Ellos copulan: (02: La adelantada calidez...)

"La adelantada calidez del incesto" narra el encuentro entre dos hermanos, desde los primeros pasos furtivos y secretos hasta el estallido final.

SERIE: "ELLOS COPULAN"

LA ADELANTADA CALIDEZ DEL INCESTO

Pero cuando volvía a la cama, soñó un pequeño ruido, un ruido tan íntimo que podría haber sonado dentro de su propio cuerpo. Le pareció que todo su ser crujía y se incendiaba. La parte superior de la escalera se balanceó bajo la luz de la luna. La cabeza y los hombros de un hombre brotaron, pausadamente, y vio que con todo cuidado alguien apoyaba una escopeta en el antepecho de la ventana, alguien a quien apenas podía distinguir, y que avanzaba hacia él y que se arrodillaba a su lado, y que murmuraba: "Señor, ¿estaba usted llamándome?... Señor, yo sé... yo sé."

Maurice, de E.M. Forster

Sentía la calidez de su polla entre mis suaves y lampiñas nalgas. Era un calor diferente que viajaba por mi cuerpo alterando a su paso una normalidad que ya no añoraba. Tras ese contacto, el hierro dulce y candente comenzaba un balanceo casi imperceptible. Era un movimiento suave y largo que me hacía sentir todo el talle de su verga entre mis nalgas. Mi respiración en ese momento se alteraba y este cambio anunciado le hacía frenarse en seco hasta nuevamente, y con gran esfuerzo, volvía la serenidad a mi pecho. Una vez instalada allí, con la misma dulzura y timidez que antes, aquella pija hermosa retomaba su placentero éxodo. El tránsito era silencioso, sólo el rozar de su tersa verga contra mis nalgas era la señal de esa vida que se dilataba en el tiempo. Ni el somier apreciaba con su canto el baile que allí se estaba ejecutando.

Ninguna otra parte de su cuerpo rozaba el mío, sólo aquel rabo nervudo y goloso calentaba todo mi ser que seguía abandonado a la ficción del bello durmiente. Y con los ojos cerrados, imaginaba con todo detalle el nabo que me exaltaba con su recio y a la vez cortés tacto. El chocar de sus apetitosos cojones, primero con su mullido vello; después con su grave corpulencia para bajar posteriormente todo el talle de su polla, quedando su glande acampanado reposando sobre mi raja. Después sin pausa aparente alguna, aquel precipitado descanso volvía a avivarse y notaba como su capullo arrasaba con su fortaleza mis nalgas, que respondían plegándose a sus deseos para separarse con pena, desde la tirantez con que aquel pijo surcaba mi raja, 1y permitir que la fibrosa polla continuase con su dulce masaje.

La primera vez pensé que era un sueño. Noté una sensación extraña, pero placentera. Intenté desde ese duermevela saber qué ocurría; pero volví al letargo al no notar, con la precaución que adoptaba siempre mi hermano, nada que alterase la realidad del ensueño que vivía.

No sé qué tiempo habría pasado cuando volví a sentir esa misma sensación. La protesta fue menor, igual que la espera de Jesús para seguir con su embestida. La vuelta del feroz intruso fue recibida por mi incrédula cordura que se preguntaba qué podía ser aquello que germinaba en mi un placer susurrante que se hacía indomable. La respuesta no se hizo esperar: sólo mi hermano y yo dormimos en la habitación, sino soy yo, es...

La revelación me sorprendió enormemente. Pese a la primera evidencia me preguntaba si aquello podía ser cierto o formaba parte de un sueño tan real que hasta tenía el poder de sacudirme. Así que, con la misma precaución que él adoptaba ante mi ruido, la adopte yo ante su silencio. Me despejé rápidamente al tiempo que sentía aquel delicioso balanceo continuar con su callada y deleitable labor.

Por un momento pensé en decirle algo, pero me frenaron las explicaciones que me pudiera dar, y, a la vez, la curiosidad que sentía. Quería saber, aunque me imaginaba el fin, hasta dónde llegaría la intrepidez de Jesús, y, sobre todo, si esto se repetía muy a menudo o era excepcional.

Ignoro el por qué de esta tolerancia. Lo cierto es que a mí nunca se me había pasado por la cabeza una cosa así . Cuando en plena adolescencia él me enseñó a masturbarme (a la tierna edad de doce años), lo hizo como un hermano mayor serio y responsable: cada uno con su mano en su pija y el "Lib" con la puta de turno en sus páginas centrales coronando el campo de juego. En ningún momento, de las innumerables pajas que jalonaron este aprendizaje meticuloso, cambió el método o insinuó alguna nueva variante.

Era tanto el placer de aquellos momentos, que ese camino trillado siempre tenía un aire nuevo. Y día sí y día también, mi hermano y yo andábamos por sus meandros sin temor alguno a que se agotaran nuestras reservas de leche, pues nuestros cojones atesoraban suficiente capital para poder invertir en aquellos menesteres unas tres o cuatro veces diarias.

Miré hacia atrás por si en algún momento de esas pajas compartidas, que aún ahora disfrutábamos de tarde en tarde, localizaba algún signo que delatase lo que ahora estaba viviendo. No sé si por la ingenuidad que amasas a los quince, o por si lo que estaba viviendo nunca entrara en mi calenturienta imaginación; lo cierto es que no encontré ninguna señal que anunciase de algún modo las placenteras comuniones de Jesús.

Lo que sí hallé, para asombro mío, fue una sensación desconocida y que no era del todo desagradable. Dejando atrás la sorpresa, la curiosidad que me guiaba sé vio premiada con un placer inaudito, algo distinto a todo lo que había saboreado mi incipiente naturaleza. Noté como el calor de su polla tenía un efecto manso pero implacable en todo mi cuerpo. Era una sensación insólita y que sembraba mi cuerpo en oleadas que pronto hallaron respuesta. Mi pija, ajena a mi disimulo, recobró su esbelto talle y me vi obligado, para aliviar la tensión que soportaba, a suspirar dulcemente. Ese ligero matiz hizo que la polla de mi hermano se envalentonara aumentando la potencia de sus ataques y presionando con fuerza su pene contra mi raja. Aquel ímpetu multiplicó el calor de todas aquellas sensaciones, haciéndome desear que ese soplo no tuviera fin.

Pero éste llegó. Sus arremetidas se suspendieron repentinamente y giró con violencia para menearse la verga. Un grito ahogado y sordo, casi inaudible, erizó mi piel. Durante unos segundos, aquel sonido que me recordaba al mar, empapó toda la habitación hasta que una respiración frenética dio paso al silencio. Oí como recogía los rastros de su semen y los devoraba chupeteándolos. Tras eso quedó quieto, dejando que la serenidad volviera a su cuerpo. Lo que parecía un beso dado en la mano selló mi nalga; después, con sumo cuidado, subió mi calzoncillo y el pijama, volviendo sigiloso para su cama.

Yo me quedé allí, sin recobrarme de todo de lo que había vivido, y con una ansiedad por masturbarme que difícilmente lograba vencer. Miles de pensamientos hurgaban mi cabeza sin que ninguno de ellos saliera de ese caótico torbellino para darme una respuesta. Mi mano acariciaba suave, muy suavemente, mi cipote empapado hasta que la respiración mansa de mi hermano hizo que me la meneara más violentamente.

No tardé en venirme. Y por primera vez en mis quince años no apareció ninguna mujer de curvas peligrosas y pechos generosos en mi imaginación; tampoco fantaseé con los labios espléndidos de una furcia y su bendito traje de saliva; ni mi mango perforó un coño empapado y hambriento. Fue la pistola de mi hermano la que estuvo conmigo, disparando esos embates placenteros que viajaban por la raja de mi culo.

Tras correrme, hice una pirueta más. La lefa descansaba sobre mi cuerpo señalando con su calidez el sitio exacto de su reposo. Allí dirigí mis dedos y cogí con ansia el denso manjar que nunca había sentido la curiosidad de probar. Los llevé a mi boca y los lamí con gula, pensando ya que no era mi semen el que tomaba, sino que aquel sabor ligeramente salado, fresco y denso era la leche de Jesús. Saboreé aquella alianza íntima con regocijo, hasta no quedar rastro alguno de la bacanal. Me dormí sintiendo en mi paladar como la leche avanzaba con su picor cosquilleante, marcando con su presencia el deseo que Jesús había puesto en mi cuerpo. Que yo recuerde ni me pregunté si lo que había hecho estaba bien o mal. Ni en ese momento ni al día siguiente. Nunca me lo cuestioné. El placer que había sentido no me permitió llegar a visitar la castradora sala de la moralidad.

Durante los meses siguientes el ritual no varió. Cada noche, con una puntualidad sistemática, casi maniática, la polla de mi hermano sucumbía a los encantos de mi culo y volvía con su potencia a enervar mi voluntad de resistirme, consiguiendo enardecer mi deseo hasta que su polla eyaculaba generosamente en su despedida. Esa señal tempestuosa marcaba el pistoletazo de mi carrera. Sabía que minutos después él dormiría plácidamente y que podía entregarme a mi suculenta paja.

Así fue noche tras noche, sin que ninguna circunstancia variara sustancialmente la codicia que nos tenía encadenados. Faltaba una semana para mi cumpleaños cuando las visitas cesaron repentinamente. La primera noche no le di importancia. Estábamos en época de exámenes y el cansancio se acumulaba en nuestros cuerpos. A la segunda noche una ansiedad adormecida se instaló en mi cuerpo para hablarme de la melancolía de su ausencia. A la tercera aquella ansiedad lánguida despertó con furor y en ninguna disculpa encontraba consuelo para la fogosidad a la que ya estaba esclavizado.

Me desnudé entre las sábanas y comencé a masturbarme pensando en lo único que hacía empalmar mi nabo. Durante esos seis meses (aunque después me enteré de que él llevaba unos nueve dándome farra), mi silencio fue sepulcral. Desde el primer día opté por un mutismo ciego que no diera ninguna señal del deseo que ardía en mí. Aquel fingimiento arrobaba mi ardor, haciendo que aquellas taciturnas embestidas se aproximasen a fantasías cada vez más exuberantes. Había noches en que era una dulce violación la que me llevaba al arrebato; otras, mi soberbia era la encargada de llevarme al éxtasis al verme como un objeto de deseo tan incontenible que tenía a mi hermano Jesús bajo el dominio de mi belleza. Mi mutismo, durante todas estas noches, no dejaba de elaborar situaciones cada vez más retorcidas. Siempre estábamos él y yo. Nadie más entraba en aquellas elaboradas fantasías que, como único equipaje, llevaban de la mano el morbo y un inaudito placer.

Durante todo ese tiempo había aprendido a azuzar desde mi aparente indiferencia la febril sexualidad de mi hermano, que se corría como una puta ante los tímidos signos del placer que le enviaba. Un ronroneo apenas enunciado apuntalaba con mayor fuerza sus asaltos. En ocasiones, giraba el cuerpo para mostrarle mi cara placentera mientras él permanecía inmóvil, tras estar así unos cuantos minutos en los que yo ejecutaba alguna que otra torsión, volvía a mi posición reglamentaria para que su nabo hiciera emerger aquellos arrullos que tanto lo excitaban.

Con el paso del tiempo sus incursiones no sólo fueron más ardientes, sino que también ganaron en valentía. En ocasiones su lengua recorría el itinerario que momentos más tarde asaltaría su verga. Aquella lengua rugosa y suave sembraba a su paso una voluptuosidad que me descontrolaba haciéndome cimbrear mi cuerpo como un junco. Mi disimulo añadía aún mayor placer a esos momentos. Era como una especie de lucha entre yo y mi deseo. Cuanto mayor era mi negación, mayor era mi avidez. Hubo ocasiones en que me corrí, para asombro y orgullo de mi hermano, sin haber tocado mi apetitosa arma. Las cuatro veces que esto tuvo lugar, mi hermano huyó despavorido para minutos después volver a mi lado y recoger el producto de su esfuerzo. Su vuelta venía cargada de una mayor sensualidad que otras veces, pues tras tragar mi semen, su voluptuosa verga comenzaba su invasión sin verse acompañada de pudor alguno, guiada tan sólo por su deseo y por los ronroneos con que yo le premiaba.

