Ella lo cambió todo - parte VIII
Después de hacer el amor con Vanesa, verla y tontear en la oficina con ella ya no es suficiente y decido darle una sorpresa. Pero la sorpresa mayor me estaba esperando a mí...
La noche en la que Vanesa y yo hicimos el amor, como no podía ser de otra forma, marcó un antes y un después en nuestras vidas.
A partir de entonces ella se terminó de adueñar de todos mis sueños y mis pensamientos. Nunca el insomnio me había sido tan grato como lo fue en esas primeras noches en las que reviví cada momento pasado con ella, recordando todos los detalles.
Paradójicamente, el gran protagonista de esos recuerdos no era el sexo: lo que más me emocionaba, a veces hasta hacerme saltar las lágrimas, era el repentino eco de una palabra, un susurro, el destello de una sonrisa, el rastro de una caricia. Hasta un gesto cualquiera, como el caminar o verla darse la vuelta. Los acordes de una canción que sonaba de fondo cuando estábamos en la cafetería. El vapor del té. El tamborileo de la lluvia en la ventana mientras descansábamos en la cama, después de hacernos mutuamente felices. Ella sentada en la acera y una lágrima deslizándose en su mejilla. Un rayo de luna que se colaba por la ventana y perfilaba su cadera.
Tumbada en la cama, al lado de mi marido sumido en sus propios sueños, sonreía embobada pensando en ella, inmensamente agradecida por haber tenido la suerte de encontrarla. Años y años buscando al hombre de mi vida, inocente de mí, hasta elegir a un chico con el que estaba a gusto, pero que quedaba muy lejos de mis ideales… y al final resultaba que había estado buscando entre la mitad equivocada del género humano: era ella el amor de mi vida, y por fin nos habíamos encontrado.
¿Nos habíamos? Sí, porque desde esa fatídica noche también Vanesa, por fin, parecía haberse decidido…
Nunca olvidaré nuestro reencuentro la mañana siguiente, en el trabajo.
Verla recorrer el pasillo y sonreírnos, mirarnos con ojos nuevos, con el tierno temor de que alguien captara una chispa extraña en ese contacto visual. Las ganas de buscarla y tener que aguantarme, esta vez sin sufrimiento, sino con una alegre emoción en el pecho. Mandarle un mensaje al mail del trabajo, terreno prohibido, sólo para decirle «te quiero». Llamarla por teléfono, en voz baja, para pedirle que viniera conmigo a por un café, o a por lo que fuera. Susurrarle un “guapa” controlando de reojo que nadie me oyera. Buscar continuas excusas para acercarme a su puesto, lo suficiente para poder mirarla a unos metros de distancia. Observarla sin que se diera cuenta, acariciando su nuca con dedos fantasmales. Respirar recordando el olor de su pelo. Verla concentrada delante del ordenador y de repente abandonar los romanticismos para verla desnuda delante de mí, con ese piercing en el ombligo. Imaginarla sentada encima de ese escritorio, frente a mí, abriendo las piernas. Agachar la cabeza para que la enésima sonrisa y, sobre todo, las mejillas ruborizadas no me delataran.
A veces coincidíamos frente a la máquina de café y, cortadas como dos adolescentes, mirábamos que alrededor nuestro no hubiera nadie. Entonces nuestras manos, apoyadas frente a frente en la mesa, cada una envolviendo un vaso, se acercaban despacio hasta que nuestros dedos llegaban a rozarse. Un meñique acariciaba otro meñique. Había días en los que hablábamos y reíamos, otros en los que no hacía falta decir nada.
Otras veces nos citábamos a escondidas en el lavabo o en las escaleras que servían de salida de emergencia, donde nos atrevíamos a besarnos vorazmente, atentas a cualquier sonido que sugiriera el acercamiento de algún aguafiestas. Nos devorábamos de prisa, conscientes de que en cualquier momento alguien nos podría interrumpir; eran besos cargados de ternura y a la vez del morbo de la clandestinidad.
Me encantaba jugar a ese juego, jugar con ella. Y ella me provocaba, vaya si me provocaba: ahora me guiñaba un ojo, ahora me hacía morritos, riéndose de todo. Alguna que otra vez nos cruzábamos por los pasillos y disimuladamente su mano rozaba mis nalgas.
Vanesa era mucho más atrevida que yo y cada día que pasaba, menos se cortaba. Un día, al volver de comer, encontré en mi escritorio un enorme ramo de flores. Miguel, mi compañero de en frente, me miró intrigado. En los diez años que llevaba allí, mi marido nunca me había mandado flores. En la tarjeta se leía: «Gracias a ti soy la mujer más feliz del mundo, V.».
Efectivamente Vanesa se veía radiante y saber que estaba así por nuestra historia me llenaba a mí también de una felicidad absoluta.
Así pasaron unos días, entre encuentros fugaces, recuerdos íntimos y besos robados. Pero aquello empezaba a quedarse corto, para ambas. Ansiábamos volver a estar juntas, y que fuera por algo más que el tiempo marcado por un partido de fútbol.
