Ella, la viuda
El cabello rubio platino, su piel bronceada y, sobre todo, sus nalgas gordas y redondas me la ponían dura, dura y babeante. Mi objetivo: metérsela en la boca, en el chocho, y en el culo, entre las dos admirables nalgas.
La conocía por medio de mi mujer. Eran parientes y me la presentaron por primera vez cuando murió su marido. Me llamó la atención su piel tostada y el cabello rubio platino muy provocador en una mujer de sesenta y pocos años. Aunque era lógico viviendo en un pueblo de la costa mediterránea. Lloraba desconsoladamente cada vez que alguien le recordaba algo de su difunto.
Fiel a mi frialdad habitual en estos casos, me senté alejado de ella para poder contemplarla descaradamente. Al fin y al cabo, Pilar, esa mujer, sólo era un aparcamiento que había quedado libre. Quería comprobar si me apetecía estacionarme entre sus piernas. Y sí, me apetecía. Los glúteos redondos y los muslos robustos me excitaban.
Pasaron varios meses antes de encontrármela de nuevo. Iba acompañada de dos de sus hijas, tan hermosas como ella, aunque no tan sensuales para mi gusto. Apenas le dije dos palabras después de estampar dos besos sensuales en sus mejillas. Habló con mi mujer y mi cuñada de lo sola y triste que se encontraba. Nos cantó las alabanzas de su difunto y se le saltaron algunas lágrimas. Sollozaba y gemía, aunque a mi lo único que me importaba era que me mirase. Y lo hizo distraídamente la primera vez. Aproveché la ocasión para clavar mi retina en la suya y retenerla mientras seguía hablando. Se liberó de mi atención al darse cuenta de que estaba ensimismada en mis ojos y sus hijas y mi mujer podrían darse cuenta. Sonreí levemente antes de que apartase su mirada. No tardó en echarme otra ojeada y, sí, allí me encontró lanzándole un dardo de deseo.
Al despedirnos, le di dos besos pausados acercándome provocadoramente a la comisura de sus labios y mi mano acarició su espalda justo hasta la cintura con sensualidad. Mientras se marchaban, se giró para mirarme de nuevo con la excusa de preguntar a mi cuñada por sus suegros.
Supe, unas semanas más tarde, que se había instalado en casa de una de sus hijas para echarle una mano durante unos días. Hice lo posible y lo imposible hasta que descubrí sus horarios y los lugares por donde se movía. Siempre llevaba un cochecito de bebé con una de las nietas más pequeñas. A menudo la acompañaba una vecina o alguna conocida.
Me hice el encontradizo con ella y no perdió la oportunidad de deshacerse de su acompañante.
- Este es el marido de mi sobrina. Me voy a quedar hablando con él un momento.
Los dos sabíamos de sobra hacia dónde iba yo y a ella no le disgustaba.
- ¿Cómo te encuentras? – Le pregunté cariñosamente después de darle dos besos y cogerla con una mano por la cintura acercándola hacia mi.
- Unos días regular y otros mal. Es muy duro vivir así desde que murió Rodolfo. Ahora estoy con mi hija, pero duermo sola y me despierto de madrugada echándole de menos.
Me dio la oportunidad de explicarle unas ideas que mi mente enfebrecida por el sexo había ido configurando y dándole un aire de credibilidad.
- Si yo puedo hacer algo por ti, sólo tienes que decírmelo. Me tienes a tu disposición.
- Gracias Luis, pero lo que yo tengo dentro es difícil de arrancar.
- Necesitas un tiempo, pero también te tienes que esforzar. Tal vez podrías empezar por transformar esos recuerdos y adaptarlos para que no sean dolorosos. Piensa en cuando te despertabas con Rodolfo a tu lado, o cuando te ibas a dormir, o cuando regresaba del trabajo. Piensa en sus besos y sustitúyelos por tus dedos; cómo te demostraba su cariño y roza tu piel con la misma ternura que lo hacía él.
