Ella lo cambió todo - parte VII

A los pocos minutos de haberme alejado de Vanesa, vuelvo a por ella, convencida de que no se puede echar a perder un amor tan grande sin intentarlo todo. Y menos mal, porque por fin se cumplen todas mis fantasías. 100% erotismo lésbico.

Acababa de dejar ahí plantada a Vanesa, que no terminaba de decidirse, sólo para no agobiarla. A cambio yo estaba hecha un mar de lágrimas, como demasiadas veces últimamente.

–¡Y qué leches! –me dije. No podía ser tan cobarde y dejarla ir así, sin luchar. Al fin y al cabo, ella sólo había dicho que no sabía qué hacer, no me había pedido que me fuera. Si de verdad me importaba tanto, ¿cómo podía aceptar que se me escapara así? ¿Dices que es la mujer de tu vida y te vas como si nada?

Di un volantazo y volví atrás. Me lo debía a mí misma. Fui a por ella.

Cuando llegué a las inmediaciones de la oficina, vi que su coche seguía aparcado en el mismo sitio.

Aparqué en la plaza adyacente y me limpié la cara con una toallita. Me apeé del vehículo y con el corazón desbocado eché a andar, luego a correr, recorriendo en sentido opuesto el camino que escasos minutos antes había sido para mí como el corredor de la muerte.

Al doblar la última esquina, divisé a Vanesa exactamente en el mismo sitio en el que la había dejado, pero ahora estaba acurrucada, sentada en el suelo, con la espalda contra la pared. Escondía la cabeza en sus antebrazos. Una señora de mediana edad se detuvo un instante frente a ella y le dijo algo. Ella levantó la cabeza y, con el rostro casi desfigurado por el dolor, le contestó con un par de palabras. La señora retomó su camino, alejándose de allí, perpleja.

Di los últimos pasos que me separaban de mi Vanesa y me acuclillé a su lado. En silencio, le acaricié un brazo, tras el cual mantenía escondido su rostro, y le di un beso en la coronilla. Seguía oliendo tan bien su pelo, que no pude evitar quedarme unos segundos inhalando ese aroma. Ella seguía en la misma posición, callada.

Y tal como hiciera ella conmigo unos días antes, quise curar su malestar de la única forma que sabía.

Mi mano derecha encontró un resquicio entre su brazo y su mejilla y con un leve gesto conseguí elevar su cara lo suficiente para verle los ojos. Me incliné hacia ella sin darle tiempo de reaccionar y mis labios apenas rozaron los suyos, fugaces y livianos como el aleteo de una mariposa. De sus ojos cerrados brotaban lágrimas que seguían, en sus mejillas, el camino ya marcado por copiosas predecesoras. Me separé apenas lo suficiente para contemplarla: era tan hermosa llorando... ¿Cómo podía algo doloroso, indeseable, convertir a una mujer en algo tan sublime?

Mis labios volvieron a acariciar su boca, mientras la palma de mi mano se acoplaba a las facciones de su rostro y con el pulgar trataba de secarle las lágrimas.

–No quiero soltarte –susurré.

Y volví a besarla. Qué diferente estaba siendo ese beso. El primero había sido febril, hambriento de pasiones y sensaciones fuertes; ese, el segundo, “sólo” pretendía darle sosiego a la mujer que amaba.

–No quiero volver a soltarte nunca más –añadí.

Entonces sus labios respondieron y me devolvieron todo el cariño que había estado vertiendo en ella. La así de un brazo, invitándola a levantarse, y ella me siguió, obediente, sin despegar su boca de la mía.

Una vez de pie, sentí como me ponía una mano en la nuca, su cuerpo tembloroso pegándose al mío, y entonces su boca me buscó con vehemencia. Eres mía, sólo mía . ¿Cómo puedes saber tan bien?

–Ven, ven conmigo –la impaciencia se estaba apoderando de mí. En ese lugar, donde mi mano en su cintura había sido suficiente para incomodarla, no habríamos llegado a hacer gran cosa y no estaba dispuesta a que aquello se cortara en cualquier momento, quedándose en un beso a medias. Todo o nada.