–¿Cuándo volveremos a quedar, guapa? –me preguntó un miércoles, mientras fingíamos ordenar unos papeles cerca de la fotocopiadora. –¿Y cómo nos la apañaremos con nuestros chicos?
–Pídete libre disposición. Este viernes –le solté, sorprendiéndome también a mí misma, y tal cual la dejé ahí, en ascuas.
De vuelta a mi ordenador, empleé de la mejor manera posible la hora siguiente, y desde luego que no fue para analizar datos ni para redactar informes.
Una vez concluida mi misión, le envié un mail que decía: «A las 10.00 en la plaza de Colón, frente al quiosco. Sin coche.»
Llegó el viernes. Me levanté sin haber dormido demasiado y con el estómago revuelto. Esperar a que se hicieran las diez me pareció una eternidad. Una ducha, un café, dos toques de maquillaje… y todavía faltaba más de una hora. Aun así, aunque pareciera imposible, llegaron las diez y llegó Vanesa, en el lugar exacto que le había indicado.
La contemplé de lejos, como en los “viejos” tiempos (apenas un par de semanas antes): ¿estaba más guapa que nunca o sólo me lo parecía a mí? Era tremendamente sexy, con ese cuerpazo y esa luz en la mirada: brillaba de felicidad y de excitación.
Mientras me detenía admirando aquel espectáculo, vi cómo se le acercaba un chico con ademanes de ligón; joven, de buen aspecto, pecho erguido y sonrisa deslumbrante, a los dos segundos ya se alejaba con la mirada gacha, sacudiendo la cabeza. Me reí y fui a por ella.
–Buenos días, preciosa –la saludé justo antes de abrazarla y plantarle un bueno morreo.
–Hola, guapa. Aquí me tienes. ¿Se puede saber que estás tramando?
–Ahora lo verás. Este día es para ti y para mí. Las dos solitas. Pero oye, ¿cómo te has librado de ese tan rápido? –le pregunté, indicando con un gesto el chico que se encontraba ahora en el otro extremo de la plaza, mirándonos fijamente con los ojos como platos.
–Sería un chico listo, entendió que conmigo no iba a conseguir mucha cosa… Le dije la verdad.
–¿Osea…?
–Que estaba esperando a mi novia –contestó risueña.
¿Su novia? ¿Cómo que su novia? No había nada en el mundo que anhelara más que ser su novia, su mujer y su todo, pero… ¿no iba un poquito de prisa?
–Vamos a mi coche –contesté.
¿Su novia? ¿Por qué estaba tan desconcertada frente a esas dos palabras? ¿No era lo que quería? ¿Acostarme con ella, dormir con ella, amanecer con ella y un largo etcétera de “con ella”?
Conduje unos tres cuartos de hora, alejándonos de la ciudad en dirección a la costa, hasta llegar a un pintoresco pueblo, de pasado pesquero y presente turístico, que a pesar de la globalización conseguía preservar buena parte de su encanto.
En las afueras del pueblo, aparqué cerca de una casita rodeada de almendros en flor.
–Ya hemos llegado –rompí el silencio y apagué el motor. –Aquí no nos va a encontrar ni cristo. Ni a ver. Ni a oír.
Vanesa se había quedado boquiabierta.
Bajamos del coche y cogidas de la mano entramos en la casita de campo, cuyo interior era dominado por una enorme cama de matrimonio, de sábanas blancas, en la que descansaban un ramo de rosas escarlatas y una bandeja con dos copas y una botella de cava. Estos de la agencia son unos cracks , pensé.
–No sé si eres tan cursi como yo –le susurré al oído, –espero que te guste. La tenemos alquilada hasta mañana por la mañana. No creo que nos podamos quedar esta noche, por los chicos… pero nos quedan unas cuantas horas por delante y…
Sus labios impacientes me acallaron, sus manos frenéticas se metieron debajo de mi falda y el movimiento de su cuerpo joven y pasional me empujó hacia la cama. Por suerte caí de espalda sobre las sábanas y no sobre las copas de cristal.
Vanesa no se despegó de mí ni durante la caída, con sus labios pegados a los míos y nuestras lenguas entrelazadas. Ni la noche en que lo hicimos la había visto tan caliente, estado que me confirmó ella misma:
–Ana, no sabes las ganas que te tengo… Desde que lo hicimos no paro de pensar en esto. Estos días se me han hecho largos y los calentones en la oficina no han ayudado… –Otra vez su boca en mi piel, sus manos buscando nuevos rincones por explorar.
Una gaviota graznó en algún lugar cercano.
Tras desnudarme de cintura la cintura para arriba, Vanesa agarró la botella de cava. Se sentó encima de mi pelvis y descorchó el cava, dejando caer abundante espuma encima de mis pechos.
El frío y las burbujas tuvieron un efecto inmediato en mis pezones, que se irguieron al instante en dirección a la boca de mi mujer, ya dispuesta a tomarse su trago sin necesitar las copas.
