Ella y yo y él

Me preguntaste cómo era mi vida y así es. Mi recuerdo de un día en que nos despertamos al oscurecer, ella, yo y él. Ahora cuéntame tú.

Escribo este relato para que lo encuentres, o si no, para que la próxima vez que nos veamos –quién sabe cuándo- y hagamos eso que siempre hacemos, desnudar nuestras vidas en sus momentos más oscuros, más perversos, sólo para confesarnos, para provocarnos, y yo pueda contar que he escrito esto sin mentirte porque yo nunca te miento. Podré contarte que ya no solo me confieso contigo para calentarte, que también publico las historias de mi vida para que miles de desconocidos y desconocidas se masturben con ellas. Estoy convencido de que te gustará y esbozarás esa sonrisa tuya curiosa y complacida y te forzará mi confesión a contar una historia más extraordinaria, más guarra. Nosotros jugamos en paralelo por salirnos de la vida gris y de lo que la gente dice que es normal y cuando nos volvemos a encontrar nos lo vamos contando todo poco a poco, comprobando siempre la reacción que provocamos al otro, todo lo que hemos hecho, como desnudándonos sin tocarnos: yo saco el músculo del brazo y te miro de reojo, tú te desabrochas el botón de tus pantalones y me caes con la mirada. Yo me arremango el pantalón sacando todos los cuádriceps, tú dejas caer la camisa por tu hombro hasta descubrir todo un pecho. Nos miramos a los ojos.

Hoy me he lanzado al ordenador cuando una ráfaga de viento de septiembre me ha vuelto la cara al cielo y lo he visto luminoso y gris, amenazando una muy esperada lluvia. La ciudad revuelta me ha parecido feliz y trágica a la vez como las convulsiones de tu cuerpo y del mío justo antes de corrernos. He llegado a casa y me he descalzado mis botas altas, me he quitado la fina chaqueta impermeable que llevaba ceñida al torso y con el pelo desordenado por el aire, al quitarme las delgadas gafas frente al espejo, me he acordado de cuando sólo tocaba mi cuerpo el bañador que se agarraba a la cintura y la arena de la playa que se encaramaba a los dedos de mis pies y frente a mí en vez del espejo hogareño estabas tú, tú frente al mar, tú y tu pelo de mechas castañas y doradas que caían en tirabuzones sobre tus tetas, grandes, desnudas y morenas y sólo velaban mis ojos las braguitas de tu bikini. Ello me ha hecho recordar mi deber contigo, el de cobrarme otros cuerpos para después contártelo y para que tú me cuentes todos los cuerpos que te has cobrado.

Ruge el cielo buscando dentro de sí la lluvia inminente y yo me acuerdo de cómo ronroneaba su vientre claro cuando yacíamos desnudos sobre la cama deshecha, mirando al techo después del diluvio. Ella se reía, entre juguetona y avergonzada, porque su cuerpo hubiera decidido comunicarse conmigo sin pasar por ella como un niño pequeño que suelta una gracia de la mano de su madre. La verdad es que llevábamos tiempo sin comer, quizá ya un día y su cuerpo ya me había dicho muchas cosas sin necesidad de verbalizarlas. En aquel piso el sexo y las drogas se imponían con urgencia a la comida. Ya tendremos tiempo de comer cuando seamos viejos, decíamos. Nos volvimos a dormir.

Yo soy principalmente joven. Mi cuerpo es el de un chico joven, sano y en forma, ni más ni menos. Cuando estoy en casa llevo una camiseta negra de algodón que cae suelta frente al torso por el empuje de mis pectorales, algo definidos, y se agarra prieta a mis brazos a la altura de los bíceps. El límite de la camiseta ondula frente a la goma de unos pantalones como de los de yoga, de tiro bajo pero agarrados a los tobillos. Como son holgados, también de algodón, se curvan envolviendo mi pene aun cuando no está erecto. Parece como un animalillo tumbado pachón.  Siempre voy descalzo.

Ella es un sueño. Tiene una melena larga y ondulada, caoba, y unos ojos verdes como un hechizo. Es más bajita que yo, su vientre es claro como una charca de agua cristalina y sus dos tetas redondas, gordas, rosaditas son las dos frutas más dulces y grandes que crecen al alcance de la mano. Cuando se masturba en frente de mí se mecen hacia arriba y abajo lentamente mientras su brazo rígido de placer lleva su mano a su clítoris y se muerde el labio inferior mirándome a los ojos. Entonces y siempre no la puedo dejar de mirar.

