Emociones de Astrea I
Mi padrastro restriega su miembro por el rostro de mi novia quien, extasiada, abre la boca y muestra la lengua, buscando con ello lamer los genitales que se le ofrecen.
Emociones de Astrea
Capítulo I, Ira
(Novela por entregas)
Relato escrito por Alventur para la Antología TRCL
Perfil TR del autor:
http://www.todorelatos.com/perfil/1448867/
Aviso legal
El presente trabajo se encuentra protegido bajo licencia Creative Commons, queda estrictamente prohibida la reproducción, copia y distribución sin el permiso expreso de su autor
No me hace falta mirar la banda horaria para darme cuenta de que el medio día se acerca. La sombra de la columna que sostiene la Zona Cúspide de Ciudad AE21 podría tomarse como un reloj solar de dos kilómetros de altura. Mi parcela, ubicada al nivel del mar, queda exactamente debajo del borde de la sombra que proyectará el gigantesco disco, hogar de diez millones de habitantes, a las doce del día.
El calor ecuatorial, en mitad del océano Atlántico, puede ser benéfico para la recolección de energía solar y para alimentar las legumbres de los cultivos verticales de quienes trabajamos en agricultura, pero, en días como este, me agobia. Sonrío para mí mismo; acabo de terminar la molienda de los fragmentos de carbono que han llegado desde los recolectores encargados de capturar las partículas suspendidas en el aire, remanentes de la contaminación que saturó la atmósfera del planeta Tierra durante los siglos XX, XXI y XXII. «Un procedimiento elegante es aquel que cubre una necesidad al tiempo que resuelve un viejo problema», cito de memoria uno de los axiomas de mi profesor de Ética.
Terminando de apilar las cajas de fertilizante dentro del contenedor escucho el zumbido de un gravimóvil. Los rayos solares aún caen a plomo sobre mí, así que entorno los ojos y hago visera con una mano para mirar. El vehículo se detiene en el límite de mi parcela, la puerta del pasajero se repliega con un quejido que denuncia cierta falta de mantenimiento y una mujer desciende.
Sonrío ampliamente al mirarla. Viste un ceñido traje de biotext que revela la voluptuosidad de un cuerpo que los antiguos hubieran calificado como “escultural”. Se trata de Astrea, mi madre, quien a sus cuarenta y dos años desafía a Cronos manteniéndose tan atractiva como en las primeras 3D-grafías mentales que tengo de ella.
Mi madre es la hija extramatrimonial, despreciada y no reconocida, de un potentado, regente de un distrito en el centro de la Zona Cúspide. Su belleza y la resistencia de su cuerpo a los estragos del tiempo se deben a la manipulación genética que concede estas características a los miembros de las estirpes regentes. Por mi parte, nunca tuve padre y jamás lo necesité, pero ella me dijo una vez que el hombre que me engendró proviene de otra de esas familias. De haber sido considerado como legítimo, mi nacimiento habría representado la fusión social de dos dinastías centenarias.
Astrea y yo podríamos pasar por aristócratas, ella gracias a su belleza clásica y yo a causa de mi porte, con los músculos ganados por el trabajo rudo y el intenso bronceado producido por largas jornadas bajo el sol ecuatorial. Paradójicamente, la misma musculatura y el mismo tono oscuro de piel son los ideales de la casta regente y sus varones pagan por sesiones de gimnasio junto con baños de radiación ultravioleta para obtenerlos.
Ella sonríe alegre, haciendo que, por un fentosegundo, me olvide de las penurias y el duro trabajo agrícola. Verla contenta me compensa todo; quizá soy egoísta, pues darle motivos de felicidad redunda en mi provecho emocional.
—¡Cleto, estás cubierto de suciedad! —exclama a modo de saludo y menea la cabeza. El destello de sus ojos, de un intenso azul oscuro, me hace ver que se siente orgullosa.
—No, mamá, es carbono —sonrío y reprimo mis ganas de abrazarla. No deseo ensuciar su traje.
Ha venido sin avisar. Si está aquí, habiendo dejado su trabajo, tomándose la tarde lejos de la empacadora de alimentos, el asunto debe ser importante. Verla relajada me tranquiliza a mí.
