Ella (I)
La obsesion de un hombre le lleva por caminos que no se espera
Despues de haberme leido un monton de relatos en esta web, he decidido contrubuir con mi primera incursión en literatura erótica. Jamas he escrito nada de nada y espero que no me caigan demasiados cuchillos :-)
Sean justos pero critiquen, por favor.
Ella trabajaba en el departamento de compras en mi empresa. No sé qué tenía o qué desprendía, pero sin duda sentía una gran atracción hacia ella, como los planetas que inexorablemente orbitan alrededor de una estrella. De estatura media y pelo ondulado y rubio, creo que teñido, tenía unos ojos negros y grandes y era gordita pero con unas proporciones que me resultaban muy atractivas, con curvas donde debían estar. Para qué negarlo, siempre me atrajeron las mujeres así: gorditas y con mucho pecho. Supongo que algún psicólogo podría sacar un trauma o dos de esto. Pero aun gustándome físicamente, no era aquello por lo que me obsesionaba, era otra cosa. Solía vestir informal y casi nunca con tacones, pero eso no le restaba atractivo. Al principio intentaba disimular, alguna mirada fugaz cuando estaba de espaldas, pero poco a poco me fue calando y no podía evitar levantar la vista para mirarla pasar. No es que me estuviera enamorando de ella, era otra cosa que no podía explicar. Era algo indefinido, como si sus feromonas estuvieran sintonizadas para volverme loco o tuviera una energía sexual que me atraía como una polilla a la luz… No sé, pero no podía dejar de mirarla.
Trabajaba en obra civil y yo viajaba con frecuencia a supervisar las distintas obras que teníamos por todo el país. Un día aquí, otro día allá. A veces semanas enteras sin mi ración de ella que solo podía obtener en la oficina. A veces, cuando dormía en un hotel, me masturbaba pensando en alguna fantasía con ella. Era como un deseo inconfesable: por mucho que deseara algo con ella, no me atrevía. Pensaba que mi tiempo mas satisfactorio con ella seria una eyaculación al vacío, algo breve e insustancial.
Un día, uno de nuestros compañeros se jubiló: cuarenta años en la empresa y después del trabajo, el último viernes. Los del departamento decidieron organizarle unas cervezas para despedirlo. Yo venía de viaje y llegué directo al bar. Había ya bastante gente y lo primero que hice fue obtener mi dosis después de toda la semana sin verla. Esta vez era muy consciente de la presencia de los demás y quería ir con cuidado hasta que vi su cabellera rubia de espaldas. Inmediatamente mi droga, literalmente, llegó a al cerebro y me relajé. La tarde pasó. Unas raciones, cervezas… y poco a poco éramos menos. Por supuesto, yo estaba alerta, deseando interiormente que ella no se fuera. Hacia las ocho de la tarde, quedábamos los irreductibles: algunos compañeros, dos jefes, ella… y yo. Decidimos seguir de juerga y nos movimos a una zona cercana de bares, donde ya empezamos a tomar copas. Aunque llevábamos toda la tarde bebiendo, me cuidé mucho de no pasarme.
Estábamos en grupillos, hablando y bebiendo cuando de pronto di un paso hacia atrás y choqué con ella. Me di inmediatamente la vuelta y lo primero que vi fueron sus ojos negros brillando con rabia. Esos ojos. Era más alto que ella pero, en aquel momento, parecía que ella un alfeñique en comparación. Me disculpé profusamente, le rogué que perdonara mi torpeza pero el brillo de sus ojos no bajaba en intensidad, aunque de sus labios saliera un “no pasa nada, no te preocupes”. Aquella noche estaba preciosa a mis ojos: llevaba unos leggins negros ajustados, y un jersey largo que disimulaba sus formas y llegaba hasta debajo de su culo privándome del espectáculo de sus formas sinuosas.
La noche continuó y en un momento dado fui al baño. Ella salía del suyo y nos cruzamos en el pasillo. Cuando estaba a mi altura se paró delante mía. Mirándome como se mira a una mosca que te molesta en la comida. Sentí como su mano me agarraba el paquete y mas que una mano, parecía una garra. Su mirada me tenía subyugado. Apretaba fuerte y comenzó a molestarme. Aquello se prolongo durante unos segundos mas y la presión cedió. Me di la vuelta para mirarla mientras el dolor empezaba a subir, ella siguió como si no estuviera allí y no existiera. Entre al baño, pero nada, no hubo manera de mear: tenía una erección como nunca había experimentado. No sé si era el dolor, la excitación, la sorpresa o una combinación de todas.
