emputecida.
- Esta es una noche muy especial para mí. Has sido bien entrenada. Espero que no me defraudes. - No mi señor. Y gracias, mi Amo. - No hay de qué Irene. El señor Takamura sonrió complacido por la sinceridad de la muchacha. Realmente esperaba mucho de ella (Nota este es el final de la serie
… emputecida.
El aroma del café recién hecho despertó a Irene. Cuando abrió los ojos, vio el sonriente rostro de otra de las sirvientas del Señor Takamura con una bien provista bandeja de desayuno. El recuerdo de la noche anterior se hizo más intenso cuando se dio cuenta de que se encontraba desnuda. Se incorporó, y sin saber muy bien por qué, tuvo cuidado de tapar sus pechos. Era evidente que aquella mujer sabía muy bien quién era ella, mejor dicho qué era ella. Era otra de las muchas esclavas del Señor Takamura. Y sabía muy bien lo que había estado haciendo la noche anterior. No tenía pues nada que ocultar, ya que todo se sabía. Y sin embargo se había tapado por vergüenza. Aún tenía un pequeño resquicio de amor propio. Eso no era bueno, si su amo se enteraba del bochorno que sentía en determinados momentos… bueno, todo podría ser usado en su contra.
- El Señor, desea que esté disponible a primera hora de la tarde. Debe usted darse prisa, tiene que ir a la sauna, recibir el tratamiento de belleza, el masaje y por supuesto debe ducharse y vestirse. Dentro de 30 minutos vendremos a recogerla para llevarla a la sauna.
- ¿Qué tengo que ponerme? Señora.
- Oh ropa informal y no me llames señora. Soy otra esclava como tú.
- Gracias…
- Keiko… Puedes llamarme Keiko, señorita Irene.
- Gracias Keiko. Pero tutéame tú también.
- No puedo, señorita, son órdenes del Señor. Dese prisa y no se entretenga, señorita o llegará tarde.
Irene hizo caso del consejo de Keiko y desayunó, se duchó y vistió rápidamente. Eligió unas braguitas normales blancas de algodón y un sencillo sostén del mismo color. Después se puso una camiseta rosita, que combinaba con un chandal muy coqueto, unos calcetines blancos y unas zapatillas deportivas. Apenas había terminado de vestirse cuando entró Keiko acompañada de otras dos jóvenes, a recoger el desayuno. Lo hicieron con elegante rapidez y meticulosidad. Era evidente que estaban acostumbradas a dicha labor. Irene se preguntaba si tendrían prohibido dirigirse a ella para algo que no fuese lo imprescindible. Pero no había tiempo para entretenerse en cavilaciones y conjeturas, Keiko la apremiaba a salir de la habitación y llevarla a la sauna.
Al llegar, Irene no pudo sino asombrarse ante el tamaño, lujo y sofisticación del lugar. La sauna no era una sala propiamente dicha sino más bien toda una serie de instalaciones dedicadas al cuidado y atención del cuerpo. La sauna era una especie de termas romanas o un spa moderno. Keiko la llevó directamente hacia una joven que hacía las funciones de recepcionista. Ésta rápidamente le asignó un número y un par de jóvenes musculosos la condujeron a las piscinas. Después de los diferentes baños, los masajes, el aerobic, la manicura, pedicura y peluquería… En fin toda una serie de atenciones encaminadas a cuidarla y resaltar su belleza. Ella no era la única beneficiaria de tan exquisitas atenciones, junto a ella otras muchachas igualmente jóvenes y bellas disfrutaban de un tratamiento de belleza personalizado. Ninguna de ellas le dijo nada aunque Irene tuvo la sensación de que cuchicheaban a sus espaldas.
Tras las atenciones estéticas, un suculento almuerzo. Y antes de que pudiese darse cuenta, se encontraba de nuevo con su amo el señor Takamura. El señor Takamura la esperaba en una nueva sala. “La sala de juegos”, como él mismo la denominó, era una estancia bastante amplia, bien decorada y llena de artilugios unos inocentes, otros auténticos instrumentos de tortura. Había abundante provisión de cadenas, cuerdas, esposas, barras de sujeción y montones de otros elementos y herramientas propios del bondage y el sadomaso. Irene no tardó en darse cuenta de que esta sesión no le sería tan placentera como la vivida durante velada anterior.
El señor Takamura le pidió amablemente que se desnudara, sin necesidad de florituras. Una linda esclava, completamente desnuda, se apresuró a recoger las prendas que ella dejó en el suelo. Una vez desnuda, el señor Takamura la llevó hasta el que sería uno de los aparatos con los que más se familiarizaría. Era una especie de bicicleta estática, bueno, en realidad era una bicicleta estática con unos aditamentos que la hacían única. A simple vista, lo más significativo eran los dos enormes vibradores metálicos que se encontraban en el sillín. Enormes tanto en grosor como en longitud. Aunque Irene pronto comprendió que su Amo disponía de varios complementos que le permitían variar tanto su grosor como la longitud. Aparte de eso nada significativo, salvo las dos cadenas y las muñequeras que colgaban por encima. En la parte delantera, justo entre los manillares que deberían servirle de apoyo, una pantalla digital, indicaba los datos más relevantes al usuario. Velocidad, Kilómetros recorridos, dificultad y dureza del esfuerzo…
No hacía falta que su Amo le dijese nada, sabía lo que se esperaba de ella. Así que Irene, a pesar del temor que la embargaba, se apresuró a sentarse sobre el curioso sillín. Tenía miedo porque el tamaño de aquellos dildos era realmente intimidante. Pero no era eso lo que más la inquietaba. Tenía la sensación de que ese sencillo aparato escondía más sorpresas desagradables. Sabía que de nada servirían súplicas o lamentos. Así que no los profirió. Un leve escalofrío la estremeció cuando sus tiernos labios rozaron la fría superficie de del primer vibrador. Después de un ahogado suspiro lleno de resignación, Irene procedió a clavarse los intimidantes artilugios. Logró sentarse sobre ellos con relativa facilidad, los consoladores estaban muy bien lubricados. Se sentía muy, muy llena y algo incómoda con aquellos gruesos instrumentos tan profundamente clavados.
Antes de que pudiese pensar en cómo lo había conseguido, una nueva esclava igualmente desnuda, la ató las muñequeras que colgaban y tiró de ellas hasta que sus brazos quedaron bien estirados por encima de su cabeza. Una vez asegurada su estabilidad, la primera sorpresa. La plataforma sobre la que se apoyaba la bicicleta estática se elevó del suelo obligándola a que se apoyara en los estribos de los pedales. Ahora sí que se sentía realmente incómoda, sin poder despegarse lo más mínimo de aquellas estacas que se le clavaban hasta lo más hondo de su ser y que parecían querer atravesarla. Intentó rebullirse en aquel estrecho sillín y aliviar un poco la presión ejercida en su intimidad pero apenas si tenía espacio de maniobra. Tenía que reconocer que en verdad, estaba clavada a aquella silla.
- Bueno, querida. Este es nuestro gimnasio particular. Es una sala especial de entrenamiento para esclavas novatas como tú. También es el correccional, la sala donde corregimos la mala conducta de mis esclavas. No te gustará venir por aquí como castigo a tu conducta. Pero no tenemos que preocuparnos por eso, porque tú serás una niña buena ¿verdad?
El señor Takamura esperó la respuesta de su esclava. Irene asintió con la cabeza y contestó con un débil sí Amo, seré buena. Estaba cada vez más asustada. La sala tenía algunas máquinas realmente diabólicas y el señor Takamura no parecía la clase de hombre que mantiene y guarda cosas inútiles. Una vez lograda la respuesta deseada, el señor Takamura prosiguió con su explicación…
- Según parece, por lo bien que te comportaste anoche, has sido bien entrenada. Eso está muy bien, aquí perfeccionarás tus habilidades y me servirás a mi completa satisfacción. Veamos, primero mejoraremos tus dotes físicas. Tienes un cuerpo atlético, bien torneado y en forma. ¿Qué te parece un agradable paseo en bicicleta?
