Ella lo cambió todo - parte IX
Vanesa deja a su novio para estar conmigo; seguimos "profundizando" en nuestra relación, abandonándonos al placer en casa y en la oficina. Y cuando se entera de que estoy embarazada...
–¡Lo he dejado!
Con tamaña declaración me saludó Vanesa el lunes por la mañana. Así, sin anestesia, en la puerta del lavabo de la oficina.
–Ayer corté con Ramón, no puedo seguir con él.
Tragué saliva. Me sentía incómoda, aunque no entendía bien el por qué.
–¿Lo… lo dejaste? ¿Así, de sopetón?
Ansiaba más que nada en el mundo estar con ella y que no hubiera terceras ni cuartas personas de por medio; anhelaba que nada se interpusiera entre las dos, pero la vida no era así de sencilla. Al menos no para mí.
–Ya… él tampoco se lo esperaba, si en realidad entre él y yo no ha pasado nada… Él no entiende qué es lo que ha hecho mal, y es que no es cosa de él, si soy yo… Yo ya no soy la que era, ni quiero volver a serlo. Quiero que lo nuestro vaya en serio y que funcione bien. Tú y yo, a plena luz del sol… –explicó con su sonrisa de niña traviesa.
–Vanesa… yo sigo casada, ¿lo recuerdas? De momento, lo de “a plena luz del sol” no puede ser…
–No te alegres demasiado… –insinuó ella, algo decepcionada, pasándose un mechón detrás de la oreja.
–Si tú así estás más a gusto, tomaste la elección correcta y de eso sí que me alegro, pero yo no puedo hacer lo mismo, no con la misma facilidad… Yo en ningún momento te pedí ni te prometí que… –intentaba justificarme, incómoda, agobiada, confundida, sin que tuviera por qué hacerlo. Era como si me sintiera culpable por no ser capaz de tener la misma resolución que ella. Me sentía presionada.
–Shht… –me acalló llevándose el dedo índice a los labios.
Después, dulce y sensual como ella sola, me hizo retroceder hasta dar con la pared, pegó su vientre contra el mío, rodeó mi nuca con una mano y sus labios se apoderaron con ímpetu de mi boca.
–Casi dos días enteros sin comerte, guapa… se me han hecho eternos –explicó en una fugaz interrupción, antes de volver a buscar mi lengua con la suya, mientras sin ningún pudor su mano se colaba en mi escote, burlando hábilmente los tejidos que intentaban interponerse entre ella y mis tetas.
Suspirando su boca descendió para seguir el recorrido de esa mano, como enfebrecida.
–Vanesa… ¿qué haces? Podría entrar alguien en cualquier momento… Para…
Vanesa no paró. Me sacó literalmente una teta al aire y se agachó, acogiéndola entera en su boca. La besaba y la chupaba como si le estuviera haciendo el amor a ella, a una teta. Su lengua juguetona parecía querer destrozar mi pobre pezón, mientras oleadas de placer recorrían mi vientre hasta alcanzar mi sexo, ya húmedo e hinchado.
–Por el amor de dios, para… O no, sigue… Nena, si entra alguien ahora estamos jodidas… Pero no pares…
Oí alguien acercarse por el pasillo, más cerca, más cerca… hasta que se acabó alejando. Y ella comiéndome las tetas, con una mano me las agarraba y con la otra iba buscando algo más abajo. Se desabrochó y se bajó un poco el pantalón. Lo mismo hizo con el mío. Se levantó, volviendo a comerme la boca, mientras nuestros pubis se rozaban a través de la fina tela de las braguitas. Y de repente sentí su mano, deslizándose entre las dos, ahí abajo; se movía frenéticamente masturbándonos a las dos a la vez.
No daba crédito a lo que estaba pasando: Vanesa estaba salida, fuera de sí, sin ningún freno ni el más mínimo control. Si bien las dos “citas” especiales que habíamos tenido me habían dado alguna pista sobre su fogosidad en la cama, aquello superaba cualquier expectativa y hasta me parecía un pelín excesivo.
