Ella lo cambió todo - parte V
Después de que Vanesa se echara para atrás y descubrir que está liada con mi jefe, busco reencontrarme con mi marido y salvar nuestro matrimonio. Nos reconciliamos y hago todo lo posible para olvidar a Vanesa, pero no va a ser tan fácil... Incluye fantasía y hetero.
Llevaba unos días de emociones demasiado intensas.
El flechazo con Vanesa, mi confusión al descubrirme bisexual, el enfriamiento con mi marido. Ese pedazo de beso, que había despejado todas las dudas que albergaba sobre mis preferencias sexuales y que había alentado unas ilusiones demasiado roseas. Y, un solo día después, el arrepentimiento, la frialdad y el desprecio de Vanesa, esos insultos deplorables gritados en su cara. El haberla perdido.
Qué rápido había sido todo, como un torbellino que pasa arrasando, dejando en apariencia todo como estaba antes, habiéndolo en realidad destrozado todo.
No era de extrañar que me mareara dos veces en dos días, también considerando que, desde que la había conocido, comía poco y dormía menos. Me había mantenido de pie por el puro entusiasmo del enamoramiento y, una vez desmoronadas mis ilusiones, era normal que me derrumbara como una marioneta a la que se le cortan los hilos.
El día del segundo desmayo, volví a casa para descansar; lejos de conseguirlo, pasé la tarde entera llorando, mientras pensaba en Vanesa y en mi absurda ingenuidad.
En esos mismos momentos, ella estaría tan tranquila en la oficina, encantadora y sonriente como siempre, ajena a mi patética tragedia personal, pendiente quizá de un mail o de una llamada de Jaime.
Me los imaginé cruzando sus miradas disimuladamente en el pasillo; él mirándole el culo, ella sonriéndole y guiñándole un ojo, como había hecho conmigo apenas unos días antes. Los vi salir juntos de la oficina, subir en el coche de él, cogerse de la mano entrelazando sus dedos, besarse apasionadamente tras un día entero de deseo reprimido. Cómo lo entendía...
Después llegarían a algún lugar desconocido, un piso o quizá un hotel. El desnudarse frenéticamente mientras entraban en el dormitorio, tirarse en la cama con impaciencia morbosa, y acto seguido revolcarse entre las sábanas.
Él encima de ella, embistiéndola con vigor. Ella encima de él, cabalgándolo con sensualidad. El morbo de una aventura doblemente prohibida. Besos, risitas, gemidos. Muchos gemidos. Alaridos. Todo tan rápido y perfecto como sólo pasa en las películas.
Los vi descansar abrazados, después de haber follado horas y horas, como no, riéndose de todo: de la situación, de sus respectivas parejas, de mí.
¿Vanesa le habría contado algo? ¿Se estarían burlando de mí también en ese preciso instante?
Mi marido llegó a eso de las siete, su hora habitual. Sorprendentemente, me pregunto que qué tal estaba, con voz cariñosa y preocupada. Le expliqué lo sucedido – lo de los desmayos, nada más – y me invitó a quedarme descansando mientras él se encargaba de la cena. Lo nunca visto. Le abracé, agradecida: volvía a ser una persona normal, dejando de ser el cerdo despreocupado y egoísta de los días anteriores. Cerdo egoísta, él, como si yo hubiese sido toda una santa, vamos.
Me di cuenta de que él era lo único que me quedaba y resolví intentar arreglar lo nuestro, volver a buscar en él lo que me había enamorado años atrás. Quizá fuera lo más sensato: intentar salvar nuestro matrimonio, reavivar esa llama que estaba a punto de extinguirse, pero que a lo mejor seguía escondida en algún rincón, esperando ser rescatada.
Mientras nos abrazábamos, él abordó una cuestión que había quedado pendiente:
–Cielo, siento lo del otro día… Lo de follarte de esa manera, cuando me dijiste que no querías. He sido un imbécil. Llevo varios días dándole vueltas, no sé ni cómo pedirte perdón de la vergüenza que me da. Estaba muy salido, pero ¡joder! así no se hacen las cosas, y menos con alguien a quien quieres. Me doy asco. Lo siento –concluyó, mirando fijamente la pared del salón.
Suspiré y de mis labios se escapó la primera sonrisa de aquel día atroz. A lo mejor no todo estaba perdido. Debajo de esa capa de rutina y dejadez, todavía existía el chico de buen corazón que había elegido como compañero de vida. Le abracé otra vez, relajándome al fin, intentando abandonarme a su olor varonil y a sus fuertes brazos protectores.