Irene comenzó a pedalear sin mucho entusiasmo. Pero pronto recibió el estímulo que necesitaba para pedalear con más energía. Las dos esclavas que se hallaban en la sala junto a ella comenzaron a azotarla en los costados, los pechos y la espalda con látigos de muchas colas. Cada vez que reducía el ritmo de sus pedaladas, recibía una nueva ración de severos latigazos repartidos por su expuesto cuerpo. Para colmo, los dildos que la ensartaban comenzaron a estimular su libido con una intensa vibración que la hacía estremecerse. Aquello le supuso además, una nueva tanda de azotes. Aunque trataba de hacerse la fuerte y se esforzaba por ahogar sus gritos, ahora le resultaba imposible reprimirse. El dolor se acentuaba conforme los golpes se repetían una y otra vez sobre la misma zona.
Tenía el cuerpo enrojecido y sudoroso por el esfuerzo realizado y aún le quedaban más sorpresas por descubrir. A consecuencia de la incesante estimulación de los consoladores, Irene estaba poniéndose cada vez más y más cachonda. Notaba ya la llegada de su primer orgasmo y como buena esclava pidió permiso para correrse. El señor Takamura no se lo concedió y la angustia en su rostro se fue acentuando conforme pasaban los minutos…
- Pooh… por favor… Miii Amo. Le pido… uf… por favor… aahh… permita que… que esta esclava… aah… se corra para… ah… usted. Uf…
- Zorra insolente, ¿no has recorrido ni la mitad y ya me pides una recompensa? Esto te ayudará a controlar tus instintos de ramera.
- Perdone se… AAAAAAHHHHHH.
Un intenso y profundo dolor se adueñó de su cuerpo cuando la corriente eléctrica saltó de un consolador a otro a través de su cuerpo. La repentina sacudida fue tan intensa que si no se cayó fue gracias a las cadenas que la sujetaban al techo. Era como si la quemaran por dentro. Sentía una enorme quemazón en lo más profundo de sus entrañas. Un latigazo que la recorría por dentro y se iba extendiendo por todo su cuerpo hasta hacerla temblar y convulsionarse. El breve instante que duró la descarga, se hizo eterno. Y aún pasó más tiempo antes de que pudiese recobrar el dominio de sí misma. Aterrorizada, dirigió una mirada suplicante a su Amo. Pero éste si limitó a indicarle con indolencia que continuara pedalenado.
Irene acababa de conocer el último de los infames secretos que se escondían en aquella diabólica máquina. Las descargas y la estimulación clitoridiana se fueron alternando aleatoriamente mientras se esforzaba por no perder el ritmo y bajar la velocidad. En los días sucesivos, Irene llegaría a conocer muy bien los diferentes programas y complementos de la misma. Los pedales podían ir mucho más duros, pinzarle los pezones, colocarle diferentes electrodos por el cuerpo, atarle las manos a la espalda y sujetarla del cuello con un lazo que la iría estrangulando si se movía demasiado… decenas de variantes que la convertían en un instrumento realmente apreciado por el señor Takamura.
Claro que en esos momentos, ninguna de aquellas cosas le servirían de consuelo. El incesante castigo le impedía pensar en otra cosa fuera de aquel infierno. Y a pesar de todo, su cuerpo seguía calentándose más y más como respuesta a la constante estimulación clitoridiana. Irene no sabía a qué dedicarle su atención, si al pedaleo, a los azotes, a las descargas o a los vibradores. Para colmo, el señor Takamura controlaba el funcionamiento de la máquina con pericia de modo que las descargas y las vibraciones nunca dejaran de sorprenderla. Al mismo tiempo, dirigía con asombrosa habilidad a sus esclavas indicándoles cómo y dónde descargar los certeros fustazos. Como si de un director de orquesta se tratara, aquel hombre dirigía la tortura con exquisito virtuosismo.
Pero, por más que la pobre joven se esforzara, el cansancio, el dolor y el abatimiento se estaban apoderando de ella. Los incesantes latigazos no la espoleaban ya animándola a continuar, simplemente la martirizaban. De hecho, tan agobiada estaba que no se dio cuenta de que las descargas habían desaparecido y que aquellos vibradores la estaban llevando con su suave estimulación, al postergado orgasmo. Cuando quiso darse cuenta y pedir el debido permiso, éste le sacudió con la fuerza de un vendaval.
- Mi Amo… AAAAAAHHHHH.
El cuerpo de Irene se convulsionaba de nuevo con intensísimos espasmos, aunque en esta ocasión de muy distinta naturaleza. Por segunda vez las ataduras le impidieron caerse del infame aparato. Las ondas orgiásticas que la recorrían la hicieron echarse hacia atrás, al tiempo que sus gemidos ganaban en intensidad. Su cuerpo arqueado, le ofrecía al señor Takamura una espléndida visión del tremendo gozo que disfruta una mujer encelada. Su entrepierna manaba como una fuente y a pesar de la obstrucción del imponente dildo, finos hilitos de flujo saltaban en todas direcciones. Toda ella era en sí un lascivo anuncio imposible de ignorar. Todos los presentes se contagiaron con la inusitada energía sensual que manaba de ella. Hasta las dos esclavas, que tenían terminantemente prohibido tocarse, se llevaron disimuladamente una mano a su entrepierna hipnotizadas por el sensual espectáculo. Sabían que serían castigadas pero sencillamente no podían hacer otra cosa.
Era evidente de que Irene estaba fuera de sí, sus movimientos descoordinados y caóticos así lo indicaban. Cuando, por fin, su cuerpo dejó de convulsionarse, ella permaneció inconsciente con la cabeza echada hacia atrás y una sonrisa de satisfacción dibujada en su rostro. Era una pose digna de ser esculpida. Aunque dudo mucho que algún artista fuese capaz de plasmar el intenso erotismo que manaba de ella.
El señor Takamura examinó su reloj. “Más de 100 minutos, pensó, no está nada mal. Mañana, no mejor que descanse mañana de esto, pasado mañana deberá aguantar 120. Espero que al final del entrenamiento, pueda soportar más de tres horas…”
Cuando Irene despertó, se encontró en su alcoba, arropada en su cama y vestida con un cómodo pijama. La habían traído de la sala de juegos, bañado, vestido y acostado; y no se había dado cuenta de nada. Tenía hambre, se levantó y buscó algo para saciarse. Apenas llevaba un minuto en pie cuando entró Keiko con una bandeja llena de provisiones.
- ¿Qué?... ¿Qué hora es, Keiko?
- Las nueve de la tarde. Señorita Irene.
- Por favor Keiko, llámame Irene, soy otra esclava como tú.
- No puedo, Son órdenes del Amo, señorita Irene.
- Esto… ¿me llamará el Amo otra vez esta noche?
- No señorita. El Amo ha ordenado que descanse usted esta noche. Ha debido ser una sesión muy dura.
- ¿Uh? Sí, sí… agotadora. Espero no haber defraudado al Amo.
- No se preocupe por eso señorita, el amo parecía bastante contento.
- ¿De… de veras? ¿Crees que está contento conmigo?
- Sí. Bastante contento, de momento lo está haciendo muy bien señorita. Ahora coma y descanse, el Amo la volverá a llamar mañana…
Efectivamente, al día siguiente, Irene fue conducida de nuevo a la sala de juegos. Irene aún no se había recuperado del todo, a pesar del descanso y de las excelentes atenciones, se sentía algo dolorida. Afortunadamente para ella, su amo tenía pensado otras cosas para ella. Cuando llegó se encontró con su Amo y con las mismas dos esclavas del día anterior. Sin embargo, la situación para ellas, era muy distinta a la del día anterior. Las dos esclavas se encontraban atadas con las manos sobre sus cabezas y completamente abiertas de piernas.
- Hola, mi querida niña. ¿Has descansado bien?
- Sí mi Amo. Me tratan muy bien. Gracias.
Irene miró a su amo con cara de incomprensión.
- No sé de qué te sorprendes. Estas dos esclavas rebeldes se portaron muy mal ayer. Y merecen ser castigadas. Hoy vas a ver lo que les pasa a las esclavas desobedientes. Espero que seas lo suficiente mente lista y aprendas la lección.
- Sí mi Amo. Espero no defraudarle.
- Está bien, desnúdate y deja allí tu ropa. Ponte estos dos consoladores y este arnés para sujetártelos. Después, ve a aquel estante y elige un látigo de tu agrado. Yo te recomiendo que elijas uno cortito al principio hasta que te acostumbres a manejarlos.