Giramos la esquina y nos adentramos en una callejuela estrecha, discreta. La empujé suavemente contra el escaparate de una tienda cerrada, apretando mi cuerpo contra el suyo.

Con las dos manos sostuve su rostro delante del mío, con firmeza y a la vez con dulzura; admiré una vez más sus ojos verdes y profundos, justo antes de que los cerrara. Con un dedo dibujé sus rasgos, perfectos como los de Venus: las sienes, las mejillas, la barbilla…  tracé una última línea, que empezaba por su ceja, descendía por el perfil de su nariz y acababa en esos labios que para mí eran una auténtica perdición. Los ligeros temblores de su cuerpo me confirmaban que aquello le encantaba, que lo estaba disfrutando y que, gracias a dios, se estaba entregando sin complejos a esas sensaciones.

Cerré los ojos y mi boca se amoldó perfectamente a la suya, que enseguida se abrió y me siguió el juego. Cuánto te deseo, Vanesa. Chupé sus labios, los mordisqueé, los volví a chupar. Con la lengua recorrí sus comisuras y luego decidí explorar su interior. Qué bien me sabía esa boquita, tan abierta para recibirme… En el interior de ese mundo exclusivo creado por dos bocas besándose, nuestras lenguas se encontraron y se enzarzaron en una lucha a vida o muerte. Se enredaban, se buscaban y se alejaban, y se volvían a liar. Una y otra vez, ciegas y ajenas a todo lo que pasara fuera de ahí.

Sin parar de comerme a la mujer de mi vida, me hice ligeramente a un lado, de manera que nuestras piernas derechas encajaran entre los muslos de la otra. Su pierna en mi entrepierna y el deseo creciente de frotar mi pelvis contra ella.

Con una mano en su costado y mi pecho contra el suyo, sentí como nuestros latidos se iban sincronizando. Acaricié sus costillas, que por alguna razón en ese momento me parecieron sumamente frágiles, hasta que los propios movimientos me llevaron, sin ser demasiado consciente de ello, a rozar con el pulgar la parte inferior de su pecho. Una copa redonda y tan suave… no me extraña que a los tíos les encanten las tetas, si tienen toda la razón: esto es para volverse locos , pensé. Y vaya si me volví loca con aquel toque.

Le masajeé ese pecho con mi pulgar pionero, subiendo cada vez más, bordeando un pezón que pedía a gritos que alguien lo apretara, lo estrujara, lo mordiera. Me limité a morderle otra vez el labio inferior. Mi boca siguió descendiendo, sedienta de ella y de su sabor, lamiéndole la barbilla, comiéndole el cuello…

Todos mis sentidos se volcaron en no dejar escapar ni una sola sensación:

Abrí los ojos para contemplar el espectáculo de lo que me estaba comiendo y vi una piel fina y sonrojada por los roces, mechones de pelo castaño que caían delante de sus hombros, sus labios entreabiertos.

Una mano tocando ese pecho firme, la otra deslizándose debajo de su ropa buscando la curva de su espalda, y bajando… hasta encontrase con los dos hoyuelos criminales que presidían la entrada a zonas más cálidas, custodiadas por demasiada ropa.

Sus suspiros, mis suspiros, se perdían en el morir de la tarde, entre los ruidos de la ciudad.

Mi nariz se empapaba de ese perfume floral que tanto me embriagaba, mezclado con el aún más sensual olor natural de su piel. ¡Cómo me gustaba su olor, el suyo, el que nadie más tenía!

Un olor que se transformaba en sabor, el sabor a ella, dulce y salado a la vez, que mi lengua disfrutaba intentando robárselo a mis labios. Y si su cuello sabía así… cómo no sabría el resto de su cuerpo. En cuestión de dos segundos, ya estaba preguntándome cómo sabrían sus otros labios, imaginé el sabor de su clítoris y me vi lamiéndole despacio la vagina, hasta penetrarla con mi lengua. Y eso que imaginé… me encantó. Quería probarlo, cuanto antes.