–Te quiero –fue lo único que pude replicar.
Lo de Vanesa fue un arrebato, por las hormonas o yo qué sé. Por eso, por las putas hormonas, no vale la pena perder lo que tengo: un hombre que me quiere a pesar de todos mis defectos, que me aguanta día tras día, y mira que hay veces que soy insoportable. Y yo que estaba a punto de tirar todo por la borda… Todo volverá a su sitio, olvidaré lo otro y recuperaré mi serenidad.
Esa noche nos acostamos así, tiernamente apretujados, con la tranquilidad y el sosiego de quienes se acaban de reencontrar después de mucho tiempo.
Los abrazos dieron paso a unos besos cargados de dulzura, luego de pasión, de deseo, casi desesperados. Me volteé hasta ponerme encima de él, busqué su lengua con la mía, mientras me desnudaba despacio. Sentí el contacto vital de nuestra piel, nuestros cuerpos desnudos totalmente pegados, centímetro a centímetro. Piernas con piernas, pecho con pecho, boca con boca, sexo con sexo.
Sin más preliminares que el de seguir besándonos, abrí mis muslos y acomodé mi cadera, buscando febrilmente su polla. La encontré, lista para entrar en acción, y con un par de movimientos más, hice que se deslizara dentro de mí, con naturalidad. Me levanté unos centímetros y volví a bajar, para que entrara hasta el fondo. Qué sensación la de sentirlo dentro de mí, tan caliente, tieso, poderoso.
–Cariño, espera, ponemos un condón…
¿Ein? ¿Él pidiendo eso?
–No te preocupes, en nada me baja la regla.
Él agarró mis tetas, una en cada mano, acompañando mis movimientos verticales. Subía y bajaba, acariciando su polla en toda su longitud, disfrutando del escozor de ese dulce empalamiento. ¡Cómo me llenaba! Apretaba y aflojaba mis músculos, masajeándole la verga a punto de estallar. Benditos ejercicios de Kegel , siempre funcionan. Sus ojos en blanco confirmaban que eso seguía volviéndole loco.
Sus dedos descendieron de mis pechos a mi cintura, luego a mi cadera y acabaron clavándose en mis nalgas. Empezó a sacudirme fuerte, cada vez más rápido, arriba y abajo, arriba y abajo. Gotas de sudor bajaban por mi espalda arqueada, al compás del ritmo marcado por el sonido de su polla zambulléndose en mis flujos.
–Oh, sí, nena… fóllame… así… así… Joder…
Quizá por la intensidad emocional del reencuentro, o más probablemente por la falta de condón, aquello pronto llegó a su fin. Su cuerpo entero se tensó, vibrando, y él se corrió dentro de mi, gritando como un obseso.
Me había dejado a medias, pero no quise darle demasiada importancia. Tras limpiarme el semen que se me había escurrido abundante por los muslos,, volví a la cama y me acurruqué a su lado, con la cabeza apoyada en su pecho, acariciándole con un dedo el vello del antebrazo.
Mas mientras disfrutaba de la calidez del momento, un fantasma luchaba para invadir mis pensamientos. Resistí todo lo que pude para no dejarle entrar, y una vez más perdí la batalla.
El día siguiente me levanté de buen humor, pero con mal cuerpo, tanto que apenas pude desayunar con un par de galletas.
Mis intentos de reenamorarme de mi marido iban en serio, pero me encontré con una dificultad que habría puesto a prueba a cualquiera: ver a Vanesa cada día, una y otra vez, no iba a ayudarme a que la olvidara. Cuando, más tarde, ella entró en la oficina y recorrió el pasillo que bordeaba mi escritorio, un nudo me cerró violentamente el estómago. A duras penas conseguí mantener la vista en la pantalla del ordenador, pero por primera vez fui capaz de no mirarla: todo un logro.
Aun así, los demás sentidos me habían vuelto a traicionar: había reconocido su pisada, había oído como daba los buenos días y su maldito perfume se había colado en mi cerebro como un puñal. Cerré los ojos y apoyé la frente en mis manos, como para aliviar una terrible migraña, y, cuando sus pasos se hubieron perdido detrás de la esquina, fui al baño a buscar el refrigerio del agua. Desde el espejo, me miraba un rostro pálido, amarillento. No quedaba rastro de la serenidad de la noche anterior, sólo unas profundas ojeras.
