Emilia Minor Y El Praefectus Praetorium

La verdadera historia de la caída de Sejano.

Emilia Minor Y El Praefectus Praetorium

Saludos, lictores. Los juegos de azar no son muy aconsejables, podéis perder más que pasta o posesiones, dicho eso; aquí no habrá ninguna referencia a dichos juegos. Usare un poco de información histórica de mis archivos (cerebro) para dar forma a este relato, lo demás no será fiel a la Historia pero espero que les guste el resultado. Lamento el retraso, el trabajo y la salud no han estado muy bondadosos...

Parte I – Los Hechos

Roma, 31 d.C. Año 17 de Tiberio César, quien para aquel entonces llevaba cinco largos años retirado en la isla de Capri y el Prefecto del Pretorio, Lucio Elio Sejano; se encontraba en el cenit de su poder. El líder de la Guardia Pretoriana había sembrado el terror con una serie de ejecuciones entre las clases senatorial y de los équites con miras de asegurar su creciente poder y, eventualmente; reemplazar al César como nuevo Princeps. Siendo ya Tiberio de 70 años, la posibilidad de que Sejano asumiese el poder de iure era inquietante, al igual que espeluznante.

Tras asumir el consulado in absentia , junto a Tiberio; los temores de los senadores se habían hecho realidad. Prontamente, muchos se confabularon para buscar la manera de minar la credibilidad de Sejano y propiciar su caída. La gota que rebosó la copa, escultores y artesanos trabajando no solo en el Foro, sino en muchas partes de la Urbe, erigiendo estatuas ya no en honor a Tiberio, sino de Sejano exclusivamente; como si aquel fuese digno de tales honores. También su prepotencia le hacía actuar como si de verdad fuese el Princeps, y muchos senadores a su pesar; además de sus partidarios, le trataban como tal.

Lucio Emilio Nerón, de la gens (familia) Emilia, era un importante miembro del Senado y patricio acaudalado. Había logrado resistir los intentos del regente Sejano de confiscar sus bienes y de condena, gracias al decidido apoyo de sus colegas, al ser un hombre intachable. Pero el pretoriano no descansaría hasta lograr su cometido. En la primera sesión luego de haber sido investido con los poderes consulares, los senadores aguardaban la llegada de Sejano, murmurando en silencio.

“Debemos detener este ultraje. En los días de Augusto esta situación sería inaceptable,” susurró Lucio Emilio al senador a su lado.

“Es nuestro deber, pero me temo que Sejano ha concentrado el poder en sus manos, incluso controlando la correspondencia privada de César,” respondió Cayo Claudio Quinto, otro influyente senador.

“No existe suficiente oro en Roma para comprar voluntades?” cuestionó Lucio Emilio a su par.

“Si os referís a sobornar a los soldados de Sejano…” murmuró Cayo Claudio, con cierto temor.

Lucio Emilio le miró con énfasis, pero lo que estaba a punto de decir murió en sus labios, pues las puertas se abrieron y primero entró la escolta de lictores. Doce, para ser exactos, y tras ellos; Sejano en persona. Dos pretorianos cerraban la marcha y un revuelo se apoderó de los senadores.

“Sacrilegio, sacrilegio, como osan estos soldados a violar el suelo sagrado de este recinto!?” exclamó un senador, en referencia a los pretorianos que escoltaban a Sejano, armados con sus gladius a los costados.

Sejano, hombre blanco corpulento de mediana edad, de cabello corto castaño, ojos castaños y vestido con la laticlavia, con una suave carcajada, no respondió de inmediato y ascendió los escalones para ocupar su lugar, por encima de los tribunos. Los pretorianos, en un gesto poco habitual e igualmente reprochable, sostuvieron los fasces y se colocaron a cada lado del regente. Pero es que desde el inicio del reinado de Tiberio, los pretorianos ya no guardaban las formas ni tradiciones republicanas.

“Algún inconveniente, senador? Estos hombres de mi confianza, están aquí por su seguridad, y la mía,” respondió Sejano.

“Usted con sus actos profana el suelo sagrado del Senado!” siguió quejándose el senador.

“Se atreve usted a cuestionar mis actos? Si osáis criticarme, también criticáis a César, quien me ha declarado su compañero,” afirmó Sejano y el miedo se reflejó en las arrugas del senador, que volvió a sentarse.

Tomando asiento, el pretoriano miró a todos los senadores minuciosamente. Sus ojos parecían escrutar y detectar los miedos de aquellos hombres que, presa del terror; no sabían cómo refrenar su proceder y con una sonrisa de autosuficiencia, Sejano se aclaró la garganta para abrir la sesión.

“Senadores. Los he convocado en este día, para discutir diversas medidas que he de proclamar. Espero, por su bien, contar con su apoyo irrestricto,” dijo Sejano en voz alta.

Los senadores se miraron unos a otros, con la inquietud reflejada en sus rostros. Algunos fruncían el entrecejo, conscientes de que aquellas palabras no les dejaba sino solo una opción, plegarse a la voluntad del gobernante o sufrir las consecuencias.

“Primeramente, debatiremos acerca de las vacantes en la administración de la Urbe… debido a los lamentables acontecimientos que han ocurrido,” siguió el prefecto e hizo una pausa, al recordar la última oleada de ejecuciones sumarias, “Entre esas vacantes se encuentra la de Prefecto de la Urbe, para la cual; en consejo con Tiberio, hallamos a la persona idónea.”

Los senadores aguardaron en silencio hasta que el prefecto/cónsul se decidió a continuar.

“Designaré a Cneo Quinto Leto como nuevo Prefecto de la Urbe, el cual quedara a cargo de los asuntos de Roma y junto a los demás oficiales subordinados, garantizaran el orden y el abastecimiento de víveres en la ciudad,” anunció el prefecto con gran pompa.

Nuevamente, muchos senadores se miraron perplejos. Ninguno de ellos conocía a dicho Cneo, con lo que sus dudas aumentaron. Lucio Emilio Nerón se puso de pie y Sejano le concedió el derecho de palabra con un movimiento de la mano.

“Y podría decirnos, Sejano; quien es este Leto?” preguntó Lucio Emilio.

Con una sonrisa y mirando por encima del hombro, el pretoriano a su izquierda dejó el fasces que sostenía en el suelo.

“Senadores, he aquí al nuevo Prefecto de la Urbe…” proclamó Sejano, apoyando su mano en el hombro del soldado.

Un murmullo se escuchó en la sala. Muchos senadores se hallaban consternados por la identidad del nuevo Prefecto, el cual obviamente no cumplía con los requisitos mínimos para el cargo. Lucio Emilio Nerón vociferaba improperios al Prefecto del Pretorio, el cual solo reía y haciendo señas a sus senadores aliados, estos guardaron silencio y los demás fueron siguiendo, hasta que solo se escuchó la voz del senador.