Excesivo una mierda, dios que me voy a correr… madre mía qué dedos tiene esta mujer… pensaba, cada vez más cerca del punto de no retorno.
Los gemidos de Vanesa, algo ahogados pero aun así perfectamente audibles, me confirmaron que ella tampoco lo estaba pasando demasiado mal, mientras sus dedos trabajaban sin descanso.
Otra vez pasos cercanos… pero ¿quién podría parar, llegados a esas alturas?
–Vanesa, que viene alguien… Que me voy…. Voy… voy…
Para que no se me oyera, me tapé la boca con lo primero que se me puso a tiro: su cuello perfumado. Y la mordí, vaya si la mordí, pero ¡qué leches! lo tenía más que merecido.
Con mi mordisco llegó también su éxtasis: su cuerpo se tensó, su cuello se estiró hacia arriba y su boca se abrió en un profundo gemido, adoptando su rostro la expresión más angelical que cabe imaginar.
–Eres la cosa más bonita que hay en esta tierra –le confesé.
Mientras nos arreglábamos a toda prisa, reíamos por la locura que acabábamos de cometer. No lo podía evitar, esa mujer me hacía reír, me hacía disfrutar, en pocas palabras me hacía sentir bien. Hasta me había hecho olvidar el lío en el que estaba metida.
A mi marido le había dicho que estaba embarazada el sábado por la tarde. No se lo había tomado ni bien ni mal. Con resignación afirmó que tenía ser yo la que decidiera si íbamos a tener a nuestro hijo o no, que él respetaría cualquier decisión y me respaldaría. Que en cualquier caso todo saldría bien. Menuda manera de lavarse las manos.
Yo entonces ese hijo no lo quería. Suena mal, suena a mujer desalmada, a egoísta, a irresponsable. Sí, yo era todo eso, y más y peor. Me carcomía la culpabilidad que sentía por tener esos pensamientos. Me sentía la mujer más despreciable del mundo, una auténtica sinvergüenza. Sólo cuando estaba con Vanesa lograba olvidarlo, porque con ella no se hablaba del tema; de hecho, no sabía ni cuándo ni cómo decírselo.
Con esas dudas en la cabeza y todo lo que vendría en los meses y años sucesivos, dejar a mi marido era demasiado. Ni me lo planteaba. No tenía fuerzas para enfrentarme a tres marrones a la vez: serle infiel sin que me pillara, estar embarazada y no quererlo, y pasar por una separación. La situación me superaba.
Para seguir viendo a Vanesa, inventaba las excusas más típicas: horas extras en el trabajo, alguna cena entre amigas.
Esos ratos, ahora que Vanesa estaba soltera, los podíamos aprovechar mejor que antes: ella había alquilado un apartamento en el que cabrían dos personas sólo estando muy muy apretadas en la única cama que había. Suficiente y paradisíaco para nosotras. Ideal parejas, suelen decir en los anuncios.
Gracias a esta nueva situación, nuestra relación dio un paso más, yendo más allá de unos encuentros puramente sexuales para ir integrando esporádicos momentos de cotidiana convivencia. Era lo que tanto había soñado menos de un mes antes: estar con ella, estar juntas, como pareja. Hacer el amor en un lugar en el que no fuéramos dos intrusas. Verla preparar un café vestida sólo con una camisa que dejaba asomar la mitad inferior de sus nalgas apetitosas, poder acercarme y acariciar esas redondeces mientras le besaba el cuello, disfrutando de esa sensación en vez de temer ser descubiertas.
Ducharnos juntas, como en las películas más tórridas, y con el mismo, idéntico final.
Ver una película en el sofá, con su cabeza apoyada en mi regazo, acariciándole el pelo y susurrándole cuánto la quería, sin tener ni la menor idea de qué iba la historia que daban en la tele.
Asomarnos abrazadas a una ventana, para ver caer la lluvia y oler el asfalto mojado.