Fui a buscar un café, quizá me ayudaría a reponerme. Alrededor de la máquina encontré a cinco o seis compañeros, entre ellos Jaime y Vanesa, demasiado cerca el uno de la otra.
Me obligué a no mirarla, presa de multitud de sentimientos encontrados: el deseo de alimentarme de su figura - Dios, me muero por mirarla, la necesito más que nunca ; los celos por su proximidad con Jaime - Es mía, cabrón, esta me la vas a pagar ; el amor propio que, aunque no lo pareciera, aún tenía - Ni una puta mirada se merece.
El aroma a café con leche que desprendían los vasos de los que ahí se encontraban me provocó cierto disgusto, casi náuseas, y opté por sacarme una infusión; al fin y al cabo sólo necesitaba tomar algo caliente, con azúcar, no tenía por qué ser siempre café.
Me sentí observada. Escasos segundos después, infusión en mano, di la vuelta para volver a mi puesto de trabajo y entonces lo noté: por muy rápido que hubiese intentado desviar su mirada, era Vanesa la que me había estado mirando. Ahora sonreía, charlando amablemente con los demás; le rio una broma a Jaime; pero sus ojos no le seguían el juego al resto del cuerpo: estaba fingiendo. Parecía preocupada. Qué no hubiera dado en ese momento por poderla abrazar, acariciar y besar sus cabellos.
La jornada laboral fue complicada, pero contaba con un nuevo recurso: cada vez que me invadía el recuerdo de Vanesa, de su beso y de su posterior cinismo, podía desviar mis pensamientos hacia el recuerdo de la noche anterior, hacia esa sensación de seguridad, calor y protección que había sentido entre los brazos de mi marido. Le tenía a él. Y a ella . A ella, hiriéndome; a él, curándome.
La clásica, eterna dicotomía entre la razón y el corazón... Quédate con ély olvídala , decía la primera. Vanesa, te quiero , replicaba el segundo.
Mi cabeza se esforzaba en enfriar mis pasiones, mientras todo mi ser se rebelaba y anhelaba, más que nada en el mundo, arrojarse a la tortura de amar a Vanesa, por mucho que lo abrasara. Y ese sufrimiento no es que no me importara, sino que lo buscaba, lo ansiaba y lo disfrutaba.
No seas imbécil, la vida no es una novela romántica. ¿Por qué sigues buscando este dolor?
La quiero tanto…
¡Para ya!
La deseo tanto…
Con él anoche estuviste a gusto
Me muero por estar con ella...
Con él volviste a sentirte bien
¡Pues prefiero sentirme mal!
Y así me pasé el día entero, con mis dos “yos” discutiendo sobre qué hacer; uno razonando y el otro sin escuchar siquiera. Sólo cuando el dolor se hacía insoportable la razón parecía ganar, con sus repelentes ¿Ves? Te lo dije. Sólo te haces daño, y para nada. Esa tía no te va a querer en la vida, ni por una noche .
Aquella noche, otra vez busqué a mi marido y otra vez encontré su cuerpo varonil para darme lo que necesitaba. Y otra vez el fantasma de Vanesa se colaba, una y otra vez, en mis pensamientos. Cerraba los ojos y la veía, la echaba de mi cabeza; besaba a mi marido, revivía el beso con Vanesa, la ahuyentaba otra vez; hundía mi cara en el cuello de él, mi corazón se llenaba con el recuerdo del perfume de ella, ¡Fuera! ... Aquello era agotador. Por mucho que lo intentara, siempre volvía, incansable, como una maldición.
¿No me la quitaría nunca de encima?
Uno, dos, tres días… todos iguales. Con el mismo malestar en el cuerpo y la misma lucha entre la mente y el corazón.
Hasta que un día, sobre la una, me dirigí al ascensor para ir a comer; sola, como siempre últimamente. El ascensor estaba a punto de llegar, cuando oí unos pasos precipitados recorrer el pasillo. Se me hizo un nudo en la garganta. Mi corazón se puso a latir como un caballo desbocado. Siempre, bajo cualquier circunstancia, en cualquier lugar del mundo la hubiera reconocido al andar, al correr y en lo que fuera: conocía demasiado bien su cuerpo, sus movimientos, sus gestos y sus pausas. Sólo corre para no perder el ascensor, no seas idiota .
–Hola. Bajas, ¿verdad? –preguntó, medio metro detrás de mí.
–Sí –me limité a contestar. No me atreví a mirarla, consciente de que eso sería mi perdición.