“…es una vergüenza. No crea que por haber sido adoptado por una noble gens, usted gozara de nuestro respeto, vulgar matón, injuriador, adúltero, ladrón, enemigo del Senado y del pueblo de Roma, de todos los que…”

Todas esas palabras le dieron la oportunidad que tanto había buscado, y que con la fútil excusa de la vacante en el gobierno, ahora Sejano no dejaría pasar.

“Me parece, senador Nerón, que usted ha incurrido en un grave delito,” interrumpió Sejano con tono formal y relajado.

La mirada del viejo senador reflejaba enojo y sorpresa.

“Que villanía es esta!? No ose cometer una locura, yo no he cometido ningún delito al defender la libertad!!” exclamo airado Lucio Emilio.

“Estarán de acuerdo, senadores,” empezó a decir Sejano, mirando a su facción, “Que el senador Nerón ha incurrido en el delito de lesa majestad, el cual es un delito que acarrea la pena de muerte,” explicó el prefecto. Su facción mostró su apoyo y Lucio Emilio, indignado, agitó el puño violentamente contra el cónsul.

“Mentiras!! Usted no es el Princeps, solo es un asqueroso y vil tirano, como César!!”

“Como Cónsul, estoy protegido por la Lex Majestas, al igual que nuestro afable y magno Tiberio César. Lictores, arresten al senador Nerón,” ordenó el pretoriano y cuatro lictores, que se habían estado acercando en silencio, se echaron sobre el viejo senador.

Tras un breve forcejeo, consiguieron someterlo, a pesar de las exclamaciones de indignación y protesta de algunos senadores por la forma en la que Lucio Emilio fue arrestado. Nerón fue sacado del recinto en medio de gritos e insultos, en tanto Sejano se sentó en la silla curul.

“Bien. El segundo punto de interés a discutir será la aprobación de un senadoconsulto, para confiscar los bienes del senador Lucio Emilio Nerón. Los que estén de acuerdo, manifestaos con la señal de costumbre,” dijo el cónsul y levantó la mano.

Inmediatamente, la facción de Sejano levantó las manos, secundando la voluntad de su jefe. Poco a poco, senadores partidarios de la gens Julia dieron sus votos de aprobación. Casi como impulsados por ese gesto abrumador, senadores pertenecientes a la gens Claudia dieron su beneplácito. Unos pocos senadores, entre los que figuraba Cayo Claudio Quinto, el único de los Claudios que se abstuvo de votar; miraron a todos los demás.

“Está decidido. Por mi autoridad y la autoridad de Tiberio César, el Senado y el pueblo romano, inscríbase en tablillas de bronce el acuerdo por mayoría, acerca del arresto y ejecución de Lucio Emilio Nerón, por el delito de lesa majestad, que así quede escrito y sea cumplido al ser depositadas las tablas en el Templo de la Concordia,” indicó Sejano.

En aquel momento, de haber tenido mayor coraje, Cayo Claudio hubiese defendido abiertamente a su amigo; víctima de una injusticia pero en ese instante era una locura. Con gestos discretos, sus aliados entendieron y procedieron a abandonar sus lugares en señal de protesta.

Sejano, con una sonrisa en su rostro ambicioso, permaneció en silencio mientras veía marcharse al reducido grupo de senadores.

El debate prosiguió sin ninguna otra interrupción. Sejano logró todos sus objetivos para ese día y algunos senadores de su facción alabaron su benévolo modo de gobernar. Tras pasar gran parte del día en el Senado, al atardecer los senadores se retiraron del lugar para descansar. Sejano conversó con un par de sus hombres de confianza para reunirse al día siguiente y preparar el siguiente golpe contra la escasa oposición a su poder supremo.

Al terminar, el prefecto, escoltado por sus lictores y pretorianos; regresaron al palacio imperial. Recibido por sus siervos, Sejano se dirigió a sus aposentos, su querida esposa Claudia Livia, conocida por todos en la familia imperial como Livila, sobrina de Tiberio, le esperaba.

“Amado esposo, que tal fue tu día?” preguntó Livila con cierta ansiedad y una sonrisa.

Livila, unos años menor que Sejano, era más baja que él en estatura. Sus cabellos rubios ondulados eran largos, y caían por su espalda. Su piel pálida realzaba su hermosura, mayor que la de su difunta hermana Agripina; exiliada y ejecutada por órdenes de su tío y su propio esposo el año anterior, y sus ojos azules eran como un par de gemas preciosas. A pesar de ya no ser tan joven, aun retenía su gran belleza. De pechos medianos, su figura esbelta era la envidia de las mujeres de la familia imperial y de toda la Urbe, que deseaban verse como ella a sus 43 años.

“Nada mal, de hecho. Hoy logré hacer arrestar a Lucio Emilio Nerón, después de tanto tiempo,” respondió su esposo.

Poniéndose de pie, fue hasta su esposo y le abrazó.

“Sabía que lo conseguirías. Nada se te escapa, ni siquiera un insignificante y anciano senador,” dijo Livila con regocijo.

“Lo sé, Livila, lo sé. Tal vez hubiese sido más rápido una falsa acusación,” admitió Sejano.

“Pero los dioses lo quisieron de esta manera. Además, te tengo un regalo,” comentó Livila.

“Y qué clase de regalo?” le preguntó el pretoriano.

Separándose de su esposo, Livila fue hasta una mesa que estaba cerca, cubierta por una manta. Levantándola, dejó al descubierto una corona de laurel, hecha de oro.

De regresó frente a él, ella le puso la corona en la cabeza. Sejano y Livila se sonrieron mutuamente.

“El verdadero Princeps merece una corona acorde a su estatus…” afirmó ella.

Sejano volvió a sonreír y después, él mismo se quitó la corona y la puso sobre la cabeza de su mujer.

“Tú eres mi verdadera corona, la mujer más hermosa en todo el Imperio,” dijo Sejano.

“Te amo… tú lo sabes, y siempre estaremos juntos,” respondió Livila y se besaron.

Unos minutos después se separaron y él, más serio, colocó sus manos en sus mejillas.

“Es hora de la comida, quiero que todos estén presentes, después de todo, somos una familia.”

Besando sus manos, Livila se alejó y mandó a uno de sus libertos para que se preparase la mesa. En tanto Sejano se despojaba de la toga y manto, se vistió con una túnica más sencilla, y siguió a su mujer hasta el salón.

Uno a uno, los pocos miembros de la familia imperial que habían sobrevivido a las purgas internas y “enfermedades” inusuales hicieron acto de presencia. Antonia La Menor, su suegra, fue la primera en llegar. Al igual que su hija Livila; conservaba algo de su cabellera rubia, mayormente gris a esas alturas, era alta y en su mirada siempre se atisbaba algo de orgullo. Después llegaron los hijos del gran Germánico, Cayo César, llamado Calígula; y sus hermanas, Julia Livila, Julia Drusila y Agripina La Menor. Estos lucían expresiones algo temerosas, ya que eran poco más que prisioneros de Tiberio y Sejano en el palacio, con permanente escolta de los pretorianos.

