Empresa familiar: la fiesta de Navidad
Un parking oscuro y solitario, un par de copas en el cuerpo y mucha, mucha frustracion. La historia del comienzo de una relacion dificil... Se agradecen los comentarios
EMPRESA FAMILIAR: LA FIESTA DE NAVIDAD
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-Sabía que ni siquieras gritarías-susurró meloso en mi oído; lo bastante cerca como para permitirme sentir su calor. Había aparecido a mi espalda de pronto, desde detrás de una de las columnas del garaje, silencioso y aprovechando la oscuridad, como el monstruo de una película de terror.-Que te gustaba todo esto...
A saber cuanto tiempo llevaba esperando.
Si no lo hubiese reconocido antes por el eco de sus pasos, la cadencia de esos andares tan característicos, no habría podido reprimir el impulso de salir corriendo. Pero aunque fuesen las dos de la mañana en mitad de un sótano desierto, sólo se trataba de mi suegro; un hombre malhablado y despótico, pero también delgado y mayor. Difícilmente computable como una amenaza ¿Cierto?.
Craso error.
Aun así, y pese a que todavía no me rozaba, se mantenía a menos de un centímetro de distancia de mi cara, de modo que cualquier movimiento por mi parte acabaría inevitablemente en contacto. Intenté sonreír, para no delatar mi nerviosismo.
-Claro que no. Pero tampoco es como si fuese a necesitar ayuda contra usted ¿verdad?
-Eso está bien. -Le dio una calada a su cigarrillo, antes de expulsar lenta, sensualmente el humo sobre mi boca, casi besándomela- Siempre será mejor si colaboras...
Permanecí muy, muy quieta durante unos segundos interminables, inhalando su vapor, mientras su nariz -tan altiva, tan recta- se desviaba y pasaba peligrosamente cerca de mi nuca; su aliento colándose por el cuello de mi abrigo, erizándome el vello a lo largo de toda la columna, vértebra a vértebra.
No me atrevía ni a respirar con fuerza, por miedo a que hinchar los pulmones me acercase aún más a su cuerpo. A que nuestras pieles acabasen pegándose como dos imanes que hubiesen estado rotando, repeliéndose, hasta encontrar polaridades compatibles.
Incapaces de separarse luego.
-Sí, por supuesto...- rompí el silencio, sin girar la cabeza; la mirada clavada en la entrada del ascensor del edificio , por encima del techo de mi vehículo, contra el que insistía en arrinconarme, imponiéndome su presencia. Tarde o temprano bajaría el guardia de seguridad o alguien de la fiesta de navidad de la empresa al aparcamiento y aquello se acabaría- porque usted va a separarse inmediatamente de mí como un buen chico, y se va a ir a su puta casa...
-¿Y... si no?- me agarró de la mandíbula con dos dedos, para obligarme a mirarle; el fuego de su cigarro a la altura de mi ojo, amenazante. El más mínimo titubeo y acabaría quemándome las pestañas.
-No... no hay "y si no".
La voz me tembló al enfrentarme directamente con sus pupilas, azules y fijas como las de un muerto o un hipnotizador, a pesar de mis intentos por controlar la situación. No era difícil darse cuenta de que me estaba haciendo el cerco del tiburón, buscando sangre, tanteando mi temor. Olfateando mi (no tan) secreto deseo. Apreté las llaves con fuerza en mi mano derecha, notando cómo se me marcaba en la carne la silueta de cada una de ellas; el tacto plástico del llavero con forma de corazón.
Él tenía razón, no soy de las que chillan. Fui haciéndolas girar hasta colocar la punta dentada de modo que sobresaliese de entre mis dedos, como una garra. Un puño americano improvisado que se le hundiese en la cara, si me obligaba a acabar dándole un gancho.
Por supuesto, fantasear con golpearle había sido siempre mucho más fácil en mi mente, donde no habría consecuencias legales, ni había tenido hasta entonces auténticos motivos para hacerlo. Donde nunca vería venir el puñetazo, ni podría pararlo... o devolverlo. El único sitio donde no temblaría al tocarle.
Todo se vino abajo cuando amagó un mordisco, y el chasquido de su mandíbula me hizo saltar de sorpresa, golpeando la carrocería con el codo. Mi siseo de dolor y su risa nasal llenaron el vacío, pero la alarma no sonó. Bajo la débil luz de neón del parking vi ampliarse su mueca de suficiencia; sus dientes grandes y voraces, de lobo feroz.