Volví a la sala y la erección seguía. Me estaba empezando a agobiar y eso espoleaba mi reacción en la entrepierna. Intenté distraerme yendo a por una copa, pero la sentía ahí abajo pulsando, recordándome el golpe y la total indiferencia de ella. Como si fuera un castigo impersonal. Noté una presencia y ahí estaba, con ese brillo en los ojos: acerado y cortante, frio y abrasador a la vez. Me sentía como una gacela condenada en los documentales de la sabana africana. Y claro, la erección ahí seguía, evidente a plena vista. Me volví a disculpar con ella y pareció relajarse, así que la invité a una copa y charlamos sobre las tonterías del trabajo.
— Cuando estamos en la oficina, no paras de mirarme como un gilipollas —
Comencé a balbucear tonterías, intentando justificarme, yo no quería que me considerara ningún pirado. Pero internamente sabia que poca defensa tenía. Me sentía como un estúpido.
— Cállate — me susurro o me grito, no podría decirlo y, a pesar del ruido reinante, pude oírla perfectamente.
Me quede helado. Como un niño al que sorprenden liando alguna. Paralizado y expectante. Aquellos ojos me controlaban y en ese momento me decían que debía obedecer. Desafortunadamente, mi pene por lo visto tenía sus propias reglas y la erección se redoblo, hasta el punto que ya era notoria para cualquiera que quisiera mirar. Y por supuesto, ella la miro y luego me miro a la cara.
— ¡Vaya! Parece que te pone cachondo recibir órdenes. Lo suponía, tengo un radar para los hombres como tú —
Echó una mano a mi entrepierna, agarrado mis testículos sin ningún cuidado. Dolía, pero me sentía afortunado, incluso hasta feliz. Internamente prefería aquella clase de trato, fuera el que fuera, antes de seguir conformándome con nada.
— Te voy a decir lo que vamos a hacer. Ahora mismo te vas a ir y me esperas con un taxi hasta que decida ir. No olvides mandarme la ubicación de donde estas con el móvil, mierdecilla —
Así que me despedí de los compañeros poniendo una excusa estúpida, noté como algunos de ellos notaban mi exagerada erección y salí a la calle muy avergonzado. Hacia algo de fresco y me dirigí a una de las calles principales de alrededor. Espere mientras se me helaban las pelotas. Al menos así me bajaba la erección porque notaba como la gente miraba entre divertida y asqueada. Miraba el reloj del móvil cada cinco minutos. Me estaba agobiando, comiéndome la cabeza ¿Y si no venía? ¿Y si lo había hecho para librase de mí, el pervertido mirón? Capaz era de hacerlo. Con que cara aparecía yo el lunes en la oficina, me cago en mí puta vida. Una hora después, la vi acercarse y nos montamos en el taxi. Ella habló para dar la dirección de su casa y allá nos fuimos. Callados. Bajamos en su número y la seguí como un niño lo hace con su madre.
Al entrar en su casa y se quitó el abrigo despreocupándose de mí, pero se volvió hacia la entrada y me agarró de nuevo la entrepierna como en la barra del bar y me besó. Fue un beso largo, invasor y húmedo. Entre el dolor de su presa y la excitación del beso, mi pene alcanzó su máxima expresión. Jamás había estado excitado de aquella manera y ella lo sabía. Dejó de besarme, pero mantuvo agarrado mi sexo, mirándome con esos ojos negros, como un depredador exultante mira a una presa vencida, con una expresión de triunfo en la mirada. Me apretó más allí abajo y yo gemí al sentirlo. No por la presión, sino de puro gozo libidinoso. Me guío por el pasillo hasta el salón tirando de mi paquete.
— Ahora, mientras me pongo cómoda tú te vas a ir desnudando hasta quitártelo todo —
Lo hice mientras ella miraba, sentada en el sofá. No demostraba ningún tipo de excitación sexual que yo viera. Y allí me quedé, desnudo y con una erección de caballo. Ella comenzó a desnudarse sin dejar de mirarme a los ojos. Joder, era preciosa: piel morena pero no oscura. Unos pechos redondos y llenos sin ser exagerados… y aquella peligrosa mirada que me atravesaba y que parecía saber lo que pensaba en lo más oscuro de mi ser.
