Emputecida por el psicólogo de la facu

El psicólogo de la facultad me hechizó para convertirme en su putita y en la de toda la facultad. No se detendría con eso y querría mucho más, pero quien mucho abarca...

El rector de la facultad había solicitado que me presentara en el ala administrativa al terminar mis clases, ya que, al ser yo una de las delegadas del estudiantado, me seleccionó como ayudante del nuevo y flamante psicólogo que contrató para atender una oficina de orientación.

Sorprendida, porque nunca habíamos tenido algo así en la facultad, me dirigí al ala correspondiente al terminar mis clases. Y acompañada de mi mejor amiga, Andrea, una coqueta rubia cuerpo estilizado, pero que no parecía muy contenta que la arrastrara conmigo.

A muchos les hace gracia vernos juntas porque somos la antítesis de la otra; soy algo bajita, cuerpo de guitarra y cabello castaño hasta los hombros, pero tengo con ella una amistad que forjé desde la escuela primaria y que, si bien hemos pasado por típicos altercados, seguimos muy unidas:

—Rocío, ¿podrías decirle a tu novio que se quite los auriculares cada vez que nos acompaña en el campus? Me parece de mala educación que escuche música cuando está con nosotras.

—Ya. Yo le doy un codazo y se los quita. Pero… Andy, se los pone porque no soporta que te pongas parlanchina.

—¿¡Ahora soy una parlanchina!? ¿En serio? ¿Me has defendido cuando habló así a mis espaldas?

—Ya sabes cómo es él, se desentiende del asunto.

Comprobé que una de las oficinas, que antes servía como depósito para artículos de librería, ahora tenía un cartelito colgante que decía “Oficina de orientación”. Al entrar nos dimos cuenta que al polvoriento lugar aún le faltaba muchísimo trabajo para tenerlo en condiciones; salvo un escritorio, sillones y una cortina, el lugar seguía siendo un depósito abandonado por el tiempo con un montón de cajas a medio llenar.

—¿Sí? —un hombre treintañero y trajeado salió de detrás de una de las estanterías, tenía varios libros en mano y los estaba apilando—, lo siento pero aún no he abierto la oficina.

Era alto, de cuerpo espigado, de cabello corto y bien arreglado. Pero lo que me llamó la atención fueron esos preciosos ojos grisáceos.

—Hola, me llamo Rocío y soy una de las delegadas.

—Yo me llamo Andrea, y me han traído aquí a la fuerza —se recogió un mechón de su frente y se rio de su propia bromita.

—Encantado, chicas. Soy Bruno Méndez —dijo sentándose y acomodándose tras su escritorio.

—Señor Bruno, me ha solicitado el rector que viniera a verlo por si necesitaba ayuda.

—Sí, gracias por venir Rocío. Por cierto, ¿ustedes dos son amigas?

—Claro, ¡somos como hermanas gemelas!—se rio Andrea.

—¿Podrías dejar de avergonzarme un rato?

—O sea que son mejores amigas. Bueno —se recogió la manga de su chaqueta y miró la hora en su reloj de pulsera—, ya es horario de salida pero aún me falta un buen rato para tener esta oficina en condiciones. Así que mejor las esperaré esta noche en mi departamento. Aquí tengo un croquis para que sepan cómo llegar. Tómenlo, y vengan solas, claro.

—¿Que vayamos a dónde? —pregunté extrañada.

—No lo voy a repetir. Por favor, traigan cerveza y condones, ¿sí? Soy nuevo en la ciudad y creo que eso es lo básico.

—¿Acabas de decirnos que vayamos a tu departamento esta noche? —Andrea estaba tan confundida como yo. Se inclinó ligeramente hacia el hombre, como si quisiera escucharlo mejor—. ¿Y que llevemos… condones?

—Y cervezas. Ahora salgan, tengo que seguir acomodando los libros. ¡Mucho trabajo aquí!

Miré incrédula a mi amiga, quien se llevó una mano a la boca porque se estaba atajando una carcajada. Pero a mí me tenía boquiabierta, vaya hombre más raro, no éramos precisamente los estudiantes quienes necesitábamos de “Orientación”, visto lo visto. Nos levantamos y tomé el croquis que nos dejó en su escritorio, y sí, al final yo también terminé riéndome cuando salí de la oficina.

—¿Lo escuchaste, Andy? Nos ha pedido que nos vayamos a su departamento con tanta confianza… ¡jajaja!

—Rocío, es lindo, pero… ¿¡quién se cree que es!? ¿Que por tener un título nos vamos a lanzar a sus pies o qué?

—Dijo que llevemos “cerveza y condones”… ¡casi me río en su cara!

—¡Ja, qué hombre más raro!

—Pero bueno, Andy, ¿quién comprará las cervezas? Yo puedo robarla de la heladera de mi casa, mi hermano tiene como seis latitas de Miller, las vi esta mañana.

—Entonces yo iré a la farmacia cerca de mi casa para comprar los condones, Rocío.

—¿Te parece si me voy a tu casa esta tarde y nos vamos juntas a su depa?

—Perfecto, va a ser muy divertido.

Cuando dimos un par de pasos rumbo a la salida de la facultad, nos volvimos a detener allí en el pasillo. Por un momento sentí la cabeza abombada, no sabría explicar; traté de reconstruir el diálogo que habíamos tenido recién, como si sospechara que algo había estado mal, pero no podía determinar exactamente qué fue.

—Qué cosa más rara —Andrea se tocó el mentón—, fue como si por un momento hubiéramos planeado ir en serio…

Horas más tarde, enfundada con vaqueros ceñidos y una blusa rosa ajustada, toqué el timbre de la casa de Andrea. Y sí, tenía el six pack de Miller de mi hermano cargada en mi mochila. Ella me abrió su puerta con la cara colorada, y juraría que sus ojos delataban que había estado llorando.

—Rocío —tenía la voz rota—, no tienes idea de lo denigrante que fue comprar condones en la farmacia de la esquina… ¡el vendedor me miró como si yo fuera una degenerada!

—Andy, ¿tú también?

—¡Basta! —tiró la cajita de condones a la calle—, ¡es tan sencillo dejar de hacer esta locura! Dios, te juro que no podía creerlo, era superior a mí.

—Lo sé, ¡lo sé perfectamente! Mira, me he robado las cervezas de mi hermano. TENÍA que robarlos, no había forma de quitarme esa idea de la cabeza, ¡uf!

—Vaya locura, ¿no? Hasta preparé el dinero para abordar el bus y todo… Bueno, ya que estás aquí, ¿por qué no pasas y así estudiamos juntas? Y esas cervecitas habrá que aprovecharlas, ¿no?

—¡Ja! Me parece una buena idea, Andy.

En el bus estábamos temblando de miedo. Era simplemente imposible que estuviéramos yendo a su departamento aún pese a que deseábamos fervientemente lo contrario. Le había confirmado a Andrea claramente que iba a entrar a su casa para estudiar, pero por alguna razón terminamos dando media vuelta para esperar el bus que nos dejaría cerca del departamento del psicólogo.

—No sé qué nos está pasando, Andy, pero te juro que cuando vea a ese señor le voy a dar tan duro con mi mochila cargada que se arrepentirá de… ¡lo que sea que nos esté haciendo!

—Rocío, desde hace diez minutos que estoy diciéndome que debo bajar del bus... y simplemente no puedo… ¡NO PUEDO! ¿Es esto normal?

—¡Obvio que no! Mira, agarra mi mano, Andy. Pase lo que pase, no nos bajaremos, ¿entendido? Somos más fuertes que esto. Nos tenemos la una a la otra, ¿verdad? Así que vamos a dar una vuelta completa en este bus y nos bajaremos cerca de tu casa…

—S-sí, Rocío, esto tiene que parar ya. Me alegra que estés aquí, es verdad que me siento más segura.

Ambas estábamos lagrimeando de impotencia cuando tocamos el timbre del departamento del psicólogo. Estaba ubicado en un edificio en el centro de Montevideo, una zona de muy alto nivel en donde alguien con salario de profesor no podría vivir. Estábamos vestidas muy informalmente, algo coquetas, por lo que no fueron pocas las personas que se fijaron en nosotras cuando entramos al edificio y subimos en elevador, ya que desentonábamos de entre los hombres trajeados y mujeres con carísimos vestidos.

Andrea no me soltaba la mano y podía sentir cómo temblaba; de vez en cuando se le escapaba un tic nervioso y me apretaba tan fuerte que prácticamente estaba enterrándome sus uñas. Ya era de noche, y allí estábamos ambas, en  un edificio de lujos, esperando entrar en el departamento de un hombre que apenas conocíamos.