Mientras le explicaba mi maquiavélico plan para excitarla, mi mano cogía su mano, o su hombro delicado y excitante, pasaba mis dedos por su brazo y mis ojos se clavaban alternativamente en sus pupilas y en sus labios.
Nos despedimos con dos besos como siempre aunque en esta ocasión me atreví a besarla en la comisura de los labios. Ella también lo deseaba y me sonrió al decirte un hasta pronto.
Nos cruzamos y nos saludamos provocadoramente en varias ocasiones aunque ella fuese acompañada. Tardamos dos semanas en disponer de otra oportunidad para charlar un rato. La invité a tomar un café y, mientras su nieto dormía, retomamos el tema que a mi tanto me interesaba.
- Veo que tus ojos tienen un brillo diferente – Le dije.
- Tengo días. Depende de los sueños o de lo que me encuentre en mis quehaceres. Me sube o me baja el ánimo si me traen a la memoria las cosas que hacía con Rodolfo.
Clavé mi mirada en sus labios. Brillaban. Los llevaba pintados, aunque había utilizado un pintalabios color carne. No se atrevía a ponerse color, aunque sí que empezaba a utilizar una leve sombra de ojos que destacaba el color castaño del iris.
- ¿Has probado lo que te dije. Has intentado convertir el dolor de los recuerdos en evocaciones agradables del pasado?
- Sí, lo estoy intentando. A Rodolfo le gustaba mucho acariciarme el pelo, especialmente desde que me lo teñí de color platino. Esta mañana he probado tu consejo y me relaja. Le gustaba besarme en los hombros. No he tenido sus labios pero te hice caso y me pasé los dedos recordando aquellos momentos. Me he sentido muy bien recordando cómo acariciaba mi mano y subía por mi brazo con tanta ternura. He revivido aquellas caricias como si le tuviese a mi lado.
- Ahora que has encontrado el camino, debes continuar hasta encontrar en tu soledad la felicidad y el placer, de forma diferente, pero tan importante como el del pasado.
- Sé a dónde quieres llegar, pero el vacío que yo tengo es difícil de llenar. Sí, mis dedos han suplantado los labios de Rodolfo besando mi cuello; han revoloteado por mi vientre y han paseado por mis piernas como hacía él, desde las rodillas por el interior de mis muslos; han despertado mi vientre y han activado el manantial de mis entrañas; hasta han suplido sus labios besando los míos, han imitado su lengua jugando con atrevimiento, pero ese vacío no se ha llenado.
La miré fijamente intentando interpretar sus palabras. Dudaba. ¿Me decía que necesitaba ser penetrada o que echaba en falta un cuerpo con el que compartir ese momento?
- Puedes suplir ese vacío. Hay varias maneras de hacerlo y creo que las conoces. O ¿me estás pidiendo algo más?
- ¿Tú que crees? –Hizo una pausa- Ya sé que no debería decir esto porque eres el marido de mi sobrina, pero he vivido por y para Rodolfo y no conozco a nadie. Sólo tú me has ofrecido una confianza que agradezco.
- Utiliza los recursos que tienes a mano. Hortalizas y frutas sirven para algo más que para comer.
- Conseguirás que me ruborice. Será mejor que me marche. -Hizo ademán de levantarse.
- ¿Me vas a negar que con tu marido nunca utilizaste un plátano, una zanahoria o un calabacín para jugar?
- ¡Por favor Luis! Dejemos eso. No quiero seguir por ahí.
- Disculpa, sólo pretendía que tu misma te inyectases dosis de autoestima a través de tu propio cuerpo, de extraer de ti misma satisfacciones que te resistes a buscar. Tal vez me he equivocado y he malinterpretado tu actitud.
- Me marcho. No estoy cómoda con la conversación.
Se levantó y enfiló la calle abajo con el cochecito del nieto. Sus nalgas me parecieron más redondas, gordas y respingonas de lo que recordaba. Se movían a un compás diferente, independientes de las caderas. No había ninguna duda: llevaba tanga o no llevaba nada bajo el vestido.
Supo que la miraba y giró la cabeza para enviarme una mirada de reprobación.