—¡Hijo, gané un Viaje Morfeo en el Sorteo Gubernamental del domingo pasado! —exclama alegre, como si un golpe de suerte pudiese atribuirse a un mérito personal.
—¿Ya hay quien instale el equipo? —pregunto a sabiendas de que Rufo, su actual marido, desconoce, aún más que ella, sobre temas de manejo de dispositivos. El Viaje Morfeo no es especialmente difícil de instalar, pero los inexpertos tienden a confundir su cableado.
—No, Cleto, no hay quien sepa hacerlo —su tono es dulce, cierra los ojos lentamente mientras gira la cabeza en un gesto que es capaz de empujarme a hacer cualquier cosa que ella me pida—. De paso, quisiera que revisaras mi robot doméstico. Ya van tres veces que lo encuentro apagado y no sé qué le sucede. El técnico de mantenimiento lo ha visto, y no le ha encontrado ningún desperfecto.
—Sin problemas, mamá —acepto—. El robot debe tener obstruido el disipador de calor, sobre lo otro, bueno, te lo instalo también.
El Viaje Morfeo es un dispositivo capaz de crear una especie de “yo digital”, que reproduce totalmente la personalidad de un individuo y transfiere esta representación artificial a un entorno creado para el entretenimiento. Como resultado, quien vive esta experiencia cree verse trasladado a un mundo de ensueño en el que todas las sensaciones, acciones y emociones parecen totalmente reales. Al retornar a nuestra realidad, los viajeros recuerdan cuanto han hecho. Para nuestros tiempos de vida espartana, esto es lo más parecido a un periodo de descanso que los antiguos hubieran podido llamar “vacaciones”.
A mí no me agrada este producto. Se sabe que es totalmente seguro y, quienes lo han probado, han estado satisfechos. Para mí es una muestra más de la distancia que hay entre los aristócratas que nos rigen, quienes disfrutan de esta clase de cosas cuando quieren y como quieren y nosotros, en el punto más bajo de la cadena social, donde una bella mujer que debió ser la rica heredera de un magnate tiene que conformarse con un regalo gubernamental que solamente podrá utilizar una vez.
—Si me esperas un rato, tomaré una ducha y nos vamos a tu casa —digo y procuro que mis pensamientos y la sempiterna rabia que me ocasionan las diferencias sociales no se filtren a mis palabras. Astrea no merece verme enfadado y no deseo que piense que ella es la causante—. ¿Para cuántas personas es tu Viaje Morfeo?
Mi madre cierra los ojos un par de segundos y respira hondo.
—Solo para dos, y es de un único uso, lo siento. Lo tomaré con Rufo —suena entristecida—. Hubiera querido que fuera para cuatro, así habrías podido invitar a Camelia y todos podríamos disfrutarlo.
Cuando yo era pequeño ella prometió que algún día compraríamos un Viaje Morfeo. La estrechez de nuestra economía nos lo impidió. Lo deseaba más ella que yo y me sabría mal amargarle el gusto recordándole esta promesa. Sobre Camelia, mi novia, le agradezco el gesto de incluirla en el comentario. Aunque nunca lo ha dicho de viva voz, sé que Astrea no la considera totalmente digna de su único hijo.
Pasamos al barracón. No es muy usual, ya que todos los habitantes de Ciudad AE21 habitan la Zona Cúspide, pero yo estoy viviendo aquí, en la parcela. Entregué a Camelia el bono de vivienda que recibí del gobierno para este año, pues ella deseaba vivir en uno de los bloques femeniles, cerca del centro, y su bono no habría alcanzado para darle este gusto. Entre otras cosas, también le entregué mi bono académico, pues la carrera de Ingeniería Genética que está cursando cuesta el doble de lo que ella recibió. No me importa, sé que el año próximo habré reunido méritos de productividad para merecer nuevamente ambos bonos.
Mientras mi madre se sienta en una desvencijada silla, paso al diminuto cuarto de baño. No me toma mucho tiempo asearme y vestir con ropas de ciudad. Astrea, con mirada de orgullo, me lanza un par de piropos y me siento algo nervioso. No todos los días hay una bella mujer diciéndome lo atractivo que me encuentra, poco importa a mi vanidad que sea la misma que me dio la vida.