La primera vez que me tocó la polla creí morirme. Su mano cautelosa bajó la goma de mi calzoncillo hasta mis cojones. Allí, con igual delicadeza, los magreó durante un rato hasta que su codicia se dirigió al talle de mi rabo. Lo cogió casi sin presionarlo, como si en vez de mi nabo tuviera entre sus manos una pastilla de jabón y temiese que una fuerte presión terminara por escurrirla entre sus dedos. Siguió su exploración hasta llegar a mi glande que descapulló. Sus dedos circularon por el contorno recogiendo el presemen que había arrojado, y tras degustarlo, comenzó a meneármela suavemente mientras su polla se hundía entre mis nalgas. Sentía un gustazo único, agónico, algo que era difícil de explicar pues el sexo se instaló en todo mi cuerpo. Aquella mano, dulce y cariñosa, viril en extremo, seguía homenajeando a mi polla al tiempo que su nabo desprendía de mi culo más y más placenteras sensaciones. Mi respiración se hacía más y más afanosa, sin que él, que estaba más caliente que un hierro fundido, se despegara ni un milímetro de su gozosa labor. Por un momento estuve tentado a revelar mi juego; pero temí que con eso acabara todo y lo perdiera para siempre. Así que me dejé hacer, dejé que fuera su ciega pasión, que había abandonado toda prudencia, la que me llevara a las puertas de un éxtasis que se anunciaba. De nuevo se crisparon mis cojones, agarrotándose hasta que una corriente espasmódica navegó por todo mi cuerpo mientras disparaba unos trallazos de lefa que él recogía en su mano, dándole más fuerza a su vigoroso asalto. Al cabo de unos minutos, mientras aún portaba mi semen en su mano, él eyaculó. Como tenía costumbre se despegó de mi cuerpo y oí como su mano empapada en mi semen recorría el talle de su polla, así hasta que aquel mar que siempre ahogaba salió de su boca y comenzó a arquear su cuerpo envuelto en trémulos movimientos. Ese día, unió nuestra leche y lamió con ganas el fruto de nuestra comunión.

En la tercera noche de su abandono, desnudo como estaba, comencé a masturbarme. La serena respiración de mi hermano me indicaba que se hallaba muy lejos de la realidad. Ese pensamiento me dio valor para ser yo quien fuera a su lado, ya que el esperado encuentro no se produciría. Levanté con sumo cuidado la persiana y la luz de la calle se filtró pintando su cama de guiones que daban una apariencia irreal, como de ensueño, dibujando en pequeños trazos su espléndido cuerpo. Me acerqué hasta él y con tacto arrimé poco a poco la colcha, manta y sábana hasta dejarla a sus pies.

Allí estaba él, con ese 1’80 ofreciéndome todo su esplendor. Todo en mi hermano era atractivo y aquella luz parecía dibujarlo para resaltar aún más lo sobrado de su tesoro. Siempre había sido un apasionado del deporte, y esa afición había peregrinado por los más variopintos juegos, sin que su inconstancia le hiciera permanecer mucho tiempo en cada modalidad. Su ambición era no aburrirse y una vez que había logrado cierta perfección, pues era una persona especialmente dotada, no había halago suficiente por parte de los entrenadores para que su ilusión se encendiese nuevamente. Ahora, tras dejar el decatlón, una especialidad especialmente dura pero en la que se mantuvo tres años por la variedad de las pruebas, llevaba siete meses disfrutando de la natación. Este peregrinar hizo que su cuerpo sumara todos los esfuerzos y ofreciera la recompensa de una complexión esculpida. Si bien no tenía el cuerpo exageradamente marcado, sus fibrosas formas recordaban, aun en reposo, al acero, pues todo el conjunto estaba presidido por cierta viril rudeza. A esto se unía un rostro atractivo. Era curioso, pues tomando los rasgos uno a uno, no serían calificados como necesariamente bellos; sin embargo, la unión era afortunada. Tenía unos ojos grandes y almendrados que daban a su rostro una expresión mansa, casi sin vida, como la mirada de una vaca; lo mismo le ocurría con la nariz, aunque de forma perfecta era exagerada en su tamaño, sin embargo, en esa cara alargada lograba una proporción exacta; quizá sus labios fueran lo más tentador, sobre todo ese labio inferior de exagerado grosor que menguaba increíblemente cuando la sonrisa iluminaba su rostro para dar paso a una dentadura agraciada y radiante. En sí, no se podía hablar de belleza, pero sí de un atractivo misterioso al no saber dónde reposaba su indudable encanto. Esta cualidad, a mi modo de ver, lo hacía aún más letal que si estuviera revestido de una belleza al uso, pues a esas alturas seguía sin saber qué era lo que me ataba con tanto afán a Jesús. Él era mi religión. La única que en aquellos febriles años deseaba cumplir a rajatabla, costara lo que costase. No temía nada, sólo la separación, el fin, ese adiós que nunca quería que llegara.

Con cautela bajé la goma del pijama hasta un poco más debajo de la altura de sus cojones. Allí, a mi vista, reposaba ese toro dormido que cada noche embestía mi culo. Metí la mano por la bragueta del bóxer hasta sentir la calidez que tanto añoraba. Con mis dedos acaricié su vello púbico. Decidí arrodillarme y aspirar el aroma de su sexo. Nunca lo había hecho, o lo había hecho indirectamente, pues desde que descubrí su pasión, la mía fue buscar rastros de su hombría por toda la casa. No había ducha que no se iniciase con el ritual de buscar sus calzoncillos en el cesto de la ropa sucia y así aspirar el aroma de la condenada verga que tan feliz me hacía. Pero el aroma que ahora me embriagaba era diferente. Tenía ese lado rancio de minga encerrada, pero que llegaba a ti lleno de potencia y vida, paladeando, en cada respiración, la fortaleza del sexo de mi hermano. Agarré el mástil de su polla y lo arrullé entre mis dedos. Poco a poco noté como aquella parte de su cuerpo iba cogiendo gradualmente el brío que le era propio, y en ese momento recordé la particularidad de la pija de mi hermano.

A lo largo de los años he visto un montón de rabos. De grandes a chicos, de duros a fofos, de expertos a necios; ¡pero aún no encontré un nabo que se acercará al que tiene plantado mi hermano entre las piernas! Igual que su cuerpo, goza de la categoría de nervudo; pero lo más asombroso es como esos veinte centímetros toman su hechura. Parece una arma hecha a regla, pues una exagerada rectitud es la singularidad de este experto instrumento que, hasta en su posición de ataque, luce unos 90º de los que nunca sale. Aunque regada por abundantes venas que le dan su aspecto fibroso, despunta su camino con un grosor de unos nueve centímetros que no merman en todo el recorrido hasta llegar al glande y trazar una pequeña hendidura, casi imperceptible, y acabar con el mismo grosor en un capullo violáceo de gran tamaño que muere romo. Esa era el soldado con el que batallaba mi hermano, un guerrero sensible cubierto por un casco turbador que lograba en ti profundas agonías con sus disparos.

El nerviosismo de estar haciendo aquello aumentaba mi deseo. Mi polla, a la que no prestaba atención desde hacía tiempo, continuaba festejando mi lujuria con la misma tersura. Levanté también la camisa del pijama hasta la altura de su pecho. En todos estos movimientos, realizados con la mayor de las cautelas, mi hermano siguió durmiendo plácidamente, ajeno al festín que me iba a proporcionar. Contemplé durante unos minutos la obra realizada sintiéndome orgulloso de lo que había alcanzado.

Comencé a acariciar suavemente su cuerpo, a pasear mis dedos y deseos por su desnuda rudeza. Pellizqué sus pezones y estos, tras una pequeña protesta de mi hermano, mostraron su alegría saludándome erectos. Continué hacia abajo siguiendo el contorno de sus músculos que me llevaban del centro a la periferia de su cuerpo tallado, hasta que llegue al ombligo. Allí reposé un instante y abrí la palma de mi mano bajando hacia su polla que aún seguía dormida. Dejé que su vello acariciase mi mano enredando mis dedos en sus rizos, hasta que por fin alcancé mi objetivo. Agarré su polla con ternura y la masajeé poco a poco. Su letargo era tan profundo que llevaba varios minutos sin que aquello tomará vida. Decidí entonces chuparle la polla. Nunca había hecho eso antes, pero cuando la tenía a mi alcance la inspiración que aquella arma generaba hizo que el trabajo se hiciese solo.

Abrí mis húmedos labios al consorte que empezaba a revivir por la ceremonia. Mis labios casaron con ese contorno que cobraba poderío y espíritu. Las primeras notas de sabor anegaron mi paladar con una delicadeza que iba ganando en vigor. Sabía a orines, pero tras este rastro delicioso, un sabor carnal y ligeramente salado tomaba el pulso. Conforme su pijo crecía en mi boca, iba ganando en ese sabor tan peculiar, que me hacía succionar con nervio, influenciado por las mil revistas que habíamos compartido y por el talle que amenazaba con ahogarme con el pulso de su dureza, tierna y fiera a la vez. En ese primer viaje mis labios llegaron hasta su vello, y allí me quedé durante unos segundos sucumbiendo al sabor y aroma de ese sexo tan profundo. Con mis ojos cerrados sentí como aquel invasor iba ganando espacio en la calidez de mi empapada boca. Seguí mamando con una lentitud parsimoniosa, mientras mi lengua retozaba por toda la pista de aquel nervio que, a estas alturas, mostraba su rostro más orgulloso. Ahora fue él quien ronroneó, quien premió mi mamada con su gusto, alterando levemente su serena respiración para lanzar bocanadas más profundas y conmovidas. Yo seguía con mi labor, sintiendo el glande de su polla en el velo de mi paladar. Cuando llegué a éste, me dediqué golosamente a él. La puntita de mi lengua hilvanó con diabólica rapidez jugosas lamidas en la unión de su frenillo, para después continuar por su acampanado contorno que tenía una rugosidad granulada, ocultando entre sus pliegues un sabor aún más absoluto. Aquella entrega trastornó más a mi hermano que, en sueños, comenzó su placentero vaivén que tanto añoraba. Su polla se abría paso limpiamente en mi boca sin penetrar en su totalidad, pues su tamaño seguía atrayéndome y asustándome a la vez.

Mis manos seguían acariciando su espléndida contextura, que ahora se movía trémula e inconsciente, pero más tentadora que nunca. Entendí en aquel momento el placer al que mi hermano cedía sin remisión. Me vi lleno de poder. Un poder único, y por esta misma razón: irresistible. Ver a la persona abandonada al goce sin más explicación que la sabiduría de tus instintos; a la vez, contemplar orgulloso que todo lo que ejecutabas encontraba una diestra respuesta en el regocijo de ese otro que se ahogaba en sueños húmedos, te hacía sentir no sólo dueño de tu placer, sino también amo del deleite que asolaba al otro. Era una droga irresistible. Un morbo añadido a la seducción callada que ese cuerpo enfangaba en espasmos originados por mi habilidosa labor.

Llegaba un momento en que perdías el control. Era tal la sensación de dominio que mi hermano pasaba a formar parte de mi cuerpo. Lo tenía todo para mí. Era una extensión más. Podía hacer lo que quisiera sabiendo con seguridad que nada pasaría, fuera del infinito gustazo que abrazaba en ese delirio al que lo llevaba mi mamada. En cierto modo, aquellas fantasías en las que me sentía dulcemente violado (si es que existe esa violación) eran lo más próximo a la realidad. Era poseer ese cuerpo tan deseado, pero que una mal entendida moral lo hacía prohibido. Sin embargo, ahí estaba. Su rabo rezumante en mi boca latiendo con sus celestiales vaivenes, mientras mi codicia amasa su seductor cuerpo que responde con pequeños espasmos y una piel erizada que hacía más pródigas mis incursiones.