Pasé varios días dudando de mi comportamiento. Sin embargo, la conclusión me parecía clara. Se excitaba conversando conmigo y animándome a provocarla. El límite llegaba cuando la conversación dejaba atrás la palabra caricia y utilizaba el verbo penetrar. Se asustaba. Probablemente le daban miedo sus propios pensamientos.
La busqué de nuevo y la encontré por casualidad después de cinco días deambulando por las calles que utilizaba ella en su recorrido. Me confesó que había cambiado el itinerario porque no quería encontrarse conmigo. Le pedí disculpas por mi osadía en la última conversación y me reprochó mi descaro. Justifiqué mi atrevimiento en las conversaciones previas que habíamos tenido. Aceptó las disculpas y se marchó sin dejarme darle un beso. La seguí con la mirada y de nuevo contemplé sus nalgas bamboleándose a su propio ritmo.
Aquella tarde, mi esposa gozó del ardor que Pilar encendía en mis genitales. Mi polla entraba en el coño y el culo de Eva, pero mi cerebro estaba aprisionado por otras nalgas.
Tuvieron que pasar aún un par de semanas más de desesperación febril en las que mi cerebro aceptaba la frustración, una más de las muchas que me ha dado la vida. Un hecho fortuito hizo cambiar el rumbo de mis aspiraciones. Mi esposa recibió una llamada de Pilar. Se había quedado sola en casa unos días con los nietos y se le había fundido el fluorescente de la cocina. Necesitaba el teléfono de un electricista para solucionar el problema. Mi mujer, ignorante de mis apetencias, le ofreció mis servicios y la insistencia de Eva venció el rechazo inicial y bastante contundente de Pilar.
Me presenté en el piso a primera hora vestido con un chándal. Ella daba el desayuno a los nietos antes de llevarlos a la escuela. Tomé medidas y me fui a comprar un fluorescente nuevo. Me avisó cuando volvió de la escuela y corrí apresurado a colocar la nueva luminaria. El pequeño dormía en la cuna. No había problema. Cambiar un fluorescente no es un trabajo ruidoso.
Se ofreció a sujetar la escalera mientras yo realizaba la operación. No hablamos de nada que no fuese lo que me había llevado allí. Fui todo lo descarado de que soy capaz para comérmela con los ojos cuando apareció enfundada en una bata. Era de su hija y le quedaba bastante ajustada en las caderas y las nalgas. Le faltaba un botón en la parte de abajo y los muslos se le escapaban por la abertura.
Subido en la escalera, me tomé con calma los trabajos de sacar el protector del fluorescente y después el tubo. Mi cabeza estaba más en la erección que emergía en mis pantalones. Se dio cuenta mientras sujetaba las piezas que le iba entregando. Le pedí un paño seco para limpiar el polvo del soporte y la miré profundamente a los ojos para indicarle que se fijase en lo que me estaba provocando en los pantalones.
No se apartó de la escalera hasta que descendí el último peldaño, pero ya era tarde. La cogí por la cintura y la atraje hacia mi con fuerza. Apoyé la erección sobre su estómago y doblegué la resistencia de sus brazos para mantenerse alejada de mis labios.
- Los dos sabemos que esto va a llegar esta mañana. Tu lo deseas tanto como yo no vamos a perder esta oportunidad –Le dije a media voz.
Su oposición disminuyó y apoyó su cara en mi pecho sollozando.
- No me hagas esto por favor. Eres el marido de mi sobrina. Yo soy una pobre viuda dolorida aún por la soledad.- Murmuraba.
Tomé su barbilla con una mano y levante su cara para depositar un beso suave y cálido en sus labios. Quería decir algo pero mis labios y mi lengua saboreaban los suyos y el deseo la venció. Aún así, presa de la pasión, continuaba murmurando que no podía ser, que la dejase con su dolor. Mis manos acariciaron su espalda y su cintura atrayéndola con fuerza para frotarla con mi erección. Manoseé sus nalgas redondas y gordas, aquellas que vi varias veces moviéndose con independencia y lujuria. Llevaba bragas, un braguita pequeña que no cubría la totalidad de los glúteos y que apenas subía hasta su cadera.
