Ella lo cambió todo - parte IV

Tras besarme con Vanesa pienso en ir más allá y cumplir con ella mis más tórridos deseos. ¿Accederá Vanesa?

Tras haberme besado con Vanesa, sobra decir que la noche siguiente no pude dormir demasiado. El recuerdo de aquel beso despertaba en mí un sinfín de pensamientos, preguntas, remordimientos… y humedades.

Ese beso no había sido un piquito entre amigas, ni algo fugaz dado en un momento de debilidad, de distracción o de compasión: Vanesa me había besado con ganas y, cuando le había metido la lengua, a su vez me había buscado con pasión.

Ese beso había sido mucho mejor de lo que habría podido imaginar. Había temido que ella me rechazara, cuanto menos que se resistiera y, aun accediendo, que no se dejara llevar demasiado, que se mantuviera quizá fría, quizá desconcertada, o pudorosa. Y había sido todo lo contrario: Vanesa se había lanzado en aquella dulce locura tanto como yo, ni más ni menos.

Entonces… entonces no le disgustaría estar con una mujer, no le disgustaría estar conmigo… Qué bien besa, joder. ¿Serán así de suaves los labios de todas las mujeres? Porque los suyos… madre mía, son lo más…

Y, acompañando mi fantasía con los dedos, empecé a imaginar cómo esos labios, de los que conservaba muy vivo el recuerdo, ya no rozaban mi boca, sino que se deslizaban por mi cuello; saboreaban mis pezones erguidos, estirándolos y estrujándolos, provocándome oleadas de placer en la ingle; recuperaban momentáneamente su dulzura explorando mi vientre y volvían a ser traviesos cuando, siguiendo su excursión, su abrían camino entre mis muslos.

Fue pensando en esos labios que mi mano se deslizó en mi braguita y se topó con un clítoris tieso y listo para empezar el juego; con mi dedo índice dibujé unos círculos alrededor de él, primero delicados, luego cada vez más rápidos e intensos. Con ese mismo dedo penetré los labios entreabiertos, mojándolo en mis cálidos flujos, y volví a acariciarme frenéticamente. Esos ya no eran los dulces labios de Vanesa: era su lengua ágil y hambrienta la que torturaba mi clítoris con un vaivén cada vez más rápido.

Oh, Vanesa… sí… sí… dios… Vanesa, cómemelo… Y la Vanesa de mi fantasía abandonó momentáneamente mi clítoris para abrirme de par en par los labios y recorrer su interior con su lengua, de arriba abajo, una y otra vez. Arriba y abajo, arriba y abajo… Aumentando poco a poco la presión, jugando alrededor de mi coño ya encharcado, su boca fantasmal me estaba llevando rápidamente al éxtasis.

Oh,Vanesa, sí, fóllame… Y dos dedos se apresuran a obedecer, desapareciendo enseguida dentro de mí, volviéndose a asomar, volviendo a desaparecer… Me masturbé en silencio, gozando de su irreal compañía, ahogando su nombre entre suspiros hasta caer rendida.


A mi lado, mi marido seguía durmiendo plácidamente. ¿Qué pasaría con nosotros? Los ronquidos con los que mi marido me obsequiaba me ponían la respuesta en bandeja: ¿quería seguir soportando aquella odiosa rutina, no ya la de los ronquidos en sí, sino toda esa farsa en la que se estaba convirtiendo mi matrimonio?

Me giré para mirarle: a pesar de todo, seguía siendo un chico bastante atractivo, estaba en la flor de la vida; siempre había sido buena persona, especialmente conmigo, nunca me había faltado en nada. Excepto esa última vez que me había cogido con la fuerza. Eso no me había gustado, tendríamos que hablar de ello.

Me daba pena, mucha, muchísima pena. Verlo ahí dormido tan tranquilamente sin darse cuenta de nada. Pena, nada más que pena. ¿Puede un matrimonio sustentarse simplemente sobre eso? ¿Sigue siendo un “matrimonio” una relación que sigue sólo por la inercia de no tener los huevos de decirle a tu marido “ya no te quiero”, mientras te mueres por dormir y despertar al lado de la mujer de tu vida?

