EN CÁCERES - Descubriéndonos

Una pareja aprovecha un fin de semana de intimidad, en su avanzada historia de amor e infidelidad, para conocerse más cercana e intimamente

Me gusta observar tu mirada perdida, contemplando el lánguido y helado paisaje. Tan real a los sentidos como hipotético en tu mente.

Sentada en el asiento de este tren, la cabeza reclinada sobre el cristal, el  cuerpo ligeramente ladeado, una pierna sobre la otra y acariciando, dedo a dedo, mi mano apoyada en tu muslo.

Solo varias el gesto para señalarme algo que al otro lado de la ventanilla del cansino tren te llama la atención. Una manada de gamos pastando en una ladera. Un grupo de pescadores en un pantano que se giran para mirarnos o una niebla tan espesa que únicamente nos deja ver las peladas cumbres de unas montañas quizás tapizadas de un espeso verde.

De repente esa niebla se vuelve tan densa que ya cuesta distinguir si nos dirigimos hacia nuestro destino o el conductor nos está dando un caprichoso paseo por las nubes, mientras, adivinando tus sensaciones, te echo por encima tu parka y, a la vez que me devuelves una sonrisa de agradecimiento, la llevas hacia tu garganta para percibir el calor que transmite el cuello con forro polar, al tiempo que, aprovechando que mi mano queda oculta por la improvisada manta, la introduzco de manera sutil y sibilina en tu entrepierna y, con mi cara apoyada en tu hombro, nos vamos sumiendo en el sopor acompañados del ronroneo del tren y del presumible frío del exterior.

La entrada en la estación se produce de una manera lenta , como esperando el aclimatarnos a la vida que nos espera al otro lado del vagón y que en unos instantes vamos a empezar a asumir.

Muy poca gente espera en el andén y quienes están se muestran expectantes mientras el tren aminora todavía más su ya casi nula velocidad. Algunas personas se agachan, sin sacar las manos de los bolsillos, tratando de descubrir a sus familiares a través de las empañadas ventanillas.

Nosotros continuamos sentados esperando que el pasillo del vagón se desaloje. Ninguna prisa nos invade ya que, además de no esperarnos nadie en este andén, en esta ciudad, nuestro destino, más que un lugar concreto, es un fin de semana juntos. Un corto, pero intenso, fin de semana.

Un silencioso y patético taxista nos acerca al hotel reservado desde hace semanas. Un hotel no lujoso, de principios de siglo, pero muy recomendado, por su ubicación, en todas las guías de turismo. Céntrico, instalado en una calle peatonal a escasos metros de la Plaza Mayor. Toda su decoración, sus letreros y mobiliario tienen una ambientación antigua, rústica, casi rozando lo medieval, algo que contrasta sin duda con el personal que atiende la recepción: joven, moderno y extremadamente cercano. Nos impactó, de manera agradable y positiva, el que nos tutearan al dirigirse a nosotros cuando nos acercamos al mostrador con nuestra confirmación de reserva.

En pocos minutos estábamos instalados en nuestro cuarto. Amplio, limpio y a la vez austero. Una pequeña balconada daba a la comercial y peatonal, además de muy ambientada calle por donde se accedía al hotel.

Sacamos el escaso vestuario de nuestra maleta y para ocupar los diez minutos de rigor que me pediste “para acicalarme” me serví un whisky del bar-nevera que degusté plácidamente contemplando a la gente deambular de manera festiva por la calle, medio oculto por la semipenumbra que me ofrecía la lámpara de una de las mesitas de noche.

Evidentemente, los diez minutos de rigor se convirtieron en veinte minutos de rigor, pero...había tanto tiempo por delante.

Nos encontramos al salir con una liviana bruma que cubría todos los rincones. Gente muy abrigada, a pesar de que el frío no era el protagonista, en la ya aposentada noche. Familias cargadas de bolsas y regalos cuidadosamente empaquetados, prueba evidente de la cercanía de las fechas que, irremediablemente, se nos venían encima.

La Plaza Mayor, rodeada de imponentes edificios medievales y renacentistas, quedaba a unos cincuenta metros. Mesones, tiendas de artesanía y souvenirs, librerías, zapaterías. Una amalgama heterogénea de negocios con un único componente común: todos estaban ubicados en locales y casa de una época muy anterior a la nuestra.