Abordamos el gravimóvil de alquiler en el que ha venido mi madre. Ella teclea en la consola de controles nuestro destino siguiente, que es la pista vertical más económica, pues está adosada al sector industrial de la columna que sostiene AE21 y carece de las vistas elegantes del sector financiero.
El vehículo se eleva a medio metro del suelo, sostenido mediante un sistema de repulsión gravitacional, mismo que le permite también impulsarse, produciendo un casi imperceptible zumbido. Pasamos de los senderos que dividen las parcelas agrícolas al pequeño villorrio, colmado de tiendas y bodegas para, finalmente, llegar a la unión entre la columna y la plataforma que sirve como base a nuestro pequeño país.
El gravimóvil se sincroniza con el sistema de atracción de la pista y cambia de posición para convertirse en una especie de ascensor. Nuestros asientos también cambian, modificando nuestra perspectiva para dejarnos de frente a lo que sería el piso traslúcido del vehículo. Astrea toma mi mano, igual que cuando era pequeño, y entrelaza sus dedos con los míos mientras sonríe.
Durante nuestro ascenso podemos ver, a través de la pared de fibra de carbono transparente, parte de las instalaciones que hacen de Ciudad AE21 un sitio autosustentable. Nos deslizamos ante los centros de reciclaje, las factorías de polímeros de base vegetal, las ensambladoras de maquinaria.
Dentro de las carencias y una vida difícil, podemos sentirnos afortunados. AE21 es de las pocas ciudades que siguen el mismo modelo de plataforma de cultivo en la base, columna dedicada a factorías y zona habitacional en la cúspide, dentro del área del Ecuador Atlántico que funcionan plenamente. Casi todas las demás adolecen de algún defecto en planeación, diseño o por desgaste. Las que se localizan en el Océano Pacífico tienen problemas a causa de los maremotos y las ubicadas en los caóticos territorios continentales se enfrentan a constantes revueltas internas y ataques externos.
A nuestra llegada a la Zona Cumbre, el gravimóvil recupera su posición horizontal. Los se sitúan nuevamente de modo tal que volvemos a mirar hacia el frente. Pronto nos incorporamos al tráfico y Astrea teclea instrucciones para dirigirnos al área de Radio 30, el barrio donde nací y donde mi madre conserva su casa, casi al borde del disco que constituye la urbe.
De pequeño solía correr durante las noches de tormenta hasta el domo que protege la ciudad y miraba los relámpagos sin escuchar su estampido a causa del grosor del carbono traslúcido con el que fue construida la cubierta. Mirado desde un punto de vista inmobiliario, toda vivienda en un sector cercano a los bordes es más económica y tiene mucho menor prestigio que las del centro. Personalmente, me agrada más el ambiente de las orillas.
Llegamos a la casa y mi madre paga el servicio utilizando su clave de consumidora. Tomo el maletín que contiene el equipo del Viaje Morfeo y, al bajar del gravimóvil noto que algo extraño sucede; el mecanismo de seguridad de la puerta de entrada se encuentra desactivado. Astrea y yo nos miramos, decido entrar al área de aparcamiento con precaución y encuentro también desactivado al robot de servicio doméstico.
Decido no pasar a la casa, temo que haya intrusos. Hago una seña a mi madre para que se quede donde está, pero ella desobedece y me sigue.
Paso al patio lateral, pretendo mirar por la ventana que da al salón. Lejos de separarse de mí, mi madre me toma de la mano y entrelaza sus dedos con los míos. De cara a una posible pelea, esto sería una desventaja si alguien nos atacara por sorpresa. Anímicamente, me fortalece y reconforta.
Llegamos a la ventana y me asomo. Por un momento, mi cerebro no se siente capaz de procesar la información que recibe de mis ojos, es un ligero grito de mi madre el que me da el golpe de realidad que me obliga a entender lo que estoy mirando.