Su talle seguía sube y baja, sube y baja en mi boca que lo envolvía mansamente sin que mi lengua renunciase a su codicia. Un leve gemido perturbó su honda respiración. Saqué su polla de mi boca y proseguí con el meneo mientras me acercaba a su cara tratando de explorar los signos de mi obra. Dormía plácidamente sin alterar su cadencioso vaivén que seguía pasando entre mis dedos humedecidos por la saliva de la mamada. Tenía la boca entreabierta y una especie de sonrisa se esbozaba en esos labios humedecidos por el gusto. Sentí un impulso indomable y acerqué mis labios a los suyos. Su respiración acariciaba mi boca de una manera tierna y cálida. Nuestros labios estaban a escasos milímetros, rozándose levemente, atrayéndome con su magnetismo. La punta de mi lengua salió exultante y con timidez se hundió en aquella caverna virgen a mis deseos. Rozó sus dientes y se abrió paso lentamente hasta tocar la suya. Dejé de meneársela y una irrisoria protesta surgió de esos labios, sin que aminorase por eso sus embestidas, que continuaron desmandadas de la cadencia que hasta ese momento tenían. Saqué mi lengua; apoyé mis brazos en torno a su cara; acaricié suavemente sus cabellos y me fui acercando muy, muy lentamente hacia esa gruta que ya era mía. Ahora sus labios se abrían como una flor a la luz de la mañana en un gesto de perpetuo orgasmo. Mis labios se unieron a los suyos mimándolos ligeramente. Mi lengua empapada volvió a recoger los frutos que momentos antes había dejado y vagó por toda su boca empapándose de su afectuosa y sazonada saliva.

Su lengua era tímida a mi abrazo. Estuve como unos dos minutos hasta que aquel pedazo gelatinoso y excitante comenzó a responder automáticamente a mis acometidas. Cuando di saciada mi sed, la lengua de mi hermano se abría paso entre sus labios husmeando con un ligero tembleque aquel amigo que ya añoraba.

Volví a su pijo abandonado. Tomé sus cojones y los acaricié dulcemente al tiempo que mi boca volvía a llenarse de su hombría. En esta ocasión, la respuesta fue inmediata, como si una gran nostalgia lo impulsara desde el primer contacto a volver con el mismo arrojo al punto en el que lo habíamos dejado abandonado. En todo este tiempo, no había tocado mi minga. Sin embargo, sentía las mismas sensaciones que si le hubiese prestado el mimo cotidiano con el que la premiaba. Estaba bañada en presemen, dura como una roca, y ya sentía un leve cosquilleo en los cojones que me anunciaba todo lo que estaba a punto de explotar.

Como hermanos éramos muy similares, nuestras constituciones se asemejaban; sólo los dos años que nos separaban marcaban las distancias. Los puentes se trazaban por otros caminos. En mi afán de imitación también comencé a hacer deporte; pero a diferencia de mi hermano mi gusto por la disciplina me hizo recalar en la gimnasia. Buscaba el camino más corto para lucir lo que en mi hermano Jesús detonaba.

Ahora que lo recuerdo quizás los signos de lo que nos sucedía en aquella época no debía de buscarlos en donde nuestra sexualidad explotaba en un compañerismo educado de pajas compartidas, si no en aquellos caminos indirectos que se trazaban con la comparación de nuestros cuerpos. En mi inocencia me dirigía a él mostrándole el desarrollo de mis bíceps, de mis dorsales, de todas aquellas palabras que mostraban la arrogancia de un chavalito de catorce años. Era allí donde mi hermano palpaba con deleite, posando a mi lado, friccionando mi cuerpo contra el suyo para terminar diciendo: "¡Manu, te estás poniendo como un toro! Tú sigue así y un día de estos me alcanzarás". Y yo seguía, ¡y vaya sí seguía!, buscaba ser su fiel reflejo sin percatarme, en ningún momento, de la entrega que había en este acto. Quería ser él, quizá porque desde siempre, pese a que jamás lo verbalizara, deseaba poseerlo; aunque en aquellos años, alumbrados por las luces que se encienden en nuestra adolescencia, mi disculpa central era disfrutar de las mieles que él rechazaba.

Siempre recuerdo a mi hermano rodeado de un tropel de húmedos y tímidos chochos que él rechazaba elegantemente. En su momento pensé que la criba de mi hermano era demasiado exigente; después, mi admiración, hizo que calibrase aquella selección como justa. Sí lo que él ofrecía era eso, lo que tomará tenía que estar a su altura. ¡Y como comenté, esta altura no era pequeña! Hecho que, por otra parte, para nadie pasaba desapercibido.

Aunque era más menudo que él, todo apuntaba a que llegaría o rebasaría la meta que él había marcado. En aquel tiempo, antes del descubrimiento, aquello era mi mayor placer: que el pequeño superase al mayor. Después estaba su peculiar y colosal polla. La mía era menor y por mucho que me pajeaba, pues en mi fuero interno pensaba que no había mejor manera para que creciera que ejercitarla duramente, a lo largo de aquellos años mis dieciséis centímetros no fueron más allá. Sin embargo, si ganaba en grosor y arrogancia. Mientras que la suya era de una rectitud despampanante, que no hacía más que subrayar su peligrosidad; la mía jugaba otras cartas. En su base tomaba, a los dos o tres centímetros, una curvatura que la elevaba al techo quedando paralela a mi abdomen. Cuando estaba así me gustaba menearme y que ella se cimbreara elegantemente como en una especie de acto de bendición. Recuerdo un día que le dije a mi hermano, en una de aquellas entrañables pajas, que me gustaría tener su polla. Él me sonrió y con la sabiduría con la que sentenciaba la vida, me dijo: "No tienes que quejarte, Dieguito, tienes una polla que no está nada mal". Yo creo que afirmé lo que él decía, pero sin salir de mi empecinamiento de desear en mi entrepierna una arma como aquella. Por fin él concluyó diciendo: "Dieguito tienes una polla preciosa. Es más maciza que la mía y mira cómo apunta. ¿Sabes lo que dice una polla así...? ¿No...? Te lo voy a decir. Una polla como esa sólo dice una cosa: ¡Te voy a follar, cabrona! ¡Te voy a follar tan bien, que te voy a llevar al cielo! ¿No ves cómo apunta al cielo? Eso es lo que está diciendo..." Nos echamos unas risas y seguimos pajeándonos con el orgullo de lucir esas dos vergas: una que apuntaba al cielo, otra que apuntalaba tus entrañas.

Y en mis vísceras notaba como todo lo que estaba haciendo en ese momento me exaltaba al máximo. Con glotonería seguía mamando su polla, manoseando sus cojones, y el poco talle que quedaba libre de mi empapadora boca lo ejecutaba con mi mano golosa, que seguía el ritmillo de sus embestidas. La mano, que palpaba sus cojones con lascivia, fue hacia la raja de su culo aprovechando sus embestidas. Paré mi mamada y otra nueva protesta surgió de los labios entornados de Jesús. Acerqué ese explorador hacia mi nariz. Olía rico, más potente que su sexo, pero sin perder el recuerdo de éste. Lamí los dedos gozando de su sabor como si fuera la polla de mi hermano, y esos dedos empapados se deslizaron por su vello que guiaba el camino a tomar. Cuando penetré en su raja volvieron las cargas, y ese troncho exultantemente recto, que basculaba como un badajo de campana, volvió a tocar mi boca. Mis dedos se deslizaban por su entrepierna hasta la enmarañada tibieza de su raja. Sus musculosas y torneadas nalgas comprimían con fuerza mis agasajos, cerrándose y abriéndose al son de sus embestidas. El dedo del corazón llegó a su ojete y se lo acaricié suave, muy suavemente. Sus embestidas cambiaron de dirección y comenzó a retorcerse. Miré de reojo y aquella sonrisa apenas esbozada estaba ahora con todos sus atributos. Aquello me hizo dar el siguiente paso: meter mi dedo en su culo. Conforme lo hice, una embestida feroz fue la respuesta de su erizado cuerpo. Su mango traspasó limpiamente mi garganta llegando mi nariz a chocar con su vello pélvico. Saqué apresuradamente mi boca y cómo pude vencí mis estertores que se empecinaban en delatarme. Él continuaba con sus meneos y una lascivia en la cara que estremecía.

Ya no importaba que yo no estuviera allí, él estaba.

Mi boca reiteró el sabor de su verga. Con frenesí comencé a chuparla con la lujuria que su lascivia me potenciaba. Sus brazos, como muertos, se movieron torpemente como intentando agarrar algo. Uno de ellos cayo sobre su cuerpo y comenzó a acariciarlo. Por el rabillo del ojo vi como su boca se abrió exageradamente, presentí que había llegado el momento que gobernó mis pasos. Ahora, ese mar que siempre ahogaba rugía con fuerza mientras su cuerpo se sacudía en convulsiones. Preparé mi boca para su bautismo. En el primer chorretón, que inundo de calor y sabor mi boca, se me ocurrió una idea medio descabellada.

Su semen salpicaba con potencia. Decidí que ahí se quedaría, sin hacer ningún amago de tragarlo. Durante unos segundos aquella fontana no hacía más que manar leche y más leche. Esta caía apaciblemente por mi boca, llenándose toda ella del resabio a macho de mi hermano Jesús. Mientras mis cojones me ardían. Notaba como todo lo que allí se cocinaba estaba a punto de reventar, y conforme menguaba su corrida, la mía tomó pulso. Desecho en temblores, mi cuerpo se conmocionó batiéndose en estremecimientos que me arqueaban y relajaban a una velocidad prodigiosa. Mi gruesa verga se abultó para dar paso a su fruto prometido. Como pude puse mis manos como barreras y estás comenzaron a recibir las sacudidas de mi semen. Ahogue mi grito en la pija de mi hermano y a punto estuve de caer y morder su mango para liberar de alguna manera toda aquel disimulo que hacía más excitante todo lo vivido. Mis manos empapadas de mi semen seguían recibiendo con gusto los últimos latigazos. Tras esto caí al suelo jadeante y perdido para el mundo. Mi lengua rastreadora despertó antes que yo. Llena de su semen fue a buscar el mío que caía mansamente por mis brazos.

Lamí con gusto todo mi semen que encharcaba el cóctel que se formaba en mi boca. Mi lengua avariciosa buscó todos los restos de mi hombría para casarlos con el único macho que en aquellos momentos tenía mi polla.

Comencé a sentir una extraña culpabilidad que me hizo más perro. El sabor del semen denso y aperlado me avivaba aún más todos los instintos que había sacado aquella noche. Comencé a jadear, a sentirme poseído por todos aquellos momentos, a erotizarme como un puto salido. Parecía como si todo lo que había vivido no llegara para saciar mi sed sobre mi hermano. Con los restos de semen que aún quedaban en mi mano, y mi boca llena de nuestras leches, me masturbé sin dejar de menearme como una furcia posesa.

A mi mente acudieron todo lo que había vivido esa noche e imágenes más elaboradas y febriles sobre lo que deseaba vivir. Me sentí follado, violado, sometido, bendecido por infinitos chorros de semen. Aquella verga que ahora descansaba, revivía en mi imaginación desde todos los ángulos posibles. Se la comía al tiempo que perforaba con furioso ímpetu mis entrañas, mientras con cada una de las manos masturbaba esa colosal verga que se repetía por todo mi cuerpo. La notaba dándome latigazos en mi cara, rozando mis pezones con su glande húmedo y cárdeno, navegando por la raja de mi culo, explorando cada uno de los rincones de mi cuerpo que se extasiaba con su solo contacto, extrayendo toda la lascivia que había plantado con su mango. Y detrás de todo: mi hermano. Tenía esa cara de lujuria mil veces repetidas y azotaba con gusto todo mi cuerpo repitiéndome al oído: "¡Cómo me pones, hermanito, cómo me pones...!" En ninguno de aquellos actos imaginados con detalle había un solo gesto de amor. Ese sentimiento estaba enterrado, sepultado por mil toneladas de un macho en celo, lleno de una voluptuosidad tan obscena que era del todo imposible que se colara cualquier otro sentir.