Desabroché la bata sin dejar de besar suboca, el cuello y los hombros finos y delicados de adolescente, como sus brazos delgados y suaves. Le solté el sostén y los dos pechos pequeños y redondos, parecidos a dos naranjas. Cayeron ligeramente vencidos por la gravedad y la pérdida de turgencia, pero los pezones, similares a dos avellanas, mantenían su orgullo mirando al frente. Las tetas habían perdido la turgencia de la juventud y resistían con dignidad el paso de los años. A pesar de su estado, contenían dosis completas de lujuria y los jadeos que emitía su garganta nacían de las caricias con las que yo envolvía los dos pechos.
Su boca se rindió a mis deseos y se entregaba a mis juegos. Los labios y la lengua entraron en una danza de lujuria que anunciaba el sexo que se aproximaba.
El vientre, levemente abultado por la edad, también mantenía la sensibilidad lasciva que le otorgaba la proximidad de la pelvis como antesala del abismo irresistible. Sus jadeos me requerían a una mayor celeridad en la aproximación al punto culminante. Bajé hasta la pelvis y enredé mis dedos entre el vello ensortijado, rozando ligeramente la piel húmeda de los labios menores.
La reacción fue inmediata. Sus brazos aprisionaron mi cuello y sus piernas se separaron para facilitarme el manoseo de todo el tesoro maduro y sensible que dormitaba entre sus piernas. El clítoris despertó y se inflamó al primer roce y una manantial de flujo brotó entre sus piernas y caía en varios regueros por el interior de sus muslos.
Contemplé un instante sus ojos. Tenía la mirada perdida en su interior y sólo veía lo que sucedía entre sus piernas. La llevé en un baile sutil hasta el sofá del comedor y la recosté. Me arrodillé entre sus piernas y besé el interior de sus muslos. Los suspiros y jadeos se incrementaron. Sus manos sujetaron mi cabeza para no dejarme escapar. Chupé los labios menores y mordisqueé los mayores. Recorrí con la lengua la hendidura de su chocha y me detuve en el clítoris dibujando círculos alrededor de ese percutor de orgasmos. Hizo efecto inmediatamente. Su vientre se convulsionó y los muslos rodeaban mi cabeza apretando el sexo contra mi. Un torrente de flujo llenó mi cara y los gritos contenidos de su garganta me confirmaron que vivía un orgasmo intenso. Levanté como pude la mirada y vi su cara desfigurada por las contracciones de los músculos y sus dedos intentando arrancar los pezones de sus pechos. Mi lengua consiguió ir dibujando círculos por los labios menores hasta descender al ano, ligeramente abultado y rugoso. Un suspiro me anunció el placer que le producían mis lamidas. Intenté introducir un dedo pero solo logré acariciarlo.
Su respiración volvió a ser pausada en dos o tres minutos. Volví a lamer los labios mayores y las inglés hasta que ella misma hizo un leve movimiento para colocarme el coño en la boca. Mordisqueé los labios menores y la lengua se introdujo hasta donde pudo en la vagina, tocando con la punta la entrada y reconociendo el agujero aterciopelado que se abría hacia las entrañas de Pilar. Sin embargo, sus manos me llevaron hacia el clítoris y le dediqué apenas unos segundos antes de que surgiera de nuevo una convulsión en sus entrañas acompañada de un gruñido extraño. Los músculos de sus piernas se tensaron y las estiró todo lo que pudo mientras contenía la respiración. De nuevo el manantial de su vientre expulsó chorros sucesivos de un líquido ligeramente viscoso que empapó mi cara y todo su sexo. El orgasmo duró varios segundos y cada tres o cuatro lanzaba un chorro que alcanzó mi frente y hasta mis hombros. Dobló las rodillas y me envolvió con sus muslos durante el tiempo en que su coño arrojaba cascadas de un néctar entre ácido y amargo que yo paladeaba como una exquisitez.