Irene seguía contrariada, no por tener que ponerse los consoladores metálicos, algo a lo que se estaba acostumbrando desde que la secuestraran. El problema era que no acababa de asimilar la idea de tener que ser ella misma la que administrara el castigo a aquellas muchachas. Nunca había hecho nada parecido y la simple idea de tener que usar el látigo contra ellas la asustaba. Sabía muy bien el dolor que causaban y no se sentía capaz de ser ella la que infligiese un dolor similar. Pero no tenía otra opción, debía obedecer así que después de quitarse la ropa se dirigió al estante de los látigos. Lo cierto es que tenía una gran variedad entre los que escoger. Largos de una sola cola, cortos con múltiples flecos, con los flecos más anchos, más estrechos, con nudos en los flecos para hacerlos más dolorosos, con los mangos largos o cortos, mangos gruesos o finos, látigos más rígidos, más flexibles… Ciertamente, una decisión difícil, sobre todo si tratabas de encontrar un látigo que fuese indoloro o por lo menos, uno que apenas causase daño. Finalmente, temiendo enfadar a su Señor, Irene escogió un látigo corto, con muchísimos flecos.
El señor Takamura observaba con interés las acciones de su esclava. La veía titubear una y otra vez, estudiando todos y cada uno de esos látigos con evidente aprensión. Sabía que todo aquello la atormentaba y por eso mismo la dejó actuar. Le gustaba jugar con sus esclavas y más cuando eran ellas mismas las que se atormentaban al tener que luchar contra sus propios sentimientos y convicciones morales. En este caso además, sabía que eligiera lo que eligiera ella, él saldría ganando. Así que cuando repentinamente tomó una decisión, él la halagó diciendo…
- Muy buena elección querida. Sin duda nuestras rebeldes esclavas no la olvidarán. Claro, que lo más importante es saber manejarlo. Una persona inexperta causa mucho más daño del que pretende al usar mal uno de éstos.
Si lo que pretendía el señor Takamura con aquel comentario, era poner aún más nerviosa a su esclava, no cabía duda de que lo había conseguido. Cientos de miedos y reproches le vinieron a la mente. ¿Sería cierto de que al final había escogido el látigo más doloroso? Desde luego ella nunca había manejado un látigo, ¿le permitiría el señor Takamura causar más dolor del debido a sus esclavas? No, él no… o sí. El último día no fue precisamente agradable. Con más miedo que antes, Irene se colocó al lado de su Amo en espera de más instrucciones. Sin atreverse a levantar la mirada del suelo, suplicaba en silencio que no la obligaran a lastimar a ninguna de aquellas chicas.
- Bueno, querida… ¿con quién empezamos el castigo? Elige.
- Yo… esto. No sé mi Señor. No sé quién se ha portado peor…
Irene buscaba una excusa para no ser ella la que tomara la temida decisión. Pero el señor Takamura no estaba dispuesto a ahorrarle penalidades…
- Las dos se han portado igual de mal. Han cometido la misma falta y recibirán el mismo castigo. Lo único que has de decidir es con quién lo comenzamos. Eso es todo.
Viendo que no tenía escapatoria y dándose cuenta de que su Amo comenzaba a impacientarse por su deliberada lentitud. Irene decidió comenzar por la muchacha que estaba frente a ella al lado derecho. Era prácticamente una jovencita, si tenía los dieciocho años debía de haberlos cumplido hace bien poco. Era una muchacha menuda y delgada de nívea piel. Las piernas largas, en comparación con el resto del cuerpo, bien torneadas eran una auténtica invitación a la lujuria. Sobre todo, si se tenía en cuenta el lampiño tesorito de finos labios que se encontraba entre ellas. Una cinturita estrecha que conducía a un vientre muy plano embellecido con un coqueto ombligo. Se le apreciaban un poco las costillas pero se notaba que era una chica fuerte, sana y atlética. El busto conformado por unas tetitas pequeñas y respingonas rematadas cada una por unos pezones duros, rosaditos y prietos. El delicado cuello nos conducía a un cándido y armonioso rostro decorado con una boca de labios finos y delgados, una naricita algo afilada y unos increíbles ojazos azules. Todo ello enmarcado por una melenita rubia desenfadada.
La joven que como su compañera no levantaba la vista del suelo, se estremeció al saberse elegida. Irene no lo sabía, pero aquella era la primera vez que la castigaban. A pesar de llevar más de un año sirviendo al señor Takmura, hasta ese día había sido una esclava modelo. Claro que su estancia en aquella casa le había enseñado muy bien, lo severos que podían ser los castigos de su Amo. Así que, para consternación de Irene, la joven no pudo evitar que un par de tímidas lágrimas se le escaparan de aquellos hermosos ojos y recorrieran sus sonrosadas mejillas.
Si la pobre Irene ya tenía sus dudas antes de acercarse a por el látigo y después de escogerlo, aún más. El ver el miedo y la resignación grabados en el rostro de aquella jovencita la incomodaron aún más. Sabía que debía acercarse a ella y comenzar a fustigarla pero le resultaba imposible hacerlo. Sin apartar la mirada del suelo para no ver el rostro de sus compañeras de infortunio, Irene avanzó vacilante hacia sus futuras víctimas. Pero le resultaba imposible alzar el brazo para golpearla. Desesperada buscó la ayuda de su Amo buscando clemencia para ellas.
- ¿A qué estás esperando? Empieza con el castigo.
- Es… es que no sé qué hacer. Mi Amo…
- Es verdad es tu primera vez. Bien, no te preocupes, yo te iré diciendo. Lo primero que tienes que hacer es preguntarle por qué merece ser castigada.
- Dime esclava, ¿cómo te llamas y porqué mereces ser castigada?
Irene trató de imitar el tono autoritario de su señor pero estaba claro que no lo consiguió. Un ligero temblor delató la inseguridad que se escondía tras aquella fachada.
- Me llamo Nadia señora. Soy una esclava desobediente que se tocó para darse placer cuando no tenía permiso para ello.
Aquello resultó ser una mala idea. No debía haberle preguntado el nombre. Ahora se había convertido en una conocida, en una persona que tiene sentimientos. Antes no era más que una esclava, ahora sabía su nombre. Aquella joven ya no sería una más, sería para siempre Irina, la co-esclava que podría ser su amiga y a la que fustigó sin razón alguna, simplemente porque se lo ordenaron. Nadia comprendía muy bien lo que sentía Irene y si por ella hubiese sido, le habría dicho que no se preocupara, que entendía por qué lo hacía, que sabía que no era culpa suya y que de todos modos estaría dispuesta a ser su amiga y ayudarla. Pero no podía hacerlo sin arriesgarse a recibir un castigo aún mayor. Así que intentó decirle todo aquello con la mirada, claro que con su propio estado de nervios Nadia no estaba segura de que su compañera de infortunios la entendiera.
El señor Takamura disfrutaba enormemente con aquella escena. El nerviosismo manifestado por sus esclavas lo estaba excitando de un modo que no había esperado. Pero por más que la situación fuese de especial morbo para él, debía espolear a su nueva esclava y obligarla a dar el salto definitivo.
- Por si no lo sabes, esta esclava se corrió viéndote sufrir ayer en la bicicleta estática. Es más, cuando caíste desmayada, empezó a masturbarse como una loca como si le fuese la vida en ello. Lo tenía prohibido y me desobedeció. Esa es su verdadera falta, la rebeldía y desobediencia. ¿Quieres sufrir tú un castigo similar por desobedecerme?
- No… no mi Amo…
Asustada ante tal amenaza, Irene descargó un tímido golpe sobre el pecho izquierdo de Nadia. Nadia soportó este azote inicial con facilidad, había recibido muchos azotes sirviendo al señor Takamura y éste estaba era el más flojo de todos. Claro que su Amo, ya lo tenía previsto, sin inmutarse le ordenó a Irene que siguiera fustigando el mismo pecho hasta que él le indicase otra cosa. Así aunque los golpes no eran duros, el incesante azote sobre la misma zona fue incrementando paulatinamente la dureza del castigo. El pecho comenzó a tomar un color rosado, que pasó después a encarnado y terminar siendo de un intenso color carmesí. Así que la sufrida Nadia pasó de soportar los latigazos con estoica tranquilidad a morderse los labios, de morderse los labios a quejarse de vez en cuando y de aquí a llorar y gritar desconsolada. No obstante, y a pesar de que el castigo le resultaba cada vez más insoportable, Nadia consiguió vencer la tentación de suplicar clemencia al menos con el habla. Sin poder evitarlo, su cuerpo suplicaba por ella. Trataba de girarse todo lo que le permitían sus ataduras para conseguir que el golpe no recayera siempre en la misma área. Y por supuesto no paraba de llorar pues el dolor la superaba.