Ninguna frase, ningún roce accidental, ninguna mirada furtiva y ningún indicio me habrían llevado a imaginar aquello. De pie en el salón, ambos desnudos, se encuentran mi novia y mi padrastro. Estoy seguro de que, para mi madre, la visión de esos dos cuerpos en situación tan insospechada representa un duro golpe también.
Quiero justificar a Camelia, acallar los reclamos de mi “fiscal interior”, que la acusa de alta traición a nuestro amor. «¡Él la ha obligado!!», grito para mis adentros un segundo antes de que mi novia, sin coacción aparente, se cuelgue del cuello de mi padrastro para buscar con su boca la boca que ha jurado amor y fidelidad a mi madre.
Miro de reojo a Astrea. Una lágrima desciende por su mejilla izquierda, pero no tiembla, no pierde detalle de lo que sucede adentro de la casa. Al parecer, Astrea se da cuenta de que la observo, pues aprieta mi mano, tal como las parejas de suicidas que llegan a saltar desde el borde de la Zona Cúspide al vacío.
Adentro, los cuerpos se restriegan uno contra el otro. El acto poco tiene de amoroso y mucho muestra de lascivo. Evidentemente, no es la primera vez que están en semejante situación. Cierro los ojos con fuerza, deseando evadirme, deseando no mirar lo que ahí sucede.
He dado cuanto ha estado a mi alcance porque Camelia fuera feliz. Le entregué mi bono académico, mi bono de vivienda, compartí con ella la mitad de mis bonos de alimentación y, al trasladarme a vivir a la parcela, creí adecuado cederle mis bonos recreativos, pues me resultaba difícil acudir a conciertos y fiestas. Me siento traicionado, sí. Me siento dolido, frustrado y lleno de la amargura de no haber podido ser lo suficientemente bueno para ella.
Vuelvo a abrir los ojos y miro a mi madre. Ella ha derramado algunas lágrimas, pero no se ve abatida. Nuestras miradas se cruzan y su semblante, siempre sereno, siempre amable, se ha transfigurado para revelar una expresión de furia destructiva. Involuntariamente aprieta mi mano y, al hacerlo, me transmite ese mismo sentimiento, tal como siempre hizo llegar su optimismo, su amor y su entusiasmo al núcleo de mi corazón.
—Marchémonos —le pido sin atreverme a elevar la voz. La ventana de fibra de carbono no permite que el sonido se transfiera al interior, pero no quiero alterar más a mi madre añadiendo decibelios a mis expresiones.
—No, Cleto —menea la cabeza decidida—. No nos iremos. Debemos ver todo lo que hagan, todo lo que pase ahí dentro. ¡Tienes que darte cuenta de la clase de mujer que es ella y yo tengo que confirmar la clase de hombre con el que me casé!
Ajenos al dolor que nos han ocasionado, los amantes continúan en su sesión de placer, actuando como si tuviesen derecho a hacerlo. Puedo verlos de perfil, ella a la derecha y él a la izquierda. El cuerpo de Camelia no es, ni lejanamente, parecido a los de las mujeres de la clase aristocrática. Mi novia es esbelta, de caderas estrechas y senos pequeños. Entre su atractivo simple y funcional y la belleza, decididamente erótica, de mi madre hay demasiada distancia.
Rufo tampoco pasaría por un regente. Es al menos quince centímetros más bajo que yo. Su piel, pálida hasta parecer casi cadavérica carece de vellos. Una prominente barriga delata que en el ADN de sus ancestros no ha habido modificación alguna. Cuando ambos se separan para pasar al siguiente punto de traición de su encuentro, queda en evidencia un pene que debe medir la mitad del mío. «¿Qué hacías, Astrea, con un tipo como ese?» le pregunto mentalmente a mi madre, sabiendo que no recibirá el impacto del odio hacia su marido que cargan estas palabras. «A todo esto, ¿qué hace Camelia con él?»
Rufo reúne el cabello de mi novia en la nuca de esta y, con decisión que demuestra experiencia, improvisa una coleta y tira de elle hacia abajo, indicando a Camelia, como si se tratara de un animal, lo que quiere de ella.