Lo que había empezado como el más dulce de los besos se había convertido en un calentón que tenía una única salida: acabar, llegar hasta el final. ¿Pero dónde? Ahí desde luego que no. No era así cómo quería hacer el amor con mi mujer.

Mientras pensaba en un lugar para llevármela, hundí mi cara en su escote. Vanesa levantó la mirada al cielo, arqueó la espalda y con ambas manos presionó mi cabeza hacia sus pechos. Ella también quería más.

Introduje despacio una mano en ese escote, bajándole el jersey y apartando la copa del sujetador; a la luz menguante de la tarde, se asomó un pezón oscuro y tieso, bordeado por una fina aureola. Dos lunares, entre el canalillo y el pezón, parecían señalar el camino que debía recorrer mi boca. Obediente, seguí esa señal, con una mano agarré ese pecho y me entregué por completo a ella, chupando todo lo que de esa teta podía caberme en la boca. Cuando mi lengua encontró por fin su pezón, me sorprendieron los primeros gemidos que salían de la boca de Vanesa. Aquello le gustaba, la ponía, le daba placer. Lamí ese pezón cada vez más rápido, lo mordí dulcemente, estirándolo hacia mí, alternando mordiscos y lametazos hasta que conseguí tenerla totalmente en mis manos: sus gemidos habían crecido hasta hacerse incontrolados, en frecuencia, intensidad… y volumen. Conocía muy bien esa sensación: un mordisco en el pezón y el calambrazo en la entrepierna, como un acto reflejo. Bien repetido, podía llevar a más de una al orgasmo.

–Oh sí, Ana… sí.. más… más…

¿Estaba a punto de correrse? Levanté la mirada y la vi como nunca antes: tenía su mano en mi cabeza, marcando el ritmo y la intensidad del juego; se mordía el labio, excitada, y sus ojos se habían transformado en los de una loba dispuesta a todo. La tenía a punto de caramelo. Era hora de parar.

–Vamos, nena, quiero que te corras conmigo como nunca te has corrido en tu vida. Pero no aquí, que no puedes gritar a gusto. Vamos.

Le arreglé el sujetador y el jersey, guardando en su sitio esa teta preciosa que prometía mil placeres, le di un beso fugaz en los labios y la cogí de la mano. Caminamos de prisa hacia nuestros coches, mano en la mano, con la mirada ofuscada por el deseo.

–¿Tu novio es futbolero? Mi marido sí, así que no le importará que hayamos tenido un virus en el sistema informático de la oficina y que no pueda volver a casa hasta dentro de un par de horas. […] Ya está, mensaje enviado.

–El mío no es futbolero, es hincha radical. Espera que lo llamo un segundo a ver…

Vanesa se alejó de un par de metros, sostuvo una breve conversación con el móvil y en menos de un minuto estaba de vuelta a mi lado.

Me besó y me dijo, sonriendo feliz:

–Pues eso, que hemos tenido un virus y hasta dentro de un par de horas habrá lío en la oficina… o en mi casa… Él se va a ver el partido en un pub con los amigos.

–No sabes el morbo que me daría seguir en la oficina lo que hemos interrumpido, tenderte desnuda en el escritorio tan ordenadito de Paco y oír tus gemidos retumbar por los pasillos… pero están las putas cámaras de seguridad. ¿Crees que nos dará tiempo ir a tu casa sin que nos pille?

–Vamos ya. Cuando lleguemos él ya habrá salido y nos quedarán casi dos horas.

Cogimos cada una su coche y nos desplazamos a su casa, que efectivamente a esas horas estaba oscura y desierta.


Nada más cruzar el umbral y cerrar la puerta a nuestras espaldas, nos lanzamos la una en los brazos de la otra. Con sus ocho minutos, el trayecto en coche se nos había hecho tremendamente largo.