Drusila y Agripina eran las más hermosas, pero Julia era la más dulce de ellas. Cuando todos creyeron que nadie más vendría, apareció Claudio. Su andar era algo desgarbado, y a pesar de su edad, se le notaba siempre temeroso y vacilante. Al ver a su hijo, Antonia adoptó una expresión de asco e incluso evitó que se sentase a su lado, Sejano rió por lo bajo y el mismo gesto se repitió cuando el pobre Claudio trató de sentarse junto a su hermana Livila. Finalmente, terminó ocupando un asiento al lado de Cayo César, quien palmeó el hombro de su tío.

“Y ese estúpido que hace aquí?” preguntó Antonia a Sejano.

“Antonia, Antonia… no es necesario ser tan dura con él. Es tu hijo, y como recientemente habréis oído, su casa sufrió en el último incendio. Yo le mande a llamar,” contestó el prefecto.

Antonia no dijo nada y bajó la mirada, para evitar contacto visual con Claudio. Livila negó con la cabeza, mirando a su esposo, que restó importancia al asunto. Aparentemente Claudio era el último en llegar, puesto que Tiberio Gemelo; el hijo de Livila y Druso, se hallaba en Capri junto a su abuelo. Dando la señal, los sirvientes se apartaron de la mesa y ocuparon sus lugares en rincones alejados, listos para cualquier llamada de los miembros de la familia imperial, al igual que la escolta pretoriana.

La comida transcurrió casi en silencio, solo Sejano hablaba, haciendo una lista de los hechos del día en el Senado o algún comentario dirigido a las traumadas hijas de Germánico, que no respondían. Pronto Claudio y Cayo César intercambiaron susurros y Sejano les miró detenidamente con cierta curiosidad.

“Cualquiera que sea vuestro asunto, podéis compartirlo con todos,” aclaró el prefecto.

“Sí, es cierto…” murmuró Cayo César, mirando a Sejano, “Quisiera decirles que esta será mi última comida en el palacio,” agregó.

Ninguno se quedó indiferente a las palabras del joven, incluido el prefecto.

“Porque tenéis esa impresión? Os pasa algo?” inquirió Sejano.

“Mañana saldré rumbo a Capri, para vivir junto a mi tío abuelo,” respondió Cayo César.

Sejano evitó hacer cualquier gesto de contrariedad, y en lugar de ello sonrió con cierta hipocresía.

“César no me ha escrito en relación a este deseo vuestro,” respondió Sejano.

“No eres el único que mantiene correspondencia con César,” contestó Cayo con cierta altivez y satisfacción en su mirada.

El prefecto ocultó su enojo todo lo que pudo, era evidente que no se esperaba aquello y el que uno de los hijos de Germánico estuviese fuera de su estrecha vigilancia le preocupaba, tanto como la inquietante y silenciosa aprobación de Tiberio, bien sabía él que no se fiaba de Cayo por su condición de hijo de su finado hijo adoptivo.

“Si me lo permitís, podrás ir rumbo a Capri una vez me asegure que a tu abuelo le parece vuestra sugerencia,” dijo Sejano, en una tentativa por retenerle.

“Me temo que no será así. Solicitó y dispuso que saliese mañana mismo, una comitiva suya llegará mañana a Roma,” explicó el joven y Sejano, derrotado, permaneció en silencio.

La tensión se podía sentir en la mesa. Las hermanas de Cayo dejaron de comer, mirando la expresión aparentemente tranquila de Sejano, pero cualquier otra incomoda conversación podía hacer saltar todo por los aires.

En ese instante, al pobre Claudio; que era muy torpe, se le derramó la copa y el vino se esparció rápidamente por la mesa. Sejano se puso de pie de golpe y descargó el puño cerrado sobre la mesa.

“Escoria inútil! Largaos antes de que ordene ejecutaros!” gritó Sejano fuera de sí por la rabia.

Claudio, nervioso y pálido, se levantó torpemente de la mesa y se marchó a toda prisa. Antonia, sorprendida por la reacción violenta del prefecto, le miró con prudencia pero no dijo nada en defensa de su hijo. Livila en cambio, posó su mano sobre el puño de su esposo y este, resoplando como un animal furioso, se sentó de nuevo. Los hermanos, aterrados por la reacción, no dijeron nada más y terminaron su comida en silencio.

Parte II – La Conspiración

Lejos del palacio imperial, en la casa del senador Cayo Claudio Quinto, un grupo de 20 senadores estaban reunidos y murmurando entre sí. Discutían que hacer acerca de Sejano y cada sugerencia era peor que la anterior y más desesperada. Finalmente, Sexto Albino Clodio; se aclaró la garganta y los demás enmudecieron.

“Senadores. Alguien ha informado a la mujer del senador Nerón sobre su arresto?” preguntó.

Cayo Claudio negó con la cabeza.

“Mi idea está muy ligada a la familia imperial. Sabemos que Antonia no aprueba a Sejano, pero ella es una mujer anciana, y por consiguiente, no puede instigar una conspiración de gran magnitud para derrocar a su yerno,” explicó.

“Crees que el hijo del general Germánico sea una opción?” preguntó el senador Marco Terencio Metelo.

“Es una de ellas, pero el muchacho no tiene experiencia política. Tiberio Gemelo es otra, pero ya hace tiempo que reside en Capri junto a César y es más joven que Cayo César. Además, sobornar a sus hombres no dará resultado,” continuó Sexto Albino.

“Hay que recurrir a Tiberio,” se dejaron oír varias voces.

“Me temo que esa, no es una opción probable; senadores… por el momento,” aseguró Sexto Albino, “El Princeps está aislado gracias a las maniobras de Sejano, nuestra correspondencia también es inspeccionada por sus pretorianos, sería una locura enviar libertos a Capri sin que él se dé cuenta,” añadió el senador.

“No estas siendo de mucha ayuda, senador Clodio,” se quejó Cayo Claudio y varias voces se dejaron oír en apoyo, “No podemos seguir siendo pasivos ante la tiranía de un simple usurpador,” indicó el senador.

De nuevo, los senadores comenzaron a discutir entre sí, contendiendo y buscando posibles soluciones.

“Yo puedo hablar con Antonia. Si tenemos su respaldo, estoy seguro que más personas nos darán su apoyo,” admitió el senador Cayo Casio Longino, descendiente de uno de los asesinos de Julio César.

Varias voces dieron el visto bueno. Sin embargo, otro senador; Marco Claudio Emiliano, otrora primo natural del senador Nerón antes de ser adoptado por la gens Claudia, se había quedado congelado al oír la palabra pasivos; había tenido una magnífica idea al escuchar esa palabra y sabía que se debía hacer para deshonrar a Sejano en el Senado.

“Sabemos que Sejano y sus hombres planean derrocar a Tiberio,” empezó a decir Marco Claudio y los demás callaron para oírle, “Solamente necesitamos la manera de enviar un mensaje a Capri para alertar a César sobre esta conjura. Si contamos con el apoyo de Antonia, seguro ella podría facilitarnos medios para enviar esta información y sobre el propio Sejano, los dioses han iluminado mi saber para mostrarme cómo podemos humillarle,” terminó de explicar.