Entre esas dudas me debatí entre las sábanas hora tras hora, aunque sin terminar de sentir los remordimientos que siempre había pensado aparecerían en esas circunstancias.

El único remordimiento que tenía era el de no haberle metido mano a Vanesa mientras nos besábamos, de no haberle sobado las tetas, de no haber deslizado mis dedos en su pantalón. Eso era de lo único que me arrepentía.


Me levanté antes de que sonara el despertador. Sentada en una silla de la cocina, sujetándome la frente con las dos manos, me dejé inundar por el aroma que exhalaba de la cafetera puesta en el fuego. Bendito aroma a café recién hecho, un placer como pocos en este mundo complicado.

Llegué a la oficina casi una hora antes de lo normal; todo estaba oscuro, apagado, desierto. A pesar de la atmósfera y de la noche insomne, mi cuerpo ya estaba más que encendido, mi corazón listo y atento, a la espera de lo que pudiera pasar en cuanto Vanesa hiciera acto de presencia.

¿Qué iba a hacer con ella? No tenía ni la menor idea. Fuera lo que fuera, sería discreta, pero después de lo del día anterior… algo tenía que pasar, ¿no? Porque sí, ese beso había sido algo maravilloso… pero mis sueños con ella no acababan ahí. Quería más, mucho más de ella, y aunque tuviera que conseguirlo muy despacio y a base de paciencia, todo pasaba por empezar dando el siguiente paso, por muy pequeño que fuera.

Fingí revisar mi correo mientras echaba continuas ojeadas hacia la puerta cada vez que oía acercarse unos pasos o unas voces. Esperándola a ella. Esperándola para ver lo guapa que estaría ese día, qué ropa llevaría, cómo me miraría… Esperando para volver a ver esa boca cuyo recuerdo aún abrasaba mis partes más íntimas.

Cuando llegó, me quedé sin aliento: Dios mío, cómo podía ser tan preciosa… Era mirarla y sentir punzadas en el pecho. O era amor o era un amago de infarto.

–Buenos días, Ana –saludó sonriendo.

–Hola, Vanesa –contesté con el corazón en un puño.

Tranquilízate, estáis en el trabajo. Como si no hubiera pasado nada. Na-da. Buenos días y punto.

Y, efectivamente, durante un buen rato no me moví de mi sitio, intentando concentrarme en un par de expedientes, una presentación para una reunión de la semana siguiente y algunos correos por contestar. Después de un par de horas fui a sacarme un café malo de la máquina que teníamos cerca de la fotocopiadora. Al no haber pegado ojo en toda la noche, no habría podido sobrevivir a esa jornada sin unos cuantos de esos brebajes.

Con mi café en mano, me dispuse a volver a mi puesto, cuando la vi haciendo fotocopias. Me tembló el pulso y derramé medio café en la moqueta. Ella me daba la espalda y no se percató de mi torpeza, ni de mi presencia. Aproveché para recorrer, por millonésima vez, su figura con mis ojos. El jersey rojo oscuro que llevaba daba a su pelo moreno una calidez desconcertante. Medio agachada encima de sus papeles, ofrecía a la vista un espectáculo para el que más de uno hubiera pagado sin rechistar: sus nalgas altas y redondas eran una invitación al pecado. Y eso será todo mío , pensé.

–Hola, Vanesa –me acerqué.

–Hola –contestó ella sin levantar la mirada de los documentos que estaba organizando.

–¿Qué tal? –seguí, sin saber bien por dónde quería que fueran los tiros. Qué bien olía ese día. Un perfume apenas perceptible pero embriagador, como a lirio y musgo blanco.

–Aquí… haciendo fotocopias…

–Ya, ya veo… Oye, ¿te apetece que vayamos a comer juntas? A la una o a las dos…

–Es que… es que hoy no puedo. Ya he quedado. Lo siento –contestó, todavía con la mirada concentrada en lo que estaba haciendo.

–Vale, vale, no importa… Quedamos mañana, u otro día, cuando te vaya bien. Haces bien en quedar para comer con tus compañeros.

–No he quedado con mis compañeros, me voy a comer con Jaime –precisó. Sus ojos seguían mirando muy muy abajo. Sospechosamente abajo.