—¡Rocío y Andrea! —saludó Bruno efusivamente, trajeado elegantemente—. ¿Eh? ¿Qué les pasa? No me jodas, ahora me da pena y todo que estén con esas caritas tristes… pero bueno, ya están aquí, chicas.

—Disculpa —gimió Andrea—, ¿eres un extraterrestre o algo así?

—Claro que no. Venga, adelante, la vamos a pasar muy bien.

El departamento era enorme y bastante pomposo. En lo que parecía ser la sala, había un trípode con cámara. El hombre se acomodó en un mullido sofá, frente a dicha cámara, mirándonos con una sonrisita que me provocaba una ira indescriptible. Definitivamente él estaba detrás de nuestro extraño actuar, y vaya que tenía ganas de borrar esa risita de su linda carita.

—Chicas, ¿quién trajo las cervezas?

—Ah, las traje yo… aquí la tienes, cabrón —me acerqué para darle un golpe certero con la mochila cargada. Pensé que si lo dejaba inconsciente podríamos recuperarnos de aquel control que parecía ejercer sobre nosotras, pero él se asustó y rápidamente habló:

—¡Alto! No debes lastimarme, Rocío, ¿qué mierda te pasa en la cabeza? De rodillas frente a mí, ¡las dos!

—¿De rodillas, dices, imbécil? ¡En tus sueños! —protesté conforme yo y Andrea nos arrodillábamos ante él.

—A ver —sacó un mando negro y redondeado de su bolsillo, y apretó un botón; la cámara del trípode se había encendido y nos estaba enfocando. Se me cayó el alma al suelo cuando me vi en un televisor gigantesco más al fondo—. Chicas, adopten posición sumisa. Manos tras la cabeza, saquen pecho, labios entreabiertos. Miren la cámara y díganme nombre, edad y qué estudian.

—¡Eres un pervertido! —rechiné los dientes conforme sacaba pecho—. M-m-me llamo Rocío Mendoza…  tengo… diecinueve y estudio económicas…—gimoteé mirando con impotencia la luz rojita de la cámara que parpadeaba. En el televisor se me veía con la cara repleta de odio.

—Yo soy Andrea Peralta… ahm, y también tengo diecinueve y estudio económicas.

—Desnúdense y cuéntenme cómo perdieron la virginidad.

—¡Basta! —crispé mis puños—, ¿crees que te diré cómo mi novio alquiló un departamento y lo llenó de rosas?, ¿que todo fue encantador excepto el sexo en sí porque no duramos más de un minuto y yo terminé llorando porque me alarmó ver sangre en la cama?

—¡Deja de hacer lo que sea que estás haciendo! —rogó Andrea mientras se levantaba la blusa—, ¡jamás te diré que mi primo me desvirgó tras un domingo de reunión familiar! ¡Él estaba muy guapo y yo había bebido demasiado, me llevó a su habitación para mostrarme su colección de rock clásico y terminó metiéndome mano!

—¿Debutaste con tu primo, Andy? —pregunté boquiabierta mientras me bajaba el vaquero. No conocía ese detalle de mi mejor amiga.

—¡Dios, Rocío! ¿Tienes un tatuaje de una rosa en tu cintura?

—¡No desvíes el tema, Andy! Pensé que tú estabas sin novio, ¿quién te dio ese chupetón en la teta?

—¡Rocío, la tienes depilada!

—¡Chicas, basta! —Bruno se levantó con una clara erección—. ¡Están arruinando el momento!

—¡NO! ¡Tú deja de hacer lo que sea que estás haciendo, imbécil!

—Rocío, no creo que sea conveniente insultarlooooo —susurró Andrea.

A esa altura ambas estábamos solo en ropa interior. Mi mente estaba lo suficientemente lúcida para protestar cada orden que nos daba, aunque no lo suficientemente como para evitar que mis manos desprendieran mi sujetador para que mis senos cayeran en todo su peso.

—Menudas peras, vaca lechera. Y veo que tienes piercings en los pezones. Qué impropio para una delegada de una universidad, ¿no te parece?

Sentía cómo la rabia se desbordaba de mi cuerpo. Cuando dejó de mirarme, se fijó en Andrea y quedó sorprendido ante el escultural cuerpo de mi amiga; lo que quería de nosotras me parecía obvio, y no había forma de negarnos. En el momento que tomé mis braguitas por el borde para quitármelas, le habló con descaro:

—Pedazo de hembra, rubia. ¿Eres modelo o algo así?

—N-n-no —su voz se quebró de nuevo—, ya nos has visto desnudas, ¿podrías dejarnos ir?

—¿Dejarlas ir? ¿Te crees que soy idiota? Acuéstate en el suelo, boca arriba, Andrea. Y tú, Rocío, ponte sobre ella, pero invertida, con tu carita sobre su coño.

—¡Basta! ¡Es tan fácil como levantarme! —Y de hecho me levanté—, ¡y recoger mis ropas! —Lamentablemente me acosté sobre mi amiga tal como me había ordenado. Con la cabeza mareada, me quedé contemplando como una tonta su vulva, adornada por una preciosa mata de rubio vello púbico.

Bruno se levantó del sofá; tomó la mochila del suelo y llevó las cervezas a su heladera. Yo estaba que no podía creerlo, cada centímetro de mi mente se rehusaba a seguir las órdenes de aquel pervertido, pero mi cuerpo por todos los santos no respondía, solo estaba allí, estática, sintiendo la fría respiración de Andrea recorriendo cada recoveco de mi depilada concha.

—Rocío, esto es incómodo.

—No me jodas, Andy.

—Es obvio lo que nos va a pedir cuando vuelva… ¡dios! ¡Y sabes perfectamente que no podremos hacer nada para detenerlo! Uf… ¡Trata de no lastimarme con el piercing de tu lengua, Rocío!

—Dios santo, esto no me está pasando, ¡esto no me está pasando!…

Bruno había vuelto con una cervecita en mano, acercándose a su cámara y manipulándola para que, imagino, nos enfocara mejor.

—Bueno, ¿y qué esperan, putitas? A chuparse y estimularse hasta que una se corra, vamos.

—Rocío —oí a Andrea detrás de mí, sentí su mano acariciándome desde el perineo hasta mi vulva, y hábilmente me separó los labios vaginales con sus largos dedos. Sopló y me volvió loca de remate—. Siento que me voy a morir.

—Ughhh… ¡Andyyy, no soples! —aún con todas las fuerzas que tenía, no pude evitar restregar mi nariz por esa mata de vello púbico, rubio y enrulado, presta a olerla. Besé, besé y besé con la cabeza abombada; con el perfume de mi amiga entrándome por el cuerpo; con lágrimas saltando de mis ojos, pasé mi lengua por entre los pliegues de sus finísimos labios, abriéndome espacio y humedeciendo terreno, buscando su clítoris oculto entre los pliegues de su piel.

—¡Bastaaaa, Rocíoooo! —y sentí un dedo suyo entrando en mi agujerito; lo hacía tan bien que me mojé un poco sabiéndome tan dominada, tan vejada ante un hombre pervertido que ejercía una especie de hechizo poderoso sobre ambas.

—¡Nooo, tú deja de hacer eso, estúpida! —protesté antes de dar mordiscones. Mi mejor amiga estaba lamiéndome con fruición la concha conforme me follaba con su dedo, y lo único que yo podía hacer era aparentar que aquello no me gustaba. Pero mis jugos, mis gestos y cada gemido mío indicaban lo opuesto. Si, estábamos forzadas a comernos, pero el gozo, al menos el mío, era natural.

—¡No me llames estúpida, soy tu amiga! —Pronto atenazó mi cuello con sus fuertes y atléticos muslos, apretujándome la cara contra su vulva que estaba empezando a humedecerse. Y yo no es que tampoco pusiera mucha resistencia; enterré mi lengua, me esmeré en hacerle probar el tibio titanio de mi piercing en sus carnecitas; llegó un punto en el que su lengua y dedito entraban y salían de mí con tanta violencia, sacándome berridos de placer; simplemente desmoroné y mi cintura cayó con todo su peso sobre su cara.

Arqueé la espalda cuando su lengua rebuscó en mi pequeño capuchón y me descubrió el clítoris. No sabía que Andy era tan buena dando un cunnilingus, y yo me pensaba como una chica más conocedora que ella. Pero allí estaba yo, gimiendo descontroladamente y restregando mi cintura para que me metiera más lengua o dedos, lo que fuera. Ya no podía seguir comiendo su concha, era imposible, mi amiga me tenía como loca.