Aquel día la miraba desnuda a la luz naranja de una farola que entraba por entre los orificios de las persianas. Acabábamos de despertar. Serían las siete u las ocho de una tarde de invierno. Era un lunes de resaca y parecía que el tiempo se hubiera congelado. Tardé unos segundos en tomar conciencia de mí mismo, de qué día era y de dónde estaba. La primera imagen que me vino a la cabeza, una de las últimas que recordaba de la noche anterior, era la de ella de pie conmigo en la larga cola para entrar en la discoteca. Estaba la noche cerrada y hacía un frío ya de invierno, sin embargo la calle bullía con la gente que esperaba de pie, bebiendo, charlando, riendo, siguiendo el sendero que sembraban las farolas hasta la puerta del club. Salíamos de fiesta nosotros dos solos, mano a mano. En la cola a veces hablábamos con los de adelante, los de detrás, ella tonteaba con alguien y yo me unía y le seguía el juego. A veces nos quedábamos solos. Ella me pidió que le aguantara la cerveza. Llevó una mano a su teta izquierda y con la otra bajó y subió rápidamente el top de encaje y el sujetador negro dejándome ver durante una décima de segundo su pezón encarnado, que me pareció morado. Ahí llevaba guardado un chivato con eme y echó un poquillo en la cerveza que compartíamos. La fugaz secuencia de ese movimiento mientras sus ojos me miraban fijamente de entre el rímel negro se me estuvo repitiendo toda la noche en la cabeza y aún hoy me viene de vez en cuando. Aparecía y desaparecía de entre las nubes la luna llena.

Me incorporé un poco para mirar al otro lado de la cama. Allí estaba él: entonces lo recordé todo. Con el brazo derecho levantado, tapándose los ojos con la muñeca como si fuera una venda, yacía boca arriba aquel impresionante torso que se hinchaba y contraía con su respiración. Su cuerpo era muy moreno y se iba ensanchando desde su cinturita hasta unos vastos y poderosos hombros, llenos de gruesos músculos. Con el brazo como lo tenía mientras se desperezaba e intentaba recordar se apreciaba especialmente las dimensiones de la caja torácica que envolvía aquella piel marrón que se ceñía a las costillas por debajo de los pectorales. Su pétreo pecho, sus marcados abdominales estaban sembrados de abundante vello negro. Al final de los abdominales bajaba un músculo liso y terso. Recogiendo a derecha e izquierda los afluentes que doblaban las esquinas de su cintura se iba concentrando hasta acabar, después de un breve pasto de pelo negro y cortito en el animal que de momento dormía como un perro de presa echado sobre uno de aquellos cuádriceps, grandes y morenos.

Ella y yo nos miramos a los ojos después de haberle contemplado y nos reíamos. Dos hoyuelos brincaban bajo sus mejillas. Él estaba tumbado detrás de ella, ella estaba en medio de los dos. Ya nos acordábamos de todo.