Además había otro factor que hacía cada vez más duro el castigo. El reiterado uso del látigo, estaba haciendo que Irene se fuese familiarizando con su manejo. Y sin apenas darse cuenta, sus golpes se iban haciendo más certeros y potentes. A pesar de la angustia que sentía por saberse culpable del sufrimiento de aquella chica, Irene no podía dejar de golpearla. El miedo a ser castigada de un modo parecido la impulsaba a cerrar los ojos y seguir con su abyecto trabajo. Ella también lloraba presa de los remordimientos y suplicaba para sí que el golpe que asestaba fuese el último.
Para el señor Takamura, el espectáculo no tenía desperdicio. Y le hubiera gustado seguir disfrutando de la intensa agonía de sus dos esclavas, pero debía velar por sus intereses. Si se pasaba, el castigo podría tener consecuencias no deseadas. Y a pesar de todo lo que se pudiera pensar de él, el señor Takamura presumía de cuidar y hasta mimar a sus esclavas. De modo que le ordenó a Irene que dejase de fustigarle el pecho izquierdo a Nadia y prosiguiese con el derecho.
El cambio, supuso un breve alivio para ambas mujeres. La situación volvía a repetirse y antes de que pudiesen pensar en ello, las marcas del látigo comenzaron a hacer de los azotes una agonía revivida. La anticipación a lo que iba a suceder lo hacía todo aún más difícil. Pero ambas estaban condenadas por igual al cruel tormento ideado por su Amo. La una sufría cada vez con más intensidad el descarnado azote del dolor físico, mientras que la otra padecía la aguda herida del dolor emocional. Sin embargo, a través de aquella angustia, ambas mujeres se comunicaba, comprendían y perdonaban por medio de sus breves miradas. Aquello les supuso un tibio alivio que les permitió mitigar su amargor.
Esta vez el castigo duró menos tiempo. La creciente habilidad de Irene con el látigo, le permitió alcanzar el mismo tono carmesí en menos tiempo. Claro que aquello solo era el comienzo. Después vinieron la espalda, los glúteos, los muslos, los costados y el vientre. Poco a poco, Irene fue asimilando su papel de verdugo y fue mejorando la técnica que empleaba. Pasó de preocuparse por el dolor que le causaba a Nadia, a interesarse por dejar el mismo tono carmesí en aquel cuerpo escultural. Más tarde se excusaría pensando que al no poder ver el atribulado rostro de Nadia, se distrajo del tormento que causaba. Había disociado el efecto del látigo sobre la piel su víctima, de las sensaciones que ésta padecía por el uso del mismo. Tenía el brazo algo cansado ya y cuando el señor Takamura le ordenó que parase, Irene creyó erróneamente que todo había terminado. Lo que tenía pensado aquel hombre para ambas las sumiría aún más en la miseria.
La siguiente que orden que dio el señor Takamura, las desconcertó y las llenó de inquietud. Irene debía amordazar a la desconsolada Nadia que bastante tenía con sofocar el llanto. Una vez puesto el gag-ball, el señor Takamura accionó una serie de poleas que colocaron a la desdichada joven boca abajo pero con las piernas bien separadas. En cuanto estuvo en posición, ambas mujeres supieron lo que venía a continuación. Con lágrimas en los ojos, Irene comenzó a flagelar la tierna y sensible entrepierna de su compañera. Debido a la estudiada posición, los latigazos caían con mucha más fuerza que si hubiese estado de pie. De modo que el efecto de los mismos era mucho más devastador. Los desgarradores chillidos quedaban ahora ahogados por la mordaza pero a pesar de ello se traslucía la tremenda angustia de la indefensa esclava. Nadia se agitaba sin parar tratando de algún modo de mitigar la tremenda quemazón. Pero ambas mujeres sabían que era inútil. No tenían más remedio que sufrir aquello hasta que su Amo dijera basta.
Los minutos se les hicieron horas. Pero por fin el señor Takamura ordenó que cesasen los latigazos. Ambas mujeres respiraron aliviadas a pesar de la tremenda angustia que las embargaba. Irene había tenido que cambiar de brazo debido al cansancio. Claro que el suplicio no había terminado para la pobre Nadia. Manejando las infames poleas, el señor Takmura, la colocó en posición casi horizontal, con la cabeza ligeramente elevada. Ninguna de las tres mujeres presentes en la sala, se percataron de las aviesas intenciones de su señor hasta que lo vieron colocarse entre las abiertas piernas de la joven con su erecto miembro entre las manos.
Nadia comenzó a chillar presa de la desesperación, anticipándose a la humillante angustia. Irene y la otra esclava, apartaron sus miradas horrorizadas. Pero el señor Takamura les ordenó a todas que mirasen sin perder un detalle, debían aprender la lección y no olvidarla. No es posible describir el profundo asco que sintieron las jóvenes al verse obligadas a cumplir aquella desconsiderada orden. Y más cuando sin miramiento alguno, el señor Takamura ensartó inmisericorde el castigado y seco coñito. El Amo deseaba penetrarla hasta el fondo, y nada le impediría metérsela hasta la empuñadura. El desencajado rostro de Nadia y el sordo aullido que se escapaba de la mordaza daban fe del intensísimo dolor que le estaba produciendo el salvaje asalto. Las múltiples estocadas se sucedieron con tremenda rapidez y airada violencia, hasta que por fin, aquel hombre, enterró su herramienta en lo más profundo de ella.
Sin embargo, una nueva sorpresa les aguardaba, bueno, en realidad era una sorpresa en exclusiva para Irene. Los dos vibradores que hasta aquel momento habían permanecido mudos, despertaron con inusitado vigor. El súbito asalto sobresaltó de tal modo a Irene que no pudo esconder su sorpresa y azoramiento. Dio un respingo y dejó escapar un agudo gemidito. El rubor se hizo aún más intenso, cuando Irene se dio cuenta del efecto que aquellos aparatos le producían en su entrepierna. A pesar del terrible ultraje de la que ella era partícipe, estaba disfrutando de una agradable sesión vibratoria. A la profunda vejación de la que Nadia era objeto por parte del señor Takamura, ahora se le añadía el irrespetuoso y libidinoso comportamiento de Irene.
Irene trataba por todos los medios de ocultar su creciente excitación pero esto resultaba a todas luces imposible. Y más cuando su propio Amo la animó a que disfrutara y gozara del espectáculo sin vergüenza alguna. Por más que le repugnase su propio comportamiento, los ojos de Irene no lograban apartarse de la entrepierna de su sufrida compañera. Arrastrada a la más baja lujuria por aquellos insensibles consoladores, los ahogados y constantes lamentos de Nadia, tapados por la maldita mordaza, no podían competir con el libidinoso espectáculo que le ofrecía el marmóreo ariete de su Amo. El señor Takamura, asido a las caderas de su esclava, bombeaba con rítmica violencia el irritado y enrojecido coñito ofreciéndole un hipnótico número del que le resultaba imposible apartar la vista.
De repente, Irene se vio deseando gozar del frenético polvo. Ser ella el objeto de las potentes atenciones de aquel martillo percutor que con tanta vehemencia se adueñaba de aquella dichosa joven. Y entonces como un trallazo, una explosión de placer estalló en su entrepierna y la recorrió entera. Se le nubló la vista, perdió el equilibrio y evitó caerse por muy poco. Un agudo chillido salió de su garganta mientras se encogía sobre sí misma, tambaleante, luchando por mantenerse en pie. El señor Takamura ante tan magnífico espectáculo se dejó llevar inundando las entrañas de su sufrida esclava con abundante esperma.
Nadia respiró aliviada cuando su amo le confirmó que daba por cumplido el castigo después de salirse de ella. Le quitó las ataduras y le ordenó que permaneciese atenta contemplando el merecido castigo de su compañera mientras permanecía en pie con las piernas abiertas. Estaba cansada deseosa de ir a la cama, poder dormir y olvidar aquel infierno. Le escocía todo el cuerpo y apenas encontraba alivio al frotarse la piel, pero aquello era mucho mejor que seguir disfrutando de las crueles atenciones de su Amo. Así que agradecida, se arrodilló ante su señor, le besó los pies y le expresó su gratitud por haber corregido su comportamiento. El señor Takamura se limitó a mirarla con deferencia y sugerirle que en el futuro no fuese necesario ningún correctivo.