Me quedé petrificada. Eso no me lo esperaba. ¿Qué mierda haces, Vanesa? Si sabía perfectamente por qué Jaime la invitaba a comer, que no era por ningún interés profesional que tuviera hacia ella… y aun sabiéndolo iba con él.

¿Pero quién era yo para dar lecciones de moral? Las intenciones de Jaime con Vanesa eran exactamente iguales que las mías, y encima yo ya había pasado a los hechos. Quién era yo para decir nada…

Pero no era por eso que me temblaban las manos, tanto que tuve que dejar el café encima de la fotocopiadora; no era por eso que se me nublaba la vista y que se me salía el corazón del pecho. Eran los putos celos. Veinticuatro horas antes nos estábamos metiendo la lengua y ahora ya se iba a comer con otro que tenía la clara intención de hacer exactamente lo mismo.

¡Cómo puedes ser tan zorra!

Cogí mi café asqueroso y volví a mi ordenador sin decir nada más.


Durante unos cuantos días, se sucedieron unos encuentros parecidos. Al entrar y al salir del trabajo, unos hola y adiós más o menos cordiales, pero cuando nos cruzábamos o intentaba captar su mirada… nada, de su parte no había nada. Hielo. Cuando me acercaba, y eso que intentaba ser discreta y no hacerlo muy a menudo, ella agachaba la mirada, rehuyéndome. No quería ni mirarme a la cara.

¿Qué coño le pasa? ¿Se nos fue la olla con lo del beso y ahora está molesta, o se muere de la vergüenza? Deberíamos hablarlo y dejar claras las cosas. Sí, será eso. Claro, le he dado a entender que estoy enamorada de ella hasta las trancas, normal que se asuste, coño. Ana, es que eres gilipollas.

Hacía años que no me dolía tanto el corazón por alguien. En la tediosa rutina matrimonial hay algo bueno, y es que cuando ya no queda pasión, la cuchilla del desamor y de la desilusión casi no corta.

¡La echaba tanto de menos! Echaba de menos poder mirarla tranquilamente a la cara, poder observar y memorizar sus rasgos milímetro por milímetro, poder contemplarla mientras charlaba y reía con algunos compañeros, poder saludarla perdiéndome en su voz y en esos ojos verdes que ahora me ocultaba, como lo había hecho hasta pocos días antes.

Ese puto beso me había costado muy caro: me había arrebatado la libertad de adorarla.


No podía dejar que eso siguiera así. Decidí hablar con ella, lo quisiera o no, y me planté al lado de su escritorio, indiferente a las miradas curiosas de los demás oficinistas.

–Hola, Vanesa. Necesito que pases un momento por nuestro departamento, te espero en cinco minutos. O si te va bien ahora, vamos a hacer un café. Sí o sí –solté de sopetón, sin tomar aire.

Ella entonces apartó despacio la mirada del ordenador, girando su rostro hacia mí como si la fuera a matar. Por primera vez en días, nuestras pupilas se volvieron a encontrar.

–S… sí, vale, bajamos –contestó malhumorada.

No me mires así Vanesa, por dios, lo último que quiero es que me mires con esa carita asustada. Joder, si lo que más quiero es verte feliz…

Nada más salir de la oficina, le pregunté, intentando mantener la calma y no parecer una histérica:

–¿A qué viene esto, Vanesa? Me evitas, casi ni me saludas… Hay algo que…

–Lo del otro día fue un error, Ana –contestó apresuradamente, con voz temblorosa y el semblante pálido. –Eso es lo que pasa. No teníamos que haber hecho eso, y lo sabes mejor que yo.

–Lo del beso, ¿no? ¿Ese es el problema? ¿Y lo piensas solucionar rehuyéndome sin más?

–¿Qué quieres que haga? No quiero darte falsas esperanzas, no quiero que te hagas ilusiones conmigo, Ana. Estás colada por mí, que soy hetero y tengo pareja: y no va a haber nada entre nosotras. No me busques más y no hagas de esto una montaña. Fue una estupidez.

