En Brazos de un Gorila

Una joven científica descubre el verdadero amor en el refugio de los simios bajo su cuidado.

En brazos de un Gorila

Arrellanada frente a los monitores que le permitían escudriñar en la vida de sus queridos gorilas, una joven científica de platinados cabellos permanecía absorta y genuinamente fascinada por las imágenes que estaba observando. Se trataba de Yvone, la veterinaria encargada de vigilar durante el turno de noche a los grandes simios que un reconocido centro de investigación mantenía en cautiverio. Desde la medianoche hasta las nueve de la mañana, sus cristalinos ojos verdes no se apartaban ni un instante de aquellos usualmente dóciles animales, salvo para tomar notas en su ordenador portátil, beber un café u ojear una revista de temas del corazón. Es que, a pesar de ser una mujer atractiva, Yvone no había tenido suerte en sus escasas relaciones afectivas. «Los humanos no son lo mío» solía justificarse en la soledad de su trabajo. Pero esas distracciones eran por lo general breves, pues los gorilas requerían de un cuidado constante.

A veces ocurrían incidentes ingratos: Dos machos podían disputarse a cierta hembra en celo, o algún miembro de la manada resultar herido por cualquier causa. En esos casos, le tocaba a Yvone intervenir. Premunida de una pistola con dados tranquilizantes o con su kit de primeros auxilios, debía ingresar al hábitat artificial de los gorilas y arreglar las cosas. No siempre era fácil, pero la empeñosa doctora creía haber aprendido ya los gajes del oficio. Además, normalmente los primates respondían bien a su presencia.

Aquella noche las cosas estaban resultando a pedir de boca. La mayoría de los simios dormía plácidamente, y sólo uno que otro noctámbulo desfilaba intranquilo frente a las cámaras infrarrojas. Yvone sonrió satisfecha: Nada extraño estaba sucediendo, podía incorporarse tranquilamente para ir al baño, algo que su cuerpo le exigía desde hacía rato. Caminó por un pasillo mal iluminado, escuchando sus pasos firmes reverberando en el silencio agobiante. Una vez en el lavabo, Yvone se recogió la falda gris y se bajó la ropita interior rosada. A continuación, sentada en el sanitario, hizo como siempre una breve retrospección de su vida.

Siempre le habían gustado los animales; desde pequeñita había tenido mil y un mascotas en su casa. Pero jamás un novio. Tal vez por su carácter retraído o su tendencia a estar constantemente cubierta de pelos o plumas, ningún hombre la había considerado en serio como una eventual pareja. Así, su adolescencia y los años de universidad habían sido muy frustrantes para ella. Y eso la había volcado con más ímpetu aún a la zoología. Aunque su sueldo fuese tan bajo que ni siquiera le alcanzase para comprar maquillaje.

Después de hacer sus necesidades, Yvone se miró en el espejo del baño y analizó como todas las noches su aspecto. Su rostro se veía fresco todavía, sobre todo con ese rubio flequillo que caía graciosamente sobre su frente juvenil. Su cuello era delgado y fino; terminaba en unos hombros cubiertos casi siempre por una blusa, al igual que sus pechos, anhelantes de maternidad. Una cintura que diríase de avispa u unas largas piernas completaban el conjunto. «Todavía puedo encontrar a alguien» se dijo entonces Yvone, practicando la más seductora de sus sonrisas. Acrecentada así su autoestima, la doctora rehizo su camino hacia la sala de control del laboratorio, esperando encontrar las cosas tal y como las había dejado. Pero se llevaría una desagradable sorpresa.

«¡Dios mío! ¿Qué está pasando aquí?» exclamó angustiada al advertir las imágenes que, en tiempo real, reflejaban los monitores a su cuidado. En ellos podía verse claramente una descomunal gresca entre dos gorilas, con toda seguridad machos, que no tenía visos de terminar pronto o felizmente. Había llegado la hora de intervenir. Yvone encendió algunas luces dentro del hábitat artificial y con su pistola de dardos como única protección, se dispuso a entrar en el refugio de los gorilas. Lo que no sabía es que el peligro al que se enfrentaría era mucho mayor del que había supuesto.