Nos atrajo el bullicio no muy exagerado de una taberna de larga barra y sin mesas. Eso y el atractivo del letrero de una pizarra donde se ofrecían tapas regionales. Degustamos unas pequeñas raciones de morcilla “típica” y unos “típicos” callos acompañados de dos “chatos” de vino, mientras nuestros dedos índices permanecían entrelazados por debajo de la barra y nos dedicábamos, con una medio sonrisa, a degustar el desenfadado jolgorio que inundaba el establecimiento.

Paseamos antes de la cena recorriendo los soportales, parándonos frente a los escaparates. Mis manos en los bolsillos de mi cazadora y las tuyas protegidas por negros guantes de piel, colgadas de mi brazo.

Y de nuevo sin prisas. Sobre todo al comprobar que, a pesar de ser sábado, ningún restaurante mostraba un lleno completo.

Nos perdimos por algunas de las estrechas y empedradas calles que tienen como punto de partida o de final la Plaza Mayor. Calles donde el olor a humedad lo inunda todo. Edificios viejos, donde el musgo crece entre las uniones de las piedras. Calles que van perdiendo alegría y ruido a menudo que se alejan de la vida puntual de la plaza. En una de esas calles, en un restaurante con letrero de madera y nombre grabado a fuego sobre la misma, con puerta rústica y llamador, bisagras y abridor de metal negro, entramos a cenar sin mirar la carta ni los precios, guiados por su estética y por la luz tenue y amarillenta de un candil colocado estratégicamente sobre el quicio de la entrada.

Nada más pasar al interior nos llamó gustosamente la atención el comprobar que el local únicamente estaba ocupado por una atmósfera entrañablemente cálida que acompañaba la servil sonrisa de un camarero calvo, de fino bigote que rompía su impecable y ruda elegancia de camisa recién planchada y corbata de nudo clásico con un delantal de rayas negras y verdes.

Nos buscó una mesa en un rincón del solitario local, ubicada en una semiarcada que cerraba una semibóveda. Ningún cliente, ninguna pareja ocupaba ninguna mesa del austero, pero a la vez bonito restaurante.

La iluminación y la escasa decoración parecían haber sido colocados casi al azar, pero transferían un ambiente digno y severo.

Mientras echábamos un primer vistazo a la enorme carta , en cuanto a tamaño, que nos acababa de ofrecer el ilustre camarero, nos preguntó si teníamos alguna preferencia en cuanto al vino que deseábamos para la cena, dando por sentado que, sin duda, esa sería la bebida que íbamos a tomar. Tu pediste que nos sirviera algún vino blanco o rosado, alegando que no entendías esa teórica temperatura ambiente a la que se debía servir y degustar el vino tinto. Nuestro camarero, abandonando de manera delicada su servicial compostura, nos solicitó que eligiéramos las viandas y mientras él pasaba la comanda a la cocina, nos invitaba a conocer su museo-bodega y de esa manera nos sentiríamos más

influenciados a la hora de escoger el caldo.

Bajando unas austeras escaleras nos introdujimos en un sombrío lugar. Paredes de adobe donde, en los innumerables agujeros que se habían realizado, estaban depositadas incontables botellas, clasificadas según las diferentes denominaciones de origen.

Una vez teníamos elegido el vino. Tinto, finalmente, el camarero nos mostró la joya del local. En la misma estancia había un auténtico aljibe árabe que, después de tantos siglos, continuaba cumpliendo su primitiva misión de recogida de aguas pluviales. Estaba perfecta y estratégicamente iluminado con la tenue luz que recibía de unos amarillentos focos que apuntaban al techo y en el interior, sumergidas en una agua tan cristalina que se hacía prácticamente imperceptible,

reposaban varias botellas de vino de antigüedad difícil de adivinar.

Volvimos a nuestra mesa y comprobamos que la clientela únicamente había aumentado en otra pareja que quizás también buscaba la apacible tranquilidad que nosotros mismos esperábamos encontrar durante la cena.

El servicio, los platos elegidos, el vino, el ambiente del lugar; todo fue un acierto. El momento vivido nos permitió hablar, conversar, degustar unos platos sencillos en el nombre y complicados al tratar de descubrir sus secretos.

Mirarnos y sentir la magia al alzar las copas fue un gesto que nos invadió continuamente durante la cena.