—Te odioooo, Andy —rogué sufriendo una deliciosa succión que de seguro me dejaría la concha hinchada. Intenté mentir, no quería admitirlo pero ahora mi propia mente me traicionaba y caía rendida en aquel hechizo—. Andy, me… ¡me encanta lo que m-me haces!

—Uf, uf… ¡Pues a mí no! ¡No sé qué pensar de tu concha depilada, pervertidaaa!

—Para no gustarte —interrumpí—, estás poniendo mucho empeño. Uf, dios, ¡parece que estés azotándome el coño!

Una mezcla de todo me invadió el vientre. Su lengua, sus dedos, el hecho de tener a mi mejor amiga haciéndome cochinadas contra nuestra voluntad. Me corrí de nuevo incontrolablemente; era tan bueno que creía que moriría; la pobre rubia recibió en su boca todos mis jugos y se esmeró en repasarme la lengua para asegurarse de limpiarme.

—¡Increíble! —Bruno se había emocionado; noté que la lucecita roja de la cámara se había apagado—, voy a hacer bastante dinero con esta escena.

—¿Pero quién mierda eres, cabronazo, y qué quieres de nosotras? —pregunté recuperándome poco a poco de uno de los orgasmos más placenteros que había tenido en mi vida. Andrea, por su parte, daba ya tímidos lengüetazos allí atrás.

—Pues filmo y vendo porno casero. Esta escena será parte de “Putitas Universitarias 7”, que está teniendo bastante éxito en el mercado asiático.

—¡No puede ser! —Andrea se apartó de mi concha para preguntarle algo—, ¿y por qué hacemos todo lo que tú nos pides sin poder resistirnos?

—Es demasiado evidente, chicas. Las he hechizado. Ahora son mías, así que mejor olvídense de hacer las cosas que antes hacían. No les miento, eh, será mejor que se dejen de tonterías. No voy a tener en cuenta ese desprecio hacia mí, porque sinceramente, me da igual…

—¿Acabas de recitar una canción de los Creedence Clearwater?

—¿Eh? ¡Je! “I put a spell on you”… Cómo… ¿Cómo lo sabías, Andrea?

—Pues porque como te dije, mi primo me hizo escuchar su colección de rock clásico cuando me desvirgó… y bueno, me gustaron los Creedence…

—Anda, qué raro encontrar una chica que le guste eso. A mí me gusta la versión de Joe Cocker. De rodillas las dos, frente a mí, vamos. Posición sumisa, ya lo saben.

Dicho y hecho. Manos tras la cabeza, pecho fuera, boquita abierta, chuminos brillando de humedad. No tardó el psicólogo en pararse frente a mí. Se bajó la bragueta y sacó su verga; ante mi cara atónita, el grosero se la empezó a cascar dura y rápidamente.

—A chupar, puta. Tengo mucha leche para ti.

—No me llame puta, cabrón —dije inclinándome para meter mi boca en su asquerosa polla.

—¿A esto lo llamas chupar, cerda? Venga, a cabecear en serio.

—Ugh… ¿quieres que cabecee?

—Vamos, sí, vaca lechera, que cabecees mejor…

Dicho y hecho. Dicen que los jugadores uruguayos tienen una estupenda definición de cabeza; potencia y colocación. Será que está en la sangre charrúa, porque eso fue justamente lo que hice. Retrocedí la cabeza, cerré los ojos, mordí mis dientes y prendí un cabezazo tan fuerte que me habrían querido convocar para la selección femenina. Creo que escuché un huevo romperse.

—¡MBBRURRGGGGGG! —el hombre cayó estrepitosamente al suelo y se retorció como un marrano.

—¡Rocío, estás loca! —se alarmó mi amiga—. ¡Nos va a matar!

Pero fuera porque quedó lastimado, pude sentir cómo volvía a tener control de mi cuerpo. Me levanté, haciendo caso omiso al dolor en mis extremidades entumecidas, y tomé de la mano a mi amiga:

—¡Corre, Andy!

—MFFF… ¡ALTO PUTAS!

El psicólogo se había levantado de nuevo, bastante colorado y con la cara arrugada de dolor. Tragué saliva porque no logramos escaparnos: el control sobre nosotras volvió a caer con todo su peso. Tenía miedo, muchísimo, tal vez sí nos podría matar.

—An… Andrea —resopló Bruno—. Te puedes ir. Olvidarás todo lo que ha pasado esta noche, ¿entendido?

—Me iré. Y olvidaré todo lo que hice esta noche —dijo con voz adormilada.

Me quedé boquiabierta. Andrea, con la mirada perdida, se levantó y se vistió parsimoniosamente conforme yo, contra todo mi ser, me volvía a arrodillar para ponerme en aquella vergonzosa posición sumisa. Lo había mandado a la mierda y protestado todo una y otra vez; nada sirvió; nada serviría, concluí que era mejor quedarme callada. O tal vez una disculpa por haberlo golpeado en sus pelotas.

Una vez que mi amiga abandonó el departamento, Bruno se sentó en el sofá frente a mí.

—Te vas a arrepentir de lo que has hecho, putita.

—No le tengo miedo, imbécil —mentí. Aunque cada articulación mía temblaba.

—A ver, no te voy a matar, si es que estás asustada por lo que dijo tu amiga. Mira, pedí al rector a su mejor estudiante y me envió a ti. Planeaba filmar alguna guarrería y hacerte volver a tu casa, sin que recordaras nada. Iba a hacerlo todo este año con las chicas de tu facultad… Pero… uf, he decido hacer un cambio de planes.

—Idiota, te juro que cuando…

—Tienes la lengua dormida, puta.

—JIgdfiafd… dfaifd… ¿afdfj?

—Eso es. Escúchame. Eres la primera chica que me logra lastimar, y he hechizado a muchísimas… Me voy a divertir contigo pero de lo lindo, ¿sabes? ¡Ja! Venga, llámale a tu papá o a quien sea y dile que te quedas a dormir en la casa de tu amiga.

El día siguiente en la facultad fue bastante vergonzoso. Era la primera vez en mi vida que iría repitiendo ropa del día anterior, y en las condiciones que estaba, con la blusa rosa y vaqueros arrugados, así como el cabello no muy bien arreglado, decía a gritos que me lo había pasado en una especie de orgía a lo bestia.

“No sé qué fue lo más asqueroso que hice anoche”, pensé.”O chupársela a mi mejor amiga o compartir cama con ese desgraciado”.

Temblaba de miedo solo de pensar en que tras terminar las clases debía volver a la oficina de orientación para presentarme ante mi Amo. Porque sí, desde que me lo ordenó en la noche anterior, ahora no puedo referirme a él de otra forma que no sea Amo.

La cola me ardía por los diez varazos que me dio a las nalgas, la noche anterior, por haberme rebelado. Llorando a moco tendido me obligó a besar la vara y posteriormente agradecerle por disciplinarme; simplemente no podía creer la facilidad con la que fui sometida de manera tan brutal. Para colmo, el vaquero ceñido lo hacía todo más doloroso al caminar; el sufrimiento era un recordatorio constante del dominio de mi Amo sobre mí, un aviso humillante de lo que me deparaba si me portaba mal.

El primero que se me acercó conforme me dirigía a clases fue mi novio. Se quitó los auriculares y me sonrió; por un momento, brevísimo, me sentí segura y lo abracé como si no lo hubiera visto en años; los sujeté fuerte, como para no apartarlo de mí nunca:

—Oye nena, te estuve llamando ayer, ¿dónde estabas?

—¡Christian! Tengo un problema y necesito tu ayuda.

—¿En serio? Pues dime…

—Agifjdf… ¿dfja´sid?

—Ya… en serio, se te ve muy preocupada. ¿Qué te pasa?

Me había olvidado que la noche anterior, mientras el Amo me follaba la cola con tres dedos, me ordenó que mi lengua se adormecería si me atrevía a contarle a cualquiera acerca de las verdades intenciones que tenía él. Lo mismo pasaría si intentara escribir; mis manos se verían imposibilitadas de confesar la verdad y solo saldrían garabatos. Estaba mentalmente amordazada y esposada.

—Dafsdofa… diafsdf…

—¿En serio? ¿Después de haberte llamado tooooda la noche es así como me tratas? ¿Me ves la cara de tonto o qué?

—Dios, Christian, ¡no! Es que afodfis… ¿¡dfijsí!?

—Pues si es así como vas a tratarme, lamento decirte que tengo cosas más importantes que hacer. Así que llámame cuando madures, nena.