Sorbió cuidadosamente el cava esparcido en mi pecho, recogiendo cada gota que se escurría por mi costado o que amagaba con ir a llenar mi ombligo. Cuando ya no quedó más líquido por saborear, lejos de detenerse siguió lamiendo y relamiendo mi piel, entregándose a ese particular banquete. Sus largos cabellos le caían alrededor del rostro y llegaban a acariciarme, con cada movimiento de su cabeza, como un suave y sensual plumero.
Hasta en los movimientos más vehementes, dictados por el ardor de sus impulsos, aquello era extraordinariamente dulce, suave e íntimo: sus brazos envolviéndome no dejaban de ser las tiernas alas de un ángel.
Ya desnudas, nos revolcamos una y otra vez entre esas sábanas ligeras, como en mis mejores sueños. La habitación se llenaba de los olores del campo: las flores de los almendros, la hierba recién cortada, la tierra húmeda.
Yo encima de ella, ella encima de mí. Vanesa reía, feliz, entre besos y suspiros. Sin ninguna prisa explorábamos, curiosas y apasionadas, cada pliegue y cada curva: nos tocábamos, nos mirábamos, nos olíamos y nos saboreábamos. Y oíamos: los susurros, los chasquidos de los besos, el crujir de las sábanas. Los cinco sentidos al servicio del día perfecto.
Horas y horas pasamos así, amándonos ahora tiernamente, ahora presas de los espasmos del placer; entre una acometida y otra, jugábamos como niñas, riendo, haciéndonos cosquillas, hasta que nos volvíamos a encender y todo volvía a empezar. Labios, lenguas, dedos, trabajaban incansables.
Hasta que nos sorprendió el atardecer. Ni siquiera habíamos pensado en parar para comer.
–Voy a decirle a mi marido que llego tarde, que después del curro me voy de cañas contigo. Se lo creerá, es más plausible que no decirle que te acabo de comer las tetas… –le guiñé un ojo.
Vanesa hizo lo suyo con su pareja, supongo que sacó alguna excusa parecida a la mía, o la misma, y volvimos a la carga una vez más.
Se hizo de noche: era hora de dejar ese lugar idílico, el escenario del mejor día de nuestra vida – hasta el momento.
Mientras conducía, con la mano izquierda de Vanesa sobre mi muslo, pensé que nos esperaba un aburrido fin de semana en plan matrimonial. Ella charlaba animadamente, ilusionada y alegre; en cambio yo permanecía muda y no conseguía disimular mi preocupación; el día siguiente, a primera hora, me esperaba el palito de plástico más terrorífico: seguía con náuseas y ya iban tres días de retraso, tenía que hacerme una prueba de embarazo.
¿Qué iba a hacer si salía positivo? Lo último que quería era tener un hijo con mi marido. Era muy egoísta, era perfectamente consciente de ello, pero así estaban las cosas: apenas podía soportar la idea de seguir con él, ¿cómo iba a querer darle un hijo, algo que me ataría a él de por vida?
–¿Te pasa algo? ¿Va todo bien? –Me preguntó ella, preocupada.
¿Qué le iba a decir para no estropear ese día?
–Nada… Pensaba que se me va a hacer largo el fin de semana sin ti. Muy largo. Quién hubiera dicho que se podría desear tanto que llegara el lunes…
–Oye… ¿y si mañana salimos a correr juntas?
¿Cómo podía tener siempre una respuesta, una solución para todo?
–¿A qué hora? Por mí, cuando tú me digas, pero que no sea demasiado temprano, que por la mañana tardo en arrancar.
–Será porque no saben como hacerte entrar en calor, guapa –y volvió a guiñarme un ojo.
Esa sonrisilla traviesa me mataba.
–No sé, ¿a las once o mejor por la tarde sobre las seis? –propuso.
–Suelo salir de tarde, pero esta vez no creo que pueda esperar tanto. ¿A las once en el parque?
–Hecho.
Ni hace falta decir lo maravillosa que era mi Vanesa con su ropa deportiva, que ceñida le marcaba a la perfección curvas y músculos. Un espectáculo para quitar el hipo.
Despreocupándose de la cantidad de gente que a esas horas confluía en el parque buscando aire, sol y relajación, y que bien podían conocernos a nosotras o a nuestras parejas, nada más verme se me lanzó entre los brazos y me besó con avidez.
–Buenos días, amor. Te he echado de menos –fue su entusiasmado saludo.
–Y yo a ti –contesté, –muchísimo.
Empezamos a dar la primera vuelta al parque, entre árboles y arbustos, niños en patinete y abuelos cogidos de la mano. Vanesa estaba en forma y el ejercicio no le suponía ningún esfuerzo, por lo que mientras corría seguía discurriendo como quien está dando un tranquilo paseo.
Yo apenas lograba contestarle, pero no era porque me dolieran las piernas ni porque me faltara el aliento; no conseguía borrar de mi mente la imagen que esa mañana me había terminado de despertar, como una bofetada: una línea de control, la normal, y una segunda, morada, nítida, innegable: positivo como un piano.
[... continuará...]
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Este es mi primer relato y espero que os guste como a mi me gustó vivir esta historia en primera persona. ¡Gracias por leerme! Agradezco de antemano todos los comentarios, postivos o críticos, que sin dudas me ayudarán a escribir mejor mis próximas historias.