Emilio (el electricista del quinto)

Emilio, mi vecino del quinto, es un osete que me pone bastante. Una tarde que coincidimos en el gimnasio de la comunidad, los acontecimiendos adoptarán un giro inesperado...

Emilio (el electricista del quinto)

Llevaba un montón de años viviendo en el centro. Al principio, cuando me vine a vivir a Madrid, empecé compartiendo apartamento con un sinfín de compañeros de piso pero, más adelante, cuando empecé a currar y tuve una capacidad adquisitiva un poco más holgada, decidí alquilar un estudio para mí solo en Malasaña y vivir sin compañía. Se trataba de un pequeño estudio en la calle San Vicente Ferrer,  en pleno centro, ubicado en un edificio antiguo, de ésos que son tan típicos por la zona, con una bonita fachada decimonónica jalonada de balcones de forja, un portal alargado y oscuro con suelos de mármol blanco, precedido por una altísima puerta de madera con aldabones de bronce, escaleras de madera bruñida, rellanos de dos puertas con gigantescas mirillas doradas y un minúsculo ascensor enjaulado en el hueco de la escalera, delimitado por las barandillas de forja.

Disponía de no más de treinta metros cuadrados repartidos en un cuarto de estar, una cocina americana, un pequeño baño con ducha y un dormitorio relativamente amplio. Todo perfectamente remodelado y actual. De hecho, el clasicismo del edificio contrastaba bastante con el minimalismo de mi apartamento, parco y austero en su mobiliario y en su decoración. Había asimismo un pequeño balcón con vistas a la calle, que acabé usando de trastero, para tender ropa y, por supuesto, para dejar mi bici que, no obstante,  entraba allí a duras penas.

Vivir en el centro tenía múltiples ventajas. Podía ir andando a todas partes, la calle estaba siempre animada y concurrida, San Vicente Ferrer estaba salpicada de bares de copas, con lo cual salir nunca daba pereza, y en la comunidad prácticamente todos los vecinos éramos jóvenes alquilados, gente que iba y venía, sin echar raíces en aquel edificio. Abundaban los erasmus de diferentes nacionalidades que, casi todos los fines de semana, organizaban ruidosas fiestas en las que, al final, acabábamos colándonos todos. Nadie se quejaba nunca por nada, a pesar de que alguna vez no faltaron motivos para que la policía hubiera acabado deteniéndonos a todos por escándalo. La verdad es que era una vida bohemia y divertida. Fui muy feliz todo el tiempo que viví allí, pero llegó un momento en que el apartamento se me quedó pequeño y sentí la necesidad de disponer de más espacio. Empezaba a asfixiarme en treinta metros escasos,  así que decidí sacrificar la calidad de vida del centro por tener un piso con más metros cuadrados y con más luz en un barrio de las afueras.

Me mudé entonces a un barrio de la periferia, muy bien comunicado (no tardaba más de veinte minutos en metro en llegar al centro), con multitud de líneas de autobús, que te comunicaban con las principales arterias de la ciudad, plagado de zonas verdes, que me venían fenomenal para andar en bici o hacer deporte, y con amplias calles y avenidas. Era uno de esos barrios nuevos de las afueras de Madrid, con bloques enormes de viviendas que tenían todo tipo de servicios: piscina de invierno y verano, sauna, gimnasio, amplios jardines, espaciosos garajes…

La principal ventaja fue el cambio de dimensiones del piso: pasé de vivir en treinta metros cuadrados escasos, a disponer de casi cien, repartidos en tres habitaciones, cocina, salón, dos baños y una enorme terraza. Disponía asimismo de espaciosos roperos empotrados y plaza de garaje. Y, al final, tan sólo pagaba un poco más de lo que me cobraba mi casero de Malasaña. Los metros, la luz y los servicios compensaban vivir un poco alejado del centro; también me beneficié de un aire considerablemente más limpio y saludable que el que había estado respirando durante años en Malasaña. Llevaba unos meses viviendo en mi nuevo piso y, en general, estaba bastante feliz allí. Sólo había un pequeño inconveniente y es que la mayor distancia me obligó a hacer menos vida urbanita, así que dejé de pasear asiduamente por los barrios más castizos, empecé a salir menos y, cuando me daba el calentón y quería algún polvo esporádico, conseguir que alguien se moviera hasta mi nuevo barrio era casi misión imposible. Por otra parte, aquélla era una zona de familias jóvenes,  donde no abundaban los gays, al menos a primera vista, así que entré en una etapa de forzada sequía sexual. Quizá fue por eso que, en aquellos meses, empecé a practicar más deporte. Tenía un exceso de energía que debía quemar de alguna manera y trataba de hacerlo dándole caña a las ruedas de la bici o machacándome en el gym de mi edificio. Al menos, conseguí la mejor forma física que he tenido en toda mi vida. Nunca he sido un cachitas, pero en aquella época, conseguí fibrarme a base de bien. En términos generales, la mudanza había sido beneficiosa para mí en todos los sentidos.

Como era alquilado y llevaba escasos meses viviendo allí, no tenía mucha amistad con los vecinos. Conocía a algunos de vista; lo típico de cruzarnos en el ascensor, en el garaje o en el gimnasio, pero no había establecido vínculos especialmente estrechos con ninguno de ellos. Como decía, la mayor parte eran familias jóvenes con críos pequeños o adolescentes, así que la época de las fiestas sabáticas de los erasmus se había quedado atrás para siempre. Empecé a verme a mí mismo como a algunos de mis amigos que, desde que se habían emparejado, limitaban su vida social a esporádicas cenas en su casa los viernes o sábados por la noche, veladas en las que siempre, irremediablemente, yo era el invitado soltero, sin pareja. Quizá es por eso que decidí no hacer ninguna fiesta de inauguración. No deseaba que mis amigos pensasen que, al final, había sentado la cabeza y me había unido al club de los treintañeros burgueses. El siguiente paso sería la hipoteca, la mascota, la pareja, el polvo del sábado por la noche… Parecía que los estaba oyendo hablar: ‘al final, claudicaste…’ Yo, sin embargo, quería seguir viéndome a mí mismo como el 'Peter Pan’ que recorría en bici las calles de Malasaña y que se colaba en las fiestas de los guiris veinteañeros los sábados de madrugada, aunque ahora viviera en un barrio de clase media, rodeado de parejas heterosexuales con niños y a las afueras de la ciudad.

La comunidad era enorme, con diez o doce portales, en los que no vivían más de doce vecinos, ya que en cada escalera sólo había un par de puertas. Yo vivía en el tercero, así que los trayectos en ascensor me habían dado tiempo de sobra para conocer de vista a la mayor parte de mis vecinos. El portero de la garita de entrada se había encargado del resto, entablando siempre conversaciones sobre asuntos comunitarios: quiénes eran los vecinos más quisquillosos, los que más manchaban, los que iban a su bola sin meterse en nada… En fin, yo vivía allí de alquiler, así que los asuntos del bloque no eran de mi incumbencia, y todas estas conversaciones me resbalaban un poco.