Se dio media vuelta y se dirigió a sus clases sin mirar atrás, murmurando algo con cierta rabia. Y yo estaba descorazonada, no había forma alguna de pedir ayuda. Paré mi caminata y me volví hacia el estacionamiento para encontrarme con mi Amo, pues él me había traído en su coche y se quedó allí para hablar con el rector.

Cuando llegué estaba despidiéndose de un par de profesores. Aseguró su coche y sonrió al verme venir.

—Rocío, ¿por qué te fuiste tan rápido?

—Estúpido, si me ven llegar con usted van a pensar cosas, los rumores corren rápido aquí, no sé si se había dado cuenta.

—Pues que corran los rumores, no me gusta que mi putita vaya por ahí sin mi permiso. A partir de ahora pedirás mi aprobación antes de alejarte.

—¡No me vuelva a llamar putita, desgraciado!

—Venga, no grites, es que te quería invitar a desayunar. Nos levantamos muy tarde y por eso me apuré en llegar, pero aún hay tiempo. Vamos a la cafetería, ¿sí? Sígueme por detrás, manos en la espalda, saca pecho.

—Ojalá se muera, Amo.

—Contonea tus caderas, que sepan que tienes tus encantos y que quieres presumirlos.

—Soy una de las delegadas, ¡no puedo actuar así! —protesté avanzando detrás de él, tal como me había pedido. “Madre mía, estoy caminando como una calientabraguetas y no puedo evitarlo”, pensé desesperadamente con la cara coloradísima. “Uno de los estudiantes me está mirando… me quiero morir, tiene que haber una forma de parar esto”.

La cafetería estaba casi vacía salvo un par de grupos de estudiantes que charlaban distendidamente. Sentados a una mesita, con café en mano, mi Amo siguió contándome sus verdaderos planes para conmigo.

—He conseguido un par de vídeos en la base de datos de la facultad. Eres como la cara más visible del estudiantado, ¿lo sabías? Esas escenas en donde haces discursos, en donde te entrevistan y, básicamente, se te ve como una alumna muy responsable, servirán como introducción a la película. Y luego, ¡bam!, la preferida del rector se emputecerá poco a poco.

—Qué poco hombre es usted, Amo —bebí un sorbo del café asestándole una mirada asesina—, con esa polla tan pequeña, normal que haya buscado una forma de controlar a las chicas.

—Eso te valdrá otra tunda de azotes esta noche, a ver si así aprendes a dejar de insultar a tu señor. Ahora, ¿ves ese grupo de tres estudiantes que está allá? Je… ve y pídeles sexo. Dile que eres muy puta y que tienes condones. Si aceptan, llévalos al baño y graba con tu teléfono lo que mejor puedas. Lo importante es que filmes todo, desde la proposición, pasando por la reacción, y claro el acto en sí. Pídeles ayuda para filmar si lo ves necesario.

—¿¡No lo dirá en serio, idiota!? —pregunté ensimismada conforme me levantaba y me dirigía a la mesita mencionada. Quería llorar, pero las lágrimas se me habían acabado la noche anterior tras la sesión denigrante de sexo anal. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que me desmayaría a medio caminar, pero no, de algún lugar quitaba fuerzas tanto para seguir moviendo las piernas como para poner mi móvil en modo filmación.

Me vieron llegar. Eran chicos del último año, uno era bastante guapo. Yo soy del segundo pero me conocían perfectamente por ser una de las delegadas. El guapo me reconoció y me ofreció asiento al verme.

—¡Buen día, delegada! ¿A qué se debe su grata presencia? —bromeó.

—No le hables así —rio otro, sorbiendo su café—, la vas a hacer sentir incómoda. Siéntate, por favor, delegada.

—B-buen día chicos, gracias por el asiento… Verán, me preguntaba… —Me senté. Pese a que no quería, mi cuerpo me obligaba a mirarlos a los ojos. Eran todos buenos chicos que me sonreían caballerosamente; el estar en el último año indicaba que se trataban de gente muy responsable, inteligentes, correctos; no sabía cómo reaccionarían ante mi propuesta indecente.

—Estás roja, delegada. ¡Aquí todos somos amigos, no te pongas así! —el tercer chico me tomó del hombro y me sonrió.

—G-gracias… yo… me preguntaba si querían tener sexo conmigo en el baño. Po-por favor.

Las risas se acabaron y fue como si un baldazo de agua fría cayera sobre los tres muchachos. Uno se atragantó con su café. Otro se reacomodó las gafas mientras que el que me tomaba del hombro se había puesto más rojo que yo, si cabe. Y por todos los santos, yo quería morirme; toda mi vista se emborronaba, y mi propia voz la escuchaba como un eco lejano:

—Tengo condones, no se asusten. Vamos al baño, po-por favor.

—Esto… ¿pero lo dices en serio, delegada?

—Sí… s-sí, soy muy puta.

Uno de ellos se levantó bastante molesto. Era el más lindo. Dijo que era una broma de mal gusto, que debería dejarme de esas cosas porque yo tenía una imagen que mantener, una imagen de chica responsable y dedicada que había encandilado hasta a nuestro rector, que debía respetar mi puesto de delegada del estudiantado.

—Me voy a clases —dijo indignado—, vamos chicos.

—Ve tú, amigo —respondió el que me tomaba del hombro. Ahora me acariciaba suavemente con una sonrisa.

—Sí, ya te alcanzaremos —el tercero se acomodó las gafas.

—Perfecto… ¡Perfecto! Te tengo mucho respeto, Rocío, por todo lo que lograste siendo solo de segundo año. Pero si te veo ofreciéndote de nuevo así, lo sabrá el rector.

Se alejó conforme mi móvil caía de mis manos puesto que el tembleque en mi cuerpo era indisimulable. Y los chicos, asustándome un montón, dejaron a un costado esa actitud respetuosa y me llevaron de brazos al baño. Y no podía dejar de contonear mis caderas como una cerda.

—Esperen —susurré—, mi móvil, necesito mi móvil para grabar.

—¿Grabar? Pero… ¡qué puta eres, delegada!

Entramos al baño de hombres y me encerré en un cubículo con el de las gafas. Se sentó sobre el váter y, arrodillada, le hice una mamada mientras su colega que filmaba se hacía lugar en el pequeño espacio, haciendo comentarios soeces. Como él también quería carne, me levantó la blusa con su mano libre, y la introdujo bajo la tela de mi vaquero para pasarme mano por la cola. El chico al que le hacía una felación olía mal y se limitaba a quedarse sentado, gimiendo, susurrando que no se lo creía, que era un sueño.

Su socio comentaba acerca de mi tanga y mi culo, ladeaba la tela y metía un dedo entre mis nalgas, restregando fuertísimo. Di un respingo de dolor que me hizo morder la polla en mi boca, y le pedí con tono sumiso:

—Por favor, no me manosees fuerte la cola, anoche me azotaron… —y acto seguido seguí metiendo lengua en el chico.

—¿Te azotaron? ¿Me estás jodiendo, no, delegada?

—Rocío, ¡me corro!

Sostuve la cabeza de su tranca con mi lengua para que su leche no salpicara, atajé de sus huevos para que supiera que no debía moverse mucho, y me la metí hasta el fondo de la garganta, tocando campanilla incluso, para que escupiera todo ese líquido dentro de mí.

Cambiaron de rol cuando succioné los últimos trazos de adentro de su uretra. Pero yo salí del cubículo y fui a limpiarme en el lavatorio porque su socio no quería metérmela con mi boca sucia. Para mi sorpresa, el viejo limpiador de la facultad estaba pasando trapo. Me vio raro e imagino que iba a avisarme que estaba en el baño de hombres, pero como vio mi carita repleta de leche, no terminó su frase y siguió repasando. Incluso, como si se sintiera cómplice, al terminar de limpiarme la boca, me abrió de nuevo la puerta del cubículo para que siguiera atendiendo a los dos estudiantes.

“Gracias, señor”, dije apenas, totalmente colorada. Pero por dentro me quería morir de vergüenza; no pude pensar más al respecto porque  los chicos me tiraron de brazos para meterme de nuevo en el cubículo.

El resto de la mañana me la pasé encerrada en la oficina de mi Amo, arrodillada ante él, con los brazos detrás de mi cabeza, sacando pecho, boquiabierta. Estaba llorando a raudales viendo una y otra vez el vídeo que filmaron los chicos en el baño, mientras él estaba descargándolo en su móvil, editando las escenas. Lo odiaba, lo odiaba con toda mi alma; si tan solo tuviera la fuerza necesaria para poder escaparme de su hechizo… pero ni siquiera tenía fuerzas para limpiarme el semen que tenía en la comisura de mis labios

—Rocío, lo has hecho muy bien. ¡Qué putita eres! Y los chicos hasta te filmaron cuando le agradeciste al trapeador, ¡ja! ¡Esa escena es oro puro!