-¿Y-si-no...?-Insistió, remarcando cada sílaba con incómoda, calculada lentitud- ¿Qué sucedería si decidiese que no es eso lo que quiero? Si te dijese que me he cansado de juegos y que me apetece... no sé... otra cosa...
-¿Como qué?
-¿Qué me ofreces?- la punta de su nariz ascendía por mi mejilla, enredándose en mi cabello, aplastándome con su respiración pesada, insoportablemente caliente; empañando con su exhalación la ventanilla sobre la que me obligaba a apoyar la frente para evitar tocarle. Olía a perfume, café y tabaco, pero no demasiado a alcohol. No lo suficiente.-Seguro que se te ocurre algo...
Me aterrorizaba pensar que aquel era un comportamiento plenamente consciente, sin el atenuante de la bebida. Su verdadera personalidad, tras la máscara del día a día de progenitor sobreprotector, siempre tan preocupado, o de jefe inhumano y exigente. La razón de la sonrisita inexplicable y repulsiva que llevaba esbozando toda la noche, tal vez. Estaba claro que no era un simple cruce de cables, sino algo premeditado.
-Volverse con su mujer, sano y salvo. Que su hijo siga sin saber el asco de padre que tiene. ¡Un cabrón que no respeta nada!
-Me parece que no hay trato.- Musitó, divertido. Sus manos se deslizaron suavemente por mis costados, desplazándose dedo a dedo, como las patas de una araña. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Descendiendo hasta anclarse con firmeza sobre los huesos de mis caderas. Es el problema de marcarse un farol: si el otro no se retira, no hay cartas para respaldarlo.-Prueba otra vez. Y procura que sea algo mejor...
Yo estaba paralizada, como si acabara de encontrar una serpiente en la cama o un escorpión en el zapato. Una de esas situaciones en las que el pánico no ayuda, en las que se trata con algo mortífero e irracional. Dispuesto a saltar ante el más mínimo movimiento. Mi suegro era también un animal... y estaba en celo. Más que decidido a clavarme todo lo que pudiese. A introducirme por la fuerza su veneno.
Sus pulgares se me hundían poco a poco en el hueco de la pelvis, redoblando la presión y apretándome contra la suya. Contra ese pantalón en donde -podía notarlo perfectamente- se había formado ya una... ¡No quería ni pensarlo!
Colocó su mentón sobre mi hombro.
-...Aunque si lo prefieres, puedo hacerte yo un par de sugerencias...
Estaba volviendo a sentir la terrible indefensión de horas antes, cuando me había tomado al asalto por la cintura contra el quicio de la puerta. Sus manos huesudas manejándome como a una muñeca, tapándome parte de la cara para que pareciera que su muerdo de película, exageradamente teatral, era en los labios y no en la comisura. ¡Cómo le habían aplaudido todos los lameculos, entre risas!
¿Por qué no había aprovechado esa oportunidad, cuando ya estaba mentalizada para lo inevitable, vulnerable y casi bebiéndome su respiración, en lugar de venirme después con estas...?
"Es eso ¿verdad? -Le oí sisear junto a mi oreja- En el fondo, os excita tener un hombre os mande. Que os diga lo que tenéis que hacer a cada momento..."
Nunca, jamás, debería haber aceptado esa estupidez anglosajona de los besos bajo el muérdago cuando nos animaron, al principio de la fiesta, mis compañeros. Hay un límite en esto de intentar integrarse, y un motivo aún mejor por el que normalmente no se besa a quien no es tu pareja, diga lo que diga la tradición navideña. Especialmente si te mira a diario con esos ojos hambrientos de depredador.
¡De qué modo había temblado cuando todos esos borrachos me empujaron contra él! Cuando choqué contra su pecho, asustada, desorientada y llena de adrenalina, con las sienes palpitándome tan fuerte como un tambor; las pupilas dilatadas por el terror, buscando a Douglas a mi alrededor para que me rescatase, sin encontrarlo.
"Por eso -continuó- no te vale con mi hijo..."