Mi padrastro restriega su miembro por el rostro de mi novia quien, extasiada, abre la boca y muestra la lengua, buscando con ello lamer los genitales que se le ofrecen. Cuando él se cansa del juego, acomoda su glande entre los labios de ella y empuja para introducir su corta hombría en la boca que, juro, jamás volveré a besar. Iniciada la felación, Rufo escupe en el rostro de Camelia y ambos parecen disfrutarlo.
Ella y yo hemos tenido algunos encuentros desenfrenados, pero jamás la traté con tanta rudeza.
—Conmigo nunca lo ha hecho así —murmura mi madre con desprecio. Me sorprende escuchar ese tono, viniendo de ella. A causa de la afabilidad de su temperamento, lo siento casi antinatural—. Hemos tenido sexo oral, desde luego, pero no de ese modo tan…
—Bestial —respondo y en mi voz se refleja la ira que a ambos nos colma.
Aprovechando la escasa longitud de su hombría, mi padrastro embiste con rudeza para follar la boca de mi novia. Nunca imaginé que a Camelia le gustara ser tratada de aquel modo, pero, evidentemente, lo está disfrutando.
Mientras ella se masturba rítmicamente, mientras Rufo penetra la boca que alguna vez soñé con besar y que ha jurado amarme, algo en mi interior se rompe definitivamente. Me siento mareado, asqueado, triste y tengo ganas de destruirlos a ambos; solo la presencia de mi madre impide que cometa una locura.
No es extraño que, pese al dolor que experimento, mi erección despierte a causa del espectáculo. Los pezones de mi madre se marcan, enhiestos y desafiantes, a través del biotext de su traje. Nuestros espíritus racionales pueden sentirse heridos, iracundos y frustrados, pero la parte carnal que nos constituye reacciona de forma natural al estímulo que provoca ver a dos personas teniendo sexo.
Cuando Rufo considera que ha sido suficiente, retira su miembro de la felación que le practica Camelia. Ella, desprevenida, se queda con la boca abierta, situación que mi padrastro aprovecha para volver a escupir, esta vez dentro de la cavidad que su hombría acaba de abandonar.
—¡Inmundo! —exclama mi madre y coincido con ella.
Mi novia vuelve a incorporarse y Rufo la abraza. El contraste entre el cuerpo grácil y esbelto de ella y la robustez que apunta a la obesidad de él me parece bastante grande. Sin pudor alguno, el hombre azota y magrea las nalgas de la joven mientras hablan. No escucho lo que se dicen, pero ella asiente a cuanto él pronuncia.
—Por eso ha habido ocasiones en que encuentro apagado al robot —deduce Astrea—. La puta esa viene y se tira a mi marido, apagan al doméstico para que no se entere de nada. Seguramente ha sucedido muchas veces, pero no siempre recuerdan reactivarlo.
—No te flageles, mamá —ruego con voz enronquecida—. Eres mucho mejor que ella, ambos somos mucho mejores que esos dos.
Astrea suelta mi mano para cruzar los brazos sobre sus senos. Oculta pudorosamente los enhiestos pezones, pero se acerca a mí, como deseando sentirse arropada. Paso un brazo sobre sus hombros, estremecido por la rabia, pero consciente de que mi madre necesita saber que cuenta con mi firmeza de espíritu. Adentro, los amantes continúan con su faena sexual.
Camelia sube al sofá para quedar arrodillada sobre el asiento y mostrar sus nalgas. Rufo se acomoda tras ella y lanza varios azotes sobre la nívea piel que alguna vez anhelé acariciar y cubrir de besos. Ella arquea la espalda, en señal de aprobación.
Mi padrastro dirige una mano al trasero de mi novia y conseguimos ver, siempre de perfil, que extrae un dilatador de su orificio anal.
—¡Desgraciados, eso es mío! —grita mi madre meneando la cabeza con desilusión y coraje.