Vanesa me condujo a empujones hacia el sofá, sin separar ni por un segundo su lengua de la mía, mientras sus manos trabajaban febrilmente para quitarme la chaqueta y la camisa. Vaya, sí que se había quedado ganosilla…

Tras dejarme en sujetador, me tumbó boca arriba en el sofá y se sentó encima de mí a horcajadas. Con su melena castaña ondeante, se quitó ese jersey rojo como el pecado y se desabrochó el sujetador. Guau. Era realmente una belleza. Sus tetas, no demasiado grandes pero que llenaban perfectamente mis manos, tenían esa dureza suave típica de los cuerpos jóvenes y bien cuidados. Su vientre casi plano estaba decorado con un sensual piercing granate en el ombligo. No sé por qué, pero ese detalle me sorprendió gratamente. Debajo de su vestir poco llamativo, esa mujer sabía esconder las sorpresas más excitantes.

–¡Qué cuerpazo tienes, Vanesa! Ni en mis mejores fantasías, te lo juro…

–No jures tanto y acaba lo que empezaste antes, guapa. Fue muy muy cruel que me dejaras a medias de esa manera... –insinuó con voz sensual, sonriendo con mirada traviesa y retadora.

Entonces se lanzó sobre mí y me puso una teta en la boca, sin más. Atrapada bajo su escultural cuerpo, no me quedó más remedio que agarrarle el culo con ambas manos, mientras volvía a chupetear ese pezoncito que ya se me estaba haciendo familiar. Lo estiré con la punta de los labios y de su boca se escapó un suspiro, largo y placentero. Estiré un poco más y su pelvis empezó a frotar contra mi cintura. Mientras mi lengua jugueteaba torturando su pezón, mis manos recorrían su espalda, apenas rozándola con las uñas. Sus gemidos aumentaron.

–Uff… esto me mata. No pares…

Y no paré. Cada mordisco y cada caricia en su espalda provocaban nuevos espasmos en el cuerpo de mi amante. Lamí ese pezón con voracidad, como si de su clítoris se tratara, acercándola al orgasmo. Una de mis manos se coló en su pantalón, encontró el tanga que más de una vez había imaginado y tiró del hilo hundido entre sus nalgas. Otro gemido.

–Oh, sí… sí…

No podía contestarle, al tener la boca bien ocupada devorándole las tetas, pero conseguí desabrocharle el pantalón, bajárselo unos centímetros y dejar toda mi mano en su espectacular culo. Una palmadita suave, ¡plaf! Otro gemido. Así que te va este rollo, ¿no? Otra palmada, más fuerte, ¡plaf! Y más fuerte también fue el gemido que le siguió.

Y todo empezó a acelerarse: mis lametazos, sus gemidos, su pantalón volando hacia el suelo, mis manos bajando de las nalgas al interior de sus muslos, su tanga apartándose a un lado, mis dedos buscando, temblorosos, sus dulces humedades, su cadera contoneándose encima de mi mano, con movimientos circulares y espasmódicos, una gota de sudor en su espalda, mis dientes apretando ese pezón, mi mano haciendo lo mismo entre sus piernas, Vanesa gritando:

–Ah….ah… Que me voy… ah… ahhh… dios… síííííí. Síííííí… más… sííííí…

Y se derrumbó encima de mí, besándome quien sabe con qué fuerzas remanentes, metiéndome la lengua hasta la campanilla. A mi vez la abracé con fuerza, disfrutando, por fin, el poder estrechar contra mi pecho a la mujer que amaba tanto. Pensé en todo lo que había pasado desde que la conocí, desde que nos besamos; reviví todo lo que había sufrido por ella; recordé lo que había fantaseado y por fin la tenía ahí, la tenía conmigo de verdad, era todo real. Nos estábamos besando otra vez, y otra, y otra. Sentía su piel contra la mía, sus latidos y su respiración. Era toda mía.

–No te voy a soltar nunca más –le repetí. –Te quiero tanto…

–Pues… me vas a soltar ahora un segundín, que necesito beber algo. ¿Te apetece una copa? –me preguntó con dulzura, desde la abismal distancia de tres centímetros que nos separaba.

–Sí, la verdad que sí. Cualquier cosa me va bien. Con hielo, si tienes.

Poco después la vi volver, tal como se había alejado, vestida sólo de su tanga negro semitransparente y llevando dos vasos.