Sí que es cierto que, dado que llevaba unos meses viviendo allí y ya no tenía tantas posibilidades de ligar como cuando lo hacía en el centro, empecé a encontrar una casi malsana excitación en la observación de algunos de mis vecinos. A decir verdad, la mayor parte no cuidaban mucho su aspecto físico, pero sí que había alguno que otro que resultaba bastante atractivo y que bajaba de forma asidua al gimnasio. Evidentemente, a algunas horas del día, aquel recinto estaba completamente vacío, pero cuando finalizaba la jornada laboral, a partir de las seis o las siete, empezaban a bajar vecinos, y lo mismo sucedía los sábados o los domingos por la mañana. El gimnasio de la comunidad, que tampoco era gran cosa, ya que sencillamente tenía los aparatos necesarios para un mantenimiento físico básico, era el espacio idóneo para entablar charlas triviales con todos estos vecinos, atrapados en su vida de padres de familia, pero que anhelaban seguir sintiéndose jóvenes y, por eso, dedicaban un rato al día a desarrollar su forma física en la medida de lo posible.

La historia que voy a relatar sucedió en la Semana Santa de 2013, cuando yo llevaba poco más de medio año viviendo en aquella comunidad. Me había mudado  en el último trimestre de 2012 y todavía estaba un poco en fase de adaptación, acostumbrándome al nuevo barrio, al entorno más abierto y yo diría que, incluso, un pelín más desangelado, en el que había decidido vivir. Todavía tenía algunas dudas acerca de si mi decisión había sido acertada, pero cada vez que entraba en mi flamante piso casi a estrenar y abría los armarios de tres metros de anchura, olvidaba las ventajas de vivir en el centro, a tiro de piedra de todo, y me alegraba de tener tantísimo espacio para mí solo, aunque tuviera que depender de un metro o autobús para llegar a cualquier sitio. Mi bici ya no tenía que dormir en el balcón, a la intemperie, oxidándose con la lluvia en invierno y perdiendo el brillo de la pintura con el sol veraniego. Además, cuando empezase el buen tiempo, podría incluso organizar alguna barbacoa en la terraza. No es que fuese el plan con el que había soñado toda mi vida, pero había que aprovechar esa magnífica terraza: podría tomar el sol, desayunar al aire libre, leer al atardecer… Eso sí; tenía que pasarme alguna tarde por IKEA para comprar algo de mobiliario de terraza, que la tenía completamente vacía. Pero bueno, en conjunto, los pros eran más pesados que los contras.

Era Miércoles Santo y el edificio se había quedado prácticamente vacío, ya que la mayor parte de los vecinos se habían ido fuera a pasar las fiestas lejos de Madrid. Como la comunidad era tan grande, seguía habiendo algunos vecinos allí, pero  el comienzo de un puente tan largo hacía que se respirase un ambiente festivo e inusualmente desolado no sólo en mi edificio, sino en todo el barrio. Yo me quedaba en Madrid toda la Semana Santa. Otros años había aprovechado esas vacaciones para hacer algún pequeño viaje o para ir a la playa, pero aquel año quería descansar un poco, en el sentido estricto de la palabra, así que opté por quedarme en casa y pasar aquellos días en la capital. Tendría bastante tiempo para terminar de organizar las cajas que todavía no había desempaquetado, podría andar un poco en bici y, si me aburría, siempre podía ir al centro a ver alguna peli o, sencillamente, a gastar el tiempo callejeando.

Pero aquel miércoles, como venía siendo mi rutina los días de diario, quería bajar un rato al gimnasio, a hacer un poco de cinta y a trabajar también los brazos antes de la cena.  Por tanto, me puse la ropa deportiva y bajé a hacer un poco de deporte. Mi sorpresa fue que, según bajé al sótano en el que se encontraba el gimnasio, lo encontré inusualmente vacío y con las luces completamente apagadas. Iba a disponer de toda la instalación para mí solo. Por un lado, era una ventaja, ya que podría usar las máquinas sin molestas esperas pero, por otra parte, fue un poco decepcionante, ya que me había acostumbrado a encontrar allí a aquellos tipos de la comunidad haciendo deporte con su aspecto ligeramente descuidado. Decidí alejar esos pensamientos de mi cabeza, conecté la música de mi IPod y empecé a correr en la cinta que, al fin y al cabo, se trataba de hacer un poco de ejercicio. Cuando hice los minutos de rigor, comencé a trastear con otras máquinas, aunque sentí que me aburría un poco, al no haber nadie con quien hablar o interactuar.

Estaba inmerso en esos pensamientos, cuando vi aparecer por la puerta a Emilio, el vecino del quinto, un tipo que vivía en mi mismo portal y al que conocía un poco de haber confraternizado en el gimnasio del edificio. Emilio no llegaría a los cuarenta, no era especialmente alto (supongo que mediría metro setenta y tres aproximadamente), era moreno, de ojos oscuros, usaba barba y bigote, negros y moteados por alguna que otra cana, y la longitud de éstos contrastaba un poco con su cabeza rapada, imagino que buscando disimular un poco su más que incipiente calvicie. Tenía orejas pequeñas, nariz más bien chata y unas suaves arrugas en las comisuras de sus ojos, ligeramente almendrados. En cuanto a su forma física, era un hombre de estructuras anchas, con buena espalda y potentes brazos. Quizá lo que más llamaba la atención eran sus desarrolladas piernas, con unos gemelos sorprendentemente musculosos y unas pantorrillas de futbolista.  De hecho, si hubiera sido un poco más alto, quizá  habría podido dedicarse al rugby profesional. A pesar de su corta estatura, no bajaría de los setenta y cinco kilos, pero su peso estaba bien distribuido y proporcionado. Se adivinaba una tripa dura y una carne prieta, sin descolgamiento.

Emilio me había contado que era electricista. Se dedicaba al montaje de equipos de calefacción y aires acondicionados. Por lo visto, era un negocio muy rentable, sobre todo cuando empezaba el verano, ya que en Madrid las temperaturas en julio y agosto eran un poco insufribles. La gente se quitaba de otras cosas, pero seguía colgando aparatos de aire acondicionado, así que el negocio no le iba mal del todo.

Emilio estaba casado con Lourdes, una mujer rubia de ojos azules, que tendría unos treinta y tantos, funcionaria del Ayuntamiento, desconcertantemente  atractiva y ligeramente más alta que él. Tenían un par de hijos adolescentes, un niño y una niña. Me había comentado cuáles eran sus nombres, pero no había puesto mucha atención, la verdad. Eso sí, los había visto en el patio del edificio coquetear con sus novietes del instituto en más de una ocasión. La niña era rubia y el chico era moreno, así que eran como una versión juvenil de sus padres. Emilio no estaba muy contento con ellos, ya que no eran buenos estudiantes. De hecho, en alguna ocasión, creo que incluso había sido testigo de alguna que otra reprimenda hacia ellos en el ascensor.