No va a haber nada entre nosotras… no me busques más…

En el breve lapso que duran dos frases, sentí mi alma quebrarse como un cristal al que alguien acaba de tirar una pedrada, A duras penas conseguí susurrar:

–Me besaste, me besaste tú, y sabiendo que estoy enamorada perdida de ti. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por diversión? ¿Para hacerme daño? Si hay alguien aquí que ha hecho una estupidez, perdóname que te lo diga, pero eres tú. Mis sentimientos hacia ti no son ninguna estupidez, no lo han sido ni lo serán nunca. Y gracias por menospreciarlos de esta manera.

Vanesa me miró dolida y sorprendida, con los labios entreabiertos y un destello de desprecio en los ojos. Esas manos delicadas, que sólo un día antes habían apretado mi mano, envuelto mis hombros y acariciado mi rostro, revoloteaban ahora con aire amenazador.

–¿Pero tú te oyes? Ahora vamos a hacer de un beso de mierda una cuestión de estado. No fue nada, tía, fue una gilipollez. Vale, no tenía que haberlo hecho, me equivoqué, qué quieres que te diga… Me dejé llevar, como he hecho con decenas de personas más. Tampoco pensaba que te lo tomarías tan en serio, joder, ni que hubiese sido para tanto.

Ese menosprecio hacia el mejor beso de mi vida me sacó de mis casillas.

–¡Eres una niñata de mierda! ¡Una puta niñata de mierda! –le grité a pleno pulmón.

Si Vanesa se había arrepentido de aquel beso, no quería ni mirarme y consideraba que me lo había tomado demasiado a pecho, lo de insultarla de esa manera ya era el remate final para garantizar que aquella mujer me iba a evitar de por vida. La había cagado, del todo. Y, aun así, arrepentida por mis propias palabras y por el tono y la agresividad de mi voz, el orgullo me impidió rectificar. Sin añadir nada más, di la vuelta y volví a trabajar, dejando a Vanesa plantada en la acera, confundida y ofendida.

Lo que ignoraba, mientras el ascensor me devolvía a mi gris puesto de trabajo, era que justo en esos momentos Jaime se acercaba a Vanesa, tras haber presenciado el espectáculo a unos veinte metros de distancia. La abrazó, preguntándole por qué le había gritado de aquella manera. No había oído la breve conversación que habíamos mantenido, sólo mis insultos. Vanesa resopló, molesta, diciendo que había sido una tontería mía y, con el brazo de Jaime rodeándola la cintura, se fue con él.


Ese día fue uno de los más largo e insoportables que recordaba. Me invadían sentimientos y sensaciones demasiado intensos, que me impedían poder pensar en cualquier otra cosa que no fuera lo ocurrido: decepción, rabia, desconcierto, inseguridad… ¿por qué Vanesa me había tratado así? ¿Cómo podía alguien cambiar tanto de un día para otro? ¿Era realmente una mujer tan estúpida y desagradable como parecía? Tenía toda la pinta. Al fin y al cabo, ¿qué sabía yo de ella? Nada, no sabía nada. No la conocía. Podía ser perfectamente la chica más idiota de la tierra, y cínica. Me había enamorado de su aspecto exterior, de sus miradas y de su voz, pero por dentro… esa chica no era el ángel que yo me creía.

Pero entonces, si acababa de descubrir lo borde y desagradable que era, ¿por qué me seguía muriendo por ella? ¿Por qué lo que más me dolía no era su actitud, sino el haber perdido las esperanzas de poder estar con ella? ¿Cómo podía seguir deseándola tanto, después de sufrir la frialdad de sus palabras?

En esos momentos, de no ser tan cobarde, me habría levantado, habría ido a paso acelerado hasta su puesto, la habría levantado de la silla y la habría sentado en el escritorio, le habría comido los morros, manoseando sus muslos, su culo, sus tetas… La habría desnudado, acostándola, y le habría hecho el amor allí mismo, hasta saciar mi sedienta ansiedad. Estaba cegada por la adrenalina y el deseo.

No, era inútil seguir pensando en eso: lo que tenía que hacer era olvidar toda esa historia, bajar de las nubes y volver con los pies en la tierra. Volver a esa monótona y aburrida realidad de la que había creído poder escapar, como una niña que aún cree en el príncipe azul hasta que se pega un buen tortazo contra el muro de la realidad.

