En aras del deseo.
Habla de aquellas historias pasionales que la vida te regala. Amores que te envuelven en su locura y te incitan a dejarte llevar. Historias de sexo y casi amor.
No hay nada como una buena descarga de mala baba para que te levantes al día siguiente con las pilas cargadas.
Bueno, en realidad, si descanso lo suficiente, se levanta cada mañana una enérgica Sara, a la que después devuelve la tarde convertida en una piltrafa.
Pero ha llegado el fin de semana. Me voy a Madrid, a casa de Andrés. Soy su invitada.
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Esta vez es él quien me recoge en la estación. Me acaba de mandar un mensaje.
-“Bruja, estoy impaciente…“ (A mí me lo va a explicar el Wampiro. Llevo así tres semanas. Ese es mi estado natural desde nuestro último encuentro).
Miro hacia delante y le veo allí, esperándome. Hoy lleva traje, debe venir del trabajo. Le queda de fábula.
Me acoge primero con un largo y cálido abrazo y después con su voz, esa voz masculina y profunda que regala a mis oídos un:
-No veía el momento de volver a tenerte en mis brazos, gata.
Le miro a los ojos y sé con toda certeza que este tipo que tengo en frente y que ahora me sonríe se ha convertido en alguien dolorosamente importante para mí. Lo sé porque siento cómo me derrito cuando estoy a su lado bajo una atracción básica, casi animal, que no necesita de ningún razonamiento y que no puedo ocultar.
Me besa con ternura los labios, la mejilla y el cuello.
-Hueles de maravilla, niña. Ahora mismo te probaba.
Yo habría ido directamente a su apartamento y de allí a la cama si no fuera porque Andrés tenía preparada una ruta turística por el Madrid de los Austrias.
Paseamos por la Castellana. Toda la tarde escuché su voz que describiendo monumentos, edificios y paseos, detallando historias de barrios y locales de su Madrid. Sentía que lo hacía sólo para mí, llevándome de la mano, notando su contacto y, en ocasiones en que éste contacto fue más estrecho, sintiendo que le apremiaba el deseo de abrazarme y de besarme. Lo mismo sentía yo.
Nos buscábamos, nos rozábamos más de lo debido, nos deseábamos sin decirnos una sola palabra. A última hora de la tarde, camino de su casa, ese deseo reprimido y continuo convirtió la espera casi en insoportable.
En la oscuridad del garaje estalló tanta pasión acumulada. Descontrolados y sin decoro, subimos a trompicones las escaleras hacia su apartamento.
Entrelazados, embistiéndonos a cada rellano, aferrada con mis piernas a su cintura mientras él me levantaba en brazos y mordía con avidez mis labios.
Entramos. Cerró la puerta, me acomodó sobre la mesa del comedor y, tras desnudarme, sin decir palabra, me penetró. Encontró una tibia y palpitante acogida que le permitió deslizarse con suavidad empujando lentamente al principio, para luego intensificar el ritmo y acabar metiendo una y otra vez, de forma casi violenta, su miembro dentro de mí. Un pene incansable, que más parecía un hierro al rojo que la parte de un ser humano. No podía ver nada, e mundo me daba vueltas, creí sollozar, estaba muriéndome de placer,rodeando con fuerza su cuerpo con mis piernas, aprisionándole e impidiéndole que pudiera escapar. Pero no era esa su intención, no. Quería volverme loca.
Su lengua recorría perversa cada uno de los rincones de mi boca, encías, paladar… no había lugar que no repasase minuciosa y lujuriosamente, a la vez que sus pulgares apretaban mis pezones, pellizcándolos, haciendo que se pusieran increíblemente duros.
Me volteó y me arrastró hacia la ventana. Ví mi imagen reflejada en el cristal y era la viva y turbadora imagen del deseo. Andrés se acercó por detrás, noté su pecho contra mi espalda.
Me tomó con delicadeza la cara y la giró para poder besarla. Me apreté a su cuerpo, más aún si cabe, empujando con las manos que tenía apoyadas en el cristal de la ventana. El morbo de que pudieran vernos desde la calle me provocaba una excitación extra, y permití que mis gemidos aumentasen de intensidad. Estaba desnuda frente a la noche, pura y obscena, notaba el calor de Andrés y la presión de su pene erecto entre mis nalgas que me embestía en un rítmico balanceo y que yo acompañaba extasiada.
Le oí gemir a la vez que me susurraba órdenes indecentes. Sabía que estaba a punto de explotar por su agitada respiración. Me avancé a él con el más profundo, arrebatador e intenso orgasmo que haya experimentado nunca y que acompañé con un desesperado e incontenible grito de placer que nos sorprendió a los dos. Las feroces contracciones de mi vagina consiguieron robarle bastante semen antes de que, instantes después, se corriera dentro de mí.
Al rato, una mezcla de fluidos resbalaba por mis ingles. Volvíamos a estar satisfechos y exhaustos.
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Cuando salió de mí, todo estaba bien. Había dejado atrás todas las dudas y angustias de una semana extenuante. Mi cara así lo reflejaba.
-Estás preciosa, Sara, y te quiero con toda mi alma- me susurró.
Un nudo en mi garganta no dejó que emitiera ni media palabra.
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A partir de entonces se restableció nuestra complicidad mágica. Visitamos, entre risas y conversaciones, los alrededores de Madrid. Conocimos un sinfín de bares de tapas, me explicó anécdotas de su barrio, me llevó a ver su antigua casa; la Almudena, El Retiro, La Cibeles, Alcalá, Puerta del Sol fueron descritas bajo su particular jerga y labia. Pero, de conocer a sus amigos o entrar en los locales que frecuenta cuando está de fiesta o va de marcha…nada de nada.
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Ya en el Ave, de vuelta a casa, después de un maravilloso fin de semana,lágrimas de felicidad resbalan por mi cara.
Quisiera haberte dicho, Wampiro…, que nos parecemos, hablarte de esta fiebre que siento por tí, que estoy contigo con ansiedad, con impaciencia, con esperanza, con ilusión, con ternura, con deseo y, sobre todo, con una sonrisa.
No quiero preocuparme por el mañana, porque si lo hago dejaré de vivir el presente y éste, hoy, es que mi corazón sale cada noche para posarse en tu almohada. Que no encuentro lugar mejor para cobijarme que entre tus brazos y que sé que te quiero, Andrés, y temo que siempre lo haré, incluso cuando te odie.
Pero creo que ya te lo he dicho. Sí, estoy segura. Muchas veces.