Mi malsana imaginación había incluso cavilado acerca de cómo serían los polvos de sábado por la noche de Emilio y Lourdes. Teniendo en cuenta que se habrían conocido bastante jóvenes y que tenían los típicos problemas de una familia de mediana edad, la atracción sexual entre ellos se habría casi volatilizado, así que no me costaba imaginarme a Lourdes poniendo excusas cada vez que aquel tío tenía ganas de echar un polvo. De todas formas, trataba de quitarme estos pensamientos de la cabeza siempre que coincidíamos en el gym o en el portal, a fin de hablar de las trivialidades propias de unos meros conocidos.

Emilio era muy futbolero, forofo del Real Madrid, y siempre bajaba comentando las hazañas de su equipo en el partido de liga del finde o en las idas y vueltas de la Champions. No faltaban otros vecinos futboleros que le seguían el rollo. Creo que alguna vez se juntaban en un bar del barrio a ver los partidos, aunque yo nunca había sido invitado a esas reuniones. Supongo que habían adivinado mi desinterés al respecto. A mí ese tema no me interesaba excesivamente, pero le daba siempre la razón, ya que él lo vivía con pasión. De hecho, alguna vez se había bajado al gym la camiseta que, seguramente, usaría para ir a ver las finales en el bar: una de esas camisetas del Real Madrid, con la leyenda ‘Bwin’ sobre el pecho. Me lo había imaginado también viendo el fútbol, con cervezas y su bufanda blanca del equipo cayendo hasta su cintura.

En fin; que ese tío, sin que me resultase especialmente guapo o atractivo, había despertado en mí algún que otro morbo, más que nada porque empecé a verlo como arquetipo de machote hetero y, seguramente, porque estaba en una época de hastío que me habría hecho encontrar sexy hasta al Cardenal Ratzinger. Aquella tarde lucía un pantalón de running rojo con filetes azul marino, quizá extremadamente corto, y que quedaba un poco apretado contra sus fuertes muslos, y una camiseta de tirantes azul marino. En los pies llevaba unas zapatillas de deporte blancas y unos calcetines cortos. Había bajado con una pequeña toalla blanca que llevaba colgada al cuello.

Me pareció descortés seguir con los cascos puestos tras su llegada, así que apagué el Ipod y me retiré los auriculares, para hablar un poco con él mientras se subía a la cinta y empezaba a trotar sobre ella:

  • ¿Qué tal, Emilio? ¿No te vas fuera a pasar el puente?

  • No; que va… Lourdes y los niños se han ido a Oropesa, que mis suegros tienen allí un apartamento. Yo me bajaré el viernes por la tarde, porque mañana quería aprovechar para hacer un par de instalaciones que tengo pendientes. Se acerca el calor y ya sabes, empiezan a llover los encargos – me sonrió distraídamente. ¿Tú no te vas fuera tampoco? Los solteros podéis hacer lo que os salga de los huevos, ir y venir sin rendir cuentas a nadie, jejeje…

  • No; en realidad, tengo también algo de trabajo atrasado y los últimos meses han sido una locura con la mudanza y eso, así que aprovecharé para quitarme cosas de encima. Además, que en Madrid se está muy bien en Semana Santa… Prefiero viajar en otra época del año.

  • ¡Tienes razón! Pero con críos es diferente. En cuanto les dan las vacaciones, no hay quien los aguante en casa. Todo el día entrando y saliendo… Allí, en la playa, por lo menos están entretenidos y no dan tanto el coñazo…

Sonreí, fingiendo que entendía su posición de padre de familia, aunque en realidad aquella conversación era pura cortesía, ya que no me interesaban demasiado las cuitas familiares de aquel tipo. La charla fue derivando hacia otros temas, igual de triviales, la proximidad del calor, la concurrencia de festivos en el trimestre que se avecinaba y la apertura de la piscina de verano en unas semanas:

  • Pues sí, supongo que en breve convocarán la junta para decidir qué hacemos con la piscina de verano. Con eso de que hay que tener socorrista obligatoriamente, nos dejamos un pastizal en esa chorrada. Pero bueno, está bien, en verano, cuando aprieta el calor, bajamos casi todos a darnos un chapuzón.

Mientras decía esto, no pude dejar de imaginarme a ese machote vestido con un bañador de padre o, en el mejor de los casos, con un speedo que se ciñera bien a su anatomía y pronunciase las curvas de sus glúteos y su paquete. Seguro que marcaba buena herramienta. Tenía que ser un espectáculo ver esas fuertes piernas salir empapadas de la piscina. Decidí no seguir por esos derroteros y prestar atención a lo que me decía:

  • Hombre; la piscina es pequeñita. Como bajemos todos a la vez, aquello  va a parecer el Parque Sindical, jajaja – acerté a decir en tono divertido.

  • No te creas; mucha gente tiene casa en la sierra o en sus pueblos y el edificio se queda medio vacío en cuanto empieza el calor. No he visto la piscina petada en todo el tiempo que llevo viviendo aquí.

No tenía gran interés en bajar a la piscina, llegado el verano. Supuse que estaría abarrotada, con los insoportables niños pequeños pegando gritos y tirándose en bomba, pero la perspectiva de ver a Emilio dándose un chapuzón en paños menores cambió un poco mis planes. Seguimos hablando de otras cosas igual de intrascendentes. Afortunadamente, no sacó su tema predilecto, el Real Madrid.

Cuando se cansó de hacer cinta, empezó a trastear con otros aparatos y yo opté por empezar a trabajar un poco mis  brazos con las pesas. Supongo que quería hacerme un poco el 'chulito’, así que me pasé bastante en la elección de las mancuernas, escogiendo las más pesadas de la estantería. Sin embargo, empecé a levantarlas, para no parecer una nenaza delante del electricista. De algún modo, quería impresionarlo. Al principio, las levanté con relativa dificultad, pero llegó un momento en el que casi no podía ni moverlas diez centímetros desde su soporte. Había puesto demasiado peso y no era capaz de cargar con él. Mi esfuerzo era superlativo y me estaba quedando literalmente sin aliento. Emilio se dio cuenta inmediatamente de mis dificultades y acudió a mi rescate, con la excusa de echarme una mano:

  • Espera, tío, que te ayudo. Has puesto demasiado peso y te vas a destrozar la espalda.

Se colocó  detrás de mí, ligeramente inclinado, y puso sus manos a ambos lados de la barra, haciendo fuerza conmigo, a fin de que el peso fuera un poco más liviano para mí. Desde mi posición en el banco, pude apreciar claramente  su barba, su pecho y su entrepierna, que marcaba un bulto redondeado. Empezó a ayudarme a subir y bajar los pesos, lo cual me ayudó a completar la tabla con mayor facilidad, al tiempo que disfrutaba de unas vistas nada despreciables. También noté una ráfaga de olor a suavizante entremezclado con unas suaves notas a sudor. No quise prolongar demasiado ese ejercicio, ya que le estaba quitando de hacer su propia tabla, así que lo dejé y decidí quedarme unos minutos sentado en el banco, observándolo, mientras él se alejaba y trasteaba con las máquinas.

  • No me gusta demasiado el gimnasio. De hecho, antes no iba nunca. También es verdad que en mi antiguo edificio no había instalaciones de éstas, así que empecé cuando me mudé aquí. Pero me viene bien, porque estoy mejorando mucho mi forma física, la verdad.

