Ella, la pequeña virgen puta

Me tomé fuerte de un estante de la biblioteca de su estudio. Me llevó bien arriba para hacerme declinar luego, gimiendo al ritmo de sus espasmos y llenándome bien adentro con su semen. Mejor, vuelvo al principio. Martín, el padre de mi mejor amiga, era un hombre culto dueño de una gran biblioteca.

Me tomé fuerte de un estante de la biblioteca de su estudio. Me llevó bien arriba para hacerme declinar luego, gimiendo al ritmo de sus espasmos y llenándome bien adentro con su semen.

Mejor, vuelvo al principio. Martín, el padre de mi mejor amiga, era un hombre culto dueño de una gran biblioteca.

Yo era una niña de clase alta, decorosa y pacata.

Sin embargo, un rato antes de aquel encuentro, ese mismo día, yo había salido del colegio con una idea latiéndome en la entrepierna. Y así me dirigí a casa de mi amiga y su padre.

Quería, desesperaba, anhelaba, soñaba día y noche con escuchar que un macho me dijera -Puta. Despreciándome y excitándose al mismo tiempo. Que me dijeran el -Puta- que nunca había oído. -Un puta- que me descarriara el deseo.

-Puta, por lo bajo, susurrado, balbuceado entre una lengua relamida y una verga erecta. Sabía que en el trayecto a casa de mi amiga, iría refregándoles mi putez a todos los hombres que cruzara en esas dos cuadras.

Ya en el baño, a minutos de oir la campana que daba aviso de que la jornada escolar finalizaba, percibí que se me aceleraba el corazón cuando solté mi cabello. En ese acto me desnudaba, me volvía una niñita en celo. Sacudí mi cabellera cobriza y retiré el sostén al mismo tiempo.

Suspiré fuerte y el espejo me devolvió en una milésima de segundo  el bamboleo de mis tetas firmes, que bajo la blusa blanca de tela delgada traslucía mis pezones modelados, a la espera de salir a callejear y sentir los ojos todos, comiéndoselos  con voracidad.

Arrebatada, con las mejillas algo enrojecidas y la necesidad indomable de insinuármele provocativamente a cualquiera, desabroché tres botones de la blusa y subí la falda del jumper hasta donde mi trasero exponía una bragas blancas empezando a humedecerse y partí rumbo a la calle.

Agitada, hice las dos cuadras disimulando mi voluptuosidad premeditada.

Me excitaba aún más, que los hombres que me vieran pasar,  pensaran que no lo hacía a propósito, que solo era una niñita ingenua que no entendía lo que su cuerpo de hembra corrompible despertaba.

Pregunté el nombre de una calle a uno, sonreí a otro, los sujetos se descolocaban presos de un salvajismo incontrolable.

Balbuceaban groserías por lo bajo, hasta que un yuppie, pisándome los talones, desde atrás mío, recorrió las dos cuadra diciéndome al oído como un guarro depravado, calentándome en segundos: -Qué rica putita eres, agarramela y metetela en ese culo que pide a gritos que le den duro. Puta linda.

Oirlo me voló la mente y el soma, completamente. Y en ese estado, al acecho, virgen como era, pero conociendo por primera vez  los efectos de mi cuerpo desatado, llegué a destino.

Estaba ya en la puerta de casa de mi amiga. Excitadísima, con el clítoris erecto, los pezones salientes y el jadeo en mi indómita respiración.

Mi anatomía toda estaba hipersensibilizada.

Me confesé a mi misma, casi con pudor, que esos: -Puta y putita-  se sintieron como si las palabras  hubieran podido manosearme.

Apreté erotizada, en un impulso visceral, la punta de mis pezones. La caminata, meneándome, me había metido las pantis bien adentro  y sus elásticos apretaban la turgencia de mis labios deseantes, urgidos en ser sobados por un hombre.

Con mis pocos años nunca había estado con uno, pero mi estado encendido a mil, me empujaba esta vez a morir porque alguno, quien fuese, me tomara para hacerme de todo.

Ya dentro de la casa, en el estudio del padre de mi amiga me disponía a esperar que ella llegara de su clase de inglés.

Me senté en una silla, e involuntariamente, al sentir la presión en mi pubis por lo opresivo de  entrecruzar las piernas y estando mi soma adobado a fuego lento para fornicar, me agarré de mi asiento y llevé mi cabeza hacia atrás cerrando los ojos mientras mordía mis labios experimentando suaves latidos en mi vagina caliente.

Martín entró intempestivamente. Me miró extrañado.

Algo percibía desde su hombría contenida. Mi transformación felina o cánida,  tal vez.

Hoy no era la adolescente que le robaba un caramelo del escritorio, como otras veces. Hoy era una endemoniada loba en celo.

Lo vi tragar saliva con los labios secos, pasarse la mano por la barbilla nerviosamente, lo vi acomodarse el pantalón que de pronto delataba la prominencia de su bulto, lo vi perder la mirada entre mis tetas que lo llamaban con lascivia. Lo vi asustarse, como quien cree imaginar un imposible.