Irene tomó buena nota de la respuesta final de Nadia, algún día sería ella la que debiera arrodillarse agradeciendo el correctivo. Se sentía culpable y no se atrevía a mirarle a los ojos. El bello rostro de la joven esclava seguía dando pruebas de la tribulación padecida. El intenso rubor, los ojos llorosos, la sonrisa forzada… Lo peor no era saberse causante de gran parte de la aflicción de la joven, era haber gozado como una perra mientras la forzaban. No obstante, el señor Takamura pronto la sacaría de sus sombrías cavilaciones.
- Señorita Irene, proceda cuando quiera con el correctivo de esta otra rebelde.
- ¿Qué?... Sí mi señor. Ahora mismo. Esclava. ¿Cómo te llamas y por qué mereces ser castigada?
Irene se limitó a repetir la fórmula empleada con anterioridad buscando la seguridad y procurando no cometer errores. A pesar de ello, no pudo evitar que le temblara la voz. Ahora sabía lo que iba a ocurrir, y no deseaba en absoluto revivirlo. Pero no tenía más opción que marchar adelante. Cuanto antes empezara, antes terminaría todo, se dijo.
- Mi nombre es Himeko, señora… Merezco ser castigada por ser una esclava rebelde y desobediente. Me di placer cuando tenía prohibido hacerlo.
Dos gruesos lagrimones recorrían el bello rostro oriental de la joven Himeko. Había visto con todo detalle la horrible tribulación de su compañera Nadia y estaba aterrorizada ante la expectativa de sufrir un trato similar. Sin embargo, como Nadia, logró reprimir la tentación de suplicar clemencia. Sabía que no sólo sería inútil sino que si lo hacía las consecuencias serían aún más duras.
Himeko era una muchacha oriental, de largo cabello azabache brillante y de complexión musculosa aunque delgada. Tenía un rostro agraciado con una nariz algo chata y una boca pequeña de labios carnosos y sensuales. Los pechos prominentes pero no demasiado grandes, la cintura estrecha y el culo firme y redondo. Tenía el pubis casi depilado por completo, pero su amo le permitía lucir una delgada y recortada línea en medio del mismo. Como si de una flecha se tratase, la línea púbica señalaba hacia un lindo coñito de labios gruesos. Los muslos fuertes nos conducían hacia unos lindos piececitos más bien pequeños a través de unas pantorrillas y unos tobillos muy bien formados. Algo que llegó a despertar la curiosidad de Irene fue que al igual que ella, Himeko lucía unas coquetas anillas situadas en sus pezones y clítoris. El conjunto era realmente hermoso, no en vano Himeko era una de las esclavas preferidas del señor Takamura.
El señor Takamura observaba con detenimiento el comportamiento de sus esclavas. Y cuando Irene iba a asestar el primer golpe la detuvo. Tenía algo diferente planeado para su esclava Himeko. Para empezar, lo primero que hizo fue ordenar que la amordazaran. Aquello no presagiaba nada bueno y fue a peor cuando el señor Takamura le pidió a Irene que dejase el látigo en su sitio y escogiese del estante de al lado un par de picanas eléctricas. Himeko se estremeció nada más oír la orden, mientras que Nadia respiró aliviada, llevaban el tiempo suficiente a su servicio como para conocer de lo que era capaz con aquellos instrumentos.
Cuando Irene llegó con las picanas, el señor Takamura le enseñó su manejo. Primero, recorrió la delicada piel de su esclava rozándola, como si pretendiera colmarla de agradables caricias. Y cuando más distraída estaba Himeko, un súbito picotazo que la hizo aullar de dolor. Una vez Irene se hubo familiarizado con el manejo de las picanas, su Amo la animó a practicar con ella. Nuevamente se veía obligada a luchar en contra sus sentimientos. Conocía el intenso y agudo dolor que las descargas eléctricas producían. Ella las había recibido recientemente, apenas si habían pasado veinticuatro horas. Y saberse ahora la causante de la misma angustia en aquella indefensa joven volvía a atormentarla. El sofocado rostro de Himeko no mentía, cada vez que Irene accionaba el interruptor, una chispa saltaba crispándole el rostro.Irene procuraba elegir zonas no demasiado sensibles pero su Amo pronto se percató de ello y comenzó a indicarle cuáles eran los lugares más apropiados. Debajo del pecho, en la punta del pezón, tócale su anilla… Ahora en la oreja, en el cuello, en la garganta… Vete al vientre, por debajo del ombligo, en la cara interior de sus muslos, en su coñito… Acércate más… a los labios mayores, en su clítoris… muy bien, toca su anilla…
Himeko intentaba en vano eludir las descargas. Las fuertes restricciones le impedían escapar de la descarga aún sabiendo de antemano dónde se iba a producir esta. Su cuerpo se contorsionaba, se estiraba y arqueaba al ritmo de los crueles pinchazos. Los gritos y chillidos, aunque ahogados por la mordaza, se sucedían interrumpidamente y ganaban en intensidad. Los espasmos y temblores eran cada vez más intensos conforme el agotamiento y cansancio la iban haciendo más vulnerable a la corriente eléctrica.
Pero aquello no debía ser suficiente para el señor Takamura quien decidió de nuevo, poner en marcha los vibradores de Irene. Sabía del dilema moral al que sometía a su nueva esclava y estaba dispuesto a explotarlo hasta la saciedad. No era suficiente que su esclava se sintiese mal por obedecerle, debía sentirse mal consigo misma. Debía sentirse mal por disfrutar de torturar a otra persona y aquellos vibradores lo ayudarían a conseguirlo.
Irene pronto se vio inmersa en la creciente excitación. El juego acababa de empezar, conforme pasaban los minutos, la agonía de Himeko crecía al tiempo que el deseo de Irene. Ambas mujeres temblaban sudorosas, respiraban agitadamente y tenían el rostro azorado y tenso; pero las causas eran bien distintas. En el caso de Irene el orgasmo era inminente. Sin embargo, en esta ocasión Irene no tenía el permiso de su Amo para alcanzar el orgasmo. Si no quería ser partícipe de un castigo similar, debía solicitarlo sin demora. Pero al mismo tiempo, le avergonzaba tener que reconocer delante de Himeko y Nadia que estaba gozando durante la tortura. A pesar de todo, no tenía elección, por más que luchaba por postergarlo, su Amo tenía las de ganar. Más pronto que tarde, debía solicitar el permiso, no podría contener el orgasmo por mucho más tiempo. Derrotada, le suplicó a su Amo, el permiso correspondiente.
- Por… por favor mi Amo. Esta esclava le suplica… uf… le suplica le conceda el honor de… eeehh…el honor de correrse para usted.
- ¿Cómo? ¿Estás caliente?
Estaba claro que el señor Takamura quería disfrutar un poco más de aquel juego cruel. Deseaba atormentar aún más a su esclava avergonzándola delante de sus compañeras.
- Sí mi Amo. Estoy muy caliente… señor. Oh Oohh…
- ¿Estás disfrutando al castigar a mi esclava?
- OOOHHHH… Sí mi Amo… Disfruto mucho al obedecerle. Mi Señor.
Aquella respuesta sorprendió y complació sobremanera al señor Takamura. Irene había demostrado ser una chica muy inteligente al encontrar aquella respuesta que la salvaba de aquella situación tan comprometedora. Claro que él no estaba dispuesto a dejarla escapar airosa. Tenía todos los triunfos, sólo debía dejar pasar el tiempo para lograr la respuesta deseada. Así que con deliberada calma prosiguió con aquella conversación.
- Entonces… te encanta… ser mi verdugo… ¿Verdad?
- Sííí… Sí mi señor. Me encanta castigar… aahh… castigar a sus esclavas rebeldes… Uuff… Mi Amo… Mi Amo… OOHH… por favor… Permita…ah… a esta… ah… No puedo más… Ah… Permita a esta esclava correrse… Poor favor… uf… Mi Amo… AAAhhh.