Masajeaba con fuerza mi polla llena ya de restos de semen seco. Mis poses eran iguales de pecaminosas que mi imaginación. Me abría de piernas para acoger su dulce hierro; la lengua empapaba mis labios para así rebosar de saliva para cuando ese mango salvaje retozase en mi humedad; me pellizcaba dolorosamente los pezones para sentir la furia de su arrebato; me acariciaba delicadamente mis mejillas, mi ingle, mi torso, para después volver a sumergir esas manos hambrientas en mis nalgas y exprimirlas con fuerza, como sólo el deseo que yo paría en él podía hacerlo; embestía ardientemente, unas veces imaginándome que era yo quien penetraba aquel pozo de los deseos, otras, arrastrándome, ante el frenesí de sus asaltos. En aquel momento, aquella oscura habitación era el lupanar más ardiente de toda Coruña. Mi sexo ardiente estallaba contra aquellas paredes empapadas de la lubricidad de lo que allí había ocurrido. Su sexo estaba dormido, pero aún así tenía el poder de un faro guiándote por nieblas tenebrosas que calcinaban toda tu sensualidad.

Estaba disfrutando tanto de ese momento que lo dilataba con precisión. Cuando notaba el hervir de mis cojones, la llama que anunciaba mi corrida feroz, paraba mi puto, encabritado y dulce cabalgar. Sin embargo, cada vez se hacía más difícil. Si bien podía dominar mi cuerpo, me era del todo imposible avasallar mi imaginación. Ésta seguía su peregrinar loco y arrebatado en el que esas mil mingas llenas del rostro de mi hermano punzaban mi cuerpo azotándome de ese placer ya conocido, pero siempre salvaje e indómito.

Duré como una media hora y, efectivamente, tuve una corrida feroz. Cuando me percaté de que no podía dominar mi orgasmo pues mi leche ya fluía por las cavernas de mi polla, fustigué con fuerza mi pija. Nunca me la meneé tan salvajemente. Aquel impulso era como la suma de todos los que había empleado mi hermano en aquella fantasía. Mi cuerpo se desató en temblores, mientras los chorros de mi lefa cruzaban limpiamente por encima de mi cabeza para estrellarse en el suelo e ir regando, tras la mansedumbre de los últimos trallazos, mi torso sudoroso y ardiente. Tardé en recuperar la compostura, y una mueca de grito apagado permaneció durante varios segundos en mi rostro que se negaba a seguir respirando. Cuando el aire entró en mis pulmones, la resaca del orgasmo aún seguía ahí. Recuerdo que me dio por llorar, con un lloro histérico y apagado que no podía parar, pues así era la felicidad descubierta.

Transcurrido un tiempo, me levanté. Contemplé por última vez aquel cuerpo embaucador que reposaba todo el placer que había recibido. Bajé el telón a aquel espectáculo. Con suma precaución subí la goma del bóxer, dándole un beso final a esa gloriosa polla que ahora, más que nunca, deseaba con toda mi fuerza, y poco a poco y con cautela cerré todo el campo de operaciones. Tras esto me fui a mi cama, más lleno de él que nunca y con la firme determinación de llegar hasta donde mi imaginación había llegado. No sé lo que soñé, pero no tengo ninguna duda que las ocho horas restantes que pase durmiendo fue él quien me acompañó en mi libidinoso mariposear.

Al día siguiente era mi cumpleaños. Aunque con los colegas lo celebraría el sábado, saliendo hasta altas horas de la mañana pues por algo tenía dieciséis mayos, en casa lo seguíamos celebrando con religiosa puntualidad un nueve del mes de María. Mi querida madre, como siempre, puso el toque dulce y práctico a la celebración. El dulce con una tarta de chocolate (mi preferida), que ponía en una elaborada caligrafía: ¡Feliz cumpleaños Diego!; el práctico con un jersey pulligan de color naranja, que aún conservo, y los consabidos calzoncillos que no podían faltar en fechas tan señaladas. Pero yo esperaba con ansiedad el regalo de mi hermano Jesús. Por proximidad siempre se acercaba más a mis deseos (mi primer disco de la "Velvet Underground" me lo regaló él convirtiéndome en un apasionado del gran Lou Reed), pero en esta ocasión esperaba no un regalo mejor o peor, sino un mensaje o guiño, algo que me diese pistas sobre lo que me calcinaba todas las noches. Su regalo fue misterioso y añadió más interrogantes a la situación. Me regaló el libro del grandísimo Quim Monzó (del que me hizo adicto), "El porqué de las cosas". Aquella misma tarde devoré el libro buscando entre sus magníficas líneas un asidero al porqué de las nuestras. Encontré miles y ninguna, caí subyugado por la belleza y originalidad del libro, pero en nada despejó mi incertidumbre. Ni una sola respuesta a mis muchas preguntas se hallaba entre sus páginas. Si quería alguna tendría que abrir las hojas de su cuerpo.

Por la noche mientras nuestros padres estaban en la televisión y nosotros en el estudio, dejé el libro por la misma página que lo había abierto una hora antes y me levanté.

¿Hoy tampoco vas a visitarme?

¿Qué... qué dices? –respondió temeroso y sonrojándose.

Es mi cumpleaños y quiero el regalo que espero todas las noches. ¡Deseo ese regalo más que nunca! –dije imperativo, buscando en su rostro alguna señal que no fuese la vergüenza que en ese momento sentía-. Yo me voy para cama. Te espero.

Y bajando la cabeza, con el mismo rubor que él tenía y que le impedía pronunciar palabra salí de la habitación y cerré la puerta. A la mitad del pasillo volví sobre mis pasos y me detuve para ver si había alguna agitación tras este movimiento en el que desvelaba mis cartas. Nada se movió, e imagino que no pasó de la página en el que lo dejé. Fui hasta la sala y alzando la voz dije que me iba para cama, y que no, que no quería ver "El precio justo". Tras eso, me metí en nuestra habitación y me desnudé. Iba a meterme en mi cama, cuando abrí la suya. Me bañe en su aroma y mi pija respondió a ese encanto que me hablaba de él, de su espléndido cuerpo, de su febril sangre, del encantamiento de su espíritu.

Y esperé.

Durante esa media hora que se me hizo eterna, me consumí en la ansiedad. Por fin escuché que se despedía de nuestros incautos padres que, en su inocencia, seguían dilatando el momento hasta que la voz de Joaquín Prat dijo el mágico "¡a jugar!", que los devolvió a la mudez con la que siempre veían la televisión, liberando a mi hermano de sus garras.

Miró directamente hacia mi cama y se sorprendió de hallarla vacía; cuando me vio en la suya la incredulidad dio paso a una retorcida sonrisa cargada de lujuria. Cerró la puerta con precaución y avanzó lentamente masajeándose el paquete; mientras yo retiraba toda la ropa de la cama para mostrarle mi cuerpo desnudo, respondiéndole con la misma sonrisa que él me dirigía. Un guiño que sólo decía una cosa: "Soy tuyo, ¡fóllame!"

No está bien lo que hacemos –susurró poniéndose sobre mí.

Hay cosas peores –contesté en mi ingenuidad-. ¡Cosas mucho peores! –remarqué abrazándome a él-. Aquí no matamos a nadie, si morir de gustillo es matar. Y esto me gusta. ¡No sabes cómo me gusta!

¡Hermanito, estás hecho todo un maricón! –afirmó con cariño y orgullo-. ¡Todo un mariconazo!

Di: ¡estamos!

Bueno... aún está por ver; pero de momento...

¡Maricones perdidos! ¡Ja, ja, ja, ja, ja...!

¿De qué te ríes?

Estaba pensando... ¡ja, ja, ja!, que no les vamos a dar nietos. Dos hijos y ningún nieto que continúe el linaje. Aquí se acaba la línea López-Camba.

¡Ja, ja, ja, ja! Bueno, yo no quiero darles ese disgusto. Así que alguno caerá, de esos que haya que reconocer, ¡ja, ja, ja, ja!

Me gusta tu plan, así me liberas de tener que hacerlo. Aunque eso sí –añadí con las promesas que se hacen en esos años-: yo follar, sólo follo contigo. Así que no te olvides de todos los polvos que aún nos quedan por echar.

Eso lo dices ahora; pero una vez que coges la marcha te irás con cualquiera.

¡Paso! Yo no soy maricón. Tengo claro que sólo quiero ser tu maricón; los demás, me sobran. Te lo digo en serio: me sobran.

¡Joder, Diego! No creas que con eso te liberas de culpa. Eres maricón; y aún encima: un maricón incestuoso.

¡Ja, ja, ja, ja, ja! Ya. ¿Sabes?, no sé dónde escuché un chiste sobre el incesto. En ese momento no lo comprendí, pero aún no sabía esto y, sin embargo, no se me olvidó. ¿Sabes qué decía?

¿Qué?

Bueno, no lo sé decir muy bien; pero venía a decir: "incesto: donde hay un incesto, ¿por qué no hacer cientos?

No lo entiendo.

Bueno, es que no sé si lo dije bien. Pero el rollo era como un juego con la palabra incesto/unciento

¡Ah, ya! ¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¿Y desde cuándo lo sabes...?

Mientras nuestros padres no se fueron a dormir todo se nos fue en hablar. Había como un pacto mudo que hasta que escucháramos el primer ronquido no nos lanzaríamos a la jauría que nuestros cuerpos demandaban con ardor. Lo fui desnudando poco a poco para sentir el arrojo de su cuerpo. Intercalábamos las palabras con besos que hundían nuestras lenguas en mil jugos, entre tanto nuestras armas, duras como el acero, se fundían presionándose con fuerza, mojándose con todo el presemen que con generosidad ofrecían.

Era una espera curiosa, pues resistir la tentación hacía que un simple roce y la necesidad de negar sus efectos, multiplicase éstos por mil. En un momento dado decidimos dejar de abrazarnos, pues estábamos a las puertas del orgasmo por el simple hecho de sentir el cuerpo del uno en el otro. Mi mano paseaba por toda la claridad y determinación de su figura, palpando ese acero esculpido que se calentaba al paso de mis caricias. Amasé con profusión su culo al tiempo que él tomaba posesión de mi naturaleza siguiendo atajos igual de calientes.

Exploramos en todo ese tiempo todo nuestro cuerpo sin dejar rincón que no se rindiera a nuestros atributos. Éramos fiel reflejo el uno del otro. En un momento dado, sitúe mi cabeza a sus pies y empecé a besar y chupar cada uno de aquellos dedos. Él me respondió de la misma manera, y friccionando nuestros cuerpos entregados, fuimos depositando poco a poco todo el sexo que teníamos para dar. Mi lengua se deslizaba por la juntura de sus dedos, chupando con riqueza cada una de esas cabezas apetitosas, que se habrían paso a mi hambre con gemidos que lanzábamos a dúo. Pasaba mi lengua por la planta de su pie retorciéndose su cuerpo al cosquilleo de mi voluptuosidad. Nos enredábamos como serpientes en ese toma y daca del que éramos fieles esclavos. Lamíamos con desenfreno el cuerpo del otro, extirpando de raíz todo el placer que nos producía y que manaba sin límites que saciaran nuestro afán.

Estábamos en un mundo propio tan voluptuoso y prohibido que nuestra alerta expiró aletargada. Escuchamos sus pasos por el pasillo y la puerta que se entreabría. Quedamos parados en seco, sin tan siquiera respirar, hasta que la voz de mi padre devolvió el aire a nuestros pulmones con un "¿qué haces, mujer? Déjalos dormir que estarán muy cansados. ¡Cuándo te darás cuenta de que ya no son unos niños para que los arropes todas las noches!" La puerta dudó por un instante y se abrió un poco más congelándonos de miedo. Finalmente se cerró suavemente y continuaron su cotidiana charla pasillo abajo. El suspiro que ahogamos salió a borbotones, con él unas risas histéricas que no podíamos parar por mucho que las ahogáramos. Intentamos matarlas con un beso, pero fue mucho peor, pues era vernos y los carcajeos sofocados volvían a sus impetuosas andadas.