“Y cómo minaríamos su prestigio ante sus aliados?” quiso saber el senador Cayo Claudio.

“Iré a ver a la mujer del senador Nerón, Emilia. Debo ser yo quien le dé la lamentable noticia de su arresto,” contestó Marco Claudio y sin más, abandonó la reunión.

Al amparo de la oscuridad, Marco Claudio y su liberto de confianza Vinicio, realizaron el trayecto hasta la casa del senador Nerón, teniendo mucho cuidado de esquivar a los patrullas de pretorianos y de los vigiles que patrullaban por toda la Urbe. Una sirvienta de la casa abrió la puerta y les condujo hasta Emilia, de 60 años; que estaba visiblemente preocupada ante la ausencia de noticias de su esposo.

Marco Claudio le saludó y le dio la lamentable noticia. Tras consolarla, el senador preguntó a Emilia por su hija, Emilia La Menor y está mando a llamarla. La mujer, de 29 años; era una de las mujeres más hermosas en Roma y, prodigio inusual para su edad, aún seguía soltera. De cabello castaño rojizo largo y ondulado, su piel era clara y sus ojos verdes, muy vividos. Sus senos eran grandes y difíciles de ocultar bajo su ropa, la figura era esbelta y sinuosa, terminando en una cintura estrecha, anchas caderas, piernas largas y un culo que atraía miradas lujuriosas. La muchacha, desconcertada por ser llamada tan tarde, ocupo una silla al lado de su madre.

El senador volvió a repetir lo sucedido y la joven Emilia se tapó la boca con las manos, horrorizada. Pero también se pudo atisbar una rabia en ella, inusual para una dama romana de su categoría.

“Y porque me dices esto? Sabes que yo no puedo hacer nada al respecto,” dijo Emilia La Menor.

“De eso nada. Vine aquí, porque sé que puedes ser de gran ayuda, solo tú puedes hacer que Sejano sea censurado por su comportamiento,” dijo Marco Claudio.

“De verdad? Que le hace pensar eso, senador Emiliano ?” preguntó la mujer con altivez.

“Emilia!” exclamó en voz baja su madre, ante el irrespeto que mostraba su hija frente a un senador al recordarle su anterior filiación.

“Descuida, Emilia. Vuestra hija tiene algo de razón, pero solo te puedo decir esto, yo te conozco muy bien, y sé de qué eres capaz,” dijo Marco Claudio y luego se levantó y se acercó hasta poner su boca cerca del oído de la joven Emilia, “No creas que no os vi junto a aquel joven, por un momento pensé que eras tú la que gemía de placer al recibir por el culo,” dijo en un susurro.

Emilia le miró con cierto nerviosismo, no pensaba que alguien además de su padre y madre supiese la verdadera razón de permanecer soltera.

“Ya veo lo que quiere decir, senador Claudio. Estaré dispuesta a ser útil, si es lo que desea,” respondió Emilia La Menor, que no podía decirse estar obligada a ello. Su madre le miró con cierta estupefacción ante el radical cambio de opinión de su hija.

“Muy bien, enviare a Vinicio por ti cuando sea el momento apropiado, para discutir los detalles… Emilia, fue un placer veros,” dijo el senador despidiéndose de su madre.

Parte III – El Mensaje

Al día siguiente, tras ver a Cayo César marcharse junto a los hombres de Tiberio, la ira en Sejano creció sobremanera y ordenó azotar con varas al senador Lucio Emilio Nerón, en contra de las ancestrales leyes romanas. El verdugo no se detuvo hasta que el viejo senador yacía muerto y atado al poste, con la espalda magullada y desgarrada, la sangre fluyendo a raudales de su espalda. Al ver tan atroz castigo, Emilia La Menor se convenció de que la idea del senador Marco Claudio era la ideal.

Al mismo tiempo, el senador Cayo Casio Longino visitó a Antonia La Menor, acompañado por un liberto que había sido testigo de una conversación delicada entre Livila y Sejano. Al descubrirse la verdadera causa de la muerte de Druso El Joven, la mujer dio su apoyo decidido a la conspiración contra Sejano y ella misma se encargaría de ir hasta Tiberio. Mintiendo acerca de su verdadero destino, la mujer; acompañada por el liberto Palas, viajó con rapidez hasta la costa de Campania y abordó una barca con destino al retiro de Tiberio.

Tras mucho rogar, los soldados le permitieron desembarcar y tener audiencia con el anciano Princeps. En Villa Jovis, Antonia recorrió los vestíbulos de la sombría pero lujosa villa, decorada con estatuas y mosaicos, hasta llegar a una pequeña sala en penumbra, iluminada pobremente por un par de antorchas al fondo de la pared. La silueta de una silla bellamente decorada se podía observar, y en ella, alguien sentado. Antonia avanzó con cautela hasta que una voz ronca y cansada le hizo detenerse.

“No esperaba volver a verte… Antonia,” dijo Tiberio.

La mujer se detuvo en seco e inclinó la cabeza, en señal de respeto.

“Tampoco esperaba venir aquí, pero las circunstancias no me han dejado otra opción,” respondió Antonia.

“Que circunstancias?” inquirió el Princeps al mismo tiempo que se ponía de pie.

“Acaso no lo sabes? Sejano ha sembrado el terror en Roma, con tu consentimiento. Miles de personas han sido ejecutadas con tu aprobación, y el poder del pretoriano ha crecido hasta superar el vuestro,” contestó la mujer.

Tiberio se acercó un poco más, y Antonia fue capaz de verle con mayor detalle. Un poco más calvo desde la última vez que lo vio, con arrugas y manchas rosadas en la cara, producto de las continuas ulceras que le afeaban el rostro. Vestía la toga del Sumo Pontífice.

“Mi compañero Sejano me representa en la Urbe. Sabes que desde la muerte de Druso, la política no me interesa,” aclaró César.

“Y si te dijese que Sejano y mi hija Livila, fueron los responsables de la muerte de vuestro querido Druso?” dijo Antonia.

La mirada de Tiberio, al escuchar esas palabras, se demudó y su mano derecha comenzó a temblar un poco, por la rabia.

“Habla…” dijo el anciano con fuego en la mirada.

Parte IV – Lo Que La Historia No Supo

Unas semanas después del viaje de Antonia a Capri, los mensajeros de Tiberio llegaron a Roma con dos cartas con una diferencia de tres días. Dirigidas tanto a Sejano como a los miembros del Senado, la primera carta fue leída en voz alta por el cuestor antes de la apertura de la sesión.

“Tiberio Julio César Augusto, Princeps, Imperator, Imperio sobre todos los procónsules, Potestad Tribunicia, Sumo Pontífice, Cónsul V in absentia , Hijo del dios Augusto, a mi compañero Sejano Cónsul, Prefecto del Pretorio, al Senado y al pueblo de Roma. He aquí, por la gracia de todos los dioses me encuentro bien, y por medio de estas palabras quisiera mostrar mi apoyo decidido e inquebrantable a Lucio Elio Sejano, mi compañero y colega en el consulado, que debido a mi ausencia voluntaria de la Urbe, ejerce de manera loable y prudente. El obedecer su voluntad, es obedecerme a mí directamente, pues a él he dejado a cargo de vosotros. Sin nada más que añadir, y con la esperanza de regresar a vosotros algún día,” terminó de leer el cuestor a los atónitos senadores.

