosa moviendo el culito adelante y atrás. Agarraba la polla de su padre cubriendo y descubriendo su glande grueso, que ya estaba violáceo. Su manita resbalaba sobre ella ante mis ojos, mientras me tragaba sus pelotas. Me sentía frenético, lloriqueaba de placer, aunque el dolor había desaparecido ya, sustituido por aquella corriente eléctrica que me recorría la espalda cada vez que sentía el pubis de Jairo en el culito y aquella presión tan adentro.

  • ¡Muévelo así, zorrita! ¡Fóllame!

Tía Carmen saltaba literalmente sobre el pollón de Mónica, que se había dejado caer en la tumbona y estrujaba sus tetazas, pellizcaba sus pezones y, ocasionalmente, las cacheteaba haciéndola gritar de placer al dejar impresa en la piel blanca las huellas sonrosadas de sus manos.

  • ¡Ay mamita, mamita, mamiiiiiiiiiiita! ¡Que me vengo… que me vengo…! ¡Otra vez no! ¡Noooooo…!¡Mamitaaaaaaaaaaa…!

La indiecita se corría interminablemente. Agotada, se había dejado caer de codos en el césped y convulsionaba entre gemidos agotados suplicando que detuvieran aquel vibrador que aleteaba en su coño oscuro de vello jasco. Se corría a intervalos cada vez más largos, y sus orgasmos parecían más lentos, como sus quejas cada vez menos audibles. Pasaba largos ratos en silencio, con los ojos en blanco y babeando para, de repente, tensarse al experimentar un nuevo orgasmo forzado que la hacía sufrir de placer.

  • ¡Vamos, trágatela!¡Síiiiii…!

Empujó una vez más mi cabeza sobre su polla. Tenía el capullo brillante y amoratado. La sentí atravesarme la garganta y volví a notar la dulce hipoxia, aquel ahogo luminoso, como un desmayo entre fogonazos de fosforescencias, y el latido que impulsaba el esperma a través de mi garganta, de mi nariz. Jairo me llenaba de leche. Se había clavado en mí con fuerza, tirando hacia sí de mis brazos, y me llenaba de lechita que sentía rebosarme.

Cuando me soltaron, caí de espaldas al césped. Estaba excitado, terriblemente excitado. Mi polla golpeaba el aire a latigazos violentos. No me había corrido. Marina saltó sobre mí. Se clavó en mi polla. Me follaba como una posesa, chillaba, culeaba como si quisiera ordeñarme, haciéndome gritar.

  • ¡Dámela! ¡Síiiii…!

Tía Carmen se había arrodillado entre los muslos de Mónica y mamaba su polla haciéndola gemir a mi lado. Me sentía como en sueños. De repente, se giró, apoyó sus labios en los míos, y dejó que la lechita de la mulata se deslizara entre ellos. Comencé a correrme. Mónica, sin tocarse, todavía se corría a chorros mirándonos. Sentí el calor en el chochito de mi prima, que temblaba con las manos apoyadas en mi pecho. Me corría la lechita que manaba de ella entre los muslos como un cosquilleo.

  • ¡Vamos, despierta!

Me había desvanecido. Todavía temblaba cuando Mónica me despertó a cachetitos amables en la cara. Marina, tumbada a mi lado sobre la toalla, me abrazaba.

  • Tenías razón, cariño. Es una zorrita deliciosa tu nenita. Me lo llevaba a casa.
  • Pues buena se iba a poner mi hermana.

Las escuché reír a carcajadas. Todavía me sentía lejos, como ausente.