Tardamos un tiempo en serenarnos. Tiempo que sirvió para comentar todo el pánico que habíamos sentido en ese preciso momento en que la luz del pasillo rompió la fogosa oscuridad que disfrutábamos. Tras esto volvimos al banquete en el mismo plato que lo habíamos dejado. Estábamos acariciando los muslos, reptando nuestra lengua por su firmeza, cuando el primer ronquido nos anunció que ya llegaban los postres. Paramos en seco nuestros voluntariosos deberes y nos miramos a los ojos. Él encendió la luz y de su mesilla quitó una bombilla que había teñido con tinte de vidriera dejándola violeta. Quitó la bombilla de la mesilla de noche y puso ésa. Tras apagar la luz y encender aquella nuestros cuerpos quedaron teñidos por un aura irreal que los hacía más atractivos pues parecía que ardían.

Lo tenías todo preparado.

¿No te mola?

La verdad es que se ve más guay –respondí abriéndome de piernas y mostrándole mi polla a los ojos avariciosos de mi hermano-. ¿No te parece?

La verdad –dijo cogiéndola con la mano y ocasionándome un respingo-, ¡es que se ve de puta madre!

¡Tráeme la tuya, cabrón!

Tendrás que ganártela.

¿Cómo? ¿Así? –dije inclinándome con la boca abierta que, como una flecha, iba disparada hacia su bálano.

El premio va por ahí –indicó mi hermano ensartándome el rabo en mi boca-. ¡Cómo la chupas, hijo puta! De seguir así vas a llevarte el primer premio.

Sabes que siempre quiero quitar buena nota –expliqué quitándome su apetitoso rabo de mi jugosa boca que chorreaba por continuar con su mamada recién parida-. Y con estas herramientas de trabajo –demostré moviendo la lengua con movimientos convulsos- y lo que llevo estudiado, voy a por la matrícula de honor. Permíteme, maestro, que te lo demuestre.

No di tiempo a la nostalgia para que añorase el tajante sabor del pedazo de polla que portaba Jesús. Bendije el alimento que iba a tomar, y en herética comunión mi lengua vio a dios en los primeros jugos que esa polla divina posaba sobre mi paladar. La lengua insaciable siguió comulgando surcando la mullida dureza del contorno de su capullo, mientras sus piernas flaqueaban e iniciaba un pequeño bamboleo entre jadeos llenos de gozo. Estaba dispuesto, en esta sacrílega comunión, a tomar todo "el cuerpo de cristo". Sabía de sus rechazos, de aquella sensación de vómito y asfixia que me ocasionara su potente embestida; pero estaba dispuesto a demostrarle al maestro que su alumno corría unos metros más por delante que él.

Abrí mi boca mientras iba succionando con fuerza y mi lengua repasaba con astucia cada tramo tragado. Su mango, hecho a escuadra y cartabón, fue bautizándose de mi tórrida baba, al tiempo que mi gula me hacía recorrer más y más camino. Al poco su capullo tocó mi campanilla provocándome la primera sensación de vómito. Retrocedí un poco sin dejar de chupársela y empecé a respirar por la nariz. De nuevo, cuando este glorioso guerrero llegó al mismo punto volvieron los vómitos agazapados. Permanecí así un rato, durante el cual mi hermano se balanceaba como un junco trazando ligeros movimientos circulares en el sentido de las agujas del reloj. La sensación no desaparecía, sino que incrementaba mi ansiedad. Mi lengua seguía lamiendo sin pausa y mi respiración se agitaba. Durante un tiempo, ninguna de las sensaciones cambió. Sentía esa polla que me abría por la mitad, que me amordazaba; pero también sentía el placer de que estuviera allí lo que yo tanto deseaba. En una de las arcadas que estremecían mi cuerpo decidí seguir hacia delante en medio de esas contracciones. De un golpe mi nariz chocó contra su pelvis, aspirando ese gozoso olor que tenía su sexo. De nuevo rugió el mar en su rostro y "¡un diez!" agónico pregonó el placer que en ese momento cruzaba su cuerpo.

¡Cómo la chupas, hijo puta! ¡La chupas a Dios! ¡Sigue, maricón, sigue! –me animaba entre jadeos mientras sus dedos se enredaban en el pelo de mi cabeza- ¡Tócame el culo! ¡Morréamelo bien! ¡Así, Dieguito, así...!

Conforme iba sacando su portentoso pedazo, lo exprimía con fuerza. Mis labios se pegaban al contorno succionando con fuerza como si estuviera comiendo el mejor de lo helados; mi lengua estriada se deslizaba con suave aspereza por ese tronco recto, al tiempo que mis manos magreando con fuerza sus nalgas sólidas y tiernas, yendo de la cima al valle por la codicia que despertaba ese paisaje que veía con el tacto de mis dedos avarientos.

Su placer era mi placer. Tenía de nuevo mi capullo empapado, pero volví a meterme el calibre de mi hermano en mi encharcada boca de su sexo. Seguía meneándose como una cabrona, suspirando como una puta, mientras yo continuaba con ese traga traga que me desposeía. Sentir su polla y magrear con gusto su culo no era sólo un placer para él, sino que yo lo estaba disfrutando como un cabronazo. Sus turgentes nalgas animaban mi lascivia. Tenían una dureza peculiar que se amansaba con sus sensuales movimientos. Éstos te llamaban a ir a más allá, así que mis dedos se deslizaban por su jugosa raja, enmarañándose en su vello sudado, aromático y ensortijado.

Nuevamente volvieron las arcadas y salté hacia delante comiéndome toda el cipote hasta aliviarme con ese aroma concentrado que desplegaba su vello. A la vuelta, succionando con igual fuerza que antes, metí uno de aquellos dedos arrebatados en su ano acogedor. De nuevo dio ese respingo feroz al tiempo que un jadeo aspirado por su deseo me hablaba de su ardor. Su polla volvía a estar en mi puta garganta, mientras me rogaba que se lo metiera un poquito más.

¡Juega con él, Dieguito! ¡Así, así, asiiiií! ¡Qué de puta madre, hostia!

Y por fin pronunció la frase de mis fantasías:

¡Cómo me pones, hermanito, cómo me pones...! –dijo para mi orgullo, mientras seguía acariciándome la cabeza sensualmente.

Volví a succionar extrayendo el inquietante sabor de su polla que me cegaba. Se retorcía a jadeos, mientras mi dedo manoseaba la tersa suavidad de su ano. Lo metí hasta el fondo, sin que de nuevo volviera a probar el sabor de su capullo que corrió presto a alojarse en mi garganta. Sus entrañas eran tersas, cálidas, húmedas, acogedoras, adictivas. Podría seguir definiéndolas sin agotar los adjetivos, pues transmitían, igual que todo él, un sexo arrebatado. Desde ahí, casi ahogado, mi dedo peregrinó dando carnales vueltas por las paredes que pretendían alojar mi nabo enérgico. El muy maricón serpenteaba como si mil corrientes trastornaran su cuerpo. Su cruda musculatura dibujaba formas tenaces y terminantes que mostraban una belleza superior, que no dejé de acariciar con la mano que me quedaba libre. De improviso salió de mi trampa.

¡Cómo sigas así me corro, cabrón! Y aún queda mucho que hacer –dijo abalanzándose hacia mí y dándome un beso insaciable y devastador, que calcinó aún más mi boca ardiente-. ¡Joder, eres demasiado! No me equivoqué cuando te elegí. ¡No hay nada como comer en casa...!

Regresó a su beso arrebatado que comía mi boca, que mordía mis labios, que excitaba mi cuerpo. Cuando me dejó empapado con sus jugos, se deslizó por mi cuerpo. Su chorizo altanero marcó otro recorrido fustigando mi cuerpo, dejando su rastro de cemento armado por toda la sensibilidad de mi piel, mientras él me llenaba de besos, lamía mi cuello, comía mi oreja, mordía mis hombros, libaba mis axilas... Estaba en todas las partes, pues así lo sentía.

En ese momento creí, asegure, que mi fantasía no era tal. Era él sólo, pero estaba en todo mi cuerpo. Acariciaba su cuerpo, me abrazaba a él, me enroscaba a su recia musculatura llevado por un placer que no quería despegarse de la llama que lo quemaba. Cuando llegó a mis pezones, su minga estaba entre mis muslos, estrujada y compacta, sublevando todo mi cuerpo. Lamió mis pezones con gusto, mientras yo jadeaba como una cabrona, ahogando mis suspiros en la política de prevención que llevábamos. Los tenía erectos y sensibles como nunca habían estado. Sentí un gustazo demasiado fuerte para tratarse sólo de mis pezones. Arañé su espalda y su cuerpo se erizó como un gato en celo, volviendo al ataque con mayor lujuria. Me los mordisqueó con saña pero, a la vez, delicadamente, demostrando conocer sabiamente la frontera en la que el dolor forma parte del placer. Aquella mezcolanza me electrizó abandonándome ya a unas sensaciones que no conseguía domar, pero que me llevaban con certera precisión a comportarme como un putito seducido por su único mandamiento: su hermano del alma.

Siguió bajando con su goce extasiante por mi cuerpo mientras su rabo peregrinaba con rectitud por el camino de mi congestionada naturaleza. Cuando llegó al ombligo, apartó mi carajo y hundió su lengua hasta hacerme rugir. Y llegó el momento.

Tomó mi lapicero entre sus manos y comenzó a escribir la mejor mamada que disfruté en mi juventud. Mientras su pulgar masajeaba la unión de mi frenillo, su lengua delirante pintaba rapidísimas pinceladas sobre la punta de mi capullo extasiándolo al límite. Poco a poco el masaje de su pulgar fue bajando por todo mi tronco al tiempo que aquella boca tragona y succionadora se abría para acoger mi tranca hasta la empuñadura. Sus labios se abrieron sobre mi glande abrazándolo dulcemente. Su lengua, igual de nerviosa en todo el recorrido, buscaba, en el poco espacio que le dejaba mi rabo, continuar con su frenética labor. Yo estaba en la frontera de la enajenación. Mi respiración era jadeante y ahogada, y mi cuerpo se arqueaba en espasmos inarticulados que se dilataban en el tiempo. Me encorvaba lentamente buscando en ese movimiento retardado una salida, una vía de escape a todo ese cosquilleo que estallaba en mi cuerpo enervado por el sexo rotundo que plantaba en mí. Cuando llegó a la base de mi polla, sus labios prensiles arrastraron mi vello, como si todo aquel instrumento que estaba en su calada boca aún no fuera suficiente para él. No podía decir ni una palabra. Todo se me iba por la boca entre jadeos y suspiros. Repitió estos movimientos minuciosos y arrebatadores hasta que se giró y su polla se situó a la altura de mi boca. Tumbados como estábamos iniciamos un febril sesenta y nueve. Comenzó a follarme la boca clavándome su arpón mientras seguía realizando su portentosa chupada. Mis labios se estrechaban contra el talle recto y nervudo de su falo, hasta que de nuevo ese capullo se incrustaba a velocidad de vértigo saliendo con la misma prontitud hasta que su glande volvía a probar las caricias de mi lengua. Comencé a morrear sus cojones y abrió sus piernas para que mi incursión fuera al infierno de su ano. Cuando llegué a su acogedora rosa, él comenzó a comerme los cojones. Los ponía en su boca como si fueran ricos caramelos y lo cierto es que la sensación era picantemente dulce. Me mordisqueaba el escroto estirándolo hasta que la carne se iba de entre sus dientes, pera abalanzarse de nuevo con igual pasión. Tras esto su lengua reptó por mis cojones dirigiéndose a mi raja. Abrí mis piernas y se puso entre ellas magreándome con fuerza las nalgas que se abrían apetitosas a su impulso. Su lengua acelerada fue encharcando el corto trayecto entre mis cojones y el ojete. Al llegar allí me abrió las nalgas con fuerza y sepultó su cara en mi pozo respirando con intensidad todo su aroma. Estuvo así varios minutos. Su sola respiración coqueteando con mi piel extraía de mí ese placer para catapultarlo varios pasos más allá, donde yo ya creía que nada había; pero con mi hermano siempre había más de lo que uno imaginaba. El confín del placer, de ese deleite que exacerbaba, se hallaba a grandes alturas; todas ellas vertiginosas.