Entonces, lentamente, generando en nosotros una breve expectación, él se fue hacia el borde de la cama y se levantó. Su espalda de repente brotó hacia el techo como si se levantara un tsunami, todo lleno de rocosas olas marrones. Una vez de pie, por un segundo a los dos se nos fue la vista a su culo duro como dos caparazones. Entonces se giró hasta ponerse de frente al lado de la cama. El pene, largo y relleno pero aun blando, colgaba como una fruta madura. Sentí entonces que al instante el colchón volvía a ceder levemente: era ella que como hipnotizada por el rabo que colgaba se levantó plantando primero las palmas de sus manos en el colchón y levantando después sinuosa y gatuna parte de su cuerpo hasta ponerse a cuatro patas. Lo hizo levantando el culo con una onda por delante de mi cara, por lo que tras ver como se levantabas sus blancas nalgas haciéndose más redondas pude ver como por abajo ya se abría y latía toda la merienda, pude oler su coño ya algo húmedo que me pasó prácticamente por la punta de la nariz. Tragué saliva. Ella fue avanzando como una gata hacia donde estaba él y hasta pudo soltar algo parecido a un ronroneo cuando lamió por primera vez su polla. Tenía su melena rizada y castaña de leona toda echada a un lado de la cara. Yo le miré al tiempo que él levantó la cabeza y me miró sonriendo, entonces yo avancé hacia donde estaban ellos y empecé a besar su pelvis y sus abdominales.  Subí a lamer aquellos pezones como de gladiador, el ancho cuello y la garganta de toro de lidia, colocaba besos al lado de su nuez, en sus hombros y a veces en sus gruesos labios. Mientras, oía los sonidos lúbricos de su polla en la boca de ella. Cuando estuvo todo su cuerpo bien besado, bajé. Con una mano agarraba su pene mientras que ella lo lamía y con el otro brazo abrazaba su cintura y la besaba, juntando mi cara a veces a su costado para contemplar el espectáculo. Sus ojos verdes me miraban a veces, otras veces le miraban a él, mientras su boca subía y bajaba con dedicación por el pene entonces ya duro y ancho como un tronco. Ella sonreía y le salían hoyuelos en las mejillas cuando con los ojos centelleando se daba pollazos en la cara sacando la lengua. Sus tremendas tetas colgaban graves y redondas, botaban, chocaban entre ellas. Sus pezones duros apuntaban al suelo como los de una vaca. Me tumbé boca arriba para lamer las bolas del que era nuestro héroe; ella se puso a cuatro patas sobre mí y seguía lamiendo su polla. Sentía sus pezones hacer dibujos sobre mi pecho, perdiendo a veces el contacto y volviendo a retomarlo de nuevo como una conexión que se pierde y vuelve desesperándome de deseo. Mi pene estaba tan duro que pegaba saltitos hacia arriba, y de vez en cuando la cabeza rozaba su coño empapado haciéndonos temblar de placer a los dos. Yo seguía todas estas sensaciones con la lengua fuera salivando como un perro y lamiendo sus bolas. En un momento dado ella se puso de rodillas, aterrizando su jugoso coño en mi pubis y colocándose como si saltara una ratonera mi polla vertical entre sus dos nalgas. Ella echaba el cuerpo hacia arriba y se estaba dando en las tetas con la polla tiesa. Se daba golpes como un tambor o a veces enchufaba su glande en sus pezones, estableciéndose entre los dos un hilo de saliva y otros líquidos que los conectaba aun cuando los separaba. Luego cogió la polla y la giró ciento ochenta grados para metérmela en la boca. Yo la chupaba y él la metía y la sacaba con un movimiento de pelvis, apoyando sus poderosos brazos en la cama. Era una polla grande y sabrosa, sobre todo porque también sabía un poco a la saliva de mi compañera.

Cambiábamos de postura y nos movíamos los tres mezclándonos, lentamente reconfigurándonos como placas tectónicas, desencadenando terremotos allí donde nuestros cuerpos se desplazaban uno respecto al otro. Ella gemía con su boca llena de la polla de él, yo lamía su coño sediento, caliente. No podía más. Tumbé mi polla sobre sus labios, que palpitantes parecían querer arrastrar mi polla dentro. Se la tenía que meter ya. Cuando entré por primera vez sentí que me hundía en ella y ella ahogó un grito con el glande del otro aún en sus labios y empezó a jadear cuando le agarré las piernas, las puse bien alto y empecé a darla con fuerza. Él se giró y me dio un largo beso en los labios. Pasado un rato hubo otro movimiento de placas. Ahora le daba él y yo le abrazaba por detrás, con mi rabo bien duro entre sus nalgas, pellizcándole los pezones. Bajé a donde su polla bombeaba el coño anegado de ella y se lo saqué en un momento para chuparlo y saborear los fluidos de todos. Luego se lo volví a meter y él siguió con follándosela. Yo la miraba a sus ojos verdes y la besaba en la boca. Luego le comía las tetas y ella gemía. Sus pezones parecía que fueran a despegar como dos cohetes y yo los mordía y tiraba como intentando abrir una botella de champán. Volvía a su cara y me quedaba a medio centímetro de ella, mirando en lo más profundo de sus ojos verdes mientras ella sudaba y gemía en sus esfuerzos mientras él la destrozaba. Nos quedamos un instante muy serios, luego ella me dio un lametón en toda la cara y sonrió.