  • Yo igual, tío – dijo con la respiración entrecortada, mientras ejercitaba piernas. Cuando los críos eran pequeños, no tenía tiempo de nada. Ahora que son un poco más mayores, aprovecho para cuidarme un poco más, que además en breve cumpliré cuarenta y no quiero ser un vejete, jejeje… Tenerlo en casa ayuda, porque sólo tienes que pillar el ascensor y bajar.

Decía esto mientras contraía los músculos de su cara, por el esfuerzo que le ocasionaba el ejercicio de piernas que estaba practicando. Lo encontré tremendamente sexy. Yo ya estaba algo cansado, después de una hora haciendo deporte, así que, aunque estaba disfrutando del momento y la compañía, me levanté y le dije que me subía a casa.

  • Espera, me subo contigo y ya echamos el cierre a la sala.

Habitualmente, el gimnasio estaba abierto todo el día y era el portero quien se encargaba de cerrarlo, pero como estábamos en víspera de puente, no había nadie que se encargase de ese trabajo, así que apagamos las luces, echamos el cierre y nos dirigimos hacia el ascensor.  Una vez dentro, con la abundante luz halógena y desde el plano picado que me permitía mi metro ochenta, pude apreciar los cercos de sudor que se dibujaban en la camiseta de tirantes de Emilio, bajo sus axilas. La frente estaba también húmeda, al igual que el cuello, donde seguía colgando la pequeña toalla blanca. Como yo había estado unos minutos en reposo, ya no estaba tan acalorado, en tanto que él respiraba entrecortadamente, recobrando el aliento y tratando de reponerse al ejercicio físico. Volví a percibir la mezcla de olor a suavizante y sudor. Yo vivía en el tercero y él en el quinto, así que el trayecto fue rápido. Cuando llegamos a mi piso, una idea peregrina cruzó mi mente y mis palabras salieron a borbotones:

  • Emilio… Tengo un pequeño problema con el aire. Lo encendí el otro día para probarlo y comprobé que hace un ruido un poco extraño. ¿Sería mucho pedirte que le echases un vistazo, a ver si está todo ok? – es cierto que el aire hacía un ruido, pero en ningún momento se me había pasado por la cabeza pedirle a mi vecino que lo chequease. De alguna manera, me daba morbo que entrase en mi casa y por eso improvisé esa excusa.

  • No hay problema; le echamos un vistazo en un momento. Pero si está roto, yo me encargo de ponerte el nuevo, ¿eh? – dijo en tono de broma.

  • Bueno; eso lo tendrás que negociar con mi casero, que yo soy inquilino, jajaja – continué con la broma.

Entramos en mi piso y nos dirigimos al salón, donde estaba el aparato que hacía un ruido extraño. Emilio me pidió una escalera y se subió en ella, para poder comprobar desde cerca si todo funcionaba correctamente. Lo conectó y un chorro de aire frío acabó de forma casi inmediata con el sudor que bañaba su frente y sus axilas, aunque los cercos continuaron marcados en la camiseta.

  • Pues parece que aquí todo va bien… Pero es verdad; se oye un ruido. Sospecho que puede ser de la bomba de calor. Voy a mirarla.

Aproveché su momento de descuido, mientras  inspeccionaba el aparato del aire en las alturas, para observar desde abajo sus musculosas piernas, con una abundante capa de vello. Fue una visión turbadora, al igual que la de sus axilas, que pude observar mientras levantaba la tapa del aire. Pobladas y húmedas, me habría encantado perderme en ellas. Inmediatamente bajó, plegó la escalera de aluminio y abrió la ventana, dispuesto a inspeccionar la bomba de calor. Se encaramó al alféizar de la ventana, para poder aproximarse a la bomba y me dejó con la visión de su imponente trasero, embutido en aquel short que marcaba además los contornos del slip que llevaba debajo. Aquella visión no duró más de uno o dos minutos, el tiempo que él tardó en mirar la bomba, pero bastó para que mi rabo se disparase. Acto seguido, Emilio cerró la ventana y se dirigió a mí.

  • Mira; lo que pasa es que tienes el depósito del agua a reventar y por eso hace ruido. Lo que tienes que hacer es vaciarlo y dejará de hacerlo. Por lo demás, el aparato funciona perfectamente.

  • Estupendo; entonces, aprovecharé estos días para hacerlo. Oye, ¿te puedo invitar a una cerveza? ¡Es lo mínimo que puedo hacer!

  • Claro, hombre. ¿Cómo te voy a decir que no?

  • Genial; siéntate, que traigo ahora un par de ellas.

Me dirigí a la cocina, cruzando los dedos por tener alguna lata de cerveza fría en la nevera. Había descuidado la compra, pensando en hacerla en los días festivos, y la verdad es que no estaba seguro de tener algo que ofrecerle a mi vecino. Afortunadamente, tenía un pack de ‘Mahou’ enfriándose en un estante. Cogí un par de ellas y volví al salón:

  • Aquí tienes, Emilio.

  • Muchas gracias, tío.

  • No, hombre, gracias a ti por mirarme el aire.

Nos sentamos en el sofá a tomar la cerveza fría, que nos sentó muy bien después del ejercicio en el gimnasio. Pude observar que Emilio contenía educadamente un eructo al tomar precipitadamente un par de tragos de cerveza. Por un momento, deseé que eructase a gusto, como si estuviera en su propia casa, que se sintiera dueño y señor de mi piso y que hiciera lo que le saliese de los cojones. Beber, eructar, rascarse los huevos, quitarse una pelusa del ombligo… Lo que le saliera de la polla… De nuevo mi imaginación estaba volando hacia terrenos cenagosos, así que luché por mantener la atención en la conversación que estábamos manteniendo.

  • Estos aparatos ‘Daikin’ dan muy buen resultado. Hombre; no son tan buenos como los que ponemos ahora, porque consumen un poco más y también hacen más ruido, pero es que cada año sacan aparatos mejores, más modernos y silenciosos – dio otro sorbo a la cerveza y contuvo otro golpe de gas. Pero vamos, que si no lo quemas mucho, te durará un montón de años.

  • La verdad es que tampoco me preocupa demasiado.  Si se rompe, es cosa del casero ponerme uno nuevo, jajaja. Olvidas que vivo de alquiler.

  • Es verdad, tío. Este piso ha estado cerrado un huevo de años. ¿No ha habido nadie antes de ti?

  • Pues creo que no, porque el dueño lo compró para hacer negociete pero, con la crisis, pensó que le compensaba más alquilarlo que venderlo, así que lo puso en alquiler. Al menos, eso me dijeron en la agencia. Yo ni siquiera lo conozco, la verdad. Creo que vive en Málaga o algo así…

  • Pues, si te digo la verdad, me suena haberlo visto en alguna junta, pero no lo recuerdo muy bien. Ya te digo que este piso siempre lo he conocido cerrado, hasta que viniste a vivir tú. Y la verdad es que está muy bien. Es como el mío, pero sin tantos trastos. Que Lourdes es adicta a las compras y lo tiene lleno de trastos y de mierdas, jajaja. Si fuera por mí, lo dejaría vacío, como éste - echó un vistazo alrededor.