Una vez plantada en el suelo del amplísimo refugio, la temeraria científica se desplazó cautelosamente hacia el sector donde había visto la pelea. Casi en penumbras, aguzando el oído al máximo, avanzó paso a paso hasta ese lugar. Al llegar, se encontró con lo que había temido: Uno de sus gorilas preferidos, que respondía al nombre de Gonzo, estaba tendido en el suelo, casi inconciente. Aparentemente de su rival no había rastro. Yvone no perdió el tiempo y alumbró con su linterna las pupilas de gonzo, tratando de hacerlo reaccionar. Por un instante creyó haberlo logrado: Los ojos de su paciente manifestaron un cambio. Pero luego, reflejado en aquellos charcos oscuros, Yvone fue capaz de ver, segundos antes de caer desmayada, como Beni, el macho alfa de la manada, estaba justo detrás suyo, con cara de pocos amigos y su fuerte brazo levantado

Al despertar de su largo sueño, lo primero que vio Yvone a la luz del alba ya casi despuntando fue al atento y sosegado rostro de Gonzo a escasos centímetros de su propia faz. Aún confundida por el tremendo golpe que había recibido, la veterinaria no reparó inmediatamente en lo extraño de su situación: Se hallaba en brazos de un gorila, con sus ropas ajadas y absolutamente indefensa. Serían talvez las cinco o las seis de la mañana, eso Yvone lo ignoraba. Lo único de lo que estaba segura, merced de lo que le señalaba su instinto, es de que debía su vida a la protección de Gonzo.

Éste era un ejemplar joven, de unos dieciocho años, en la flor de la pubertad. Erguido cuan largo era, podía medir unos dos metros y pesar casi cien kilogramos. Como enemigo hubiese sido, sin lugar a dudas, una bestia de temer. Pero en sus ojos Yvone podía ver una bondad y ternura tan grandes que supo enseguida que él no le haría ningún daño. Lentamente, acusando el manotazo de Beni, la doctora se incorporó del regazo de su protector y le miró por primera vez de cuerpo entero y como a un igual. El gorila no había salido del todo indemne de su enfrentamiento con el agresivo líder de la manada. Algunos rasguños eran evidentes en sus peludos brazos y hombros. Yvone sintió que, después de todo, no podían dejar de ayudarlo, y se le acercó. Puso su mano en la mejilla de Gonzo y le habló cariñosamente, desde el alma.

«Te portaste como un valiente anoche. A pesar de que estabas herido, me defendiste y me salvaste del otro gorila. Eso te convierte en mi príncipe azul» le dijo emocionada, arrodillándose frente a Gonzo. Éste le agarró firmemente la mano y se la llevó al pecho. La científica pudo de esa forma sentir los acelerados latidos de su corazón, señales de la creciente excitación que estaba experimentando el animal. Yvone así lo interpretó, pero ni sintió miedo ni preocupación, sino más bien una extraña sensación de arrobo y agitación en su cuerpo, que la hizo estremecer. Una excéntrica idea había asaltado su mente. Con la excusa de limpiar una de las heridas del primate, desgarró parte de su blusa para fabricar una venda, descubriendo de paso parte de su delicada piel juvenil. El gorila no ocultó su avidez frente a ese vientre terso, tan diferente al suyo. Pero aún así se comportó bien, demostrando ser más caballeroso de lo que serían muchos humanos.

Dominada por una vorágine de sentimientos encontrados y caprichosos, Yvone decidió seguir estirando la cuerda , tentando al simio que ya la veía con ojos que cualquiera hubiese calificado de lubricidad. «¿Te gusta lo que ves?» le iba diciendo provocativamente a medida que se sacaba completamente la blusa y el sujetador, desnudando sus firmes y generosos pechos, de pezones durísimos por la emoción. No sin cierto temor, Gonzo estiró sus brazos hacia aquellos senos perfectos, jugueteando con ellos y apretándolos gentilmente con sus bastos dedos. Yvone lo dejó hacer, concentrada en lo que ocurría en la hirsuta entrepierna del animal. Allí, una verdadera estaca estaba irguiéndose a toda velocidad, preparándose para un acoplamiento inevitable. Sólo bastaba con apurar un poco las cosas. Pero sólo un poco.

«Deja que me quite la falda» susurró entonces la precipitada chica, procediendo en un tris a desprenderse de aquella prenda, dejando su apretado culo expuesto a las inclemencias del clima, y sobre todo, a los impulsos latentes de Gonzo. Éste no se hizo de rogar: Sus manos se deslizaron rápidamente hacia aquellas nalgas sonrosadas, retirando sin mayores tapujos al calzoncito que constituía su única defensa, y obligando a su propietaria a abrirse impúdicamente de piernas. Yvone sintió de súbito la presión de algo durísimo tratando de colarse en su reservada intimidad, y se vio acechada de pronto por una aprensión mayúscula: ¿Sería capaz de aguantar el embate de su tremendo compañero? ¿Podría su conchita virgen resistir frente a una verga tan gruesa como potente? Pero Gonzo no le dio mucho tiempo para reflexionar sobre esas nimiedades. Su miembro humeante ya estaba abriéndose paso a través de los delicados pliegues vaginales de la doctora, pujando cada vez con más fuerza e ímpetu salvaje para traspasar ese umbral de la concupiscencia.