Su lengua encharcaba con desbordamiento mi ojete. Ese sonido anegado, silbante, acuoso, encendía unos grados más mi puta calentura. Dejé de mamarle la pija y se la meneé mientras, retorciéndome como una putilla, hundía con más fuerza mi culo en su comilona boca. Ese apéndice trémulo y rugoso fue abriendo delicadamente mi ojete. Por momentos, él aspiraba con fuerza haciéndome sentir un frío que contrastaba con el fervor de su respiración y lengua. Era tanto el placer que al rato me abandoné a él, dejé de masturbarlo y comencé a magrearme con lascivia, dirigiendo alguno de aquellos calenturientos arrumacos a su cincelada complexión.

Nuestros cuerpos ardían empapados por el sudor del sexo, por una fiebre que nos consumía en ahogos y resuellos que tapizaban ese universo sonoro de una melodía ininterrumpida y secreta: nuestro incesto. La punta de su lengua por fin cruzó la frontera de mi ojete y su dulce caricia erizó mi cuerpo haciéndome ahogar un bramido que quemaba mi garganta.

¡Clávamela! –rogué- ¡Fóllame de una puta vez y clávamela! ¡Quiero sentirla ya! Tengo el culo que me arde y tu polla es la única que puede apagar esa sed. ¡Clávamela, cabrón! ¡Siiiií, siiiiií, métemela rápido! ¡Empálame con tu polla, mariconazo! ¡Incrústamela hasta la médula! ¡Por favor, no sigas...! ¡Métemela ya, cabronazo! ¡Dale sin piedad... sin piedad! ¡Hazle caso a tu hermano pequeñito! –imploré mimoso mientras me seguía retorciendo entre espasmos, pues él continuaba con su fabulosa labor como si nada hubiera pasado-. ¡Fóllate a tu hermanito! ¡Clava ese garrote! –ordené cogiéndosela con la fuerza de mi deseo-. Quiero sentirla, Jesús. Quiero ver cómo se quema en mis entrañas, cómo me ahoga de placer. ¡Soy un puto horno encendido! ¡Pon rápido la comida, cabrón, que ya hay que cocinar...!

¡Coño, hijo de puta, cómo me calientas! Te voy a follar cabronazo. ¡Prepárate! Desde que te creció el primer pelo de tus cojones estoy deseando follarte. ¡Es el meteisaca que más he deseado en la vida! –afirmó poniéndose de rodillas frente a mí y portando entre sus manos la enhiesta pija que me iba a perforar-. ¡Nadie te va a follar como yo te voy a follar, hijo de puta! ¡Nadie tu puta vida!

¡Clávamela, húndemela bien rico!

Va a doler un poco. Pero tranquilo: ¡te vas a correr de gusto!

Lo sé. Si todo es como hasta ahora, va a ser mi mejor corrida. ¡Lo estoy pasando de puta madre, Jesús! Es tal y como me había imaginado.

Para mí es más de lo que había imaginado. ¡Sabes que la chupas de puta madre! ¡Y seguro que tu culo agarra rico!

Es tu rabo el que lo hará rico.

Te gusta mi polla, ¿verdad?

Sabes que sí, que siempre me gustó; sólo que ahora es diferente. Antes me gustaría tenerla a mí. Tener una pollaza como esa era mi deseo; ahora, ya no. Ahora sólo quiero tenerla dentro de mí.

A mí también me gusta tu polla. Me encabrita. ¿Recuerdas un día que te dije que tu polla estaba hecha para follar? Pues cuando me tiraba las pajas, me las tiraba por tu polla. Las revistas eran parte del decorado para que saliera el pájaro de la jaula.

¿Y por qué nunca me dijiste nada?

¡Es muy fuerte!, ¿no te parece? Ya hay cosas que son la hostia; pero uno no puede andar diciendo por ahí: "¡me follaría a mi hermano!" Eso queda en tu fantasía, entre las cuatro paredes de tu cabeza; ¡claro que pasa factura! Y un día te acercas; y al otro ya eres más atrevido y le bajas la goma del pijama; otro día, ya no te conformas con lo que ayer te hizo correr y bajas no sólo el pijama, sino también el calzoncillo –decía esto como si hablara con la minga que seguía meneando cabizbajo-; otro te entusiasmas y dices: "¡Joder!, ¿qué coño va a pasar por poner la picha entre sus nalgas?"; ¿y si me muevo un poco?; ¿y si toco su pinga y me muevo...?

Pues yo estoy contento de tu valor. No estaría aquí sino fuera por las pelotas que le echaste. ¿Sabes? No sé cómo será con una tía; pero tengo claro que quiero que me folles. ¡Me has descubierto un mundo delicioso! Sino fuera por ti, no sé qué habría pasado. A lo mejor daba en peores manos y no en las tuyas por las que me caliento a tope.

Se precipitó hacia mí y nuestros labios volvieron a devorarse mientras nuestras vergas se presionaban la una a la otra. Nos manoseábamos con fuerzas, presos no sólo del deseo, sino de un agradecimiento infinito por estar ahí, por estar viviendo aquello. Babeábamos de gusto. Nuestras miradas, perdidas y ardientes, se sumergían en ese pozo cálido y caldeado del sexo. Me mordió un labio al tiempo que se separaba y me llevaba con él. Yo iba a ponerme a cuatro patas, pero él frenó ese impulso y volvió a abrazarme fuertemente contra él; luego, con ternura, me depositó de nuevo en cama.

Resollábamos en silencio, sólo los ronquidos de la habitación de nuestros padres, se unían a ese diálogo mudo con el que se atizaba nuestro anhelo. Se tocó el paquete con impudicia; escupió en la mano y embadurno su mango dejándolo lustroso con el brillo de su saliva. Yo saqué ansioso mi lengua, como si fuera un perrillo, y con una sonrisa llevó su polla hasta mi boca. Con todos los músculos tensados por el difícil equilibrio que hacía en la angosta cama, culebreó mientras regaba el mástil prieto de su tranca. Me dejó así unos minutos hasta que por la comisura de mis labios salía un chorretón de babas. Tras esto volvió a la posición de combate.

Me tomó por los tobillos y levantó las piernas hacia arriba quedando mi culo a la altura de su ciruelo. Acercó la punta a mi ano y el primer roce generó un estremecimiento en todo mi cuerpo. Reposaron mis pies sobre sus anchos hombros. Agarró la polla por su base y lentamente, muy lentamente, fue acercándola a la diana. El primer contacto fue igual de placentero que el roce anterior; pero después siguió su ritmo implacable y mi ano, relajado en ese momento, se contrajo a la primera muestra de dolor. Él me suavizaba con sus palabras y volvió a su asalto. Sentí como el capullo iba entrando, deslizándose suave y dolorosamente hacia mi ano que se abría adaptándose a su contorno. Tras pasar el capullo sentí como si hubiera roto una especie de virgo imaginario. Noté como mis entrañas se acoplaban en un "plop" al tamaño de su ostentosa arma. El dolor era agudo y mi rostro estaba contraído, y allí la dejó durante un rato en el que sus palabras fueron un bálsamo. Después, centímetro a centímetro, el dolor no hizo más que aumentar. Era un dolor especial, distinto a todo lo que había sufrido. Era como una gran presión en toda esa zona, como si mis entrañas se tuvieran que recolocar para dar paso a este aguerrido conquistador. Sentí unas ganas de mear y cagar terribles. Era todo al mismo tiempo sin poder situar muy bien cuál de las dos reclamaba mayor urgencia. A la vez, había un cosquilleo placentero que no hacía sino aumentar mientras ese rabo izaba su bandera arrasando mis intestinos. Los centímetros iban corriendo y mi rostro, contraído por el dolor, no mostraba signo alguno del goce prometido. Durante unos instantes deseé que todo aquello acabara ya, aunque no había hecho nada más que empezar.

Entre paradas y acometidas tardé más de cinco minutos en sentir sus fibrosos cojones chocar contra mis nalgas. Allí se quedó durante un rato, mientras no paraba de besarme, de dulcificar mi rostro. El dolor había menguado, pues desaparecer nunca desapareció, y un placer extraño inundo aquella zona tan sensibilizada. De golpe comenzó a moverse con movimientos largos que trajeron más y más cargamentos de aquel inaudito placer. Sentía como su pijo horadaba mis carcomidas entrañas, llenándolas de ese deseo que sólo tenía un nombre: Jesús y su bendito mango. Durante unos minutos permaneció así, ahogándome en ese deleite indescriptible. Después comenzó a sacar su polla y a meterla en cada carga. Aquello era lo que más placer me daba, ese sentir como su pijo pasaba limpiamente para después deslizarse sin más obstáculo que la dulce caricia de mi intestino que, ahí, ya era suyo.

Al principio estuvo preocupado por mis sensaciones, por mis dolores. Pero una vez que éstos remitieron, comenzamos a decirnos las mayores obscenidades que se nos ocurrían en ese momento. Las decíamos con ese ritmo lento que impone la respiración agitada, hasta que las palabras salen reptando torpemente entre los estertores de la follada. Acoplamos nuestros compases y mis manos tomaron con fuerza sus nalgas guiando de esa manera la velocidad de aquellos empalamientos. Cuando sus huevos chocaban con mi cuerpo, sentía en ese momento toda su polla luchar contra mis entrañas, agotándolas de placer en ese espacio reclamado. Llegó un momento en que yo estrechaba mi culo para dificultar su salida pues, en ese corto espacio de tiempo, me sentía huérfano si no estaba su troncho cebándome como una puta ninfómana.

Pellizqué sus nalgas hasta imprimirle una mayor cadencia a ese envite que se tornó feroz. Entre las nieblas de mi placer, una idea cobro fuerza.

Sí te vas a correr, ¡córrete en mi boca!

Aceleró la sucesión de sus asaltos en una galopada encabritada. Su polla acribillaba las entrañas con un fiereza urgente y despiadada. En cada perforación mi cuerpo sentía el rugir de aquel portento que arrasaba a su paso portando una fogosidad extraordinaria. Quedé inerte ante la ferocidad de sus asaltos. Era un peso muerto, lleno de él. El eco de sus cargas se transmitía por mi cuerpo desgarrándolo en gemidos, jadeos, sudores, bramidos. Enervado, intenté agarrarme a él, secuestrar de algún modo la energía que a él le sobraba y que en mí se desfallecía en esa turbulencia de placer en la que me encontraba.

Sus cojones golpeaban mis cachas con fuerza a una velocidad descarnada. Eran golpes tan húmedos como sus perforaciones. Mi mano se deslizó por su cuerpo sudado resbalando indolente entre mis jadeos. Repentinamente, aquel alfil dejó su ataque y dando un salto se poso a la entrada de mi boca. La meneó violentamente, mientras se desgarraba en balanceos voluptuosos y súbitamente un disparo de semen fulminó el aire y se estrelló limpiamente contra mi boca. Era un chorro grande, que siguió manando durante unos segundos; después, como ecos de esta primera corrida, siguieron brotando más y más descargas precipitadas. Cada una de ellas se estrellaba contra mi boca, contra mi rostro, dejando su huella cálida, como un latigazo, y la impresión de su virilidad en un gusto acre y potente.

Fue como un elixir. La nostalgia que sentí en el momento en que su polla me abandonó, feneció por el renovado placer de ver su virilidad en mi boca y como ésta calaba en profundidad de sus muros llenándolos del vigor de su amo. No me tragué la lefa. La dejé ahí viva y coleando, carcomiendo con su intensidad mi pasión, aguándola entre mis babas, vigorizando su vivacidad, dejando que me preñara de un gusto que no deseaba ver morir.