—Perdón… —susurré, mirándolo a los ojos.

—¿Eh? ¿Por qué me pides perdón?

—Por haberlo lastimado anoche, Amo, por favor, me está jodiendo la carrera universitaria… así que perdón…

—Vaya, y me lo pides con esa carita… Pero lo siento, es muy tarde. Ya he hablado con un director porno holandés y la idea le ha encantado, por lo que me ha enviado importante dinero a mi cuenta para que siga con este proyecto de “Ejemplar universitaria emputecida 1”. Vamos al centro de Montevideo, nena, para comprarte ropa que te pegue más.

Cuando llegamos al centro comercial, me devolvió el teléfono y noté el montón de llamadas perdidas. Desde mi papá, mi chico hasta Andrea, quien seguramente ya no recordaba lo de la noche anterior. No había pasado ni un día con mi Amo y ya me sentía tan desligada de mi vida personal y estudiantil; prefería seguir con él, así como estaba, a que me vieran mis amigos o mi familia. Prefería seguir con él antes que hablarles con mi voz rota de tanto llorar; así que apagué el teléfono.

Mi Amo solicitó a una vendedora para mí, y se sentó cerca para verme modelar los conjuntos que me haría probar. Una joven de mi edad se me acercó muy sonriente. Me vio la cara colorada de vergüenza y los ojos rojos de tanto llorar, pero actuó con educación y no dijo nada al respecto, aunque en su tono suave de voz se notaba cierto tipo de consuelo, como si quisiera tranquilizarme.

—Hola linda, ¿cómo te puedo ayudar?

—Hola, estoy buscando un par de faldas. Y blusas también.

—¡Claro! Ven, te los mostraré.

Cada vez que me probaba una falda debía presentarme ante mi Amo, quien me ordenaba con un gesto de manos que girara para él. Por lo general ninguna de las faldas le convencían, por lo que solicitó a la jovencita que me hiciera probar más cortas. Ella, con toda educación, me tomó de la mano y me llevó de nuevo a los probadores con un grupo de minifaldas en su brazo.

—Disculpa, ¿es tu novio ese señor? —preguntó dentro del cubículo conforme me ajustaba una mini azul.

—No —iba a decir que era un amigo o algo similar, pero supongo que debido al hechizo me salió algo muy distinto y demasiado vergonzoso—. Ese hombre es mi Amo.

—Ups, OOOK —la chica abrió los ojos como platos, bajó la mirada y siguió ayudándome con la ajustada mini. Probablemente notaba los trallazos que el psicólogo le propinó a mi pobre cola—. Escúchame, yo no me meto en esas bizarradas, pero creo deberías ponerte alguna crema allí, porque… porque sí…

—No, gracias —susurré. El dolor de los trallazos era un recordatorio constante de mi sumisión. Bien me lo había hecho recordar el amo conforme me los aplicaba con fuerza—, solo ayúdame a ponerme la mini y ya.

En el espejo comprobé lo poco que cubría la minifalda. “Es tan vulgar, por dios”, pensé, si me giraba podía notar que apenas cubría la línea que inicia mis nalgas, además de verse varias líneas rosadas, paralelas y casi verticales, que nacían desde lo alto de mis muslos, y continuaban en mi cola, ocultas tras la tela; “Encima se me ven los azotes, van a pensar que me gustan estas cochinadas”. Me bajé un poco la falda para esconder los varazos, pero cuando lo hacía, la tela cedía y descendía sobre las caderas; me quedaba más ramera si cabe. “Tal vez si compro una blusa larga… pero el Amo me dijo que quiere que se me vea el ombligo”.

Con una blusa blanca cortísima sin sujetador, mostrando ombligo, y la mini azul que desnudaba mis muslos, yo y la vendedora salimos del cubículo con las caritas coloradas. Me presenté de nuevo ante mi Amo.

—Te queda bien, Rocío, ¡vaya! ¡Gira para mí!

—No es verdad… ¿En serio tengo que vestir con estos trapitos? ¿No le parece algo demasiado… vulgar? ¡Lo vea como lo vea, es algo exagerado, Amo!

—Pues te… queda… bien… —dijo la azorada jovencita, más por inercia que otra cosa.

—¿Ves, Rocío?, a la vendedora le gusta. Quiero al menos cinco juegos de distintos colores, jovencita, con zapatos de tacón a juego.

—Sí, señor —sonrió forzadamente—, de inmediato.

—Venga, Rocío, besa mis pies y agradéceme.

Me quedé boquiabierta y probablemente la chica también pues lo habría oído mientras se hacía con más trapitos. Crispé mis puños; me había disculpado, me había mostrado sumisa, había follado con dos universitarios en el baño de la cafetería, pero aun así seguía cebándose conmigo. Miré en derredor; nadie, no miraba nadie, por lo que con un suspiró me arrodillé ante él.

Conforme besaba su zapato izquierdo, escuché los pasos de la vendedora por detrás de mí. Inclinada como estaba, probablemente estaba revelándole la mitad de mis nalgas y mi tanga de manera tan indecorosa. “¿Se estará fijando en mi cola?”, pensé, “Madre mía, ¿qué se pensará de mí?”. “Que soy una putita, que tengo un amo que me azota, que me humillo así ante él como si fuera la cosa más normal del mundo”.

—Aquí… tiene… señor… —la chica le entregó un bolso con todos mis trapitos.

—Gracias, Amo, por comprarme estas ropas para mis—besé sus pies.

—Rocío, agradécele a la vendedora como corresponde.

De cuatro patas como estaba, me giré y me incliné para besar los pies de ella. La chica retrocedió y dijo que no era necesario, con risitas forzadas, pero mi Amo insistió. “No puede ser que esté humillándome así, esto no es ni medio normal”. Me incliné de nuevo. “Ahora el que estará viendo mi cola castigada es mi Amo”. Besé sus pies, más precisamente en sus deditos porque llevaba sandalias, y agradecí como me lo había ordenado.

—Gracias señorita por ayudarme a elegir mi nueva vestimenta.

—Uf… de, nada… ejem… los espero pronto… o nunca, no sé…

Segundo día de mi proceso de emputecimiento.Había dormido nuevamente en el departamento del Amo, y mi padre ya se estaba poniendo intranquilo por no tener a su nena en casa. Desde luego se cebó conmigo con, esta vez, veinte trallazos disciplinarios que terminaron por hacerme doler la garganta de tanto chillar. Volver a revelarme ya no valía la pena, lo supe cuando terminé llorando en la ducha; el agua tibia era como ácido que reaccionaba en mi sufridas nalgas.

Pero ahora era otro día, otra tortura sicológica me quedaba por delante. Llegamos al estacionamiento y él se bajó primero del coche mientras yo miraba mis muslos blancos: mi faldita, al ser tan corta, revelaría mi tanga al sentarme en clases. De hecho, la tela se levantaría y dejaría verlo todo nada más bajarme del coche. Por otro lado, tampoco ayudaba tener una blusita ceñida, ¡y sin sujetador! Miré por la ventanilla para tratar de calcular cuántos alumnos ya estaban en las inmediaciones.

—Madre mía, toda la facultad me va a ver vestida como una puta…

—Rocío, bájate del coche.

—No quiero.

—Estamos tarde, nena.—Se remangó la manga y miró su reloj—. Y tienes que ir a clases.

Me abrió la puerta y salí. Estaba demasiado puta, por el amor de dios. Me despedí de él, oprimí mis libros contra mi pecho mientras que con la otra mano me tapaba el ombligo, agaché la cabeza y a pasos rápidos avancé rumbo a mi clase entre el montón de alumnos. “Me están viendo la cola, seguro, y encima tengo que menearla como si fuera una zorra que busca calentar al personal”, pensé. “Esta maldita falda está apretada y seguro pueden ver mis nalgas marcándose en la tela… y tan corta que se ven los varazos”. “Me arde la cola, tengo que dejar de rebelarme…”.

“Muestro demasiado muslo, madre mía, soy una declaración de guerra andante”.

Subí las escaleras. Los chicos que estaban detrás de mí murmuraban. “Soy la delegada, no puedo estar así. Y esta asquerosa blusita es tan ajustada que se notan los piercings de mis pezones”. La escalera parecía no tener fin. “Si sigo con este hechizo me van a expulsar por indecente”.