Una vez en el ascensor, el mismo en el que tan diferente me había sentido con ella apenas diez días antes, la tensión se podía cortar con un cuchillo. Silencio. Las dos mirando al suelo. Los latidos retumbándome en los oídos. No la mires. Ni se te ocurra mirarla. Aguanta. Aguanta…
¡Plin! …¡planta baja! ¡Libre! Salí de prisa, buscando aire como saliendo de una larga apnea.
–Ana, ¡espera! –Vanesa rompió el silencio.
Ni se te ocurra esperar, ni darte la vuelta, ni hablarle , pensé.
Y, por supuesto, me di la vuelta. Y la miré, muda. Caí en su red, atada otra vez a esos ojos. Volví a perder la mirada y el alma en la preciosa mujer que tanto daño me estaba haciendo, y no sólo la vi maravillosa, sino también débil, insegura, indefensa, como nunca la había visto antes.
Sentí poseerme una inmensa ternura, un fuerte deseo de abrazarla; ya no sólo de comérmela y de hacer el amor con ella, sino de reconfortarla y protegerla. Una ansiedad profunda de tenerla entre mis brazos para curar esa tristeza que le ofuscaba la mirada, de devolverle la sonrisa, por encima y a pesar del gran dolor que ella misma había provocado. La quería por encima de todo.
–Oye… ¿vas a comer sola? ¿Puedo ir contigo? –Preguntó, tímida, para mi gran asombro.
–No, Vanesa, oye… no me parece buena idea, la verdad –contesté confundida, sorprendiéndome a mí misma. Mi cara debía de ser un poema.
¡Bien, así se hace!
¡Qué bien y qué bien! la quieres, te busca y… ¿le dices que no? Anda que...
–Entiendo… vale... ¿Un día de estos tendrás cinco minutos? Estoy preocupada, desde que pasó eso no se te ve bien. Me han dicho que te desmayaste...
–Sí, un par de veces. No fue nada, no hay de qué preocuparse – Si nunca te ha importado una mierda cómo me siento… ¿a qué viene esto ahora?
–Sí que hay de qué. Me preocupo por ti, mucho más de lo que te imaginas… Yo… Creo que deberíamos hablar. Si y cuando quieras tú. Por favor… –rogó, levantando ligeramente las esquinas de sus labios rosados, esbozando esa sonrisa pícara que tan de cerca había visto cuando nos besamos. Esos labios traviesos con sabor a frambuesa. Mariposas en el estómago. Cosquillas en mi entrepierna. Ni ternura ni leches, me la quería follar.
–No… no lo entiendo, Vanesa. Te juro que no lo entiendo. Cuando quise hablar contigo me trataste como una mierda, ¿y hoy sí que quieres hablar?
–Sólo cinco minutos...
–Hoy salgo a las seis y media. Te espero en la puerta – contesté lo más indiferente que pude. –Si estás, bien, sino… sino me muero , pensé.
–A las seis y media –asintió con semblante aliviado.
A las seis y media. Dios,cuánto te he echado de menos…
Sin entender todavía por qué diantres no me la había llevado a comer, me encaminé, sola, hacia el parque donde, en el banco de siempre, invertí mi hora de descanso entre dudas y esperanzas.
¿Qué querría de mí? ¿Hablaríamos de “lo nuestro”? Quizá sólo se preocupaba por mi salud; aun sin contar los desmayos, en las últimas dos semanas se me había visto con un careto que ni un zombi con gripe. Sí, sería eso. Si lo otro le daba igual. ¿Cómo había definido nuestro beso? Una estupidez, una gilipollez y un beso de mierda, más o menos en el orden. Igual pensaba que estaba hecha una mierda por ella – y con razón – y quería descargarse la conciencia.
¿Me diría de lo suyo con Jaime? Como sea para contarme eso...
Eterna se me hizo esa tarde. Pero la jornada llegó a su fin, las seis y media: había llegado la hora.
Apagué el ordenador, ordené mis cosas, cogí la chaqueta y el bolso y me encaminé hacia la puerta.
¿Estaría Vanesa ahí esperándome?
De lo ocurrido la noche anterior con mi marido, no quedaba ni el menor recuerdo.
[... continuará...]
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Este es mi primer relato y espero que os guste como a mi me gustó vivir esta historia en primera persona. ¡Gracias por leerme! Agradezco de antemano todos los comentarios, postivos o críticos, que sin dudas me ayudarán a escribir mejor mis próximas historias.