Aún estaba en los derroteros del orgasmo cuando lo sorprendí empujándolo violentamente y tumbándolo en la cama. Sin que su cara saliera del asombro, levanté sus piernas dejando su culo en pompa. Allí, de manera lánguida fui depositando los frutos de su corrida en esa guarida que se abría por el deseo. Su leche reposó cálida a la entrada escurriéndose mansamente por la raja de su culo. Él agarró sus piernas, mientras mi lengua domaba aquel semen salvaje que se chorreaba deliciosamente. Arrastrándolo, llevé a ese ganado hacia la entrada de su guarida, hurgando en ese pozo que se abría a mis correrías. Su ano, encharcado por la mezcla de mi saliva y su semen, brillaba con un fulgor hipnótico y deliciosamente obsceno, mientras continuaba con su "tragatraga", anunciando el hambre que tenía de una buena polla.

Aunque deseaba su mamada, mi urgencia era tan grande que escupí sobre mi erguida minga y la embadurné con los restos de lefa que aún serpenteaban en mi avariciosa boca. Las flaquezas en las que antes estaba hundido agonizaron ante el arrebato de mi codicioso deseo. La rosa de su ano imantaba mi polla y hacía allí dirigí mi capullo. El rostro de mi hermano reflejaba la pasión del momento. Tras mirarme, cerró los ojos y se preparó para el asalto respirando con ansiedad y abriéndose para que sepultara mi verga entre sus carnes.

Con el índice bajé la punta de mi carajo hasta la entrada de ese ano lustroso. Nada más rozarlo embestí con fuerza metiendo todo el rabo en una sola atacada. Él ahogó un grito y se mordió los labios con fuerza, al tiempo que bramaba y por la comisura de sus labios salían babas chorreantes. Tenía tanto deseo acumulado que empuñé con fuerza mi mango en un meteisaca furioso e incontenible. Las paredes acariciaban mi pijo, oprimiendo con fuerza, como si temieran su huida. Cuando el bálano estaba a punto de salir de su acogedor culo mostrando su lustrada cara, él me arrastraba nuevamente hacia sus entrañas. Era una sensación deliciosa, tan grande y distinta que no quedaba otro camino que esa galopada desbocada que llevaba mi falo. Lo tomé por los tobillos, abriéndole aún más las piernas, mientras me cimbreaba la cintura y veía mi nabo hundirse con rapidez en la incandescencia de su abrazo. Mi verga salía refulgente y hambrienta, volviéndose a hundir con furia entre sus carnes. Su culo buscaba una penetración más profunda, que mi nabo le rompiera todo, y así mis vaivenes chocaban violentamente con los suyos, estrellándose mis cojones ruidosamente contra sus torneadas y apetitosas nalgas. Estallamos en un coro de bufidos que hacía de nosotros auténticos animales lanzados a la vorágine de un éxtasis que atizaba nuestros palpitantes cuerpos sudados de sexo. De mi boca comenzaron a salir las mayores obscenidades que hacían de mi hermano el mayor de los maricones. Las susurraba con violencia, en un tono bajo, silbante, cortante, que entraba en las entretelas de nuestros sentidos vapuleándolos. Él estaba transportado por la lujuria y retorciéndose en sus contoneos, se acariciaba lascivamente mientras no dejaba de decir: "¡Sigue, maricón, sigue...! ¡Cómo me pones... cómo me pones...!"

¡Hijo de la gran puta! ¡Nadie te folla como yo! ¡Aprieta duro, maricona, que por mucho que aprietes te voy a rajar con mi faca! Vas a encontrar sangre, sudor y semen. Vas a pedir que te folle todos los días, todas las horas, ¡porque estás enganchado a mi puta polla! ¡Qué culo...! ¡Muévelo, puta! ¡Así, así... que arda, que arda! ¡Joder, ya me revientan los cojones! ¡Te voy a inundar el culo con tanta lefa que te va a salir por las orejas! ¡Mariconcete! ¡Putito! Te gusta, ¿eh? Te estoy reventando el culo, pero te gusta. ¡Eres un maricón perdido, hijo de puta! ¡Así muévete, muévete y no protestes! ¡Dios qué bueno está esto...! ¡Dios qué bueno estás...! ¡Que gustillo, la puta, que gustillo...! ¡Tienes un culo para follar cojonudo! ¡Qué gustillo, me cago en la puta.

No paré de decirle lo mucho que lo deseaba, la mierda tan guapa que era. Sabía que él con su "sigue, maricón, sigue" ponía en su boca todo lo que la voluptuosidad ponía en la mía. Estábamos en un combate febril y sabíamos que los dos llegaríamos al k.o. Nuestros sentidos estaban en suspensión. Sólo sentíamos placer. Y era tan grande y tan inaudito que dilatábamos ese momento. Cuando sentía que mis cojones hervían, mi polla se paraba en su culo ardiente, empitonándolo con toda la fuerza. Ahí, clavado por mi polla, presionando la suya con mi cuerpo, me besaba con pasión, intercalando los abrazos húmedos de nuestras lenguas con mordiscos sanguíneos. Aún en esa posición su culo palpitaba y un cosquilleo electrizante subía por mi rabo. La sensación aumentaba, hasta el grado de insoportable, cuando él me arañaba con saña la espalda. Mi piel se erizaba y fluía por mi cuerpo aquel tropel de agujas que enderezaban mi sensibilidad. Su verga empalmada babeaba sobre mi abdomen. Empecé a restregársela mientras mi nabo incrustado en su culo recibía las descargas de su culo. Sus ojos llorosos y ardientes me hablaban de su delirio. Su boca entreabierta y babeante reposaba en éxtasis, en una serie de muecas incontrolables que luchaban por buscar una salida a tantísimo goce. Mientras yo continuaba con el férreo masaje que lo hizo entrar en unas convulsiones intermitentes que se trasmitían con nitidez a mi pollón, comí su oreja y comencé a decir las obscenidades que nuestros besos y mordiscos habían abortado.

Sus convulsiones aumentaron hasta hacer de él un manojo de nervios. Con voz entrecortada y llena de un apasionamiento enardecido soltó un "¡me corro, hijo de puta, me corro...!, que llenó nuestros cuerpos de su lefa que salía de su magnifica polla con una presión inusitada. Lanzó un gran gemido ahogado mientras su cuerpo cabalgaba y nuestros torsos se unían entre los restos de semen que seguía lanzando. Aquello casi hizo que me corriese. Su orgasmo se trasladó a mi nabo, que comenzó a sentir unas contracciones débiles pero placenteras que electrizaban mi rabo. Fueron diez segundos infinitos en los que mi hermano murió entre convulsiones sísmicas, que lo llevaron de un delirio a otro mayor para después sepultarlo entre la inconsciencia hasta que mi minga rabiosa le hizo aullar como una puta.

Su semen, ahora manso, unía nuestros cuerpos en finos y lechosos hilos. Cuando vi que recuperaba la consciencia, mi pija peleona zumbó con garra en su tórrido culo, y aquellos hilos que nos unían se separaron dejando el rastro de su pasión. De nuevo, mi verga lo perforaba con la velocidad de vértigo que le imprimía mi deseo. Mi capullo asomaba brevemente su faz para taladrar codiciosamente sus generosas entrañas, que abrazaban con fruición mi insaciable nabo que hubiera estado en ese meteisaca de por vida.

Pero, desgraciadamente, todo lo bueno se acaba. Mis cojones comenzaron a hervir y se convulsionaron poniéndose duros como rocas para después estallar en mil sacudidas, mientras que una gran ración de rica lefa erupcionaba por el mástil de mi falo. En ese momento mis penetraciones ganaron en fuerza. Era un caballo desbocado que arrasaba todo a su paso. Nunca tuve tanta energía como en aquel momento. Mi hermano fue arrastrado por la cama entre sollozos de un gozo supremo, que casaba con la corrida que me estaba transportando al nirvana. En aquel vergel ríos de semen regaron su solemne culo. Mi cuerpo estremecido, picado por mil alacranes llenos de un veneno único y poderoso, viajaba espasmódico e inconsciente por placer demasiado celestial como para describirlo. Era un gustillo único, de una naturaleza física increíble en la que mi cuerpo se descompuso en un estallido voluptuoso para volverse a recomponer entre febriles y espeluznantes conmociones.

Mi cipote quedó anclado en su culo. Estático y rezumante, las últimas gotas de semen dieron el hola a una nueva realidad donde el placer exaltado se volvía manso pero inagotable. Allí quedé, disfrutando de un reposo lleno de ternura con el que nos prodigamos. Poco a poco fuimos recuperando la serenidad, pero ni con esas el deseo calló. Me pidió que no saliera de su cuerpo, que siguiéramos así toda la noche: unidos para no separarnos.

Y llenamos aquella primera noche de caricias, besos y eyaculaciones.

A las siete de la mañana, con puntualidad británica, mi padre levantó sus aquejosos huesos para volver al tajo. Estábamos en los estertores de la noche más caliente que he vivido en mi vida. Ahora era su magnífica polla la que besaba mis entrañas. Nuestras lenguas lloraron abrazadas por la despedida, mientras sentía como el victorioso intruso me dejaba huérfano, desamparado...

Miré mi cama, hecha e incólume, y volví mi vista hacia el nido alborotado lleno de rastros de nuestra pasión. El cuerpo desnudo de mi hermano se cubría con la sábana acurrucándose hacía la pared. Las sabanas dibujaban con ternura su belleza y una sonrisa tierna vino a mí. En ese preciso instante me percaté de que no sólo lo deseaba, sino que contra toda lógica también lo amaba. No me atreví a decir nada. Un "descansa" bajó el telón a esa primera noche. Me hubiera gustado decirle: ¡Descansa, mi amor! Pero sin saber por qué esas palabras se abortaron en mi garganta.

Dos años más fueron testigos de aquellas páginas que se escribían con la misma roja pasión que la primera noche. Pese a la ardorosa adolescencia, durante esos dos años guardé ausencia como si fuera la novia de un preso, pues en cierta manera estaba encadenado y condenado a él.

Nadie cruzó la puerta de mi bragueta, sólo él. ¿Cuántas veces estuve tentado a decirle te amo? Sin embargo, esperaba que esas palabras mágicas fueran pronunciadas por sus labios que seguían rimando ese tenaz "¡Cómo me pones, hermanito, cómo me pones...!" Pero ninguna brisa loca franqueó las tempestades de aquellos encuentros, ni un relámpago fugaz de amor llenó ese vacío que se fue agrandando con el paso del tiempo entre nosotros dos, hasta tenerlo tan presente como el deseo enorme que seguía inspirando en mí.

Durante ese tiempo no sabía cómo explicarme todo lo que me pasaba. Callaba y sentía. Y así noche tras noche. Me dedique a la búsqueda del amor, donde sólo había sexo. Tomé sus caricias como estrofas de versos, sus besos como un "te amo" siempre renovado, y sus folladas como la firma de un compromiso que no tenía otro abrupto final que la muerte. En una ocasión, cuando ya me era muy difícil disfrazar mi amor con el traje de la pasión, dije, en el arrebato de la follada, un inocente "¡así, así, mi amor ! Él freno su bombeo y mirándome con asco me soltó una hostia al tiempo que decía: "¡Pero qué tonterías dices!" Después, como si no hubiera pasado nada, continúo con su salvaje cabalgada. Desde aquella ocasión, mis labios abortaron cualquier atisbo de amor. Volví a ser la puta calenturienta que se movía sólo por un buen polvo, por un puñado de rica leche corroyendo mi boca, mis intestinos... Me encontraba tan atado a él, que mi única misión era complacerlo en todo, ser lo que él deseaba, olvidándome de lo que anhelaba yo, quedándome como narcótico, como último consuelo, la serie de noches en la que nuestros cuerpos perecían en la hoguera de sus jugos.