Me incorporé y me tumbé sobre ella, frotando mi polla dura y encallecida por la erección. La lubricidad de su coño permitía que resbalase entre sus labios y sobre su pelvis hasta el ombligo. Los movimientos inconscientes de nuestros cuerpos frotaban los sexos regalándonos un placer controlado. Besé su boca con una pasión desbocada porque era ella quien me pedía ahora esos besos.
- Me gusta tu boca con el sabor de mi chocho – Me susurró al oído- No recordaba ese aroma y ese sabor. Y me gusta.
- Aún te gustará más lo que te daré después – Le dije al tiempo que introducía mi polla en su coño.
Pensé que me abrasaría y que se me escaparía toda la lechaza que tenía acumulada en los huevos. La miré y se dio cuenta de que la tenía a punto de explotar.
- Préñame cuando quieras. A mi ya me has dejado satisfecha para unas cuantas semanas.
No le dije nada. La miré a los ojos mientras se la metía toda y empujaba con fuerza. La besé en la boca y emboleé con mi polla en su vagina con lentitud. Gimió en cada embestida y empezó a jadear cuando le mordisqueé los pezones.
- Creo que aún tienes demasiado sexo por disfrutar. No lo vamos a dejar ahí dentro. Hay que sacar todos esos orgasmos que tu no has querido extraer.
Mis palabras hicieron un efecto sorprendente en su cerebro. Entornó los ojos y se relamió los labios.
- Haz conmigo lo que quieras. Ya no sé quien soy. Estoy dominada por mi coño y, además, me gusta. – Dijo a media voz.
Embestí varias veces con ritmo y los músculos de sus cara se tensaron de nuevo.
- Dame polla, dame polla, fóllame – Susurraba sin parar. Cerró los ojos y dos lagrimas corrieron por sus sienes.
Conté hasta cien embestidas antes de sacar mi polla lentamente y acercar mi boca a su clítoris. Fue instantáneo. Las contracciones de sus piernas anunciaron el estremecimiento de sus vientre y el grito ahogado de su garganta. Introduje dos dedos en su coño y lo tenía inflamado, como si una pelota creciese en la parte superior a la entrada de su vagina. Lo froté con suavidad y soltó un chorro abundante de líquido que llenó mi pecho. Continué frotando y varios chorros más salieron expelidos con fuerza sobre mi. Su cara se contrajo hasta quedarse roja y con la respiración cortada. Mis dedos continuaban inundando su vientre de un placer irresistible,
- Para, por favor, para- Me pidió con insistencia – Me voy a marear de tanto gusto como me da.
- Como tu quieras, cariño – le dije con dulzura
Acaricié sus pechos y froté los pezones duros. Continué por su vientre, la cintura y las piernas. Finalmente, acaricié el ano. Utilicé su propio flujo para lubricarlo y conseguir introducirle el dedo corazón. No dijo nada. Me dejó hacer, pero yo regresé a su chocha empapada. Lamí de nuevos los labios y paladeé el sabor de su flujo. Me apliqué en el clítoris y reaccionó instantáneamente. Introduje de nuevo dos dedos en su coño y este se empezó a inflamar al mismo tiempo que se incrementaban jadeos. En apenas veinte segundos, el nivel de gozo alcanzó de nuevo la categoría de orgasmo y el torrente de flujo evidenciaban mis conjeturas. De nuevo me detuve cuando me lo pidió, pero esta vez no retiré los dedos de su coño. Empecé un leve masaje cuando recuperó la respiración y de nuevo brotó otro orgasmo, así sucesivamente cinco y seis y siete…hasta que me dijo basta.
- Basta, basta, no me toques más o perderé el conocimiento. Estoy mareada. – Me suplicó.
Me coloqué de nuevo sobre ella y se la metí. Tenía el coño tan dilatado que apenas notaba el roce con las paredes de su vagina. Se cogió a mi cintura con las piernas para que la penetración fuese más profunda. Su cara de viciosa, los ojos entornados, como enajenados, manifestaban nítidamente que todo su ser estaba sometido a la dictadura del placer y su cuerpo pedía más aunque su mente sabía que estaba a punto de desvanecerse.