Sabía que no tenía alternativa, su Amo no la iba a permitir librarse diciendo ambigüedades. El tiempo apremiaba y no podría contenerse mucho más. Así que se rindió y esperó suplicante la respuesta de su Señor. Su rostro era la viva imagen del abatimiento y la desesperación. Afortunadamente para ella, su Amo no tenía intención de castigarla.
- Está bien. Zorrita. Te lo estás ganando.
- AAhh… Grácias… Mi Amo… OOOOHHH
Irene se vino en un intenso orgasmo, más lleno de alivio por haber obtenido el debido permiso que de verdadero gozo. Pero era un auténtico orgasmo lleno de placer. Sus piernas le temblaron y debió apoyarse en una de aquellas cadenas para evitar caerse. Su entrepierna se mojó y un pequeño charquito marcó el lugar donde ella estaba cuando le vino el clímax. A ojos de todos los presentes se había corrido mientras torturaba a otra esclava. Estaba realmente abochornada. Pero al menos todo había terminado…
Sin embargo, aquello no había terminado. El señor Takamura esperó paciente a que su esclava se recuperase del reciente orgasmo. En cuanto lo hizo, le ordenó que fuese en busca de una manguera. La cándida Irene no se dio cuenta del trasfondo de aquella, en apariencia, inocente orden. Pero tanto Nadia como Himeko se dieron cuenta de lo que se escondía tras ella. Nadia se cubrió el rostro asustada mientras que la indefensa Himeko comenzó a agitarse y chillar con verdadera desesperación. Suplicaba clemencia pero la mordaza hacía todos sus sonidos ininteligibles. Tan aterrorizada estaba que perdió el control de sus esfínteres, algo que hacía mucho no le pasaba.
Irene conectó la manguera a la toma del agua, tal y como se lo habían indicado. Se acercó asustada, acobardada por los estridentes chillidos y el salvaje paroxismo que dominaba a la pobre Himeko. Y cuando así se lo indicó el señor Takamura aplicó ayudada por Nadia el violento chorro de agua contra su indefensa compañera. La fuerza del agua la hubiera tumbado al suelo si hubiera estado firmemente atada. En pocos minutos, el cuerpo de Himeko adquirió un tono sonrosado casi tan intenso como el que tenía Nadia. Irene creyó que aquello era lo último. No comprendía la alarmante reacción de Himeko, después de todo el agua no le haría tanto daño como el látigo, pensó.
Pero aquello no era todo. Una vez finalizada la ducha, el señor Takamura le devolvió la picana accionado de nuevo los infames consoladores. Debía volver a utilizarla en el empapado cuerpo de su compañera mientras gozaba del sexo. Himeko, respiraba trabajosamente, la ducha no había sido un baño placentero ni mucho menos. Tenía la piel dolorida y estaba aterida por el frío. Pero era el miedo el que la hacía respirar agitadamente, sentía palpitar su corazón con tanta fuerza que más que latidos, creía tener un tambor en medio del pecho. Aterrada, vio acercarse hacia ella a una temblorosa Irene. Sintió el suave roce de la picana recorrerla de arriba abajo, no sucedía nada. El insidioso instrumento volvió a recorrerla, dos, tres veces. Irene lloraba y seguía sin decidirse a apretar el interruptor…
- UUUUUUMMMMMMFFFF…
El repentino picotazo la pilló por sorpresa. Y es que mientras Irene seguía dudando, el señor Takamura decidió acelerar el proceso utilizando su propia picana sobre el expuesto vientre de Himeko. Si las descargas antes ya eran dolorosas, ahora aplicadas sobre la piel húmeda, lo eran mucho más. Una tremenda quemazón se extendía sobre su estómago que parecía querer estallar. Pero no pudo pensar en ello mucho tiempo, un nuevo mordisco en el glúteo, y otro en el pecho, y otro, y otro… Espoleada por el miedo a ser castigada, Irene comenzó a accionar su picana presa de una extraña vorágine. El señor Takamura se unió a ella envolviendo a Himeko en un sofocante pozo de angustia.
Nadia observaba aterrada la escena agradecida por no estar en la piel de Himeko. A pesar de lo tensionada que estaban las cadenas, la joven se debatía con tanta furia que estas vibraban como las cuerdas de una guitarra. Los chispazos se repetían aquí y allá sobre su cuerpo obligándola a contorsionarse sin descanso. Relámpagos azulados, saltaban sobre su cuerpo iluminando la sala que se transformó en un taller de soldadura. Ciertamente los tres estaban ofreciendo un gran espectáculo de sadomasoquismo. Los desgarradores aullidos de Himeko como música de fondo. Los actores extasiados, llenos de pasión se dejaban llevar por sus más bajos instintos. Una danza malsana de poderosa lujuria.
Himeko próxima a la desesperación rezaba por el fin de aquel tormento. Mientras Irene volvía a convulsionarse próxima a un renovado orgasmo. Y el señor Takamura gozando de todo aquello como solo él podría describirnos se masturbaba al tiempo que maltrataba a su esclava. Finalmente, al tiempo que las dos picanas lanzaban sus hirientes rayos sobre el indefenso y expuesto clítoris de Himeko, Irene recibía el correspondiente permiso para correrse a gusto. Y así en plena vorágine, Himeko se perdía en la dulce inconsciencia desmayada, incapaz de sufrir más penalidades. Irene se caía presa de las convulsiones del orgasmo y el señor Takamura descargaba sus potentísimos chorros de lefa sobre el ahora relajado rostro de su esclava. Mientras, Nadia asombrada lo observaba todo sin dar crédito a sus ojos. El silencio por fin se apoderó del recinto, la sesión finalmente había concluido.
Al día siguiente Irene se encontró con Nadia e Himeko en la sauna descansando y recuperándose de la sesión de castigo. Irene apenas si se atrevía a lanzarles alguna que otra mirada furtiva. Se sentía responsable por todo lo sucedido. Finalmente, armándose de valor, se acercó a ellas. No hicieron falta las palabras, las tres mujeres se fundieron en un tierno y cálido abrazo. Las lágrimas brotaron espontáneamente, las tres se comprendían perfectamente, eran hermanas de cautiverio. Por primera vez, desde no sabía cuánto tiempo, Irene se sintió querida y amada.
Durante un mes largo, esta fue la rutina de Irene. Mañanas dedicadas a la atención y cuidado del cuerpo, tardes y noches dedicadas al servicio del señor Takamura y sus juegos maquiavélicos. Irene pronto descubrió que su vida al servicio de su nuevo Amo no sería un agradable paseo por un jardín de rosas. El señor Takamura era un hombre refinado y sofisticado. Unas veces se contentaba con disfrutar de los sensuales encantos de su esclava. Sin embargo, la mayoría de las veces, el señor Takamura se deleitaba buscando y explorando los límites reales de su sierva.
A pesar del duro entrenamiento recibido, Irene a duras penas lograba soportar las cada vez más largas y agotadoras sesiones a las que la sometía su señor. Si el señor Takamura decidía explorar su aguante a la flagelación y los latigazos, Irene tenía por seguro que su señor no dejaría de azotarla hasta hacerla llorar desesperada. Si por el contrario, exploraba su aguante a las agujas, tenía por seguro que la sesión no acabaría hasta que suplicara clemencia. A veces se entretenía comprobando la resistencia y el aguante a los esfuerzos físicos y la hacía correr sin parar hasta que sus piernas dejaban de sostenerla, otras en cambio, la masturbaba hasta que caía desmayada ante los incesantes orgasmos. “Correr o correrse, esta es la cuestión”; decía en tono burlón su amo antes de iniciar las maratonianas sesiones. El extremadamente hábil y sádico uso que el señor Takamura hacía de la electricidad; convertían esas sesiones en algo terrible. En más de una ocasión perdió la joven el control de sus esfínteres mientras sufría los diabólicos experimentos de su señor. Aunque lo que realmente la aterrorizaba y llenaba de angustia, eran las sesiones en las que la obligaban a ejercer de verdugo. Prefería mil veces, sufrir los crueles juegos de su señor que tener que causar dolor y angustia. Sin duda, los sufrimientos vespertinos no compensaban los lujos y las atenciones matinales. Pero esta era su vida ahora y nada podía hacer para cambiarla.