Sonreí vagamente. Me estaba dando un morbo increíble estar sentado en mi sofá con aquel vecino, los dos ligeramente incorporados hacia delante, con las piernas abiertas, exhibiendo nuestros muslos y dejando respirar la entrepierna, dando sorbos a nuestras cervezas y mirándonos de refilón. Como ambos teníamos nuestras miradas fijas en el frente, podía divisar de forma indirecta sus piernas, que eran un espectáculo para la vista, fuertes y peludas. Intermitentemente, nos mirábamos a los ojos, mientras seguíamos hablando de cosas vagas. Era materialmente imposible que mi imaginación no se perdiera en pensamientos lascivos y libidinosos. Podía imaginar perfectamente lo que se ocultaba bajo aquella camiseta sudada y bajo aquel ceñido pantalón, un cuerpo musculoso y recio, acostumbrado al trabajo, ligeramente sudoroso y cubierto de vello. Pero casi era mejor estar así, imaginándolo, sin saber qué misterios se ocultaban bajo aquellas escuetas prendas de vestir.  También me excitó sobremanera ver a Emilio beberse su cerveza, levantando ligeramente el gaznate y exhibiendo un cuello recio y una nuez semipoblada de barba. En fin; si seguía pensando en esas cosas, iba a acabar con una erección de campeonato y con un dolor de huevos mortal, así que aparqué mis pensamientos y le ofrecí otra cerveza, a lo que él rehusó, ya que quería ir a su casa a darse una ducha, aunque me dijo que primero debía bajar al garaje a recoger algunas cosas que había dejado en el maletero del coche.

  • Joder, tío… Me he olvidado de recoger la compra en el coche. Voy a tener que volver a bajar…

Lo acompañé hasta la puerta y lo despedí cordialmente, echando un último vistazo a su definido culo y a esa espalda ancha embutida en unos finos tirantes azul marino. ¡Uff!  El erotismo de esa breve reunión me había puesto cardíaco, así que me quité la ropa de deporte, me quedé en pelotas y me fui directo al baño a hacerme una buena paja antes de ducharme.  Tenía la polla a tope, dura como el acero y caliente como la caldera de una locomotora. Me senté sobre la tapa del inodoro, cerré los ojos tratando de mantener en mi memoria la imagen de mi vecino enfundado en esos estrechos pantacas de deporte, y empecé a pajearme rabiosamente,  como un adolescente.  Estaba disfrutando como un verdadero hijo de puta haciéndome aquella paja, gimiendo como un cabrón y soltando abundantes chorros de precum, cuando sonó el timbre de la puerta. ¿Quién sería? Por un momento, decidí ignorar la llamada, pero volvió a sonar, así que me levanté y fui a ver de quién se trataba, desde la mirilla. Era Emilio; debió apercibirse de que yo estaba al otro lado de la puerta, porque habló desde el rellano.

  • Soy yo, ábreme, por favor, que creo que me he dejado las llaves ahí – dijo desde el rellano de la escalera.

  • Un momento, Emilio.

Corrí hacia el baño para ponerme algo encima.

  • ¡Me cago en la puta. He echado a lavar el albornoz! – susurré mientras buscaba algo que ponerme para tapar mi rabo empinado.

También había echado a lavar la ropa de deporte que me acababa de quitar, así que lo único que tenía a mano era la toalla de lavabo, con lo cual eché mano de ella y me la envolví alrededor de la cintura, ejerciendo presión sobre la entrepierna para disimular mi erección. Emilio castañeteaba sus nudillos sobre mi puerta,  esperando a que le abriera. Pude escuchar el repiqueteo sobre la madera desde el pasillo. Salí corriendo hacia la puerta de entrada, descorrí la llave y abrí con una sonrisa forzada que disimulase un poco mi rostro desencajado por la excitación que estaba experimentando tan sólo un minuto antes.

  • Perdona, Emilio, me disponía a ducharme cuando llamaste a la puerta. De ahí que esté con estas pintas y que haya tardado tanto en abrirte.

  • No, disculpa tú. Es que bajé al garaje a por las bolsas que me dejé en el coche y, cuando iba a entrar, vi que no tenía llaves. Cerramos juntos el gimnasio, así que se me tienen que haber caído en tu casa, mientras miraba el aire. ¿Puedo echar un vistazo?

  • Claro, hombre; faltaría más… Va, venga, pasa…

Cerré la puerta de la calle y los dos nos dirigimos de nuevo al salón. Yo aproveché para hacer fuerza en el lateral de la toalla, tratando de evitar que se aflojase o que se me cayese. El nerviosismo del momento hizo que, en lugar de que mi erección se aflojase un poco, fuera a más, con lo cual noté cómo las gotas de humedad de la cabeza empezaban a chocar con con mi abdomen por la presión. Esa sensación de humedad no ayudó a que la erección se aflojara un poco. Por otra parte, volvía a tener a mi vecino con su ajustada ropa de deporte y con su sutil olor a sudor embriagando mis sentidos. Yo caminaba delante y Emilio me seguía a corta distancia. Llegamos al salón y empezó a mirar por el sofá, que estaba tal y como lo habíamos dejado. Allí no había nada. Miró también por la zona en la que estaba colgado el aparato de aire acondicionado, pero tampoco estaban allí. Lo más probable es que se hubieran caído cuando se encaramó a la ventana para revisar la bomba de calor, pero junto a la ventana tampoco había nada.

  • A lo mejor se han caído debajo del sofá - insinué.

En efecto, el sofá de dos plazas estaba contiguo a la ventana, así que no sería raro que se hubieran caído bajo el mueble. Le sugerí que me ayudara a correrlo y, cada uno a un costado, empujamos del pesado tresillo, con la esperanza de encontrar allí las llaves perdidas. En efecto, el llavero metálico del Real Madrid de Emilio brilló a la luz del atardecer. Las llaves debieron caerse de su bolsillo mientras revisaba mi bomba.  Se agacho para recoger el llavero con el escudo del Real Madrid y volvió a su posición, a un lado del sofá. Volvimos a empujar el mueble hasta su posición inicial, haciendo un pequeño esfuerzo.  Cuando estuvo colocado, noté que algo imprevisto había sucedido.  Con los movimientos y la fuerza que había hecho para mover el sofá, la toalla de mi cintura se había aflojado así que, antes de que pudiera hacer nada por evitarlo, la tela se cayó al suelo, liberando mi flamante erección y dejándola a la vista de los atónitos ojos de Emilio, que miraba sorprendido aquel inesperado acontecimiento.  Yo me  quedé lívido.  No sé si es que toda la sangre estaba concentrada en una zona de mi anatomía, pero palidecí repentinamente  y me quedé mirando como un bobo hacia mi propia polla, que lucía roja y enérgica su descontrolada erección.

