Ella vivía en Madrid y yo no

Ella vivía en Madrid y yo no. Yo tenía coche y ella no. Tan solo nos separaban 600 kilómetros, y ni eso. Era solo un dato. Una circunstancia. Un obstáculo fácil de salvar.

ELLA VIVIA EN MADRID Y YO NO.

Ella vivía en Madrid y yo no. Yo tenía coche y ella no. Tan solo nos separaban 600 kilómetros, y ni eso. Era solo un dato. Una circunstancia. Un obstáculo fácil de salvar. Tan fácil que al final cogí el coche y fui a su encuentro. Ella me había citado en un lugar lleno de gente. Una cafetería del centro a mediodía. Le había preguntado porque allí precisamente, ella me había contestado porque le parecía un lugar especial pero yo estaba completamente seguro de que era porque tenía sus reservas. Un sitio especial para estar solos rodeados de gente. Quizás fuese así. Quizás no. Lo importante no era el lugar ni el momento. Lo importante es que iba a verla. Y para conseguir eso era capaz de asumir que ella pensaba en mí como en un psicópata. Sabía que en cuanto me viera todos sus miedos desaparecerían. Así de seguro estaba yo. La reconocí rápidamente, parapetada tras sus gafas de sol de rock star y una media sonrisa colgada en los labios. Inconfundible. Me senté en la mesa. Ella sonrió.

-Hola.

-Hola.

Antes de que pudiésemos seguir apareció una vendedora de CDs piratas de aspecto oriental. Una joven con una mochila que dejo encima de nuestra mesa. S. no le dio tiempo ni a abrir la boca.

-Quiero uno de Janis Joplin.

La muchacha oriental la miro sin entender nada.

-Janis Joplin –repitio lentamente S.

Yo comencé a rebuscar en la bolsa hasta que di con un "grandes éxitos" de Janis. Antes de que pudiese hacer nada S. deslizo un billete en la mano de la muchacha oriental. Después le dio un beso al CD y me lo entregó.

-Mi primer regalo –dijo S.

-Gracias –me limite a responder.

La muchacha oriental desapareció. Yo miré el CD, tenía sus labios marcados en forma de carmín. Rojo oscuro. Yo di un beso encima de la marca y después me lo guardé en la mochila.

-Compartir música es mi forma de compartir este momento –comenzó S.-, de compartir nuestras sensaciones. Para que lo recuerdes siempre.

Ella estaba bebiendo un gin tonic en un vaso corto. Con sus gafas de sol y a punto de llover. Simplemente maravillosa. Un camarero se acercó a nosotros. Le pedí un vodka con martini. Ella sonrió.

-Parece que va a llover –dije yo.

-Mejor, así tendremos otro motivo para recordar.

Comenzamos a hablar de obviedades. Primero enumerando aquello que habíamos imaginado el uno del otro y que ahora nos parecía diferente. Nos habíamos conocido por Internet. Nunca antes nos habíamos visto y no sabía si volveríamos a vernos. Pero ahora estábamos juntos. Completamente solos en un bar repleto de gente. En una ciudad repleta de gente y a punto de llover. ¿Podía existir un escenario mejor? Yo era incapaz de imaginármelo. Su voz era diferente a la que había imaginado. Pero la mirada era la misma de las fotografías. Desafiante. Como sus labios entrecerrados en un medio mohín encantador. Estuvimos charlando, mirándonos, oliéndonos, bebiendo y riendo hasta que la lluvia comenzó a empapar las calles de Madrid.

-Vamonos –dijo ella.

Nos levantamos y nos dirigimos a la barra, yo pague mientras ella sacaba un paraguas. En la calle lo abrió y me acercó a su lado, yo la cogi del brazo y comenzamos a caminar por la calle como los dos amantes que aun no éramos. Como consecuencia de la lluvia los olores estaban multiplicados por mil. Las cloacas, la tierra de los parques, los restaurantes, los tubos de escape de los coches. Todo olía con violencia. Ambos olíamos a sexo.

-¿Dónde vamos? –pregunté.

-A un hotel.

Al cabo de unos diez minutos llegamos a la puerta de un hotel. Era un hotel de tres estrellas, discreto, céntrico, quizás el escenario de miles de amantes como nosotros. Cuando llegamos a la puerta de la habitación ella me dio un beso en la mejilla.

-Espera cinco minutos y después entra. Cinco minutos. Ni uno más. Ni uno menos.

Supongo que fueron los cinco minutos más largos de mi vida. 300 segundos más tarde empuje la puerta. Ni uno más. Ni uno menos. Estaba abierta y el interior en penumbra. Ella había puesto una pequeña luz de mesa en el suelo. Estaba vestida con un camisón transparente. Podía ver su cuerpo perfectamente, o al menos la silueta. No podía ver su cara. Pero era ella. Olía a sexo. Olía maravillosamente.

-Quitate la ropa –me dijo.

Me quité toda la ropa, algo vergonzosamente. Ella podía verme perfectamente. Yo a ella no. Cuando estuve desnudo me acerque a ella. Entonces se dio la vuelta y se levantó el camisón dejando al descubierto un culo magnifico, rotundo, mordible, de una piel que brillaba a la luz de la lámpara. Me arrodillé y le di un beso en una nalga, después en la otra.

-Hemos estado esperando mucho tiempo esto –dijo ella- pero no te preocupes.

-¿Por qué?

-Porque ambos tenemos una idea preconcebida de cómo será. Olvida eso y sigue besándome. Baja por las piernas hasta los pies.

La obedecí. La piel de sus piernas era suave y tenia el sabor del las manzanas verdes. Cuando estuve a sus pies ella se dio la vuelta y descendió lentamente sentándose encima de mi pene erecto que entró suavemente dentro de su vagina.

-No me toques –dijo ella.

Yo me limité a abrir los brazos y a dejar que me follase. Todavía no se había quitado las gafas de sol. Se movía de arriba a abajo, adelante y atrás, en círculos y en cualquier dirección posible. Entonces se quitó el camisón y pude admirar sus pechos. Estaba a punto de correrme y ella lo sabia por lo que dio un golpe de cadera y mientras nos corríamos juntos ella se quitó las gafas, me miró directamente a los ojos y me besó en la boca por primera vez.

Después hicimos muchas otras cosas juntos, pero eso forma parte de otra realidad que no es esta.

(Dedicado a S. que resulta ser la mejor escritora y al tiempo la mejor musa que conozco)

--

amo_ricard@hotmail.com