Y entonces, un día el señor Takamura no requirió de sus servicios. No la llamó por la tarde, ni al día siguiente. La dejaba descansar. Irene agradeció profundamente este inesperado descanso, pero cuando éste se prolongó en el tiempo, comenzó a preocuparse. Una esclava que no era usada… bueno, no tenía mucho futuro. Les preguntó a las personas con las que había hablado, a parte del propio señor Takamura, a Keiko, a Nadia, a Himeko… aquellas que se habían convertido en auténticas amigas a base de compartir dulces y amargas experiencias. Lo que éstas le dijeron, no llegó a tranquilizarla del todo.
“El señor Takamura, te ha estado disfrutando y evaluando todo este tiempo. Ahora te está dejando descansar para que puedas afrontar la prueba final con éxito y asignarte un servicio adecuado a tus capacidades. Has debido de impresionarle mucho, la mayoría de las chicas obtienen su calificación y su destino en poco más de quince días. Tú en cambio has estado a prueba casi mes y medio. Toda una hazaña, creo que solo un par de chicas estuvieron a prueba tanto tiempo como tú…”
Irene intentó sonsacarle algo más a sus amigas, pero éstas no quisieron explicarle nada más. “A su debido tiempo te enterarás de todo. No te preocupes, eres una valiosa inversión, el Amo te cuidará bien...” Y eso fue todo lo que pudo sonsacar. Los siguientes días Irene los pasó descansando y recuperándose físicamente mientras se devanaba los sesos llena de inquietud. Un día, después de la siesta, fue conducida de nuevo ante la presencia de su Amo en su despacho.
- Hola Irene. ¿Cómo estás?
- Muy bien mi Amo…
- Llámame Hiroshi… ¿Me has echado de menos?
- Mu… muchísimo…
Irene se interrumpió pensando en qué tratamiento sería el más adecuado para el momento presente. La primera vez que estuvo con él, le permitió tutearle durante la cena después de decirle su nombre de pila. Ahora se imaginaba que sería igual pero no estaba segura. Adivinando sus pensamientos, el señor Takamura la ayudó a salir de dudas.
- Puedes tutearme. Verás esta noche tengo que asistir a una cena importante. Quisiera llevarte conmigo, como acompañante. No sé si me entiendes… ¿Estarías dispuesta a venir?
- Por supuesto… Mi… mi querido Hiroshi.
La fuerza de la costumbre por poco la hizo meter la pata. Sin embargo, una vez más Irene demostró ser rápida de reflejos y corregirse antes de equivocarse. Aquello complació una vez más al señor Takamura quien estalló en una sonora carcajada…
- Ja, ja, ja eres realmente lista. Es una cena formal, e etiqueta así que elige tus mejores galas. Keiko te podrá ayudar si lo deseas. Ahora si me disculpas…
- Gra… Muchísimas gracias…
Irene no cabía en sí de gozo. ¡Después de tanto tiempo, su amo la reclamaba para un acto importante! Y lo que era más asombroso, ¡no iba a participar como esclava sino como acompañante! Tan contenta estaba que sin pensárselo, se abrazó a su amo y le dio un tierno y cálido beso en la mejilla. Aquello pilló desprevenido al señor Takamura que no pudo sino sonreír ante la genuina e inesperada muestra de afecto. Después, devolviéndole el beso, la despidió amablemente hasta la hora de la cena. Ciertamente estaba muy contento con su adquisición a pesar del desorbitado precio de compra. Estaba deseoso de que pudiera superar sin dificultad la prueba que la aguardaba aquella noche…
Con la inestimable ayuda de Keiko, Irene se arregló y vistió para asistir a la cena. Lo primero un relajante baño perfumado, que le dejó la piel tan suave como la de un bebé. En segundo lugar, el peinado, un sofisticado recogido que al mismo tiempo hacía destacar la belleza del rostro. Después la elección de la ropa interior, en este caso, un delicado conjunto semitransparente de color negro, medias, braguitas y sujetador. Para no desentonar con la etiqueta que exigía la cena escogió un elegante vestido escotado negro que dejaba lucir sus hombros. Ceñido y sin muchos adornos el vestido resaltaba todas y cada una de sus generosas curvas. Para rematar, unos sencillos zapatos de tacón, guantes y bolso a juego y unos pendientes de brillantes. Cuando estaba terminando, el señor Takamura llegó y le colocó un bonito y sofisticado collar negro con brillantes. A pesar de la belleza y elegancia del mismo, Irene no pudo evitar compararlo con los collares de cuero que llevara en otras ocasiones. Después, llevándola del brazo, fueron hacia el coche que los conduciría hasta la recepción.
Irene quedó impresionada al comprobar el alto nivel social de los asistentes. Importantes hombres y mujeres de negocios, políticos, artistas y deportistas famosos todos los asistentes disfrutaban de un gran poder adquisitivo. Por ello no se sorprendió al ver a gran cantidad de hombres fornidos y con caras de pocos amigos. Debían ser los guardaespaldas de toda esa gente tan importante. Durante el cóctel inicial, Irene fue presentada a gran cantidad de personalidades importantes, tanto hombres como mujeres. Irene no acertaba a comprender tanto interés en ella, así que atribuyó todo aquel interés al elevado nivel social de su Amo. Una vez finalizado el refrigerio inicial, se dio comienzo a la cena propiamente dicha. Los más variados manjares y los más selectos caldos eran degustados por todos los presentes. Irene estaba cada vez más contenta de haber sido invitada por su Amo a este importante evento. Al parecer era una especie de cena benéfica pues de vez en cuando se hacían pujas aunque Irene no alcanzó a comprender qué se estaba subastando. Tras los postres, el baile de etiqueta. Todos los presentes se dirigieron a la amplia sala de baile mientras degustaban todo tipo de cócteles y bebidas espirituosas.
Irene se sorprendió cuando el señor Takamura la invitó a bailar. No creía que fuese de la clase de hombres que disfrutan del baile, pero lo cierto es que lo hacía muy bien. Después de los dos o tres bailes iniciales, otros comensales comenzaron a pedirla para bailar. Con el permiso de su Amo, Irene comenzó a bailar con todo tipo de hombres, algunos eran jóvenes, pero la inmensa mayoría eran hombres maduros. No le importó, estaba disfrutando de una velada maravillosa. Se lo estaba pasando tan bien que no se dio cuenta de que en este baile estaba bailando con uno de los guardias de seguridad. Es más, conocía a aquel guardia. Era uno de los dos guardaespaldas que la trajeron de su centro de entrenamiento.
- ¡Hola preciosa! ¿Parece que ya te acuerdas de mí?
- Sí… Sí señor ya me acuerdo.
- Muy bien, preciosa así te será más fácil. Arrodíllate y chúpame la polla.
- ¿Cómo?
Aquello fue como si le tiraran un cubo de agua fría. En toda la noche nadie le había hecho ninguna insinuación, ni siquiera velada, acerca de su condición. ¡Ni siquiera le habían preguntado de qué conocía al señor Takamura! ¡Y ahora de repente aquel hombre le pedía que se comportase como una puta descarada delante de toda aquella gente importante! Rápidamente buscó con la mirada al señor Takamura. No es que no fuera capaz de obedecer aquella orden. Pero antes de actuar, quería asegurarse de contar con la aprobación de su Amo. No fuera a meter la pata. Al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que estaban solos en la pista de baile. Todo el mundo los estaba mirando. Estaba claro que aquello era otra parte más de la fiesta, la parte donde ella era la protagonista.
Sofocada por lo inesperado de la situación, y por descubrirse el centro de atención de toda esa gente, decidió obedecer la orden. Con aparente calma, fingiendo ser la dueña de la situación, comenzó a descender por el torso del hombre hasta colocarse de cuclillas. Después, con la habilidad que otorga la práctica, sacó el fláccido miembro y comenzó a darle suaves lametones mientras sus manos lo masajeaban con mimo. A pesar de su estado, se podía apreciar perfectamente las considerables dimensiones del aparato del guardaespaldas. Ciertamente, hacía honor a la fama de los hombres de color. Como era de esperar, el pene fue ganando en consistencia, rigidez y tamaño. En pocos minutos, Irene tenía ante sí una buena barra de dura carne, que ella se apresuraba a engullir golosa. Sin dejar de mirar a aquel hombre, Irene lograba tragarse el enorme falo del guardaespaldas hasta los mismos huevos.