Follé su coño dilatado y bien lubricado enviándoles nuevas descargas de placer, aunque muy lejos de aquellas sacudidas que anunciaban los orgasmos. Mi polla estaba en ese punto de erección en que podría incluso dolerme si no me corría pronto. Quería, por otra parte, que fuese una corrida memorable. Aquella mujer madura tenía tanta dulzura y tanto placer en su cuerpo que no podía perder la oportunidad de conseguir que mi polla explotase dentro de ella.
La saqué lentamente de su coño a pesar de sus protestas.
- No. No la saques. Córrete dentro de mi. Lléname de leche – suplicó con voz entrecortada.
Como si no oyese sus palabras, la extraje a pesar de la presión que hacía con su coño para retener mi capullo.
A continuación, la coloqué a la entrada de su culo y empujé. Se opuso y apretó el esfínter para impedirme entrar. Cogí uno de sus pezones y tiré de él como si su teta fuese de goma.
- O me dejas entrar o te arranco el pezón.
Gimió sin contestar. Jadeó y mi polla empezó a penetrar su ano estrecho. Lo tenía realmente apretado pero mi polla estaba bien lubricada y dura. Empujé suavemente pero sin parar y sentí una opresión casi dolorosa cuando atravesé el esfínter. A partir de ese punto, mi polla entró por completo en el túnel estrecho y caliente de su recto. Bombeé y bombeé intentando que mi glande rompiese ese paso angosto del esfínter. Le provocaba dolor y gemía y sollozaba en cada intento de sacar el capullo. Para mi, la estrechez me daba un gusto cada vez más ardiente. Podría correrme en cualquier momento. Tenía toda la lechaza acumulada en el bálano. Cambié de idea justo en el momento en que iba a dejar el primer cañonazo. La saqué sin contemplaciones y arranqué un pequeño grito de dolor de su garganta.
Me incorporé y puse mi polla en su boca. Apenas le dio tiempo a decir que no. Sujeté su cabeza y emboleé con ritmo hasta que supe que iba a explotar. Y se lo dije.
- Toma la lechaza que has elaborado con tu cuerpo. Trágatela toda. Saboréala.
Intentó protestar y negarse, pero el primer chorro, el más abundante y fuerte, llegaba ya a su garganta. Se lo pasó para no atragantarse y , antes de que pudiese reaccionar, ya tenía el segundo enganchado a su campanilla. Solté varios más sin tanta virulencia y su boca se fue llenando. Veía sus carrillos abultados intentando resistir. Alguna gota se escapaba de su boca a pesar de que yo presionaba para que la mantuviese cerrada.
- No dejes caer ni una gota. Traga, traga el néctar del placer- Insistí.
Apreté su nariz para obligarla a tragar, aunque lo hice sólo unas décimas de segundo. La solté para apretar mi polla y sacar los últimos grumos de lechaza que se resistían a salir.
Saqué la polla de su boca y apliqué mis labios a los suyos. Aún tenía la boca llena de leche. La morreé e intercambiamos el semen que se diluía ya con la saliva de ambas bocas. Saboreé sus labios y la besé con dulzura. Su ojos admitían la sumisión del momento.
- He gozado de tu cuerpo como nunca pensé que podría hacer – Le susurré al oído.
- Eres un guarro y me has obligado a tragarme ese líquido asqueroso.
- ¿Nunca lo habías probado? Quizá por eso te parece asqueroso. La próxima vez lo disfrutarás más.
Besé sus labios y mi lengua se enredó con la suya paladeando el sabor de mi propia lechaza. Su mirada contradecía sus palabras.
Llegué a casa a la hora de comer. Mi mujer se extrañó de mi tardanza.
- ¿Tanto se tarda en cambiar un fluorescente?
- Me ha costado más de lo que pensaba encajar cada pieza en su sitio. Se resistía más de lo normal. Y luego hemos estado charlando un rato.
- Mi tía lo está pasando muy mal. No sé cuándo conseguirá salir de esta.
- Le costará, pero yo creo que ya ha empezado a ver una pequeña luz.