–Ron y cola, es lo que hay…

–Perfecto.

Brindamos entre risitas. No podía parar de mirarla. Tenía un brillo especial en la expresión de su mirada.

–¿Qué? ¿Por qué me miras así? –preguntó intrigada y halagada.

Sacudí la cabeza explicando: –No conozco otra forma de mirarte: eres lo más bonito que hay en este mundo...

Tomé un sorbo de mi copa, me levanté del sofá y me acerqué a ella, que se había quedado de pie. Volvimos a besarnos. No me habría cansado nunca de esa boca, y menos ahora que sabía a ron y se había quedado con el frío de los cubitos de hielo. Degusté esos labios dulces, nuestras lenguas volvieron a encontrarse, empapadas de alcohol, entre suspiros.

–Ven –me dijo.

Y cogiéndome de una mano me llevó hasta el dormitorio. Nos sentamos en la cama, la una frente a la otra, y seguimos besándonos. Después Vanesa se puso detrás de mí, me abrazó tan fuerte que pude sentir como sus pezones presionaban contra mi espalda y mientras me comía el cuello me bajó los tirantes del sujetador. Lo desabrochó mientras me besaba la espalda y lo dejó caer al suelo para aventurarse a tocar mis pechos excitados. Su mano izquierda se deslizó por mi vientre, casi con temor, me desabrochó el pantalón y siguió en su excursión hacia las profundidades.

Le quise facilitar la tarea, me levanté y me quité la poca ropa que me quedaba. Ella me miraba, raptada, con una expresión de curiosidad y deseo.

–Eres la primera tía que veo desnuda… y creo que esto me gusta.

Me acerqué despacio, volviendo a la cama, con un brazo la acompañé, acostándola. Di un último trago a mi copa, me senté a su lado y delicadamente le quité el tanga.

–Eres la primera tía que veo completamente desnuda… y no sabes cuánto me gusta –susurré tumbándome encima de ella, encajando una pierna entre las suyas, húmedas y calientes, y la besé apasionadamente.

–Nena, ve despidiéndote de esta boca, que ahora tendrá que irse a dar una vuelta ahí abajo… –bromeé, metiéndole un último lengüetazo.

Mi mano derecha empezó a abrirse camino en su entrepierna. Vanesa suspiró, cerró los ojos, y separó sus muslos, dejándome entrar. Mis dedos separaron sus labios, mojados por todo lo que ya había ocurrido, y acariciaron su clítoris erguido, arriba y abajo, una y otra vez.

–Qué manos tienes…

Mantuve abiertos sus labios, tomé aire y acerqué por fin mis labios a su clítoris. Lo besé, dos, tres, cuatro veces. Lo lamí, de arriba abajo y de abajo a arriba, de un lado a otro y trazando círculos a su alrededor, despacio y rápido. Lo mordisqueé, lo chupé, lo saboreé. Y descubrí que su olor y su sabor me embriagaban. El sexo con una mujer ya no era fantasía, lo estaba haciendo de verdad y me parecía lo mejor del mundo.

–Ana, como sigas así me corro otra vez…

–No tan rápido, nena, déjame jugar un poco.

Me detuve mirando todo su coñito depilado, abriendo y cerrando sus labios rosados e hinchados, admirando ese agujerito que tanto placer nos iba a dar. Lo besé, locamente enamorada de él, lo besé como si fuera su boca, recorriéndolo todo, centímetro a centímetro con labios y lengua. Con la cabeza hundida entre las piernas de Vanesa, me sentía la persona más afortunada del mundo.

Entonces me puse de rodillas, le levanté las piernas flexionadas, haciendo que todo su sexo quedara completamente al aire, advirtiéndola:

–Ahora te voy a follar, guapa –la penetré con la lengua entera, moviéndola después en su interior, lamiendo y relamiendo ese túnel paradisiaco. Qué bien sabía, cómo me gustaba el sabor de sus pliegues y de sus flujos.