Me senté en el fondo de las clases, y por fin después de un día sin verlas, me topé con mis amigas. Pero no encontré el consuelo que buscaba: todas me miraban rarísimo, como si yo fuera una desconocida para ella; cuando me senté en el pupitre, arañándolo de dolor, no tardó en acercarse Andrea. Mientras, los chicos adelante ojeaban por mis piernas pues, al ser tan corta la falda, se levantaba y dejaba ver perfectamente todo. Puse mi mochila en mi regazo para tratar de tapar la visión asquerosa que les estaba regalando.

—Rocío… ¿se puede saber a qué vienen esas pintas?

—Andy… sfdjifd, dfísdf —le confesé con mi adormilada lengua—, así que por eso estoy así.

—Christian vino a hablarme ayer, me dijo que le respondiste burlonamente. Y ahora lo estás haciendo conmigo… ¿sabes? Soy tu amiga, dime por favor qué te pasa.

Era imposible confesarle. Ni a ella, ni a mi novio, ni a nadie. Las demás chicas de nuestro círculo escuchaban atentas, querían saber también qué andaba mal en la delegada del estudiantado para que de un día para otro se presentara vestida como puta y con la cola adornada de azotes.

Aquella situación no era humana, por lo que concluí que de alguna manera tenía que alejar mis amigas de aquel pervertido, y eso sería una de las cosas más difíciles que tendría que hacer: que aquellas personas en quienes me podría apoyar, se alejaran de mí. Rompiendo mis amistades, y mis lazos, podría salvarlos de un destino similar al mío.

—Nada… —dije alicaída—. No me pasa nada, Andy. Y escúchame, te conviene no juntarte más conmigo. ¡Y se los digo a todas ustedes también!

—Rocío, no sé qué te pasa, pero créeme que jamás me atrevería a abandonar a una amiga así por las buenas.

—Qué bonita, Andy —ironicé—. Por cierto, ese chupetón que tienes en la teta te lo hizo tu primo, ¿ese que te desvirgó?

—¿¡Qué!? ¿Pero cómo lo sabías?

La hice llorar, pero era lo mejor. Habíamos peleado antes, claro, y con lágrimas de por medio también, pero ahora la situación era muy distinta y dolorosa. Y el bofetón que me dio me hizo ver las estrellas, pero sabía que era lo único que podía hacer para alejarla de mí. Para salvarla del psicólogo; mi Amo.

Esa misma mañana, en el receso, me encontré con mi novio en uno de los banquillos del campus. Llevé conmigo mi mochila porque era lo único que evitaba que se mostrara todo aquello que la minifalda no podía tapar. Se acercó, y quitándose sus auriculares, me miró con ojos reprendedores. No sé si por mi ropa o por mi extraño actuar del día anterior.

—Nena, me ha contado Andrea lo que le hiciste. En serio, no te reconozco. Tu amiga está llorando a raudales ahora, ¿y tú aquí?

—Christian, te he llamado solo porque… Verás, porque quiero terminar contigo…

—¿En serio? ¿Así, sin anestesia?

—¡Sí! Estoy con otro hombre, así de sencillo… Así que haz correr el aire y aléjate…

Se pasó la mano por la cabellera y me miró boquiabierto. Miró para atrás, para los lados, camino a mi alrededor lentamente sin entender qué sucedía. Cuando paró, me miró con unos ojos de decepción que me hicieron lagrimear. Habíamos peleado tanto por retomar nuestra relación y yo lo estaba destrozando adrede y sin razón aparente. Pero si tan solo supiera de alguna manera que todo lo estaba haciendo porque lo amaba más que a nadie y no quería que sufriera a manos del psicólogo pervertido.

—¡Eres una puta!

—¡Sí, lo soy! Pero porque af´dioafd… ¡afoiasfd!, y doafsdfas….

—¡Y vuelves a hablarme así! ¡A la mierda!

Se alejó, apoyado de un par de sus colegas que habían curioseado la situación. Pocos segundos después había terminado el receso, y yo, sentada sola en el banquillo, lo vi alejarse cabizbajo y recibiendo palmadas en su espalda. Cuando no quedó nadie en el campus, sí, me llevé las manos a la cara y lloré como una marrana por haber destruido la relación con mi mejor amiga y mi novio de la manera más cruel posible. Y todo, todo porque eran las personas que más quería.

Si tan solo supieran.

--Cuarto día--

“Seguro están viéndome las marcas que me dejó mi Amo ayer, ahora las tengo por mis muslos”, pensé estremecida mientras avanzaba entre los alumnos, contoneando el culo de manera tan provocativa, como estaba ordenada a hacerlo. Las rayas casi púrpuras estaban dispuestas en mis muslos, delante y detrás. Se podían apreciar perfectamente los trazos de una vara; el Amo me propinó veinticinco varazos por volver a “cabecearlo” tal jugadora de fútbol como un último intento de insurgencia.

Evidentemente, esa noche de rebelión terminó conmigo llorando a raudales, pidiendo perdón y babeando sobre sus pies conforme su semen burbujeaba de mi vejado culo.

“Ven las marcas, y murmuran sobre mí. Dirán que tengo un amo y que me gustan estas guarradas, pero no saben la verdad”. Me dolía la cola, y sentarme en el aula fue un auténtico martirio superior a los de los días anteriores. Me costó muchísimo prestar atención durante las clases, con el dolor que me acuchillaba todo el rato. Sola, odiada por mis amigas, tratando de ocultar mis partes privadas con mi mochila.

“Voy mostrando ombligo, mostrando tetas, contoneando las caderas… no sé cuánto tiempo más voy a aguantar esto sin volverme loca”.

—Rocío, necesito hablarte  un segundo —dijo mi profesora al terminar las clases de microeconomía.

—Dígame, señora Altázar…

—¿Qué diantres te pasa, niña? No eres la misma desde hace días. Te vistes… ¡como una puta! Y ahora te veo con esas marcas en el muslo —se quitó los anteojos—, date la vuelta, porque sé que también los tienes en la cola.

—Por favor no se lo diga al rector, profesora —respondí tras girarme y mostrar que, efectivamente, los trazos iban y venían por la parte de atrás de mis muslos, ocultándose tras la falda.

—Madre del cordero, debería ir a la policía… ¿¡Me vas a decir qué carajo pasa aquí, niña!?

—¿Podría hablar primero con el Psicólogo en la oficina de Orientación?

—Ya veo. O sea que reconoces que necesitas ayuda. Vamos, y déjame ponerte mi gabardina, no puedes seguir yendo y viniendo por el campus en esas pintas.

Mi Amo me ordenó que cualquier profesor o profesora que quisiera averiguar el porqué de mi extraño actuar debía hablar con él en la oficina. Cualquier esperanza se había esfumado conforme los profesores caían hechizados por el psicólogo; aprendieron a hacer la vista gorda cada vez que yo hacía de las mías en la cafetería. El profesor de Administración y también el amable profesor de Márketing terminaron no solo convencidos de no actuar, sino de darme una tunda de pollazos hasta hacerme chillar en la oficina de Orientación.

Aunque en el caso de la profesora de Microeconomías…

—Señora Altázar —dijo mi Amo al entrar ambas en su oficina—, buenos días.

—Buenos días, Méndez. Traje a una alumna que NECESITA ayuda psicológica, ¡y urgente!

—¿Rocío? Es muy buena niña, profesora.

—¿Qué dice?

—Recójase la falda, inclínese y apóyese de mi escritorio, señora Altazar. Ya verá.

—¿¡Disculpa!? ¿Pero quién se cree que es usted par hablarme así?—berreó remangándose la falda e inclinándose para abrir las piernas.

—Rocío, tengo un arnés de goma en uno de los cajones. Búscalo y póntelo. Seguro que así tu profesora borrará esa cara de mal follada que tiene…

—¿¡Quéeee!? —gritamos yo y la profesora al mismo tiempo.

--Sexto día--

—Caballeros, ¿les gustaría tener sexo conmigo?

—Genial, me preguntaba cuándo nos tocaría de nuevo, delegada.

—Gracias, soy muy puta y me gusta hacerlo en el baño.

—Lo sabemos, por eso venimos todos los días a la cafetería para ver si teníamos suerte. ¿Haces anal?

—Hoy no, solo dedos, caballeros, los chicos del tercer año fueron muy brutos ayer y no lo puedo usar. Pero me gusta chupar pollas y que me den duro por el coño.

Como cada día, me ofrecía a un grupo de alumnos en horas tempranas de la mañana, con mi Amo de lejano testigo. La cafetería ya no estaba tan vacía a esas horas pues el rumor poco a poco se había extendido por la facultad… y más allá. Sería la segunda vez que me ofrecía a los limpiadores, que se acomodaron en la mesa más cercana a mí para que los eligiera. El resto de la cafetería suspiró de decepción; muchos se levantaron y volvieron a sus clases.