No sabía qué me había dado más pavor, si la presión social -todos esos gritos y aplausos ebrios, invitándome prácticamente a que me lo comiese- o aquel hombre, que me había chillado y tratado como a un trapo desde el instante mismo en que puse un pie en su oficina. Percy Grant, siempre malhumorado, siempre serio. Ese ser que sólo sonreía cuando jodía a un tercero... (y esa noche, por supuesto, me había tocado a mí.)
"Siempre ha sido un blando, un flojo y un lelo. Pero sobre todo... un chico demasiado amable que se arrastra por este culo moreno -Clavó las uñas de sus pulgares en mis nalgas-y hace todo lo que tú quieres. Culpa de su madre. Yo no lo hubiese educado así..."
Había una buena razón por la que nadie jamás le había contestado durante sus muchos arrebatos en horas laborales, cuando les gritaba en sus caras hasta bañarls en saliva y hacer temblar las paredes, casi embistiéndoles con la frente, como un macho cabrío. En los veinte años de la empresa, no habían realizado ni una huelga, o llamado nunca a los sindicatos.
Tenía algo, una presencia de ánimo que hacía encogerse a la gente. Emanaba autoridad. La sensación de un peligro indeterminado, pero inminente, que me impedía a mí también reaccionar aunque insultase al único tío que se había portado bien conmigo en toda mi vida. No era su culpa ser un mierda incapaz de defenderme: yo tampoco podía sustraerme de su agresividad natural.
No podía, era tan físicamente incapaz de oponerme a él como lo había sido durante aquel beso simulado; cada músculo subyugado al poder absoluto de su voz (de profesor, de militar, de un hombre mucho más alto y fuerte). La de un líder de secta o un predicador.
"De hecho, no me sorprende nada que esa maricona se haya quedado en casa probándose tus bragas y no haya venido hoy a recogerte..."
Ojalá su hijo hubiera heredado esa seguridad, esa habilidad aterradora de convencerme de que era capaz de cualquier cosa. De que daba igual que mirase o no bajo la cama o en el armario, porque él era el monstruo más grande de la habitación. Ni siquiera estaba ya segura de que de haber estado conmigo, -en lugar de haberme pedido insistentemente marcharse con sus amigos- hubiese podido ayudarme.
Douglas era un buen chico, pero muy sumiso. Le faltaba ese impulso de macho territorial. Ese ansia de sangre. Era más alto y un deportista, pero también ese tipo de persona a la que le gusta eludir cualquier conflicto, y por encima de todo, estaba asustado de su padre. Debía de haber sido terrible crecer a su sombra, temiendo el momento de llegar a casa, buscando constantemente su aprobación. Sabiendo que nunca sería lo bastante bueno para el maníaco del control que seguía manejando su vida a los treinta y cinco años. Pero ¿quién le dice a su pareja que debe valerse por sí misma en un entorno laboral hostil, cuando puede hacer algo al respecto? ¿quién abandona a la persona que quiere a merced de un salvaje...? Así me sentía yo, como una ofrenda, un sacrificio a un Dios a veces cruel, a veces generoso, pero siempre implacable.
Un cebo, un entretenimiento arrojado a los pies de su padre, para cansarlo y que a él le diese tiempo a huir, mientras se ensañaba conmigo.
Estaba enfadada con Doug , pero sobre todo sentía repugnancia por mis propios instintos. Era vergonzoso haber sentido antes aquella estúpida decepción cuando mi suegro apartó su boca. Yo, que ya estaba resignada a lo peor, que lo esperaba con una curiosidad irracional, morbosa. Paladeándolo de antemano, anticipando su sabor...
Fascinada como un conejo ante los faros de un camión; preparando a toda velocidad las excusas para justificar lo impensable.
La ceniza acumulada del cigarrillo cayó en bloque sobre la puntera de mi zapato, antes de que él le diera una última y profunda calada, larga como un suspiro, que acabó de destrozarme los nervios.
Simplemente no podía seguir más tiempo con aquello, esperando a que algún otro me sacase las castañas del fuego, o ignorando sus avances, hasta que mister Grant me tomase por la fuerza (o decidiese que ya me había asustado lo suficiente y se marchase a dormir, dejándome allí, sola y con las bragas empapadas de nuevo. Preguntándome si resistiría la próxima ocasión; con un ardor entre las piernas que su hijo, con toda su sensibilidad y buenas maneras, difícilmente podría quitarme.) Estaba muy cansada de tener que ser yo el hombre de la pareja, quien pusiera la cara para que se la partieran. Colocada entre uno y otro como un baluarte, o un arma arrojadiza.