Entonces caminé hacia la pared de la biblioteca, con mi cabello revuelto, mis ojos endiablados y mi vientre poseído por tantas ganas de follar que me dirigía imantada sin freno,  hacia ese cuerpo de semental enjaulado.

Le pedí que me alcanzara un libro al que no llegaba, de un estante alto. Lo dije casi sin reconocerme en esa voz nueva que me afloraba de mis entrañas. Una voz sucia y frágil a la vez.

Me lo dio casi rozando con su pecho mi nariz, al bajármelo. Respiré profundo para retener el aroma de su sudor apenas insinuado. Me coloqué frente a la biblioteca y me agarré fuerte de un estante como diciendo -Estoy entregada, violenta a esta putita ahora.

El, detrás mío, se dijo perturbado -esto no está pasando- cuando me vio venir.

Entonces comenzó a transpirar, sentía el desborde mareante de tener casi sin darse cuenta mi culo frotándose contra su pantalón. Con el torso inclinado hacia adelante y arquéandome como quien ofrece ser atravesada brutalmente, dejando al descubierto mis nalgas redondeadas, levanté algo más mi falda y con mi mejor carita de baby folladora  giré la cabeza, escupí mis cabellos que entraban inoportunamente a mi boca y le dije mientras lo miraba suplicante,con un erotismo sometido a lo que toque: -Por favor, por favor, fóllame toda.

Sentí esa necesidad casi infantil de llorisquear un poco al decirlo, sin quererlo, como una niña encaprichada con su fetiche. El puro placer de rogar me invadió y me provocó un pico de calentura, aún mayor de lo que ya tenía.

Sin poder ya ofrecer resistencia, y bajo una culpa que lo carcomía junto con unas ganas violatorias por enseñarme lo que es que te embistan hasta partirte, me arrancó las bragas y desde atrás, flexionando sus rodillas un poco y agarrado también del estante de la biblioteca, conmigo en el medio mojándole los testículos y queriéndolo sentir todo, atravesada hasta la garganta, separó mis nalgas con una mano.

En mi nuca su respiración bestial, en mi espalda el calor de su pecho desnudo galopando, mi clítoris tensado mientras su otra mano resbalaba llevando mi humedad de adelante hacia atrás y de atrás hacia adelante como si buscara untarme, hundiendo sus dedos y acariciando por fuera mi coño hambriento en sus ganas de ser frotado hasta morir.

Cuando escuché el cierre de su pantalón bajarse, me empezaron a temblar las piernas. Tomó mi mentón, lo giró hacia él y con una cara de ternura y de compasión solo dijo - ¿Lo quieres chiquilla? Toma.

No podía ver su verga, pero sentía el cosquilleo del vello copioso de su pubis humedeciéndose de mí y la tensión de su abdomen impulsado en ese ímpetu irrefrenable por penetrarme.

Y cuando tenía ya la punta gruesa y caliente de su falo, dura, entrándome en la vagina, un impulso autolacerante me llevó a acomodarme y deslizarla hacia mi orificio trasero, cerrado, palpitante, lubricado y deseoso de comerse tremenda verga.

Mojé mis dedos en mi vulva y se los pasé por la nariz, la boca, las mejillas, casi con un pudor inusitado. Más vergonzante, más me excitaba, más primitivo más me erotizaba.

Entonces mi culito de puta entregadísima, fue cediendo. El, abrumado ante mi disposición a dárselo, embriagado por su turgencia y ese ajuste que ofrecía algo de resistencia primero, estaba como loco. Mientras yo gritaba despacio, él me masajeaba toda, relajaba mis hombros con caricias, toqueteaba mi lengua, apretaba mis muslos y mordía mi cuello paralelamente a que mi estado de éxtasis me dilatara lo suficiente para recibir su pene firme.

Puro placer deleitándome, sintiendo como lo hundía un poco más y yo en mis movimientos en redondo tragándomelo todo por atrás, centímetro a centímetro.

No quería decirlo, solo quería que sucediera. Que arremetiera sin piedad, que me atravesara duro. Cuando mordí con dulzura su mano, en un gemido entre placer y dolor, entendió. Fue entonces que las brutales estocadas, sus testículos golpeándome fuerte y mis uñas arañando libros, dejaron caer parte de la biblioteca entre los enviones descomunales de esa cópula frenética y animal.

Dejé de ser yo, me sentía un puro cuerpo descartable, para uso y abuso. Para follar y tirar. Y lo sentía a él como una máquina pijuda con una mecánica capaz de darme y darme, sin compasión hasta destrozarme. Eso, que se traducía en mis gritos y en mis palabras obscenas que involuntariamente potenciaban todo, hizo que al rato me viniera, disparando con mis espasmos anales sus contracciones, en una corrida tan abundante que dejó mi ano regado de un semen tibio que salía lento de mi interior cuando, agotados, caímos rendidos en la alfombra.

Mi amiga llegando a la casa, ponía las llaves en la puerta.