La noche que cumplí los dieciocho años me despedí de él para siempre. Había conseguido que nos dejaran un chalet cerca de la playa de Bastiagueiro. Durante esa semana rechacé todos sus encuentros y le hice saber que se reservara para la sorpresa que estaba preparando para el día de mi cumpleaños. Ese día se levantó enloquecido. El ritual que seguían esos días tan especiales continuó su marcha indiferente a su calentura. En aquel momento trabajaba y su regalo trajo la generosidad de su situación. Un atrevido conjunto de ropa interior con cincuenta mil pesetas entre sus pliegues. Mi madre quedó escandalizada, no por el dinero, sino por la sensualidad impúdica que exhibía la lycra negra y brillante llena de transparencias estratégicamente situadas.

A las cuatro de la tarde tomé mi mochila y salimos para ese encuentro. Media hora más tarde ya estábamos entre las mudas paredes de nuestra despedida. Me dirigí directamente hacia el ring del último combate. Cuando llegamos me abrazó con la pasión de aquel que vio negado sus arrebatos, pero que seguía fermentando, a fuego lento, toda la calcinada sexualidad de un macho como aquel. Yo me dejé hacer pero no respondí a ninguna de sus ardientes carantoñas. Extrañado por mi mudez se separó de mí con cara angustiada, sin entender qué pasaba. Sin decir palabra quite una soga de esparto de la mochila. Sus ojos se iluminaron de codicia y levantó sus brazos en claro signo de que deseaba ser atado.

Lo até fuertemente a los barrotes del cabecero dejándolo a mi merced y sin posibilidad alguna de respuesta por su parte. Su pinga perturbada lucía con su regio esplendor. Lo follé como nunca lo había follado. Nunca fui más puta que aquella tarde. Lo llevé al cielo para después, con la sorpresa, dejarlo en el infierno.

La obscenidad que fielmente acompañaba nuestras batallas, se vistió con un traje nuevo. Le escribí la carta de amor que durante dos años había enmudecido en mi corazón. Sus ojos me miraban absortos, idos, sin que el egoísmo de su placer le permitiera llegar a un más allá del "yo también te quiero" que ni me consolaba por ser sólo eso: consuelo. . Cuando terminé de llorar mi carta me vestí dejándolo allí atado y gritando.

Por el camino lleno de gravilla sus gritos se confundían con mis pasos. Tenían ese mismo poso primitivo y desgarrado; pero yo continuaba andando pausadamente, disfrutando por primera vez de verme sin señor ni amo.

Tras esa tarde, lo rehuí. Me alejé lo más que pude, que para la situación de mi familia era ir a estudiar a Santiago de Compostela. Allí, en esa ciudad melancólica de piedra y lluvia, volví al mariconeo más abyecto. Follaba todo lo follable. El sida aún era una realidad que vivía en los titulares de los periódicos, pero no en el encuentro de dos pollas.

Me aficioné a un juego. Cuando veía a un macho, comenzaba a pensar cómo sería su polla, a qué dimensiones y formas respondería. Trazaba, con mi calenturienta magín, todo tipo de cábalas entre el cuerpo y ese bulto que despertaba mis deseos, y una vez que encajaba las piezas, no dejaba de luchar por verificar la audacia de mi vaticino.

Encontré machos tallados a cincel que lucían en la entrepierna carne descafeinada; otros, en cambio, burlaban esa primera visión y asistía, con las primeras caricias, casi a un truco de mago viendo como aquella miseria colgante alcanzaba, e iba más allá, las proporciones pantagruélicas que dictaba mi codicia. Nunca logre, y eso que fueron muchos, lograr una relación entre polla y cuerpo; pero eso no impidió que todos tuvieran su oportunidad.

No recuerdo cuántos pasaron por mi apestosa habitación, o por una calle oscura en la que apurábamos con rabia lo que nos hervía en los cojones. Fueron tantos que los he olvidado (mis saludos desde aquí). En algunas ocasiones, aquellos polvos de "hola y adiós" pedían un poco más. Mi respuesta, sin embargo, siempre era la misma: regar sus culos, pisar su corazón. No me arrepiento, ¿pues quien se arrepiente de su felicidad? Y yo si de algo estoy seguro cuando miro ese tiempo es de que era enormemente feliz. Raro era el día en que no mojaba. Esto me llevó a percatarme de que no existía lo imposible, y esta verdad, probada día a día, me llevó a otra aún más reveladora: todos somos maricones .

Era algo tan simple, una verdad tan palmaria, que me sorprendía que ni ellos se percataran. Me asombraba mucho más las disculpas en las que se seguían amparando (la despreocupación de mi propuesta, la estrategia seguida, las copas tomadas, qué sé yo...) que tenerlos finalmente entre mis piernas, pues este final sí que respondía a algo: nadie está donde no quiere estar. Sin embargo, cada día, cada noche, tenía que bordear esta realidad y tentarla, pues sabía que tarde o temprano disfrutaríamos de la horizontal.

Por lo que se refiere a mi hermano, durante todos esos años me mostré huraño con él. Parecía que todo lo que nos había unido era ahora la distancia que nos alejaba. Lo poco que paraba por casa, lo gastaba en jodernos la vida mutuamente, en una lucha que no tenía tregua ni fin, sin vencedores ni vencidos.

Todo lo que había amado, lo veía no como virtud sino como un grave defecto. Comencé a tomar como agresiones lo que en otro tiempo sencillamente adoraba; incluso su cuerpo me parecía frío, asqueroso. Era tal la aversión que tenía sobre él, que si alguna de aquellas conquistas que marcaban mis días me recordaba a su persona, zanjaba radicalmente el placentero acercamiento que vendría. Lo odiaba hasta lo más profundo de mi ser, hasta tal punto que ni mi padre, en su partida, logró reconciliarnos y partió para sabe dios dónde con la pena de ver sus vástagos enfrentados.

No volvimos a hacerlo nunca más; y sus intentos de violación fueron atajados con una rabia aún más grande que el amor que en un tiempo sentí. Nuestra vida camino por distintas veredas. La rectitud de su polla la llevó a su vida. Al poco de estar en Santiago, él pasó por allí. Me extrañó verlo, y, con ese odio con el que tejíamos los momentos que compartíamos, me contó que tenía novia. Se me quedó mirando, como esperando alguna reacción a aquella noticia. Yo ya estaba lejos, y nada de lo que pudiera decir tenía mucho alcance en la felicidad que disfrutaba. Sin embargo, me sorprendí mirándolo con odio, como si aquella jugada fuera una traición en la lucha en la que nos habíamos embarcado, y con el mismo tono que antaño llenaba de obscenidad nuestras folladas, le dije: "Yo tengo un novio cada día. A ver cuánto te dura". Y sin más salí, dejándolo a las puertas del postre en el "Rey David".

Extrañamente me pidió que fuera testigo en su boda, pues mi padre había muerto un año antes. La última noche de su soltería se acercó a mí para besarme. Yo seguí sin responderle y él frenó tímidamente su acercamiento. "Era para que vieras que no me he olvidado", me dijo. Yo, en ese instante, mire hacia mi verdad y después hacia sus ojos, buscando algún signo de amor que me hiciera rescatarlo como esos héroes que salvan a su amado en el último segundo; pero sólo vi deseo, algo de lo que andaba sobrado. Así que le sonreí y le dije que "yo tampoco lo había olvidado". Y cerré la puerta.

El día de la boda, en el "Restaurante Pastoriza", cuando el alcohol y la pachanga corrían con ganas, me llevó hasta los servicios lleno de una rabia feroz. Me arrinconó y con el orgullo y la dignidad herida, me cogió por las solapas. "Alguna vez, dijo con odio, vas a dejar tu mariconeo, ¡hijo de puta! No ves que nos pones en evidencia..." Todo esto venía a que me había follado a un camarero en los servicios no hacía ni quince minutos. Una follada que recuerdo, pues ni él ni yo disimulamos lo que ardía en aquel encuentro fugaz que terminó saliendo yo del servicio y colocando mi polla en buen sitio tras la faena, entre las miradas atentas y escandalizadas de gran parte de los convidados. En aquel tiempo todo me la sudaba, y mucho más lo que dijera aquel maricón que hoy inauguraba familia. Con la chulería envalentonada por el alcohol, sólo le dije una cosa antes de empezar a hostias: ¿Qué ocurre, maricón, querías ser tú el que ocupara su sitio?

Costó separarnos. Nuestro odio era tan fuerte que hasta que estalló no hubo final. Aún así, durante años aquella pelea me persiguió. No lograba menguar la rabia que suscitaba su recuerdo, deseando, una vez que cruzaba el umbral de mis recuerdos, una segunda oportunidad que me permitiera matarlo, acabar con todo.

Los años, en cambio, no me dieron esa oportunidad. No dejábamos de pensar el uno en el otro; pero esa misma razón nos llevaba a evitarnos, como si una vez que consumiéramos ese encuentro, y todo lo que éste traía, acabáramos también la vida. Es cierto que la vida necesita del amor; pero cuando no se ama, cuando uno se niega a amar, lo que más necesita para seguir viviendo es odiar. Y él, y el odio que sentía, eran mi única razón para seguir viviendo.

Una mañana me despertó su llamada. Me sorprendió tanto que me sobresaltó temiéndome lo peor. Escueto como un telegrama, con una voz que no dejaba translucir su estado de ánimo, dijo las primeras palabras que le escuchaba en años: "Marta ha muerto. Está en el tanatorio de Cuatro Caminos". Después colgó, ni tan siquiera tuve tiempo a preguntarle por nada más. Parece ser que la velocidad con la que siempre vivía se frenó en la carretera.

Durante el día y medio que duró el velorio permanecí allí, a su lado. No nos dijimos ni una palabra ni un abrazo; sin embargo no dejamos de vernos, de espiar cada segundo que compartíamos. Yo parecía una viuda seca, ajena al mundo, sin más vida que la vigilancia muda que me llevaba a adelantarme a todos sus movimientos y darle el servicio aún antes de que lo pensase. La primera noche, a las cinco de la mañana, lo acompañé a su casa, le ayudé a desvestirse, lo arropé cuidadosamente y me quedé a su lado, sin pronunciar palabra, hasta que el sueño lo derrotó. Cuando se despertó, le serví el desayuno y preparé una ropa más acorde con el momento que estábamos viviendo; todo desde la mudez y entrega más absoluta, y así con cada uno de los pasos que nos llevaron al final de la jornada.

Después del entierro me pidió, con ojos mansos de cordero, que pasara por su casa, que no deseaba pasar solo esa primera noche.

Cuando entré en su casa, respiré tranquilo. Me recibieron mis sobrinos que corrieron como locos hacia mis brazos. Él se quedó allí, en el vano de la puerta, sonriendo con una felicidad que nunca le había visto. Nos miramos, cerró la puerta y cogió mi mano, avanzando todos juntos por el pasillo en medio de las risas de los niños; cuando llegué a la altura del dormitorio, dejé mi bolsa allí. Mientras mis sobrinos corrían para enseñarme la PlayStation que les habían regalado.

Tenían el "Killer Loop". Rugían los motores y comenzó la carrera.

A Juan "Teenlover", lo mejor de la huerta murciana.

Por lo mucho que nos hace gozar desde su página hecha con libertad.

¡Ánimo y que lo bueno no acabe!

Os informo que estoy enfrascado en un nuevo proyecto. Se titula "Postales desde la otra acera". El fin no es otro que trazar una panorámica sobre nosotros con todas las historias que vaya recibiendo. Próximamente colgaré aquí dos de las historias que he terminado, para que veáis un poco por dónde van los tiros. En principio, vale todo. Todo lo que seáis vosotros es lo que va a reflejarse. Puede que seáis un polvo glorioso, algo parecido a lo que habéis leído; pero puede que no, puede que estéis en esa búsqueda; o que no siendo la gloria si estéis en el cielo, o en el infierno, que tampoco es un mal sitio para encontrarse. Lo que me enviéis no tiene porque estar elaborado, sólo lo que consideréis importante, cuatro o cinco líneas que resuman vuestra historia. Un saludo y, por supuesto, ¡gracias!

Fuera de esto, si queréis mandarme algún comentario sobre la historia que habéis leído, crítica, sugerencia, lo que sea... podéis escribirme a: primito@imaginativos.com

Prometo responder. Un saludo y gracias.