Yvone se resintió inicialmente, desde luego. Ni en sus más locas fantasías sexuales hubiese pensado que ser desvirgada por un gorila sería un proceso tan doloroso y tan placentero al mismo tiempo. Doloroso porque a su recién estrenada vagina le estaba costando mucho adaptarse a un miembro invasor de un tamaño tan claramente desproporcionado. Y placentero porque el roce continuo que generaba ese miembro con sus sacudidas era más que suficiente para estimular la totalidad de las conexiones nerviosas con que la sabia naturaleza había dotado al estrecho túnel de Yvone, conexiones que servían para llevar raudales de placer a su cerebro. Éste apenas podía asimilarlas todas: A los pocos minutos de ser penetrada, Yvone vivía el orgasmo más intenso imaginable por una mujer. Un calor violento se irradiaba por todo su cuerpo, haciéndola olvidar cualquier otra cosa que no fuera regodearse en el placer. Y aquello no paraba. El gorila seguía facilitándole más y más, sin dar muestras de cansancio.

Pero no sólo se servía de su órgano viril para prodigarse a él y a su nueva amiga aquel goce indescriptible. Recostado en el suelo, dejando que Yvone continuara con su cabalgata frenética, Gonzo tenía las manos libres para acariciar sin límites el cuerpo generoso de su compañera humana. Pronto aquellas tetas magníficas, sacudidas al ritmo de una cópula salvaje, se vieron hurgadas y estrujadas sin piedad por las manos enormes de Gonzo, habituadas a la tosquedad de las hembras de su especie. Pero aún había más: El gorila, no contento con disponer en forma arbitraria de los pechos y la rosada intimidad que Yvone confiadamente le había facilitado, no tenía remilgos en introducir, ya fuera gradualmente o de un sopetón, uno o varios dedos en el tierno culo de la doctora, que debía aguantar con estoicismo como aquellos dedos profanaban su recto con total impunidad. Pues Yvone poco podía hacer para impedir ese abuso de confianza. Por una parte, su extendido orgasmo la mantenía concentrada solamente en lo que ocurría en la parte baja de su vientre y espalda. Y por otra parte: ¿Qué hubiese podido hacer ella, una delicada y sumisa mujer de ciencia, contra los deseos de su hercúleo macho dominante?

Por ende, una y otra vez el pene gigantesco del gorila se introdujo de lleno en su cuerpo, dejando un pegajoso rastro del inconfundible semen primate en aquel proceso, semen que chorreaba a mares, junto a otros efluvios, desde la lubricada vagina de la veterinaria, e incluso desde su útero. De no haber sido ambos materiales genéticos incompatibles, sin lugar a dudas Yvone habría quedado preñada de Gonzo aquella extravagante mañana. Y quizás esa posibilidad no habría disgustado del todo a la solitaria científica. Antes había creído saber mucho sobre los gorilas, pero aquella jornada había descubierto varias cosas interesantes. Eran animales maravillosos, capaces tanto de entregar desinteresadamente amor como de regalar placer en abundancia. Muy diferentes a los hombres, por tanto. La sospecha que Yvone había rumiado en soledad resultaba ser entonces cierta: Los humanos no eran para ella.

¿Cuánto tiempo estuvo Gonzo dale que dale con la encargada de su protección y vigilancia? ¿Dos horas quizá? Lo cierto es que, al momento en que el simio ya no resistió más y eyaculó por última vez sus litros de esperma caliente al interior de una extasiada Yvone, el sol ya estaba alumbrando con sus rayos madrugadores al tórrido hábitat artificial de los gorilas, provocando su despertar y, por supuesto, su curiosidad frente a la reciente y exótica conquista de Gonzo. Ella se desplomó por algunos instantes sobre el pecho de su amante. Se sentía extraña, pero no incómoda en aquella posición, como si fuese algo natural el amanecer al lado de un cuadrúpedo que te ha cogido. Sí le dolían algunas partes del cuerpo, como los amoratados pechos y su tensionada entrepierna. Pero aún así estaba satisfecha. Había descubierto lo gratificante que podía ser su trabajo.

Lavándose y vistiéndose en la medida de lo posible, y ayudada en ambas tareas por las hojas de arbustos y helechos, Yvone debió emprender el camino de regreso al laboratorio. Aunque era probable que su relevo y sus compañeros de labor llegasen algo tarde aquel día, no podía arriesgarse a que la vieran semidesnuda, despeinada y maltrecha. Con un beso en la mejilla se despidió de Gonzo y se marchó rápidamente, cubierta por las fisgonas miradas que le dirigían el resto de los gorilas, algunas lascivas y otras impertinentes. Gonzo, cuyos ojos reflejaban cierta tristeza mezclada con presunción, la dejó partir en paz. Sin duda podía presentir que aquel no sería el último de sus encuentros con la bella humana que había ingresado a su monótona vida. De partida, siempre podía volver a fingir una pelea con su buen amigo Beni.