Todo aquel conflicto moral me estaba agotando, especialmente porque uno de los bandos parecía poco o nada dispuesto a luchar por mí. Si él había sido lo bastante egoísta como para escurrir el bulto y ponerme en esa situación -tal vez incluso intuyendo lo que Percy pretendía- probablemente se mereciese el resultado.
O quizás me lo mereciera yo. Sucumbir a un hombre que me provocaba un deseo tan devastador, tan impropio de mí y ganarme un respiro laboral. Darle lo que quería y acabar con la presión. Hacer lo que me pedía a gritos el cuerpo: convertir a mi jefe en uno más en mi largo historial de hombres abusivos.
Tengo un tipo, supongo.
Aflojé el puño, permitiendo que las llaves se deslizaran finalmente al bolsillo del abrigo, en señal de rendición, antes de apoyar la nuca con abandono contra su pecho. Algo dentro de mí se revolvió aún de ira al escuchar su ronroneo de satisfacción. Si había algo peor que entregarse a él, era que se diese por ganador. Quería pelear, pero no era el momento. Mientras observaba las manchas de humedad en el techo, podía notar los latidos de su corazón acelerándose progresivamente, a medida que me arrugaba la falda. Cerré los ojos, y a tientas, sin pensarlo, alcé los dedos a sus labios, recorriéndolos en una lánguida caricia, para arrebatarle el tabaco casi acabado.
Me llevé el cilindro a la boca, y aspiré hasta consumirlo, degustando en el filtro su saliva de segunda mano, antes de arrojarlo a uno de los charcos del suelo. No estaba nada mal. Dejé que mi nariz siguiera el rastro de su colonia por cuello, resbalando a lo largo de su mandíbula, para atrapar con los dientes la piel sensible de su nuez.
¡Qué tenso estaba también él! Cómo de rígido tenía el gaznate, los tendones duros como cuerdas, como si temiera una trampa. Sus uñas arañaban ya el liguero de las medias, el encaje elástico que las mantenía subidas hasta la mitad del muslo, colando el meñique en el interior. Muy a pesar de mí, mis piernas agradecían el calor de sus manos, la suavidad de sus palmas sin callos, de tersura femenina. Largas, flexibles, nudosas falanges de pianista, amasando mi carne húmeda hasta amoratármela.
- Sólo para asegurarnos de que estamos en la misma página-susurró, del modo más íntimo- ¿Sabes que nadie te está amenazando con una navaja, cariño?
-Cállese.
-...Que todo esto, lo que vamos a hacer, es solamente porque te va la marcha. Porque eres muy, muy puta. Lo supe desde la primera vez que te vi. -Alzó sus pulgares, presionándolos contra el tejido de mi ropa interior, haciéndolos patinar por la superficie mojada- Que no le convenías a mi chico... pero eras perfecta para mí...
Con sus labios sobre los míos, rozándolos al hablar, prácticamente me hacía tragar cada palabra. Su lengua venenosa me provocaba, amagando entrar en mi boca, hasta que yo misma le tomé de la corbata y lo atraje aún más contra mí, devorándole, invadiendo su garganta; dejando que las ganas disolvieran la incomodidad del primer momento.
Mordiéndonos, sin pararnos apenas a respirar.
Era muy fácil dejarse llevar. Ni siquiera fui demasiado consciente de haberme descalzado y subido sobre sus zapatos, para adaptarme mejor a su cuerpo, como si hubiésemos hecho aquello muchas otras veces ya. Una complicidad que distaba mucho de tener con su hijo. Percy tomaba sin pedir permiso, no titubeaba, apretaba su erección contra mi ombligo, como tomando medidas de dónde iba a enterrarla. Me obligaba a buscársela, para frotarme en toda su longitud con ella, se hacía desear, estampándome contra el capo del coche, con una pasión que desmentía su edad.
Cuando por fin escuchamos el murmullo de risas y voces, el sonido familiar del elevador al descender, comenzó a desatarse el cinturón, con un gesto de burlón desafío.
-Última oportunidad, princesa. ¿Vas a pedir auxilio...?
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