—Niña —dijo uno de los viejos—, siempre te veía caminando como una putita por el campus, ¡qué precioso culito se te enmarca en la mini! Y encima mostrando esas tetazas… Vayas ganas tenía de matarte a pollazos.

—Por favor, soy toda suya, caballero, prometo no decepcionarlo…

—Amigos —dijo otro señor—, ¿nos les da cosas? Tiene la mirada perdida, como si estuviera en trance o algo así.

—Sí, ya —respondió el tercer viejo—, nos vamos a poner exquisitos ahora. Venga, llevémosla al baño.

Me tiraron de mi nuevo piercing, llamado “septum”. Era una argolla que estaba incrustada en mi cartílago nasal, bajo el tabique. Era pequeñito pero bastante llamativo, saltaba y hacía bastante ruido cuando me follaban de cuatro patas. Los primeros días me dio una vergüenza terrible llevarlo, de hecho mi papá me expulsó de la casa tras verme en tan lamentable look. Bueno, se habrá cabreado también cuando lo insulté adrede; realmente ya no quería estar con mi gente; que me vieran así, vencida, convertida en una puta sin pudor que se echaba con toda la facultad en el baño de la cafetería, que caminaba contoneando su cadera de manera provocativa, mostrando muslos y ombligo.

Fue mi Amo quien me permitió vivir en su departamento, y aprovechó para hacerme modificaciones en el cuerpo en el sótano del edificio, un lugar en donde me aplicó lo que él llamaba “Disciplina severa”, para cercenar mi espíritu rebelde que de vez en cuando afloraba. Desde reemplazar los piercings de mis pezones por argollas, hasta un humillante collar con placa dorada en donde ponía mi nombre, y que solo acrecentaban mi sensación de sumisión, alejándome cada vez más de la poca humanidad que me quedaba.

—Cómo chorrea jugos la muy puta. Venga, siéntate sobre papi que te voy a dar duro.

Me tiró de mi collar y me obligó a sentarme sobre él. Los viejos, a diferencia de los alumnos, follaban mejor y duraban mucho más, pero eran los menos higiénicos y además los más violentos. No fueron varias las veces que los arañé por el dolor, por lo que, gracias a la genialidad de mi Amo, ahora llevo grilletes en mis muñecas para que me los apresen en la espalda y puedan gozarme sin temor a que los lastimara.

Me acostaron en el suelo y otro de ellos me volvió a follar fuertísimo, poniendo una cara terrible y arrugada me gritó:

—¡Me voy a correr! ¡Uf! ¡Te voy a dar hijos!

—Muchas gracias, uf… pero mi Amo me llevó a un ginecólogo y me pusieron una “T”… puede correrse sin temor, caballero.

—¡Así que eso es lo que siento cada vez que llego hasta el fondo! ¡Los putos hilitos del DIU! ¡Toma!

—¡Auch! ¡Dios… míoooo!

—¡Ja, a que ahora tienes ganas de arañarme la cara! —dijo el viejo que me la metía hasta prácticamente el cérvix. Un par de rasguños le atravesaban sus labios—. No sé quién coño es tu Amo, pero fue buena idea lo de ponerte los grilletes esos.

—Uf, gracias caballero… por follarme bien y filmarme con mi móvil. Espero verlo de nuevo… —dije antes de que la polla de otro viejo entrara violentamente en mi boca para correrse.

—Me encanta cómo se retuerce y hace tintinear sus argollas en su nariz y tetas.

—Oh, dios, me estoy corriendo… putamadre, miren cómo mi leche sale de su nariz…

—Pero en serio, colegas, su mirada perdida me da cosas… uf…

--Diez días después--

Mi Amo y yo estábamos en la oficina del rector, ambos compartían un mate. Yo, sentada sobre mi rector, de espaladas a él, sentía cómo pasaba sus gruesos dedos por entre mi hinchada vulva, y yo manipulaba su tranca, apretujándola entre mis muslos, jugando con su líquido preseminal entre mis dedos. Era simplemente desmotivador verlo también hechizado y haciendo una estimulación vaginal riquísima a su mejor estudiante ya vilmente emputecida. Pero mi espíritu rebelde ya había sido destrozado completamente; mi cuerpo y mente ya había sido amoldado, adoctrinado para capricho de mi Amo; ya no me importaba nada.

—Rector —dijo mi Amo—, tengo un plan perfecto para su facultad. Lo convertiré en un campo de golf con servicio de putas, ¿qué me dice?

—¡Es una idea atroz, hijo de puta!

—Venga, le gusta la idea y lo sabe, rector.

—Me gusta la idea y lo sé. Podemos comenzar a demoler el ala derecha. El servicio de putas imagino que será con las estudiantes, ¿no es así?

—Exacto. Necesito un megáfono para hacerles llegar mis órdenes a todos. Me voy a hacer rico, ¡vaya!

—Señor rector —dejé de acariciar su polla, dejando mi índice en la punta de su uretra—, gracias por no expulsarme al descubrir que montaba orgías en el baño de la cafetería.

—Rocío, me parte el alma verte así, eres como la hija que nunca tuve… ¡Me siento tan impotente porque no puedo hacer nada al respecto! —me tomó de la cintura y me puso sobre su escritorio con fuerza tremenda, boca abajo. Mi faldita era tan corta que ni hacía falta remangarla para poderme dar un beso negro tan estimulante como humillante para ambos.

Días atrás mi rector descubrió lo que hacía todas las mañanas en la cafetería. Nunca había visto a mi adorado director tan cabreado, ni conmigo ni con nadie. Me llevó a rastras hasta la oficina de Orientación para que el psicólogo, o sea, mi adorado Amo, tratara de solucionar el problema en el que yo me estaba convirtiendo.

Claro que mi Amo solo sonrió y le ordenó que me follara sobre su escritorio. El rector, boquiabierto, me remangó la minifalda contra su voluntad, me manoseó y, tras ponerme boca abajo sobre el escritorio, se trepó sobre mí con todo su peso. El peludo rector me dio tan duro que el tintineo de las argollas de mis senos y nariz fue notorio; el último resquicio de humanidad que quedaba en mí lloró ese día; jamás hubiera creído que mi Amo sería tan cruel para hacerme follar con uno de los hombres que más admiraba.

Pero ahora ya estaba relativamente acostumbrada a ser montada. Incluso aprendí a no llorar de dolor cada vez que estiraba mi piercing septum para divertimiento del Amo, mientras la polla del rector escupía leche por mi cara, nariz y ojos.

Cuando terminó de chuparme la cola allí en el escritorio, adopté mi posición a un costado de la oficina: de rodillas, manos tras la cabeza, pecho sacando con orgullo, esperando con actitud vencida mi próxima orden. Mi Amo tomó un micrófono, y al accionar un botón, todos los megáfonos de la universidad se activaron en un chirrío metálico.

—Estudiantes, ¡atención a mi voz!, les habla Bruno Méndez, el psicólogo de la facultad. Escúchenme: Las chicas vírgenes que se reporten el Aula Magna. Las que tienen el culo virgen, vayan al Salón de Actos. Los muchachos vayan poniéndose los uniformes de obrero que están guardados en el depósito principal. Háganse con picos, palas y demás instrumentos, pronto vendrá un colega mío, un arquitecto, para dar comienzo a las obras de remodelación.

Apagó el micrófono, y me tomó de la argolla nasal.

—Quiero que te reportes en el Salón de Actos y enseñes a las chicas a hacerse una lavativa. Para dentro de dos días, las quiero con la colitas limpias y dispuestas. A partir de hoy eres la profesora Rocío.

—N-no… imbécil…

—¿Eh? ¿Te sigues resistiendo? —miró su reloj de pulsera—, juraría que te había perdido hace cinco días y nueve horas, ¡ja! Venga, no te resistas.

—Sí, Amo, perdón por la insumisión de esta vaca lechera. No dude en engrasar su látigo para castigarme si lo ve necesario.

—Nah, ya no tiene sentido darte azotes si ya eres una puta muy sumisa. Bueno, yo y el rector iremos al Aula Magna a desvirgar unas cuantas nenas.

--Once días después--

—A ver, chicas —dije golpeando la pizarra—, sé que es lento y doloroso, pero necesitan hacerlo hasta que solo salga agua limpia del culo. No es muy difícil…

—¡Profesora Rocío! —una jovencita de primer año levantó la mano—, me cuesta mucho meterme el enema, ¿no pasará nada raro si le pongo crema para que entre fácilmente?