Con una sonrisa de satisfacción, Sejano contempló a los senadores disidentes, en concreto al senador Cayo Claudio Quinto, quien tras la ejecución del senador Nerón, era el rostro visible que se oponía a su poder.

“He aquí vuestra prueba. César aprobándome y haciendo énfasis en mi preeminencia sobre vosotros. Todos aquellos que se nieguen a su voluntad, serán castigados conforme lo dictan nuestras leyes… Ave César!” exclamó el prefecto y los demás senadores le imitaron.

Tras varias horas de debates y discusiones, Sejano logró promover a muchos de sus colaboradores con el beneplácito de los senadores disidentes. Aquella carta había arrebatado a muchos las esperanzas e ideas como el suicidio parecía cercanas y hasta admisibles.

Ya al caer la noche, los senadores abandonaron el recinto para dirigirse a sus casas. Sejano, escoltado por lictores y pretorianos; se encaminó hacia las Termas de Agripa como era su costumbre en las calendas de cada mes. A la distancia, el senador Marco Claudio observó la comitiva consular y mandó a buscar al liberto Vinicio.

Dando la orden, varios de sus libertos ralentizaron la marcha del séquito de Sejano con distintas acusaciones falaces y conspiraciones imaginarias; mientras Vinicio buscaba a la joven Emilia. Una vez reunidos en las cercanías de la entrada a las Termas, en senador instruyó a la mujer para esperar dentro a Sejano y luego “hiciese lo que debía hacer”. Con la duda de si los hombres del prefecto no se quedarían junto a su líder, el senador respondió que después de asegurarse que el lugar estuviese vacío, los pretorianos y lictores se apostaban a las afueras de los baños para evitar que interrumpiesen su privacidad.

Pero Emilia, con las dudas y el miedo reflejado en su bello rostro, parecía no querer dar un paso en dirección a las termas. Habiéndose deshecho de las molestas y continuas interrupciones, Sejano se había puesto en marcha junto a sus soldados y estaba cerca; Marco Claudio comenzaba a impacientarse y en susurros trataba de instar a la dama a colarse en los baños. Emilia, negando con la cabeza repetidamente, se acobardó.

“Lo siento, senador Claudio, no creo que pueda hacer esto, es muy arriesgado,” dijo la mujer.

“No es momento de dramatismos de mujeres. Es momento de que hagas algo, no quieres venganza por lo de vuestro padre?” cuestionó el senador.

“Por Marte Vengador, claro que sí. Usted no sabe cuánto odio a ese hombre, pero esto es muy arriesgado, y si me atrapan?”

“Es preferible que mueras por la libertad, que vivir en tiranía,” comentó Marco Claudio.

Ofendida, Emilia dio un par de pasos lejos del senador.

“Claro, lo dice alguien que no se atreve a retar a un tirano sin artimañas, no?” dijo Emilia y acto seguido, giró sobre sí misma y se marchó, cubriéndose la cabeza con su manto.

Mientras la veía alejarse a toda prisa, el senador suspiró abatido y murmuró para sí, “Mujeres… nunca entenderán de política.”

Al día siguiente, varias protestas de la plebe fueron duramente reprimidas por la Guardia Pretoriana. Sejano en persona comandó a sus soldados, que masacraron sin miramientos a más de 2000 personas; siendo algunos arrojados a las Gemonías, y sus cadáveres despedazados terminaron en el Tíber. Los pretorianos sembraron el terror en la ciudad, a fin de evitar nuevos levantamientos populares que mostrasen el descontento de las clases bajas.

Cuando la calma regresó a la Urbe, en la siguiente sesión del Senado la segunda carta de Tiberio fue leída, y aquello en cierto modo significó el principio del fin. Entregando la carta al cuestor para que la leyese en voz alta, Sejano permaneció sentado en la silla curul, por encima de los tribunos, escuchando en silencio el contenido de la misiva.

“Tiberio Julio César Augusto, Princeps, Hijo del dios Augusto, Imperator, Imperio sobre todos los procónsules, Potestad Tribunicia, Sumo Pontífice, Cónsul V in absentia , a mi compañero Sejano Cónsul, Prefecto del Pretorio, al Senado y al pueblo de Roma. Una vez más les escribo para expresarles que gozo de buen salud, por el favor de los dioses, y con estas palabras deseo mostrar mi total desacuerdo a las medidas y el gobierno de mi compañero Lucio Elio Sejano, a quien dejé encargado de todos los asuntos. En vista de sus acciones, me veo en la necesidad de renunciar al consulado por el cual fui electo por todos vosotros, Padres Conscriptos, así mismo espero que mi compañero Sejano renuncie al consulado para el cual fue designado. En lo sucesivo, espero que acepten mi renuncia por medio de estar carta, con efecto inmediato y una vez leídas mis palabras, es mi deseo que mi compañero proceda de igual manera. Pronto estaré de regreso a vosotros, para encargarme de todos los asuntos relacionados con el Imperio.”

Al terminar de leer, el silencio reinó en el recinto. Un gran número de senadores no habían entendido exactamente el verdadero significado de aquellas palabras, pero era seguro que nada bueno auguraba. Sejano permanecía sentado, su mirada era de completa inexpresividad, pero por dentro su ira quemaba en gran manera. Si no obedecía la orden de César, podría ser visto como un traidor y si obedecía, quedaría desprovisto de una parte de su poder, minando su credibilidad y prestigio entre sus colaboradores.

Al final, terminó renunciando pues era el menor de los males. Pero entre sus aliados, reinaba la confusión, pues creían que el prefecto había perdido el apoyo del Princeps; en lo que no se equivocaban.

Mientras sus colaboradores le abandonaban, Sejano trataba de hablar con alguno de ellos para convencerles de que nada había cambiado, pero las palabras de uno de ellos dejaron en claro cómo sería todo.

“Hasta que no aclaréis vuestra relación con César, será mejor que estemos apartados durante un tiempo,” dijo uno de los senadores y el resto le siguió, dejando al prefecto solo con su escolta pretoriana.

Entre tanto, Cayo Claudio, Marco Claudio y los hermanos Cayo y Lucio Casio Longino, quien era de rango consular; discutían sobre si entrar en acción en ese momento o visitar a Antonia en su casa y preparar un plan más comedido, tomando en consideración lo que la anciana mujer sabía de su encuentro con César. Mientras hablaban, observaron a Emilia La Menor caminando con elegancia. Vestía una suntuosa prenda color carmesí, con bordados dorados, la cual le llegaba hasta los tobillos, calzaba unas sandalias doradas trenzadas, parte de su hombro derecho estaba al descubierto, solo con un broche dorado que sujetaba el vestido. No portaba la acostumbrada estola, prenda usada por las damas romanas de gran estatus; encima de su vestido.