Una vez nos inventamos el clásico simposio al que nos mandaba la empresa durante un par de días. Jamás esa empresa mandaba a nadie a simposios, ni a los jefes, qué casualidad que a nosotras sí…
Esos dos días se grabaron en mi memoria por mil razones: por las horas y horas de sexo salvaje que vivimos y por la inigualable experiencia de poder, finalmente, dormir juntas. Completamente desnudas bajo las mismas sábanas suaves, acurrucadas, abrazadas… Caricias, susurros, latidos. Pocas cosas hay en la vida que proporcionen el mismo bienestar que compartir la cama con un ser querido. Incluso mientras duermes y aunque no haya necesariamente contacto físico, un rincón de tu conciencia sabe que esa persona está ahí contigo y que, pase lo que pase, no estás sola.
Luego el despertar… Entreabrir los ojos para que lo primero que veas sea a la mujer a la que adoras; a esa diosa que un día te robó el alma y el corazón; a ese diablo que te llevó a cometer mil locuras y para el que cometerías mil más, y hasta crímenes si te lo pidiera; a ese ángel que sin decir nada lo dice todo, que desde el primer día se está entregando por completo. Ella sí que había sido valiente, y lo había sido por mí. Por y para mí: para estar conmigo había reseteado su vida.
Una lágrima humedeció mi almohada. –Gracias –le susurré, sin querer despertarla.
Me levanté para preparar el desayuno. Mientras el agua se calentaba en la cafetera, tuve que correr al baño para vomitar. Las náuseas iban a más.
Al salir del cuarto, me asusté al toparme inesperadamente con la figura de Vanesa, que con los brazos cruzados pedía silenciosamente explicaciones. Bajé la mirada, avergonzada, y le indiqué que me siguiera en la cocina.
–¿Y a qué esperabas para decírmelo? –repitió Vanesa, incrédula, sin parar de cruzar la cocina.
–A ver, te lo iba a decir…
–Ya, como no. ¿Cómo me ocultas algo así, Ana? ¿Y ahora qué? ¿Hay más cosas que no me has dicho? –la hostilidad se hacía cada vez más patente en su tono de voz.
–No quiero que esto interfiera en lo nuestro, quiero seguir contigo…
–…y con tu marido, y con vuestro hijo, porque a ellos no los vas a dejar. ¿Qué pinto yo ahí, eh? Dime, ¿qué mierda pinto yo ahí? –gritó, fuera de sí. Rompió a llorar. Cómo no entenderla... ¿Qué pretendía? ¿Que se alegrara? ¿Qué aceptara plácidamente formar parte de una hermosa familia de cuatro, amante incluida?
Así de enfadada me pareció tremendamente hermosa: tenía una vehemencia en los movimientos y tanto orgullo en la mirada, que la vi más deseable que nunca. Ella llorando de rabia y yo pensando, otra vez, en comérmela entera. Sentí enseguida un profundo desprecio por mí misma.
Me quedé inmóvil, café en mano, sentada, callada, mientras la mujer de mi vida sollozaba ahogándose. No se me ocurrió que en ese momento lo que más necesitaba era un abrazo, el fuerte abrazo de un ser amigo. De alguien que la quisiera y que le diera sosiego. La dejé llorar, sola. ¿Acaso sólo la quería para follar? ¿Por qué no era capaz de tratarla como se merecía? Había fantaseado tanto con hacerla feliz y había acabado haciéndola enfadar y llorar. Sin hacer nada para remediarlo.
–Vete, por favor –fueron las palabras que rompieron el silencio. La petición más atroz que un amante pueda escuchar.
Dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. No pensé en cuánto había llorado y me había arrepentido el día en que la había dejado plantada en la acera, cuando había soltado su cintura y me había alejado, yendo en contra di todos mis deseos. Obedecí a su orden. Recogí mis cosas y me marché.
Vanesa no acudió al trabajo el día siguiente, ni al otro.
La semana sucesiva recibimos su carta de baja voluntaria.
Fue lo último que supe de ella.
< Para M., mi "Vanesa", te quiero :-) >
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Este es mi primer relato y espero que os guste como a mi me gustó vivir esta historia en primera persona. ¡Gracias por leerme! Agradezco de antemano todos los comentarios, postivos o críticos, que sin dudas me ayudarán a escribir mejor mis próximas historias.