Entonces el corazón me empezó a latir en los oídos, con un zumbido. Se me empezó a nublar la vista. Me mareé. Luego el frío, la oscuridad, el agotamiento… Miguel y Sandra llamándome a lo lejos, preocupados, dándome palmaditas en la cara para que volviera en mí. Me había desmayado.


Más tarde, ya en casa, mientras cenábamos le dije a mi marido:

–Oye, tengo que pedirte disculpas…

–¿Mpf? –contestó con la boca llena, sin quitar el ojo del partido de Champions que echaban en ese momento en la tele.

–Sé que últimamente he estado un poco rara… lo siento.

–Pero qué fuera de juego y fuera de juego, ¡coño!

–Cariño, por favor, ¿me escuchas un segundo?

–¿Qué quieres ahora? Llevamos dos horas en casa y me tienes que hablar justo ahora que vamos a marcar… Va, dime, rápido.

–No, eso… que te pido disculpas si estos últimos días he estado rara, distante. Tenía cosas del trabajo en la cabeza, pero ya está, se acabó todo. Volveré a estar bien.

–Vale, lo que tú digas.

–¿No habías notado nada de nada?

–¿De qué? ¡Eso es penalti, puto arbitro! Cada año igual, nos roban cada puto año, ¡joder!

Me levanté suspirando. Ya no tenía hambre, sólo unas irrefrenables ganas de llorar y desaparecer de la faz de la tierra.


El día siguiente, a las nueve, mi jefe me llamó a su despacho. Cuando me asomé a su puerta, me extrañó su cara de pocos amigos.

–Ana, cierra la puerta y siéntate.

–Buenos días, Jaime.

–Buenísimos, vamos. Oye, me consta que ayer insultaste una compañera, te liaste a gritos con ella sin venir a cuento. Una compañera nueva, que necesita integrarse en su equipo. ¿Te das cuenta de que cometiste una falta grave?

–No me jodas, Jaime. ¿Quién te lo ha contado?

–Eso no tiene importancia. Pero te advierto, otra más y a la puta calle.

–Jaime, lo siento, fue un tema personal, pero sí, la cagué, no tenía que haberlo hecho. Sólo puedo decir que lo siento y que no volverá a pasar.

–Más te vale.

Volví a mi puesto con la cabeza gacha, me sentía estúpida, tonta, humillada. Miguel me preguntó si me pasaba algo.

–Mira, Miguel, podría decirte que no, pero me conoces mejor que nadie y tonto no eres. Jaime me acaba de echar la bronca porque ayer discutí con una compañera y…

–¿Fuiste tú? ¡No fastidies! ¿La que le dijo a la Vane que es una puta niñata de mierda? Jajaja, y yo pensando que sería la otra, la pelirroja de marketing, que se llevan a matar. Coño, de ti no me lo esperaba, jajaja.

–¿Cómo… cómo lo sabes? –me atreví a preguntar.

–¡Si es el trending topic de la oficina! Ayer después del curro fuimos a tomarnos unas cañas con el Jaime, y nos dijo que una de la oficina había insultado a la Vane, que no sabía por qué, pero que había sido un show.

–¿Jaime? ¿Te lo ha dicho él?

–Y tanto. No me extraña, si se lo habrá contado ella misma, la Vane, buscando consuelo para sus lagrimitas… ya sabes…

–¿Qué…?

–Ana, coño, ¿no sabes que la Vane y el Jaime están liados? Que tampoco me extraña, la chica está como un tren, desde luego que Jaime para eso tiene buen gusto. No me digas que no sabías nada, en qué mundo vives…

–¿Qué…?

–Si hará como una semana que se la tira, el cabrón…

Otra vez el zumbido en los oídos. Otra vez esa sensación de irrealidad. Otra vez la niebla, los mareos. Otra vez al suelo, inconsciente.

[... continuará...]

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Este es mi primer relato y espero que os guste como a mi me gustó vivir esta historia en primera persona. ¡Gracias por leerme! Agradezco de antemano todos los comentarios, postivos o críticos, que sin dudas me ayudarán a escribir mejor mis proóximas historias.