El senador Marco Claudio la reconoció al mirarle a la cara, ya que estaba usando una peluca rubia, imitando la apariencia de las mujeres bárbaras de Germania Magna. Sus compañeros no supieron de quien se trataba, pues la tomaron por alguna cortesana de categoría.

Emilia se acercó al pequeño grupo de senadores y se detuvo al lado de Marco Claudio.

“Senadores…” dijo la mujer con tono de respeto.

“Emilia? Vaya sorpresa! La verdad, no espera veros por aquí,” saludó Marco Claudio.

“Entonces, es cierto?” preguntó crípticamente.

Los senadores se quedaron mirando y finalmente Marco Claudio asintió.

“Si. Tiberio ha renunciado al consulado, Sejano se ha plegado a la voluntad de César,” dijo el senador.

“Cuando haréis algo? He esperado por meses debido a vuestra indolencia,” les reprochó Emilia.

“Joven Emilia, no debe precipitarse, no ignore usted como es la política de cambiante,” respondió Cayo Claudio con cierta superioridad.

“Yo solo veo a un grupo de hombres viejos, pusilánimes y faltos de todo ingenio…” dijo la mujer con cierto desprecio en la voz y mirada.

Al tratar de marcharse, Marco Claudio la sujetó con firmeza del brazo y Emilia se quejó.

“Pero que cree que está haciendo? Soltadme!”

“Sera mejor que mantengáis la compostura,” dijo el senador en voz baja, “No olvidéis que conozco vuestro secreto, eso podría arruinarte la reputación que aun tenéis por haber sido la hija de Lucio Emilio,” añadió.

Mirándole con cierta indolencia, Emilia esbozó una fina sonrisa.

“Senador… lo que usted conozca o no de mí, a nadie le va a interesar. Si crees tener al monstruo de la cadena, podrías llevaros una sorpresa,” le comentó ella.

Soltando a la mujer, Emilia miró a sus compañeros con solemnidad.

“Senadores… espero que estéis atentos y no cometáis más errores…” dijo sin más y se marchó del Foro de Augusto.

Sin siquiera comprender o al menos darle importancia a sus palabras, los cuatro senadores siguieron su conversación, a cada tanto interrumpida por las distintas cohortes pretorianas que marchaban en sus rondas de patrullaje.

Emilia se dirigió sin ningún rumbo aparente, mientras trataba en lo posible de no tener contacto físico con miembros de la plebe. Vagó por horas, hasta que le empezaron a molestar un poco las correas de las sandalias, además de rechazar numerosas ofertas de ciudadanos que creían que era una cortesana.

Finalmente, cansada de caminar y deseosa de darse un baño, la mujer se dirigió a las primeras termas que pudo encontrar. Pero cuando se acercaba a la entrada del edificio, Emilia observó que un nutrido grupo de pretorianos se acercaba y se apresuró a entrar en las termas pero una voz de mando la detuvo justo antes de colarse dentro del lugar.

“Alto, cortesana, en el nombre de César y su compañero Sejano!” exclamó el tribuno del pretorio.

La joven mujer no movió un músculo y contuvo la respiración, esperando no estar en serios problemas. El tribuno se acercó a ella y la examinó atentamente como se examina a un esclavo, recorriendo con la mirada cada centímetro de su esbelta y voluptuosa figura. A cada tanto palpaba sus curvas y después de respirar hondo en su nuca, se alejó un poco.

“Cual es vuestro nombre, cortesana?” preguntó el soldado.

“M-me… me llamo…” tartamudeó Emilia, sin palabras.

“Olvidasteis vuestro nombre? Vaya nivel…” se mofó el tribuno con una risa silenciosa.

“Lisarys… mi nombre es Lisarys, tribuno. Y no lo olvidé, solo no estoy acostumbrada a ser interrogada por un pretoriano,” respondió Emilia con algo más de temple.

“Bien… muy bien. Sé nota que eres de voluntad firme, que tal vuestra educación?” inquirió el tribuno, mientras sus compañeros esperaban en formación cerrada, como si estuviesen protegiendo a alguien pero Emilia no lo había notado.

“Tuve un tutor, creo que eso es educación suficiente…” contestó la mujer, impresionando al soldado.

“Nada mal, eh? Bien, creo que eres la indicada entonces… soldados, rompan formación!” ordenó el tribuno.

Al hacerlo, Emilia logró contemplar a otra persona en medio de la escolta pretoriana. Con calzado militar, capa purpura y toga, sin coraza aparentemente y con gladius y pugio a ambos lados de la cintura; sujetas al cinto militar. Frente a ella, nada más y nada menos que el mismísimo Prefecto del Pretorio, Sejano.

El hombre se acercó a los dos y miró con cierta superioridad a Emilia.

“Buen trabajo, tribuno. Rodeen las termas y asegúrense… de que no nos molesten,” indicó Sejano sin apartar su mirada de la bella mujer.

Con una señal de la mano, Sejano instó a Emilia a entrar. La mujer caminó nerviosa y rezaba mentalmente a Minerva por su protección. Recorriendo un largo y estrecho vestíbulo decorado con ciertos mosaicos, llegaron al centro del edificio, la piscina estaba llena de agua cristalina y no había alguien más aparte de ellos en el lugar.

Deshaciéndose del cinturón militar, depositó sus armas cerca de una columna al borde la piscina, en caso de necesitarlas.

“Y cual es vuestro nombre, cortesana?” preguntó Sejano.

“Lisarys… Prefecto…” murmuró Emilia.

“Lisarys… lindo nombre. No tienes acento bárbaro…” afirmó el Prefecto.

“No… soy ciudadana también,” contestó la mujer.

Dejando escapar una suave carcajada, Lucio Elio se despojó del calzado, la capa y la toga, revelando una coraza de bronce ceñida en su torso, de la cual se deshizo en pocos segundos; quedando desnudo. Con cierto cohibimiento, Emilia quitó el broche que sujetaba su vestido y se desataba las sandalias, pero antes de dejar caer la prenda, sujetó la túnica con fuerza y le dio la espalda a Sejano.

“Algo tímida, me parece. Considerando su profesión,” comentó Sejano.

Emilia no dijo ni una palabra y finalmente dejó caer su vestido al suelo, mostrando su esbelta figura curvilínea y su perfecto y redondeado trasero. El Prefecto se relamió con la vista y lentamente, la mujer descendió dentro de la piscina y nadó un poco antes de girarse e invitar a Sejano.

El Prefecto se zambulló en la piscina, el agua estaba un poco fría pero tolerable. Ambos quedaron separados a un par de metros en uno de los lados de la piscina y el agua les llegaba hasta el pecho, por un lapso de veinte minutos, Sejano aburrió a Emilia conversando sobre política y las numerosas obras menores para embellecer la Urbe. Volviendo a tocar el tema político al mencionar a los senadores opositores, Emilia decidió hacerle una pregunta al Prefecto.