Me estemezco. Mi cuerpo excitado capta el mensaje de que a mi madre le gusta el sexo anal, tiene juguetes sexuales y no siente, quizá a causa de la furia, recato para admitirlo. Es la primera vez que, aparte de saber reconocer que Astrea es una mujer hermosa y deseable, la considero también un ser capaz de entrar, por un momento, en mis fantasías más ardientes. Quizá sea por el aroma de su cabello, el contacto de su cuerpo tan cercano al mío, el momento de desenfreno sexual que ambos observamos o la ira de sentirme traicionado, que vincula mis males a los de mi madre, el caso es que mi erección reclama atenciones, pero mi mente controla mis actos.
Alguna vez he penetrado a Camelia por el ano, en acoplamientos que requerían de mucha preparación y estímulos para evitar lastimarla con las dimensiones de mi hombría, pero con Rufo no hay tales juegos. No es necesario siquiera que la ensalive o le regale un beso negro, imagino que su cavidad posterior debe estar ya lubricada, pues, cuando mi padrastro acomoda su glande sobre la entrada, es la chica quien se impulsa hacia atrás para ser penetrada.
Rufo obliga a Camelia a meterse en la boca parte del dilatador que ha estado antes en su ano y embiste en penetraciones rápidas y completas mientras ella sacude la cabeza. Imagino que estará gimiendo. Supongo que estará disfrutando mientras él menciona mi nombre, denigrándome ante la mujer a quien dejaré de amar.
—No durará mucho —vaticina Astrea en un tono burlón que me parece tan extraño como su actitud iracunda—. Es lento para empezar, rápido para terminar y, de nuevo, muy lento para recuperarse si es que lo consigue.
Rufo detiene el coito para retirar su miembro del ano de mi novia y vuelve a darle dos azotes mientras escupe, no para lubricarla, sino quizá para sentir el placer de tenerla dominada.
Como no deseando eyacular prematuramente, el hombre penetra la vagina de mi novia, haciendo que su barriga vuelva a chocar contra las nalgas de ella. Camelia abre la boca y deja escapar de entre sus labios el dilatador anal que alguna vez ha estado dentro del trasero de mi madre y que acaba de salir de su propio ano.
—¡Repugnante! —exclamo sin poder contenerme.
Nunca imaginé que Camelia aceptara recibir en su sexo un miembro que acabara de salir de su ano. Pero esta es una tarde de sorpresas y, tras descubrir aquella relación furtiva, pocas cosas deben extrañarme.
Rufo penetra a mi novia con movimientos bruscos, quizá buscando compensar la poca hombría que puede darle con alguna dosis de violencia que, me extraña, parece gustar a Camelia. Vuelve a dar azotes en las nalgas de ella, alternándolos con las penetraciones, luego abandona su vagina para penetrarla nuevamente por el ano.
Así siguen por algunos minutos, mi padrastro pasa de un orificio de Camelia al otro hasta que él no puede contenerse más. Vuelve a tomarla por el cabello y, con rudeza, hace que se arrodille sobre la alfombra. Da unos cuantos tirones a su miembro para eyacular, manchando la frente de la chica con unas escasas descargas de semen aguado.
Ella usa su boca para limpiar el miembro de él. Parece extrañamente contenta a pesar de que, según creo, no se ha corrido.
—Ahora sí, salgamos de aquí —ordena mi madre separándose de mi cuerpo.
Como un autómata recojo el maletín con el equipo del Viaje Morfeo y sigo a Astrea hasta la calle. Algo se ha perdido, algo se ha fracturado en mi espíritu. No solamente se trata del dolor y la humillación de sentirme traicionado. La furia de saber que mi madre está sufriendo me hace desear destruir a quienes han ocasionado esto.
Ya en la calle, Astrea me sonríe amargamente mientras pulsa el botón de llamado en un poste de mensajería para gravimóviles.
—¡No son mejores que nosotros! —asegura mientras le enjugo las lágrimas—. ¡No son mejores que nosotros, Cleto! ¡Ni esa puta me supera en nada ni ese poco hombre te supera a ti!
Temo que el coraje nuble mi juicio o contamine mis palabras, así que permanezco callado mientras esperamos la llegada del gravimóvil. El maletín con el equipo de Viaje Morfeo continúa en mi mano.
Continuará
Próxima publicación: “Emociones de Astrea II, Valentía”, por Alventur
Fecha aproximada de la siguiente publicación: 23-09-2016