Levanté un momento la mirada para ver si aquello le estaba gustando tanto como a mí, y vaya si le gustaba: otra vez esa espalda arqueada, la cabeza echada para atrás, estaba mordiendo la almohada para no gritar. Sonreí sin sacarle la lengua de ahí.

Hundí más aun mi cara en esa maravilla, oliéndola, empapándome de ella, martirizándole otra vez el clítoris con mis dedos. Vanesa empezó a gemir cada vez más fuerte.

Te vas a acordar de mí, nena.

Saqué la lengua, más que nada porque necesitaba respirar, y le metí enseguida un dedo; estaba bastante húmeda y abierta para recibir más. Le metí otro dedo, y otro más. Empecé a mover mi mano lo más rápido que podía, mientras volvía a subir con el resto de mi cuerpo para volver a comerle la boca, la de arriba.

–Me encanta cómo sabes –le dije. –¿Y a ti te gusta tu sabor? –me atreví a preguntar acto seguido, sin parar de masturbarla como si no hubiera un mañana.

–Sí… sí… me gusta… dios… qué bueno…

–Pues si te gusta lo tuyo, que te parece si pruebas… –le guiñé un ojo. Al fin y al cabo, ella estaba a punto de correrse por segunda vez y yo no era de piedra, también necesitaba lo mío.

Si Vanesa tenía dudas sobre lo de comérmelo o no, en ese momento, con tres dedos nadando entre sus flujos y el clítoris a punto de reventar, no lo demostró. Me hizo seña de que me diera la vuelta, y me encontré otra vez cara a cara con sus labios de abajo, y por primera vez con mi sexo en su boca.

No hay palabras suficientes para describir lo que se siente cuando una mujer te besa ahí por primera vez. La suavidad de sus labios, la sensación de que incluso antes de empezar sabe perfectamente qué y cómo hacerlo. La calidez de una lengua femenina masajeando rítmicamente tu clítoris, apretando y aflojando como si te conociera desde siempre. Su saliva escurriéndose en tu raja y por tus muslos, mezclada con tus propios flujos, que brotan copiosos mojándole la boca y la barbilla. Sentir como respira con su boca y su nariz pegadas a tus partes más íntima, consciente de que se está llenando con tu olor.

Me dejé transportar por todas esas sensaciones, sin dejar de masturbarla, chupando su clítoris que parecía no cansarse nunca.

No hicieron falta palabras entre las dos. Nuestros rítmicos movimientos se fueron sincronizando, las dos nos balanceábamos cada una pegada a los labios de la otra, ella agarrándome con fuerza las nalgas, atrayéndome cada vez más hacia su boca. Los estertores de su cuerpo bajo el mío me indicaron que se aproximaba otra vez al clímax, ralenticé los movimientos de mi mano para concentrarme en la comida que estaba recibiendo y poder alcanzar su mismo estado de excitación. Cuando sus lametazos se hicieron más insistentes y frenéticos, empecé a advertir ese cosquilleo creciente, tan característico, que anunciaba la inminente oleada del orgasmo. Volví a meterle caña, para que nos viniéramos juntas.

No hubo gemidos ni grandes gritos: ambas teníamos la boca demasiado ocupada, pero nuestros cuerpos temblaron a la vez, se sacudieron, se contrajeron y por fin se relajaron, abandonándose al más dulce de los descansos.

Hice acopio de mis últimas fuerzas para tumbarme a su lado, besarle, agradecida, los párpados cerrados y susurrarle un "te quiero" al oído.


Hacer el amor con mi Vanesa sólo se puede comparar con la plenitud de descansar rendida a su lado, con una mano en su vientre. No pudimos quedar así mucho rato, por el temor de que su novio volviera a casa en cualquier momento.

Dormir y amanecer con ella se quedaría en la lista de los deseos pendientes. Pero, de cierta forma, esa noche mi alma durmió con ella.

[... continuará...]

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Este es mi primer relato y espero que os guste como a mi me gustó vivir esta historia en primera persona. ¡Gracias por leerme! Agradezco de antemano todos los comentarios, postivos o críticos, que sin dudas me ayudarán a escribir mejor mis próximas historias.