“Ha logrado deshacerse de varios de sus rivales recientemente, que me puede decir de ellos?”

“No eran nada en especial, simples senadores que no tienen una visión o ambición,” respondió Sejano.

“Pero alguno debió causarle problemas, ciertamente…” insistió la mujer.

Mirándola con cierta complicidad, Sejano sonrió.

“Si… había uno de ellos, Lucio Emilio Nerón, has oído de él?” preguntó y Emilia mintió negando con la cabeza, “Murió recientemente, condenado por lesa majestad, era una persona muy incómoda.”

“En qué sentido?” quiso saber su hija.

“Su fortuna… un político muy acaudalado puede conseguir apoyo fácilmente, no podía dejar que siguiese con vida. No sabes cuánto tiempo y esfuerzo emplee para condenarle, al final; todo resultó con el favor de Júpiter,” admitió el prefecto.

La dama se acercó un poco más a Sejano y le miró con expresión enigmática.

“Y concibió su caída… muy astuto… que fue de su familia?”

“Ya no importa… sin la fortuna del senador, solamente son parte de la escoria de la plebe, sin ninguna importancia,” se burló Sejano y Emilia sonrió con hipocresía, pero su ira contenida amenazaba con estallar.

“Escuché que le condenó a una muerte indigna de su rango, y sin aprobación de César,” dijo Emilia.

“Sabéis mucho más de lo que aparentáis, cortesana. Sí, no es digno de un senador morir azotado por varas, pero en Roma… yo soy César,” se regodeó el pretoriano y Emilia no pudo contenerse más.

Lanzándose sobre el pretoriano, Emilia sumergió a Sejano en la piscina, con ambas manos alrededor de su cuello. A pesar de sus esfuerzos, el Prefecto no podía librarse de aquella mujer iracunda y sus desesperados gritos bajo el agua no podían ser oídos por su escolta. Notando que Sejano forcejeaba con menor ímpetu, Emilia permitió al hombre incorporarse fuera del agua, tosiendo y farfullando al borde de la piscina.

“Por Marte Vengador, usted pagará por la humillación y la muerte del senador Nerón, eso es seguro,” dijo Emilia con enojo y sujetó a Sejano de los cabellos, mojados y un poco escurridizos.

Gimiendo de dolor, el hombre sintió como aquella mujer, en apariencia inofensiva; se echaba encima de él y en ese momento notó un extraño bulto entre ella y su espalda. A medida que trataba de zafarse de su agarre, sentía que esa protuberancia entre ellos se deslizaba amenazadoramente hacia su expuesta retaguardia.

“Soltadme! Soltadme, vil ramera, que hacéis!?” vociferó Sejano.

“Hacer? Daré justo pago por todos vuestros infames crímenes,” resopló Emilia con dificultad, tratando de mantener a raya al prefecto.

La sensación de que algo no iba bien se apoderó del pretoriano, que apoyaba el mentón y las manos sobre el borde de la piscina, tratando de no sumergirse y soportando todo el peso de la mujer, que puso las manos en sus nalgas, tratando de separarlas. Un inquietante y misterioso escalofrío le recorrió el cuerpo al sentir una punzada en su orificio anal: algo blando pero a la vez duro y caliente había tratado de penetrarle y perdió todo coraje.

“Por todos los dioses, que estáis haciendo?” exclamó él, asustado.

“Digamos… vindicación…” dijo ella simplemente y, haciendo más presión, venció con mucha dificultad la resistencia del esfínter de Sejano.

Con un gesto de angustia, sorpresa y espanto; Sejano sintió que algo largo, grueso y cálido se adentraba en su culo. Aquello no podía ser cierto, debía ser irreal, pero el dolor y la intrusión iban en aumento.

“Arrghh… maldit…”

“Shhh… callado os veis mejor… no querrás que tus guardias te vean en esta situación…” amenazó la dama y el prefecto trató de respirar y soportar el dolor de una polla en su culo.

Emilia se abrazó al torso de Sejano y con secas embestidas, metía y sacaba su polla, estremeciendo al prefecto por completo, que gemía y bufaba completamente humillado y derrotado. Las potentes estocadas le arrancaban gemidos lastimeros, en cambio Emilia sonreía con maldad y satisfacción, al vengar a su padre de la mejor manera posible.

Tras varios minutos, la mujer dejó de abrazarse a su víctima y le sujetó por la cintura con firmeza. Aumentando la velocidad, su polla comenzó a entrar y salir con mayor rapidez y sus hinchados huevos se estrellaban con fuerza contra las nalgas del Prefecto. Sejano comenzaba a ser más escandaloso, con la esperanza de que sus hombres pudiesen librarle de esa mujer pero Emilia fue más lista y su mano le enmudeció cuanto antes.

“Ni creas… lo gozaras o sufrirás… en silencio,” jadeó Emilia sin dejar de penetrar a Sejano.

Los gritos ahogados del équite solo eran oídos por la implacable y vengativa dama, que resoplaba tratando de follar con todas sus energías el culo a su disposición. El agua se agitaba un poco mientras Emilia asestaba nalgadas a Sejano, que aullaba pero su lamento era enmudecido prácticamente por la mano suave pero fuerte de la mujer sobre su boca. Aquello parecía eterno para el Prefecto, pero no había hecho más que comenzar.

Estrellando su mejilla y pecho sobre el mojado y frío suelo, Emilia obligó a Sejano a sacar la lengua y lamer el piso como un perro. Con asco y nauseas, el Prefecto obedeció a la mujer bajo la amenaza de que divulgaría lo sucedido; luego Emilia contempló el rosado y estirado agujero del pretoriano al separar sus nalgas. Escupiendo en su raja, con su glande restregó la superficie, lubricando un poco la punta de su polla para continuar.

A cuatro patas y con el culo en pompa, Sejano volvió a sentir esa gruesa polla adentrarse en sus entrañas, y a medida que Emilia subía y bajaba, soltaba improperios y otros insultos. La dama romana arañaba la espalda y nalgas del malvado Prefecto, que chillaba como un condenado. Afuera, el tribuno del pretorio y jefe de la escolta de Sejano, sonrió al oír los distantes jadeos y gritos, creyendo que su superior estaba disfrutando de un buen momento con la cortesana.

Atrayendo su cuerpo hacia ella, la joven continuó follando a su enemigo con embestidas cortas y profundas, sin apenas sacársela. Sejano gemía cada vez más y con evidentes señales de deleite, mientras Emilia jadeaba sensualmente en su oído, y reía algunas veces, complacida con la humillación a la que sometía al hombre más poderoso de Roma y, del Imperio hasta entonces.

“Lo estáis disfrutando, no es así? Como me gustaría que tus hombres y los senadores te contemplasen, Sejano, sometido a la voluntad de una mujer y recibiendo por detrás…” se burló Emilia y continuó fornicando el culo del varón consular.