Emilio se quedó confuso durante unos segundos, sin saber qué decir o hacer, pero al cabo de ese efímero lapso de tiempo y, reponiéndose a la sorpresa inicial, reaccionó con naturalidad, agachándose y recogiendo él mismo la toalla que se me había caído.  Lo que no me esperaba es lo que vino después.  Al agacharse, se había quedado más cerca de mi polla, a escasos treinta centímetros de ella, con lo cual se quedó momentáneamente parado, petrificado, admirando su envergadura:

  • Vaya pollón que  gastas, tío – me dijo mirándome a la cara desde el suelo.

Inmodestamente, mi dotación no era mediocre. Desde siempre, he tenido un buen rabo que ha sido más de una vez objeto de atención en baños y duchas públicas.

  • Bueno…  Siempre ha sido así – respondí a falta de encontrar una contestación más ocurrente.

  • ¿Puedo… Puedo tocarla? – me dijo inesperadamente el electricista.

Me limité a asentir con la cabeza, sin decir nada. Entonces, Emilio acercó su mano nudosa y tosca al tronco de mi polla y lo acarició delicadamente, como si se tratase de un objeto de sumo valor.  Noté el calor de esa caricia y la humedad de mi uretra no tardó en aflorar a la superficie, en forma de una gota de líquido transparente que se escurrió por el frenillo caprichosamente. Él siguió acariciando el tronco, los huevos,  el capullo…  Parecía disfrutar de esa caricia, casi tanto o más que yo, que estaba más que turbado por lo inesperado y repentino de la situación. Él estaba como hechizado por la visión de mi polla erecta, roja y ardiente, frente a su cara.  La miraba con la curiosidad y el deseo de un niño pequeño hacia su juguete favorito en un escaparate. Sabía por experiencia que los hombres sentíamos una atracción natural hacia nuestros propios órganos, curiosidad que materializábamos en furtivas miradas en las duchas, pero aquel tipo parecía embobado, como si acabara de descubrir la piedra filosofal.  El morbo que me producía la visión de mi vecino, padre de familia, forofo futbolero y heterosexual de manual, fascinado por mi miembro viril, hizo que las palabras fluyeran por mi boca sin control:

  • ¿Te… Te  gustaría probarla? – pregunté sorprendiéndome yo mismo de mi propia osadía.

  • Bueno… No sé… Nunca lo he hecho…

Tímidamente, acerqué mi mano hacia su coronilla pelada y la empujé suavemente hasta la cabeza de mi rabo, que demandaba  una continuidad a la humedad que empezaba a emanar de él.  Me agradó la textura de su cabeza rapada, áspera y de piel ligeramente rugosa. Él, por su parte, no ofreció resistencia alguna, dejó que su rostro fuera aproximándose poco a poco hacia mi glande, casi púrpura por la excitación.  Yo miraba desde arriba y la escena era sumamente excitante. Su cabeza pelada, su barba a escasos milímetros de mi rabo. Podía sentir incluso el calor ardiente de su aliento chocar contra la cabeza de mi pene, inflamando más y más su erección. Noté momentáneamente cierto aire de inseguridad por su parte, pero fue una impresión efímera, ya que acabó abriendo la boca y metiéndose la polla hasta el fondo. La oleada se sensaciones acabó por turbarme definitivamente y opté por abandonarme al morbo y al placer, ya que la humedad de mi glande se entremezcló con la de su boca y ambos nos fundimos en una íntima conexión que hizo que los dos empezásemos a respirar con más y más agitación.

Él comenzó a mamar mi polla delicadamente, con cuidado, con temor de no lastimarla. Podía notar su miedo a hacerme daño con los dientes y su inexperiencia en estas lides. Entonces, decidí animarle a hacerlo de forma más enérgica, colocando ambas manos en su cabeza y empujándole con suaves movimientos que él pareció captar. Por su parte, él se aferró a mis glúteos y los apretó con fuerza. Me gustaba esa sensación; por un lado, notaba su fuerza de rudo macho casi cuarentón oprimiendo mi culo, pero por otra, la suavidad y delicadeza de su boca eran como las de una jovencita inexperta.   No sé cuántos chorros de precum pude soltar en su boca, pero fueron varios y abundantes.  Él pareció disfrutar de su sabor, ya que su mamada empezó a ser más y más enérgica, hasta que la suavidad del principio acabó dando paso a una rudeza mucho más acorde a su aspecto y apariencia física. Aquella rápida transmutación me volvió loco de placer, así que decidí liberar su boca y dejar mi rabo a la intemperie, goteando una espesa capa de saliva que se entremezclaba con mis propios fluidos y que cayó pesadamente en el suelo, junto a mis pies descalzos.

Inmediatamente, le empujé hacia arriba y fui yo quien se agachó entonces. Lo primero que percibí fue el bulto que se vislumbraba bajo su pantalón rojo de deporte.  Acerqué mi nariz y noté con fuerza el olor a suavizante de la ropa, pero con una sutil fragancia a entrepierna, que me volvió loco y que me hizo empezar a saborear ese paquete con su envoltorio y todo. Besé y lamí el pantalón de deporte hasta dejarlo empapado. Intermitentemente, miraba hacia arriba y podía comprobar que él también estaba disfrutando, así que acabé por bajar el pantalón hasta la altura de sus peludos muslos y deleitarme con la nueva visión, unos ajustados slips blancos que marcaban cada pliegue de su intensa erección. El olor de esa ropa interior era diferente; el detergente daba un mayor protagonismo al sudor. Necesitaba notar su sabor, así que me metí en la boca la polla enfundada en la tela blanca del calzoncillo. Hice lo propio con los huevos y me deleité comprobando el efecto de mi mamada sobre aquel paquete embutido. Había quedado salpicado de manchas de humedad, como si fuera el lienzo de un pintor creando un contraste de claroscuros. Podía haber seguido así horas, pero necesitaba disfrutar de su polla sin barreras, así que bajé el calzoncillo a la altura del pantalón de deporte y pude ver por primera vez la polla de aquel tío. No se trataba de un rabo excesivamente grande. No pasaría de los dieciséis o diecisiete centímetros, pero los huevos eran enormes y caían pesadamente uno al lado del otro, con una piel fina, ligeramente poblada de vello, y con un brillo perlado que demostraba la presencia de una delicada capa de sudor.  Me lancé como un poseso a disfrutar de su olor y sabor, metiéndome los cojones de mi vecino en la boca, uno a uno, alternativamente, y masajeándolos con cuidado, degustando cada nota de sabor de esa parte tan íntima de su anatomía.  La visión desde abajo tanto de su barba, como de su cara desencajada a causa del placer, me dio arrojos para seguir más y más apasionadamente, hasta que acabé con su polla punteándome la garganta y con mi nariz perdida en el bosque de pelo púbico que crecía por encima de su miembro. Él estaba trastornado a causa del placer, gemía sonoramente y dirigía con sus manos sobre mi cabeza el ritmo de la profunda mamada que le estaba haciendo.  Vacié mi boca, dejé su rabo brillante, a causa de mi saliva, liberado de la profunda succión que estaba ejerciendo sobre él y le hablé arrodillado:

  • Date la vuelta. Te voy a  hacer algo que te gustará…

Noté su turbación y su temor a ofrecerme el culo pero, no obstante, se giró, al tiempo que liberaba sus piernas del pantalón de deporte y del calzoncillo que las oprimían, y me ofreció la visión de su blanco trasero, de líneas duras y músculos bien definidos. Lo besé delicadamente y empecé a describir círculos con mi lengua por los lampiños cachetes. A él pareció gustarle, ya que se  inclinó ligeramente hacia adelante y dejó entrever la puerta que se ocultaba tras una fina capa de vello entre esos dos potentes glúteos. Acerqué mi nariz y disfruté del olor que desprendía: era un olor a macho en estado puro. Aquel tío tenía un ojete guapísimo, rosado y ligeramente poblado de vello, con la cantidad justa para preservar el sudor tan característico de esa zona, pero también para disfrutar de la visión de los pliegues de esa puerta de placer. Acerqué mi lengua y me deleité con el sabor de aquel ojete sudado. A él pareció gustarle la caricia de mi lengua. Seguramente, no estaba acostumbrado a explorar esas zonas tan íntimas de su poderosa anatomía. Mi lengua comenzó a describir círculos alrededor de su ano, pero finalmente se colocó en el centro de aquellos pliegues y empezó a hacer fuerza pugnando por abrir aquella puerta cerrada. Él se volvió loco de placer y empezó a gemir de forma mucho más bronca y sonora:

  • ¡Eso es, cabrón, sigue así, que me estás dando mucho gusto!

Animado por sus gemidos y por la excitación que percibía en él, empujé ligeramente mi lengua y aquel ojal se abrió como por arte de magia, de tal forma que en un visto y no visto, la punta de mi lengua quedó sepultada dentro de él.

  • ¡Joder, cabrón. Sigue, sigue, eso es; no pares!

Colocó su mano detrás de mi cabeza y la empujó con fuerza dentro de su culo, de tal forma que momentáneamente quedé encajado en esa masa de carne musculosa, con la lengua dentro de su peludo ojal y la nariz entre los cachetes, aspirando intermitentemente la esencia de aquel trasero.

  • ¡Hijoputa, sigue así, no pares!

Su ojete se había relajado y abierto gracias a la humedad de mi beso, así que decidí ir más adelante y, aprovechando un momento que dejó de ejercer presión sobre mi cabeza, me liberé de aquel beso negro y observé la escena a unos centímetros de distancia. Podía ver cómo el ojal de aquel macho palpitaba al ritmo de su acelerado corazón, pidiendo más y más. Lancé un lapo en el centro y lo esparcí generosamente alrededor de los pliegues del ano, inundando la zona de una viscosa humedad, que parecía volverle loco.

  • Cabrón, sí, sigue, no pares…

Aprovechando una de las contracciones, empujé el dedo humedecido hacia dentro  e inmediatamente él contrajo el culo, aprisionando mi índice dentro de su cuerpo.

  • ¿Qué me haces, cabrón? No me metas nada, macho, que me duele – dijo al tiempo que volvía su cara convulsionada por la sorpresa hacia mí.

  • Tú relájate, que verás cómo acabas pasándolo de puta madre- fue mi única respuesta.

Un poco incrédulo, decidió seguir mi consejo, así que noté cómo dejaba de ejercer esa potente  presión  sobre mi dedo, con lo cual  empecé a masajear de forma rítmica el interior de su ojete. Intermitentemente, lancé algún que otro lapo, para facilitar el masaje y conseguir que se fuera abriendo poco a poco. El efecto sedante de la húmeda saliva hizo que se relajase y que, al cabo de unos minutos, empezase a disfrutar de las sensaciones tan guapas que le estaba descubriendo.

  • ¿Qué me haces tío? ¡Dios! ¡Qué pasada, macho!

Una vez que estuvo sobradamente dilatado, mi diestra mano dio rápidamente con la pared de su próstata y empecé a masajearla con suavidad, notando el efecto que producía sobre él:

  • Tío, no pares, por favor, sigue así, macho. ¡Qué bueno!

Estuve unos minutos masajeando hasta que, temeroso de provocarle una eyaculación precoz e involuntaria, decidí parar, sacando mi dedo de su ojete y comprobando el efecto de mi actividad sobre él. Seguía palpitando rabioso, pero ahora los pliegues dejaban entrever el interior, por el que goteaban espesos chorros de saliva. Lancé mi lengua contra ellos y los saboreé. Era una guarrada, pero no me importaba. Quería saber cómo era el sabor de un culo de macho.

Le ayudé a darse la vuelta y, según me levantaba, pude ver su polla viscosa, con la cabeza llena de fluido transparente, resbalando por el tronco hacia abajo. Sentí deseos de recoger esa humedad con mi lengua, mezclándola con la saliva que acababa de degustar, pero me contuve y le quité la toalla del cuello, al tiempo que le levantaba la camiseta de tirantes, sacándosela hacia arriba,  con lo cual su fuerte pecho quedó a la intemperie. Era tal y como lo había imaginado, con una espesa capa de vello en la parte superior, pero casi lampiño en la zona abdominal. Al levantar los brazos para liberarse de  la camiseta, exhibió de nuevo sus pobladas axilas, cuyo vello se unía al del pecho. Una nota de sudor diferente al que había respirado más abajo llegó hasta mi nariz, así que me lancé rabioso sobre uno de sus sobacos, oliéndolo, chupándolo, ensalivándolo, mezclando su humedad con la mía.

Del sobaco salté a un pezón, grande y empitonado por la excitación. Lo mordí con rudeza y el gimió agradecido. Hice lo mismo con el otro pezón y acabé con mi cabeza sepultada en el sobaco opuesto, limpiándolo a fondo con mi lengua.  Estoy seguro de que su mujer no le había hecho jamás esas cosas tan cerdas. Él me miraba y podía percibir de reojo su asombro, su turbación. Nunca habría imaginado que otro tío podría llevarle a experimentar tanto placer.

Entretanto, él cogió mi rabo y lo apretó con fuerza, iniciando una potente paja que estuvo a punto de hacer que me corriera. Afortunadamente, fui capaz de contener la eyaculación, porque no quería que eso acabase ahí. Cogí su rabo y empecé a pajearlo también. Ambos quedamos frente a frente, con nuestras manos en las pollas del otro, ejerciendo presión y fuerza, y mirándonos fijamente. Estuvimos así unos minutos. Me habría apetecido sepultar mi lengua en su boca, lamer su barba, pero entendí que aquello no estaba en los planes de mi vecino, así que me contuve.

No dudé en lanzar, eso sí, espesos lapos sobre su polla y la mía, para hacer más húmedas y placenteras esas pajas mutuas que nos estábamos regalando. De pronto, cuando estábamos frente a frente, algo inesperado sucedió.  Emilio soltó repentinamente un lapo que cayó sobre mi cara. Tras la sorpresa inicial, lo miré desafiante y le escupí. Con mi mano libre restregué el lapo por su cara y por su barba. Entonces, él reaccionó dándome una hostia en la cara, no excesivamente fuerte, pero sí lo suficientemente potente, como para dejar una ligera sensación de picor sobre mi mejilla. Mi reacción no se hizo esperar: le pegué otro hostión en la cara, que quedó un poco amortiguado por la defensa de la espesa barba.