—Es una muy buena idea, Rosita. Es más, se me ha ocurrido algo. Reúnanse en grupos de dos, ¡vamos! Elijan una compañera. Y elijan con cuidado, porque partir de ahora, su compañera será la encargada de insertarle el enema, pues es verdad que hacerlo sola se hace tedioso.

—¡Profesora Rocío!... Me… me quedé sin una compañera… soy la que sobró…

—No te pongas triste, Gracielita, yo seré tu compañera, así de paso me aplicas el enema porque no tengo la cola limpia desde anteayer.

—Gracias profe, ¡eres la mejor!

--Doce días después--

Mis alumnas estaban inclinadas, atajándose de sus pupitres. Todas con la cola al aire; una amalgama de chicas flaquitas, pequeñitas, rellenitas y auténticas modelos se vislumbraba a lo largo y ancho del aula. El rector, los profesores y obviamente mi Amo entraron para comprobar mi trabajo como profesora de sexo anal. Aún retumbaba en mi cabeza los sonidos del día anterior, cuando pasé cerca del Aula Magna, escuchando cómo eran desvirgadas las chicas que nunca habían tenido sexo. Hoy, me tocaría presenciar de primera mano cómo serían enculadas mis vírgenes alumnas.

Al entrar los hombres, adopté mi posición sumisa.

—He hecho lo que he podido, Amo. No dude en usar su látigo si ve que no he hecho algo bien.

—Amigos —mi Amo palmeó—, el proyecto campo de Golf está avanzando. Y muchas de estas putitas van a estar ofreciéndose a los clientes extranjeros para la gran inauguración. Por favor, tomen a una chica y desvírguenla aquí. Que las otras oigan cómo son enculadas sus compañeras, que sepan lo que les espera.

—¡Esto es atroz! ¿¡Qué has hecho con mi facultad!? ¿¡Con mis estudiantes!?—bramó el rector—, ¡te denunciaré hijo de la grandísima puta!

—Aunque es verdad que un proyecto así revitalizaría el comercio interno —el profesor de economía se acarició el mentón —, pero créeme que por más genio que seas, tengo ganas de darte un escopetazo a la cara, escoria.

—Dios santo, la facultad está cambiando a pasos agigantados. Tengo que admitir que sabes cómo gestionar los recursos, maldito criminal —se quejó el profe de Administración.

Y acto seguido eligieron a sus presas sin poder evitarlo.  Mi Amo se acercó para acicalarme la caballera.

—Rocío, has hecho bien.

—Gracias, Amo, me llena de alegría verlo tan satisfecho —besé sus pies.

—A ti te espera algo mejor. Vamos a un paseo por el campo de golf.

Conectó una correa a mi collar y me llevó de cuatro patas. Aproveché para mirar cómo avanzaban las obras. Los chicos estaban muertos de cansancio, picando, cavando, seguro mi novio Christian estaba allí, trabajando día y tarde como una especie de zombi sin poder resistirse. No pude evitar derramar un par de lágrimas por él y los demás.

—Rocío, he enviado tus vídeos al director holandés y… ¡se ha enamorado de ti! Así que mañanas partes rumbo a Ámsterdam para casarte con él. ¿O dijo “preñarte”? ¡Bah, no se me da bien el holandés! Pero vamos, que te va a usar para ser su estrella de porno duro.

Paró la marcha y estiró la correa para que le besara sus pies.

—Gracias por venderme a un director de porno duro, mi Amo. Espero haberle servido bien.

—No, gracias a ti. Al principio solo quería emputecerte por haberme… “cabeceado”… pero me fui dando cuenta de mis capacidades como hipnotizador y OORGGHHHHH…

Cuando levanté la vista, contemplé a mi Amo… digo, a ese idiota de mierda, revolcándose en el suelo, tomándose la cabeza. Y allí, cortando el sol, una sombra sostenía heroicamente un palo de golf. Sonreí porque por primera vez en doce días me sentía por fin dueña de mis movimientos y pensamientos. Definitivamente, el efecto estaba pasándoseme.

El extraño héroe me extendió la mano como todo un caballero, y con voz familiar rompió el silencio:

—¿Viste eso, nena? ¡En su puta cara! Digo… en su puta nuca…

—¡Christian!

—Mierda, mira la sangre… uf, dios… creo que voy a vomitar, nena…

Miré alrededor y los “obreros” parecían haberse despertado de su letargo. Soltaban sus herramientas, picos y palas conforme miraban para todos lados, bastante confundidos. El hechizo se estaba diluyendo al estar nuestro psicólogo inconsciente en el suelo.

—Christian… ¿pero a ti no te hechizó con los megáfonos como a todos los demás alumnos?

—Claro que no —dijo mostrándome sus auriculares—, estoy como loco escuchando a los Creedence Clearwater. Supongo que dio la orden mientras yo estaba escuchándolos… Anda, mira al puto psicólogo… Me robaré su reloj, se ve muy bonito.

—No te puedo creer. Tenemos que buscar a Andrea, tengo que disculparme. Y… contigo también…

—No hace falta, nena. Lo entiendo, ¡en serio! Ahora que soy como un héroe, ¿me dejarás hacerte la cola? Anda, di que sí.

—Sí —dije extrañamente pese a que le iba a decir un “No” rotundo.

—¿En serio? Buenísimo, Rocío. Olvidémonos de tu amiga y vayamos a la playa para hacerlo, ¡ja! Solo bromeo…

—Olvidémonos de Andrea y vayamos a hacerlo en la playa —mis ojos se abrieron como platos y los de mi chico también. Entonces lo entendí todo—. Christian… dame el reloj… ¡el reloj que le quitaste al psicólogo!

—¿No te gusta?

—¡Dámelo!

Tenía en mis manos la auténtica causa por la que caímos hipnotizados. Recordé perfectamente que cada vez que me volvía insumisa, el psicólogo se recogía la manga y me mostraba ese reloj de pulsera plateado para volver a ejercer control sobre mí. Tenía en mis temblantes manos un gran y terrible poder.

—Nena… ¿estás bien?

---Un mes después---

Todo había vuelto a la normalidad en la facultad, y pronto llegarían los exámenes, sabíamos que mientras más nos enfocáramos en los estudios, más rápido olvidaríamos los horribles sucesos. Sé también que todo fue muy difícil para muchos: los profesores, algunas alumnas, los chicos. Pero había que seguir adelante, había que hacer lo posible para que los días se volvieran cristalinos, como dicen los chicos de Creedence.

Así, un mes después de aquello, yo y mi novio avanzábamos por el campus tomados de la mano. Y Andrea a mi otro lado, contándome con lujo de detalles cómo había visto a un travestis ofreciendo descaradamente sus servicios en las calles de Montevideo, muy parecido a ese psicólogo que tanto malos ratos nos hizo pasar. Y sí, antes que oírla parlotear, Christian prefería ir con los auriculares puestos.

—Princesa, buen día —me saludaron los estudiantes del último año. Se arrodillaron y besaron mis pies —. Hemos conseguido borrar todos los videos en donde hacías guarrerías varias. Pero no pudimos hacer nada con el vídeo que envió el psicólogo a Holanda, pedimos perdón y entendemos que merecemos un castigo.

—Ya, gracias chicos, sé que hicieron lo posible. Pueden retirarse.

No tardaron en presentarse los profesores y el rector, quienes con idéntico gesto, se arrodillaron y besaron también mis pies.

—Princesa, estamos complacidos de que tu padre haya vuelto a aceptarte en tu casa. Nos alegra que nuestras cartas le hayan hecho entrar en razón.

—Gracias rector y profesores, y sí, estoy contenta de que mi papá me haya vuelto a acoger en mi casa de manera natural tras las cartas de elogios hacia mí.

—Mierda, Rocío —Andrea me codeó—, ¿no te da cosa tenerlos a todos llamándote “Princesa”? No sé, deberías tirar el reloj al mar o algo así, es demasiado esto.

—Andy, no seas tonta. Mira la facultad reconstruida, mira las caras felices de todos, ¡merezco llevar este reloj!

—Miro la facultad reconstruida, las caras felices de todos y me digo que mereces llevar ese reloj, Rocío.

—Exacto —sonreí.

Le quité el auricular izquierdo a mi chico para escuchar juntos lo que fuera que estuviera escuchando. Era, justamente, “I put a spell on you”, de los Creedence. Y sí, al igual que él, también los he proclamado como mi banda favorita.

Sinceramente, creo que me tienen hechizada.

Un besito,

Rocío.