Sejano volvió a gemir al sentir los afilados dientes de la mujer clavarse en su hombro mientras esta lo abrazaba con pasión, masajeando su abdomen y pecho. Así estuvieron por largo rato, sus cuerpos transpiraban tras haber abandonado el frescor del agua y los gemidos de los amantes resonaban en las paredes de la estancia, incrementando la atmosfera de frenesí que los envolvía.

Apoyando sus manos en el suelo y escapando al lujurioso abrazo de Emilia, Sejano continuó gimiendo a medida que sus fuerzas disminuían y ya no hacía nada para librarse de la mujer que estaba conquistando su virginal esfínter, solo esperaba que en algún momento ella tuviese suficiente de su comercio depravado.

Podía sentir cada embestida ensanchar y horadar lo más íntimo de su ser, anulando su orgullo de hombre. La magnífica tranca de esa mujer le estaba haciendo experimentar sensaciones desconocidas para él y su hombría, flácida y goteando liquido preseminal, permanecía sin recibir atenciones y dudaba que esa cortesana ofreciese algún consuelo a su virilidad una vez ella acabase.

Utilizando varios motes despectivos, Emilia siguió en lo suyo y fornicó con pasión el ano del Prefecto. Aplastando sus pechos contra su sudorosa espalda una vez más, la dama puso los ojos en blanco mientras movía su polla en círculos dentro de Sejano, que aullaba víctima del gran placer que por momento se apoderaba de él.

Finalmente, Emilia sacó su espada de carne del culo de Sejano, que estaba enrojecido y palpitante. Lejos de terminar, la mujer acostó al pretoriano de espaldas y ella se encimó sobre él, hundiendo nuevamente su polla en su hambriento y abierto culo. Su pequeña y flácida polla se balanceaba sin control a medida que la joven Emilia penetraba su retaguardia con renovado vigor, estremeciendo al équite y haciendo que volviese a gemir de placer.

“Eres mío, solo mío… te voy a dejar mi semilla dentro de ti!” exclamó Emilia con regocijo, y Sejano solo se limitó a gemir con mayor desesperación.

La dama comenzó a temblar y a gemir a gran voz, mientras sus huevos se hinchaban y con una exclamación de total satisfacción, la mujer comenzó a llenar el culo de Sejano con su semilla. Clavando su polla bien profundo, las entrañas del Prefecto del Pretorio ardían mientras la lefa caliente y espesa era depositada dentro, como prueba de su humillación. Sejano se retorcía, tratando de alejarse pero Emilia se tumbó sobre él y acercó sus labios a su oreja izquierda.

“Nada mal para un caballero… has sido una excelente dama en todos los aspectos…” dijo con cierta burla la mujer y saliendo de él, se vistió y se marchó, dejando a Sejano exhausto, dolorido y humillado.

Parte V – La Ira Del Princeps

Dos días después, y debidamente informado por Emilia, el senador Marco Claudio Emiliano expuso ante el pleno del Senado el bochornoso acto de Sejano con “ una cortesana de infame condición” en el cual entregó su dignidad a la lujuria de una prostituta, y sin precio; para mayor deshonra. Humillado por los demás senadores con diversos apelativos, Lucio Elio abandonó la sesión en medio de abucheos y risas.

Pero días más tarde, una carta de Tiberio al Senado, indicando que otorgaría a Sejano la potestad tribunicia por cinco años, hizo temer a los senadores por las represalias del Prefecto. Después de felicitarle, los líderes de la oposición se reunieron con Antonia para saber del por qué ese inestable comportamiento en las cartas de César.

Recordando su visita a Capri, la anciana mujer tardó en responderles.

“Un liberto de confianza, escuchó una conversación entre mi hija y Sejano. Mientras él ideaba una manera de deshacerse de un senador, Livila sugirió usar el mismo veneno que habían empleado con Druso,” respondió Antonia a la pregunta de un enojado Tiberio.

“Mi Druso… mi querido Druso…” se lamentó el emperador.

“No solo eso. Sejano y sus colaboradores planean apartaros definitivamente del poder, con vuestra muerte, ese extraño planea asumir la posición de Princeps y gobernar el Imperio,” añadió Antonia.

Antes de que Tiberio respondiese, Cayo César apareció de improviso al lado del trono de su abuelo.

“Dime Cayo, que castigo merecen los traidores?” preguntó César.

“La muerte, es obvio…” contestó el joven y una mueca de maldad apareció en el anciano rostro del Princeps.

“Te diré lo que va a suceder, Antonia. Regresaras a Roma, y a su tiempo enviare cartas al Senado. Minare la confianza de los aliados de Sejano, y cuando sea propicia la ocasión, quiero que sea arrestado y ejecutado por su traición, junto con todos sus aliados, su familia, los quiero a todos muertos!!” exclamó con odio Tiberio, “Pagaran por la muerte de mi querido Druso…” añadió con tristeza.

Antonia inclinó la cabeza y ya se marchaba cuando se detuvo y regresó frente a Tiberio.

“Que se hará con Livila?” preguntó Antonia.

“Tú te encargaras de eso…” respondió César y asintiendo, Antonia se marchó.

Tranquilizando a los senadores, la mujer les pidió que convocasen a Sejano al Senado, para que fuese investido con el poder tribunicio. Al mismo tiempo, por orden de Tiberio, el jefe de los vigiles; Macro, sería nombrado Prefecto del Pretorio en lugar de Sejano y él efectuaría el arresto cuando Sejano estuviese con los senadores.

Al amanecer, Sejano se presentó en el Senado y cuando los guardias aseguraron el edificio, fue acusado y arrestado. Los senadores, encabezados por Cayo Claudio y Marco Claudio; condenaron formalmente a Sejano en el Templo de la Concordia y al día siguiente, fue estrangulado por el verdugo y arrojado a las Gemonias. El pueblo, enloquecido, despedazó el cadáver de aquel hombre, que había maquinado y hecho perecer a miles con sus acechanzas, su familia y sus colaboradores fueron ejecutados en los días siguientes. La hija de Sejano, virgen hasta entonces, por ley no podía ser ejecutada, así que Tiberio ordenó al verdugo violarla y estrangularla. La ira del Princeps estaba fuera de control, y muchos senadores y gente del populacho fueron ejecutados, incluso algunos que no habían sido amigos de Sejano.

Intentando escapar, Livila fue atrapada por libertos del palacio imperial y entregada a su madre Antonia. La anciana tenía una mirada fría y calmada mientras conducía a su hija a sus aposentos. Aterrada, Livila no sabía que decir o esperar, pero su madre no dudo y empujando a su hija dentro de su propia habitación, Antonia ordenó mantenerla encerrada y privada de alimentos. La vieja se marchó, indiferente a los gritos y suplicas de su propia hija, que murió cinco días después. En el Senado, se emitió una Condena de la Memoria en contra de Sejano, Livila y cientos de senadores.

En cuanto a Emilia La Menor, la mujer se marchó de Roma con grandes riquezas y fue a vivir a Egipto, donde disfrutó de los placeres en una residencia que mandó a construir para albergar esclavos, libertos y hombres de alto rango para su deleite…