  • ¿Te va la marcha, eh, cabrón?

Un ligero asentimiento, con cara de vicio, fue mi única respuesta, suficiente para que mi vecino estampase su manaza abierta sobre uno de mis cachetes, haciendo que lanzase un gemido a medio camino entre el dolor y el placer.  Al tiempo, empezó a oprimir mi polla y mis huevos, con la fuerza de una prensa hidráulica. Un nuevo cachete, otro, otro más… Yo no paraba de gemir y me sentía abandonado al placer. Estrujé su polla sin compasión y a él también pareció excitarle ir un poco más lejos, empezar a sobrepasar los límites del dolor. Intuí cuál era su juego y fui yo quién le dio un manotazo sin piedad en el cachete que, minutos atrás, había lamido con delicadeza. Él me dio un par de ellos más. Una mirada desafiante, un lapo, otro, una hostia, un pellizco sin piedad por mi parte sobre su empitonado pezón, otro… Nos habíamos convertido en dos machos rivales, estábamos dándonos placer pero, al tiempo, estábamos compitiendo por ver quién tenía más fuerza. Su superioridad física era manifiesta, pero mi mayor estatura me colocaba en una posición de ventaja. Éramos dos 'chulitos’ pugnando por ver quién tenía más cojones. Ese juego tan morboso me puso a mil. Podía sentir la lefa acumulándose en mis huevos segundo a segundo. De hecho, los sentía duros, pesados y ardientes, a pesar de la exagerada presión que Emilio estaba ejerciendo sobre ellos con su manaza.

No sé cuántas hostias y lapos nos estampamos mutuamente, pero no fueron pocas. Hubo algún que otro golpe, no tan potente, en la tripa y en el pecho, de los que yo salí peor parado, ya que mi vecino tenía una constitución más recia, capaz de acolchar las acometidas de mi puño. Hasta entonces, nunca había jugado a ese perverso juego de rivalidad y violenta dominación, pero empezaba a disfrutarlo y la prueba era que mi polla estaba a punto de reventar.

  • Eres un hijo de puta vicioso – me espetó a la cara como conclusión de aquel juego.

  • No más que tú –respondí desafiante.

Repentinamente, su rostro se convirtió en el de una auténtica bestia. Levantó su fortísimo brazo y lo envolvió alrededor de mi cuello ejerciendo una presión que casi me cortó la respiración. Soltó mi polla y, con la mano libre, empujó violentamente mi cabeza hacia abajo, obligándome a arrodillarme y postrarme a sus pies, con mi cara a escasos centímetros de su polla babeante.

  • ¡Te vas a tragar tus palabras, hijoputa! ¡Pero primero te vas a tragar mi lefote, cabrón!

Cuando me tuvo en la posición que deseaba, empezó a pajearse él mismo con una rabia incontrolable. Algunas gotas de humedad chocaron contra mi cara, como anticipo de lo que no tardó en llegar, una sucesión de trallazos de espesa lefa que acabaron en mi cara y en mi pecho, quemándome al entrar en contacto con mi piel. El morbo de la situación provocó mi propia eyaculación, que cayó al suelo o, al menos, es lo que me pareció.

  • Hijoputa, me has manchado las zapas con tu mierda de lefa- dijo mientras miraba hacia el suelo con la cara desencajada.  ¡Ahora me las vas a limpiar bien, cabrón!

En efecto, al correrme, algunas gotas de semen habían caído sobre sus zapatillas de deporte, así que en un acto rápido, empujó mi cabeza hasta el suelo y me puso a lamerle las zapas. Aquello era asqueroso, estaba pasando mi lengua por unas apestosas zapatillas de deporte manchadas de semen; el sabor era repugnante, entre agrio y salado, pero estaba obteniendo un malsano placer al sentir la presión de su mano sobre mi cabeza, obligándome a comer mi propio semen sobre sus zapatillas. Limpié primero una y después otra hasta dejarlas impolutas. Mi lengua estaba cuarteada por el contacto de la piel y notaba un desagradable sabor en la boca, pero mi recompensa llegó pronto, porque cuando hube finalizado, Emilio dejó de ejercer presión sobre mi cabeza y me dejó incorporarme. Podía verle de pie, con su torso peludo, sus poderosas pantorrillas y la polla todavía morcillona, goteando los últimos restos de semen. Cuando estuve de rodillas frente a él, empezó a restregar su lefa contra mi cara y a darme palmaditas en la cara:

  • Bien hecho, chaval; sí, señor, bien hecho…

………………………………………………………………………………………………………………………………………………

  • Oye, ¿qué pasa? ¿Estás bien?

Al abrir los ojos, me encontré con la cara de Emilio a veinte centímetros escasos de mi cara. Lo primero en lo que reparé fue su toalla blanca envuelta al cuello. Podría haber contado incluso las canas de su barba, dada la cercanía. Estaba aturdido y asustado, sin saber muy bien qué había pasado. Tenía la cara húmeda; intuí que me había echado encima su botella de agua y me daba palmaditas sobre las mejillas:

  • Tío, te has desmayado, mientras hacías pesas. Menos mal que te estaba echando una mano, porque si no, te habría caído la pesa encima y te habría machacado. Ya te dije que no debías poner tanto peso, macho. Has estado inconsciente unos minutos… Empezaba a asustarme. Te ha debido dar un bajón de tensión o algo por el estilo. ¿Quieres que suba a casa y te baje una ‘Coca-Cola’? En todo caso, deberías tomar algo, en serio…

  • No… No… Estoy bien – tartamudeé mientras él esbozaba una sonrisa, contento, al parecer, de que me hubiera recuperado. Creo que será mejor que suba a casa, descanse un poco y tome algo.

  • Sí, claro, deja las pesas por hoy y descansa, macho – siguió sonriendo.

  • Bueno, será mejor que me suba entonces…

  • Espera, no te vas a ir solo. Te acompaño; además, que así cerramos esto, que el portero no está y no podemos dejarlo abierto. Levántate despacio.

Emilio me echó un brazo alrededor del cuello y me ayudó a incorporarme.  Cuando lo hacía, sentí una molesta sensación de humedad en la entrepierna. ¡Dios! Es imposible que me hubiera corrido en los calzoncillos. Por un momento, me alegré de llevar ropa interior ajustada ya que así, al menos, la humedad no se percibiría desde fuera. Es más, si había estado empalmado durante ese lapso de tiempo en el que había estado desmayado, es materialmente imposible que mi vecino se hubiera dado cuenta. Notaba un calor ardiente pegando los pelos de mi pubis con la polla todavía morcillona y una humedad templada avanzar por mis cojones. El calzoncillo estaba empapado, podía sentirlo.

Nos dirigimos hacia la puerta, apagamos las luces y cerramos el gym. Emilio llamó al ascensor y éste no tardó en bajar, alumbrándonos, al abrirse la puerta automática, con un potente chorro de luz halógena…

[TAL VEZ CONTINÚE…]