El público miraba atento, sin perderse detalle, las acrobáticas evoluciones de la boca de Irene. Ciertamente, la joven demostraba unas habilidades felatorias dignas de una estrella. Sin embargo, el espectáculo acababa de comenzar. Al poco, otra polla se unía a la primera reclamando las dulces atenciones de aquella experta boquita, era el otro guardaespaldas que la escoltara cuando acabó su instrucción como esclava. Irene actuó sin pensar, y rápidamente se introdujo el nuevo miembro al tiempo que continuaba masturbando al primero. No debía de ser mal espectáculo si tenemos en cuenta el silencio que reinaba entre los asistentes.
Mientras Irene iba poniendo a tono a aquellos dos sementales negros, éstos fueron desnudándose y desnudándola. Pronto pudieron los presentes apreciar la rotunda belleza de la joven. El marcado contraste entre la pálida piel femenina y la oscura masculina, no hacía sino remarcar el erotismo de la escena. En cuanto la primera polla estuvo totalmente lista, se lanzó a por su objetivo primordial, el cálido, estrechito y húmedo coñito de Irene. Así arrodillada al estilo perrito, Irene iba chupando polla al ritmo del tipo que se la follaba. Los hombres se intercambiaban posiciones según les venía en gana, mientras Irene seguía concentrada en su trabajo procurando no perder comba. Por el modo en que se estaban comportando, Irene intuía que tenían cuerda para rato. Sin duda iba a ser una noche muy, muy larga.
La temperatura en la sala iba en aumento. Mirando de reojo, Irene pudo observar cómo algunos de los presentes comenzaban a ponerse más cómodos mientras disfrutaban del espectáculo. Había muchísimas manos hurgando entre las entrepiernas propias y ajenas. Por su parte, Irene estaba tan excitada que ya no le importaba nada, salvo el alcanzar su propio orgasmo. Al principio le había costado hacerse a la idea, pero una vez metida en faena, simplemente se había dejado llevar. Al fin y al cabo, la habían entrenado para eso. Estaba tan dominada por la pasión que apenas si prestó atención a la primera vez que le petaron el culo. Hasta que no pasaron algunos minutos, no se dio cuenta de que el que estaba a su espalda, estaba usando la puerta trasera. Aquello enervó el ánimo de los presentes, algunos comenzaron a aullar y animar a los participantes en el trío. Hasta se formaron bandos y unos animaban a los chicos y otros a Irene. De hecho, se cruzaron algunas apuestas sobre quién sería el primero en correrse.
Los dos guardaespaldas, buscaron todas y cada una de las posibilidades que les daba el Kamasutra. No tardaron en penetrarla anal y vaginalmente. La embestían con fuerza, como si de veras fueran a ensartarla definitivamente. Y sin embargo, mantenían un endiablado ritmo que no decaía nunca. Como es lógico, semejante tratamiento, les resultaba imposible de controlar por mucho más tiempo. Para sorpresa de muchos, no fue Irene la primera en alcanzar el glorioso orgasmo, sino el que se encontraba disfrutando de su puerta trasera. Al salir de ella, dos potentes chorros lácteos le cruzaron la espalda como confirmación de la derrota.
Irene tenía pensado incorporarse un poco y cambiar de postura, llevaba un buen rato a cuatro patas después del último cambio. Pero antes de que pudiese moverse, un par de enérgicas manos le sujetaron la cabeza. Ante ella, una nueva polla la reclamaba con insistencia. En cuanto abrió la boca para protestar, el grueso ariete taponó la entrada. Solo pudo emitir un sonido gutural ininteligible. El efecto causó la hilaridad de muchos de los presentes que vitorearon al nuevo invitado. Sin embargo, los potentes envites del guardaespaldas que la follaba desde abajo, la obligaron a librarse de la mordaza por unos instantes. El guardaespaldas estaba eyaculando dentro de ella, finalmente había sido Irene la última en correrse.
Antes de que Irene pudiera exteriorizar su frustración por no haber terminado, o su alegría por aguantar tanto; una nueva polla buscaba cobijo en sus agujeritos y le perforaba el ano con la fuerza de un misil. Aquello era oficialmente una orgía. Las bocas, las pollas, los culos y los coños se iban sucediendo uno tras otro delante y detrás de ella. La mayoría de las veces tenía sus tres agujeros ocupados pero de vez en cuando, podía mirar y ver lo que sucedía a su alrededor. No se sorprendió de ver gente follando por todas partes, pero sí le resultó curioso ver algunas de sus compañeras esclavas tan atareadas como ella. Reconoció a Himeko dándose el lote con una hasta ese momento distinguida dama duquesa de nosequé. Y también a Nadia emparedada como ella entre dos gruesos hombres de negocios. Las parejas y los orgasmos uno tras otro sin interrupción, resultaba imposible cuantificarlos. Irene sólo sabía que cuando terminaba uno empezaba otro si cabe más potente e intenso que el anterior. Sin embargo, cada vez le era más difícil cambiar de postura, su cuerpo dejaba de responderle, era una simple muñeca en manos de toda aquella gente que no dejaba de reclamarla para el sexo. Finalmente cayó agotada sin saber si había logrado acabar antes que el hombre que la follaba o no. Había sido una orgía apoteósica.
Al día siguiente, mientras descansaba y disfrutaba de las atenciones de la sauna. Irene supo por boca de sus compañeras, que la cena era en realidad una de las muchas orgías que organizaba el señor Takamura para las clases altas de la sociedad. De hecho organizaba este tipo de fiestas por todo el mundo. Lo que Irene había confundido con pujas benéficas, eran en realidad ofertas para follar con tal o cual chica. Claro que como era la primera noche de Irene, ella había sido la oferta especial de la casa, de ahí lo del espectáculo con los dos guardaespaldas. Las chicas le dijeron que a partir de ahora tendría que atender a los muchos clientes del señor Takamura por todo el mundo. Importantes personalidades con gustos refinados que a veces demandan servicios que están más allá de lo que una prostituta de lujo suele ofrecer. Ya era esclava oficial del señor Takamura, y una de las esclavas más importantes. Pues el señor Takamura estaba muy contento tanto con su actuación y como por los muchos servicios realizados aquella noche. Aquello no significaba que no fuese a recibir castigos, pero sí le confería ciertos privilegios a la hora de ser atendida y le daba cierto prestigio y respeto entre los muchos sirvientes de su Amo. Ciertamente, acababa de inaugurar una nueva e intensísima etapa en su vida. Una etapa colmada de lujos, viajes, placer y sexo… y también algo de humillaciones, torturas y dolor. Pero ¿quién dice que eso tampoco lo disfrutara?
EPILOGO
Años después, Irene despertó en la lujosa suite de un hotel. Había sido otra de las muchas maratonianas y agotadoras noches a las que estaba acostumbrada. Esta vez sin embargo, era distinto. Estaba sola. Se levantó y leyó la nota que tenía sobre la mesita al lado de un pequeño maletín…
“Querida Irene, ha sido un placer trabajar contigo todos estos años. Pero el contrato que firmaste ha llegado a su fin. En el maletín tienes toda tu documentación, así como la información acerca de tus cuentas bancarias y regalos que has ido recibiendo a lo largo de estos años. Decirte que has sido una de nuestras mejores chicas y que si alguna vez deseas algo de marcha, tienes nuestro teléfono. Cuídate y disfruta de tu dinero, te lo has ganado. Besos.
Fdo. Hiroshi Takamura.”
La carta le trajo recuerdos de cuando era una joven buscando empleo. Cuando contestó a un anuncio que solicitaba señoritas para ejercer de modelos internacionales para diferentes empresas. El anuncio decía que tras la entrevista podrían ofrecerle distintas opciones laborales según sus aptitudes. Sí aquella entrevista de la que salió tan abatida por no hacerla bien. Aquella entrevista que acabó tan tarde y la obligó a caminar sola por aquellas calles tan oscuras. Aquella entrevista que la sirvió para ser adiestrada como esclava y ser una de las prostitutas mundiales más cotizadas. Luego miró el maletín, se fijó en las cuentas bancarias y se dijo que había merecido la pena. ¡Vaya si lo había merecido! Tenía tanto dinero como para comprar un país, pequeñito, pero un país. Después de mirar todo el contenido del maletín se fue a la ducha. Quizás llamara al señor Takamura y recordar los viejos, buenos tiempos…