— ¿Qué? ¿A qué te mueres por hacerme el amor y restregarme tu pichita? No respondas porque viendo cómo tienes la verga ya sé la respuesta, mierdecilla —
Lentamente se abrió de piernas y vi su sexo mientras me moría de deseo. No lo tenía rasurado, pero sí muy cuidado y con abundante vello
— Por ahora, solo vas a tener mi conejito para comer y puede que solo tengas eso. Y más vale que lo hagas bien, pervertido —
Me lanzo el tanga que se había quitado y me dijo – Pero antes ponte esto —
Me puse su tanga sin pensar en nada que no fueran sus órdenes y era ridículo, no había tela suficiente para tapar la erección, me venía muy pequeño y apretaba mucho mi escroto. Pero lo había ordenado y me excitaba obedecerla, sin cuestionar nada por ridículo que fuera, como aquello. Además, aquello era degradante y me sentía como algo de su propiedad, su putilla, como si algo hubiera encajado en mi cabeza. Me arrodillé frente al sofá y hundí mi cabeza en su sexo. Estaba ligeramente húmeda. Imaginé que su olor era un gusto adquirido, como probar por primera vez la cerveza: esta amarga, pero algo te dice que te va a gustar a pesar de que al principio no mucho. Besé, lamí y chupé como si me fuera la vida en ello, mientras ella suspiraba y me agarraba con fuerza del pelo, empujando mi cabeza hacia su sexo. Intentaba meter la lengua todo lo profundo que podía y mis manos se apoyaban en sus piernas, abriéndolas suavemente para poder mamar mejor. El hilo del tanga me molestaba y las rodillas se quejaban de estar en el duro suelo, pero mi mente lo ignoraba como sensaciones superfluas, indignas del momento. Concentrándose solo en lo que hacía, lo que olía y lo que saboreaba. Me sentía feliz, completo, útil.
En un momento dado, asomé la mirada sin dejar de comer su coño. Su expresión severa había dejado paso a otra muy distinta: disfrutaba allí sentada en su sofá y con los ojos cerrados, relajada y dueña de la situación, con su putilla dándole placer. Volví a bajar los ojos y concentrarme en mi tarea por un tiempo indeterminado hasta que más flujo comenzó a brotar y unas contracciones empezaron a palpitar su sexo. No pare en ningún momento, chupando y tragando cada gota de su flujo. Sus gemidos crecieron hasta que terminó su orgasmo y entonces me apartó la cabeza y miró mi cara llena de su humedad y mi saliva.
— Hmmm… no eres un mal comecoños después de todo, mierdecilla —
Me seguía agarrando del pelo y con uno de sus pies me sobaba la verga y el escroto. De repente me soltó una bofetada, no muy fuerte pero no por ello con menos impacto en mi cabeza. Me miraba y seguía sobándome, volviéndome loco. Me soltó otra bofetada. Sabía lo que hacía, la cabrona. Estaba a punto de llegar al orgasmo y ella lo sabía.
— Ha sido un día largo y estoy cansada. Me voy a acostar así que coge tus cosas y te vas a tomar por culo, zorrita. Vas a dejar tus calzoncillos aquí y te vas a llevar puesto mi tanga. No te atrevas a quitártelo en todo el fin de semana y mucho menos a masturbarte ¿Entendido? —
Murmure que sí, que lo había entendido.
— Ahora te voy a hacer una pregunta y quiero una respuesta ¿Eres mi zorra? –
¡Ja! Como si pudiera negarme. Ella lo sabia perfectamente. Me había tratado de pena, me había golpeado, me había dejado al borde de un orgasmo y ahora me echaba. Y aun así, ahí estaba, con el rabo como el cerrojo de un penal. Considerarme su zorrilla me parecía excitante. Llevaba dos o tres horas con mi pene en continua erección y me comenzaba a molestar. Además, al dejarme al borde del orgasmo, me dolían los huevos.
— Soy tu zorra, Ama —
Pareció complacida con el tratamiento que la había dado. Aunque sus ojos no lo demostraron. Así que cogí mis cosas y empecé a vestirme. Murmuré un “buenas noches” a lo que ella no me respondió. Capté la directa, como si no pudiera, y me fui de su casa cerrando la puerta con cuidado.
Al salir de su portal decidí andar un rato para pensar. ¿Qué había sido aquello? ¿Una lección o escarmiento? Nunca me había tenido por una persona sumisa en el plano sexual. De hecho, tenía una personalidad desinhibida y fuerte, pero ¿Era solo una fachada? ¿Era un farsante y ella me había descubierto? Eran muchas preguntas y no encontraba la respuesta a ninguna de ellas. A veces los demás pueden llegar a comprenderte mejor de lo que tú lo haces. En cualquier caso, aquel encuentro me había gustado. No, aquella no era la palabra. Me había tocado en lo más íntimo, me había excitado como nunca con una mujer y ella se había adueñado de mí.
Cogí un taxi hasta mí casa, abriendo la puerta. Me quité la ropa en el baño y me miré al espejo con su tanga puesto. Su tanga. Al verme con el volví a excitarme mucho, con unas ganas tremendas de masturbarme pensando en ella. Me olí la mano, todavía con su olor, lo que lo hizo aún peor. Comprendí que era como si me hubiera marcado, que era de su propiedad. Por mucha excitación que tuviera no podría aliviarme a pesar de que volvía el dolor de huevos. Ni tampoco quitarme aquella incomoda prenda. Era su marca y quería ser de su propiedad. Lo deseaba.
Iba a ser un fin de semana muy largo.