En asuntos de mujeres

Al sobrepasar el listón con mi empleada de hogar, ella se hizo dueña de mis emociones.

EN ASUNTOS DE MUJERES

En realidad, la culpa fue mía por pasarme de listo (sobrepasé el listón con creces)

Ella venía todos los días a mi casa para hacerme las labores de limpieza y algo de comida. Era boliviana y muy sexy a su manera; alrededor de un metro sesenta de estatura, un pelo muy abundante y largo, negro como el azabache, que siempre se recogía delante de mí en un precioso moño improvisado; una carita redondita, con ojitos negros fulgurantes, cejas bien recortadas y pestañas largas y abundantes. Su figura era fina, bien rellenadita, pechos bien plantados y culito respingoncillo. Todo esto culminaba en unos piececillos de alrededor de una talla 36, que al caminar rítmicamente, hacían un taconeo que a veces me provocaba una galopante erección, que intentaba ella no me notara.

Llegué a obsesionarme tanto con ella, que cuando se iba, olía su ropa de trabajo (la dejaba en una bolsita de tela con cordones) y me masturbaba oliendo los aromas de su cuerpo ausente.

Un día ya no pude más el tirón y la pedí que se me acercara, me puse de rodillas delante de ella y la dije:

  • Creo que estoy obsesionado contigo y te voy a besar por todos los sitios, sin dejar rincón alguno por explorar. Luego si quieres tú, podrás o no hacerme el amor, pero que sepas que yo nunca te voy a obligar.

Acto seguido, comencé a besar el empeine de uno de sus pequeños pies, mientras la quitaba los zapatos. Seguí subiendo por sus piernas, saltándome el resto de su cuerpo, para ponerme de pié y acercar mi boca a su oído, diciéndola:

  • no voy a dejarte ni un centímetro descuidado.

Ella no decía nada, mientras permanecía inmóvil frente a mis besos.

La saqué el jersey por la cabeza, con cuidado de no soltarla el tupido moño en el que llevaba el pelo recogido. Me puse por detrás y, la pasé mis brazos mientras la besaba cuanto quise por la nuca, las orejas y los costados de la cara, ella se dejaba hacer en silencio. Mientras tanto, con mis manos, la acariciaba el vientre, subiendo hasta su sostén, que descoloqué para acariciarle ambos pechos, durante largo rato. Ella ya se retorcía de gusto, pero sin ceder nada en su posición, que mantenía firmemente.

Sacándole el sujetador, ya la tenía desnuda de cintura para arriba, lo que me permitió bajar con mis besos por todo lo largo de su espalda, que por cierto era riquísima, hasta el punto que ella misma se soltó la falda. Yo, me encargué de su braguita, bajándosela con mis dientes e introduciendo mi lengua por la hendidura de su trasero, haciendo especial hincapié en el agujerito de su ano, que sabía a miel calentita.

Ella no sólo no cedía en su dominio ni un centímetro, sino que poco a poco, se iba moviendo haciéndome a mi, seguir por donde ella quería. Así, cuando más ensimismado estaba yo con su culito, se giró poco a poco, hasta dejarme su precioso tesoro delante mismo de mi cara. Yo no tuve más remedio que besarle su rajita profusamente; la tenía empapada de un licor que terminó por dejarme a su merced. Besé, besé, y besé tanto esa almejita, que acabó haciéndose pis encima mío, sin ninguna piedad.

Cuando terminó, me miró con unos ojos inyectados de luz me empujó hacia el sofá que estaba detrás. Enfrente mío, ya no tenía a mi empleada del hogar, era otra persona. Estaba totalmente desnuda, con una preciosa piel oscurita y brillante por mis besos que me tenía embelesado. Yo no sabía qué hacer ni que decir, pero sabía que había entrado desde entonces en una dimensión distinta de mi vida, cuyas riendas estaban en sus manos.

Se acercó a mi y, sin decirme nada, comenzó a desnudarme como una cuidadora lo hace con un inválido, sin una clara intención, cosa que me tenía totalmente enarbolado. Cuando acabó de desvestirme, apareció por fin mi gran erección, que ya arrastraba desde hacía más de veinte minutos. Se sentó a mi lado, con sus rodillas clavadas en mi costado y con una sonrisita esbozada en su cara, empezó a agarrármela con su mano, pequeña pero fuerte, y la hacía bajar y subir sin prisa a lo largo de mi falo. Mi capullo empezó a engordarse mucho, de tal manera que pensaba que me iba a explotar. Ella mientras yo me retorcía de la electricidad que su masturbación provocaba a lo largo de todo mi cuerpo, me decía:

  • eres un buen mamacoños, me has servido muy bien; pero desde ahora eres mío y yo haré de ti lo que me plazca, usarte para mi placer, o prestarte para quien yo quiera, así que prepárate amiguito.
  • Sabía que mi ansia por ella me había puesto a su merced y que ya no era dueño de mis actos, sobre todo, cuando sin apresurar el ritmo de su mano, me dijo que me corriera y yo me vacié en el acto, con unos chorretones que no pararon hasta que ella al final, me besó en la boca y me dijo al oído:
  • Eres mío sin remedio y yo sabré usarte para bien, chiquitín.

La verdad es que en lo sucesivo, ella me usó sin piedad, pero nunca pisoteó mi dignidad, cosa de la que siempre le estaré agradecido. También aprendí muchas cosas de su mano; pero eso lo contaré en otra ocasión que tenga la inspiración suficiente para rellenar el duro folio en blanco, sin miedo a aburrir a mis congéneres. Por último, deseo dedicar este relato a mi musa, que se llama Heidi y es la chica más sexual que he conocido.