Cuando salimos, un intenso frío unido a un desapacible viento hacían que el dar un paseo se convirtiera en una aventura totalmente descartada, por lo que, muy abrazados, decidimos ir a nuestro hotel y tomar una copa en la habitación.

Preparé un par de combinados y sin quitarnos la ropa, únicamente las prendas de abrigo, los tomamos charlando sobre la cama. Era una conversación que giraba en torno al momento que estábamos viviendo.

Nuestra primera salida, la primera noche juntos. El ansiado deseo de parecer, solo por unas horas, una pareja más.

Antes de terminar las bebidas nos levantamos de la cama y nos acercamos el uno al otro. Una pequeña luz sobre el escritorio iluminaba débilmente la habitación y nos fundimos en un largo y sinuoso beso. Nuestras manos recorrían sin prisas los cuerpos, las caras, los cuellos.

Poco a poco y casi al unísono fuimos quitándonos mutuamente la ropa.

Mientras yo quitaba tu vestido, tu desabrochabas mi camisa y finalmente nos vimos desnudos. Nuestra primera vez.

Nos contemplábamos y nos besábamos los labios con pequeños roces. No había vergüenza y el deseo feroz, importado desde mucho tiempo atrás avanzaba de manera ascendente pero sin caer en una locura atolondrada. Te dejabas llevar. Apretabas mis hombros cuando notaste mis labios en tus pechos. Tus pezones erguidos denotaban el calor que sentías y fui bajando poco a poco.

Besaba tu vientre y notaba tus caricias en mi cabeza cuando mi lengua mojaba tu pubis a la vez que mis manos te atraían hacia mí.

Recorrí con mis labios el camino inverso hasta llegar a tu boca. Esta vez el beso fue ansioso. La pasión nos tenía completamente invadidos y mientras una de tus manos se aferraba a mi nuca la otra conseguí de mi sexo una erección total.

Sin separar nuestras bocas nos dejamos caer sobre la cama. Tu cuerpo quedó completamente arqueado cuando mi lengua, mis labios o mis dedos lo recorrían. Como un acto reflejo abriste tus muslos al sentir el calor de mi aliento sobre tu pubis.

Me ofreciste tu sexo y mi lengua provocaba que de tu garganta salieran gemidos guturales mientras tus manos recorrían sin sentido toda la superficie de la cama en una total descoordinación con los acompasados movimientos de tu pelvis, hasta que noté tus músculos apretados, tensos.

Tu cuerpo casi inmóvil y el placer se escapaba de tu boca en forma de ronco alarido. Cuando éste se hubo apagado me incorporé sobre ti, sin dejar de besarte y mirándonos con auténtico deseo, con tus muslos aferrados a mis caderas fui entrando en ti. Despacio al principio y casi de manera agresiva después. Se mezclaban incongruentemente las palabras dulces con las más atrevidas, como en un intento de crear una gráfica de pasión con subidas y bajadas hasta que el placer aterrizó conjuntamente sobre nuestros cuerpos.

Juntos, de forma apacible, con el intervalo de besos y caricias nos fuimos quedando súbitamente dormidos.

Al día siguiente, tras desayunar y pedir en la recepción que nos guardaran nuestro equipaje, nos lanzamos a dar un diurno paseo por la ciudad.

Nada más pisar la calle la mágica combinación de sol, frío y el suelo todavía mojado, después una noche de lluvia, nos hizo volver a nuestra condición de despreocupados turistas con casi todo el día por delante.

Y éste transcurrió entre risas y miradas de complicidad, paseos de la mano y besos que jugaban a ser furtivos. Arranques de humor y momentos de asombro.

No estábamos descubriendo una ciudad nueva para ambos, más bien los dos nos estábamos descubriendo en un entorno escogido mutuamente y adivinando el inicio de un más que prometedor futuro. Un cúmulo de sensaciones que abrigaban el deseo de convertir este pequeño viaje en el comienzo de algo duradero y mientras contemplas el paisaje enmarcado en una sutil puesta de sol con ligeras pinceladas de brumas, en la tarde que se acaba.

Te giras levemente en el asiento del tren con la única intención de depositar un cálido beso en mis labios a la vez que una suave caricia de complicidad y ternura resbala por mi cara.

Y fuera el frío, más que notarse, se adivina.