De repente algo nos dijo a los tres que el momento había llegado. Al instante y como avisados por una voz interior que nos hablaba a los dos, o como un narrador externo que hubiera estado jugando con nuestros cuerpos como un niño juega con sus juguetes, nos recolocamos; el espacio se reconfiguró. Él, como un coloso, una estatua de Hércules triunfal, con las piernas un poco abiertas estaba de pie. Ella y yo, de rodillas enfrente de él nos rendíamos y esperábamos su bendición como agua en el desierto. Yo le agarraba su enorme polla y la sacudía como frotando la lámpara de los deseos; su polla, enorme, palpitante, altiva, mirando hacia arriba, respiraba orgánicamente y empezaban a saltar como sudor gotas de líquido preseminal. Yo meneaba su rabo impaciente queriéndole ordeñar y su cuerpo moreno de toro bravo, sus abdominales vellosos, su ancho pecho se encogían y se expandían rítmicamente luchando por explosionar haciendo saltar mil costuras, mi polla a su vez estaba durísima ante ese espectáculo. Ella, a mi lado, también de rodillas y apoyado su precioso culo sobre sus dos finos talones, se agarraba sus tetas y tiraba de sus pezones, sacando la lengua y jadeando, mirando con ojos brillantes la escena y deseando con todo su cuerpo ser alcanzada por los disparos de nuestro toro. Con sus manos apretaba sus tetas juntándolas, que se hacían más anchas y desbordantes y las brindaba hacia delante irguiéndose y arqueando su espalda de gata en celo; las ponía justo enfrente del rabo que yo meneaba, y los huevos se impulsaban hacia delante como queriendo saltar a aquel mullido paraíso. Mi mano subía y bajaba, los huevos volaban hacia delante y hacia atrás, ya se oía el chuik chuik del glande empapándose, la respiración poderosa como del héroe herido y el jadeo entregado de la que esperaba en sus tetas la abundante corrida.

Y de pronto, como si algo hiciera chasqueara en el espacio, sentí en mi mano la avalancha que venía, sentí que la puerta se había abierto y oí al toro vaciar de aire sus pulmones con un grave suspiro y mi mano se calentó al experimentar como se llenaba por un instante el pene de todo aquella lefa y salía disparada en una gran lechada que voló por el aire para caer desplegada sobre las redondas y grandes tetas que la esperaban. Seguí ordeñando el rabo ya totalmente desatado como lo estaba yo (casi me corro yo mismo haciéndolo) y nuevos chorros fueron pintando las tremendas peras de mi compañera en toda su geografía: un chorro cayó en un pezón y quedó agarrado de él, temblando; otro cayó en lo más alto de la ubre y resbalaba hacia abajo por el canalillo, estirándose como el queso fundido hasta tocar el ombligo de mi niña. Cuando acabó la fiesta tiré una última vez del rabo arrebañando los últimos restos entre mis dedos y en dorso de mi mano y me la llevé instintivamente a la boca y empecé a chuparla hasta dejarla limpia. Entonces, con los dedos aún en mis labios le miré a él, que resoplaba mirando al techo y volví mi cabeza hacia abajo para mirarla a ella. Sus ojos verdes me miraban chispeantes, y sonrió anchamente hasta que la sonrisa desbordó su boca y se echó a reír. Mi boca no pudo hacer otra cosa que reír también, y poniendo mis manos en el suelo y con el rabo duro colgando me puse enfrente de ella, levanté con una mano una de aquellas generosas tetas que ahora estaban tan cubiertas de almíbar y empecé a limpiarlas con la boca, lamiendo aquel semen dulce y claro con mi lengua ancha. Pegaba lametones profundos como de vaca, luego me detenía en los pezones y los sorbía como una pajita. Ella no podía más y gemía sin parar. Detrás, él todavía se recuperaba jadeando de cansancio y placer. Cuando sus tetas estuvieron limpias, la di un beso largo en la boca para que probara aquella deliciosa lefa. Ella me agarró la polla que ya estaba a punto de estallar. Las piernas me temblaban, pero conseguí reunir fuerzas para flexionarlas y sentarme en el borde de la cama. Ella, siguiéndome, con tres sacudidas ya me tenía donde ella quería. Entonces envolviendo mi glande con sus labios rosas desencadenó en mí también el final. Los oídos me zumbaban, sentí como un acelerón del espacio y el tiempo y me corrí, me corrí en su boca abierta, en su lengua desplegada como la palma de una mano, en las comisuras de sus labios y directo en su garganta. Cuando acabó yo casi ya no tenía conocimiento pero pude ver que ella se limpiaba la cara con los dedos y se los chupaba, y después se incorporaba y se introducía en la cama como las gatas cuando pasean, para finalmente desplomarse en el medio y suspirar satisfecha.