ELLA: Elías, el macarra del barrio pobre

Harta de ser tratada como una princesa, una joven pija encuentra en un macarra de barrio el chico perfecto para estrenarse en el sexo.

Somos una pareja de amigos apasionados por el sexo y la literatura. Una reciente revelación en nuestras vidas nos ha convencido de la necesidad de confesarnos nuestras experiencias, morbos y fantasías. Ambos hemos coincidido en que la mejor manera de hacerlo es compartiéndolas en forma de relatos.

Hoy Ella es la protagonista.

Para ellos era angelical. Un encanto, lindísima, divina. Era “otro tipo de mujer”, decían, no de “esas”. Por mi melena rubia, mis ojos azules y mi rostro aniñado, debía ser pura y virginal. Me colocaban en un peldaño inalcanzable por su lujuria y me privaban también de la mía. Como si por mi aspecto fuera incapaz de albergar deseos carnales y mi único cometido fuera ser un bello complemento que llevar colgado del brazo.

Ya me había convertido en algo así. Carlos era mi primer novio. Todas suspiraban por él, todos suspiraban por mí, así que era lógico que estuviéramos juntos. Carlos siempre me decía cuánto me quería y me besaba con candor, siempre a solas en algún sitio discreto. Era la mujer de su vida, pese a que solo llevábamos un par de meses saliendo y había programas de televisión más longevos que nosotros.

Nos juntábamos sobre todo en los recreos o cuando nuestros padres nos permitían quedar algún fin de semana. Entonces Carlos me paseaba por los lugares más concurridos por nuestros compañeros, saludando a todo el que le salía a su paso. ¿Para qué adquirir un adorno de una calidad como la mía si nadie lo va a ver? Hacía conmigo lo que se suponía: tratarme como a una frágil pieza de artesanía que todos quieren tener pero se conforman con mirar.

Con mi madre Carlos era muy diferente. “¿No es tu hermana mayor?”, preguntaban todos los que la conocían. A su edad era un imán para los chicos de la mía. Si mi físico era frágil, el de ella era rotundo. Estaba dotada de una exuberancia natural que nunca pasaba desapercibida. Cuando Carlos venía a casa podía notar su mirada llena de lujuria, una que jamás me había dedicado a mí. Yo, al contrario de mi madre, no era una hembra sensual capaz de provocar los más calientes sueños eróticos en las mentes de los adolescentes. Yo era una dulzura. Ella era un manjar.

-De joven fui modelo. –Le dijo un día a Carlos. No mentía.

-Se nota.

Fue una tarde en la que ella practicaba distraídamente yoga embutida en unos leggins y un ajustado top. Con cada movimiento Carlos gemía sin poder controlarse y sin importarle lo más mínimo que yo estuviera sentada a su lado deseando ser el objetivo de esas mismas atenciones.

-Ay Dios. –Dijo mi atento novio de instituto cuando mi madre adoptó la enésima sugerente postura.

Por un momento pensé que se iba a sacar la polla allí mismo para pajearse. Incluso le habría perdonado si me hubiera pedido que le pajeara yo. En su lugar le dije al día siguiente aquello de “mejor como amigos”. Él, un tanto apenado por la pérdida de su mascota, hasta me deseó que fuera muy feliz porque “me lo merecía”.

Mi cabeza era un caos. Sabía que no era culpa de mi madre el tener un cuerpo que yo, por el momento, parecía no haber heredado. Sabía que no era culpa de los chicos el sentirse excitados por ella y no por mí. Me sentía enferma por no desear algo tan hermoso como lo que me ofrecían, un amor apasionado digno de una novela romántica, pero mi propia naturaleza me pedía algo muy distinto.

Me sentía constantemente excitada. Fugaces ideas cruzaban mi cabeza sugiriéndome perversiones irrealizables. Me masturbaba a la más mínima ocasión y aunque me proporcionaba un enorme placer echaba de menos el contacto humano. Mi cuerpo se rebelaba. Estaba claro que no quería ser la princesa que todos parecían ver en mí, sino aquella criatura ardiente que contemplaba algunas noches desnuda ante el espejo.

La culpabilidad me acosaba. Llegué a pensar que no era una chica normal, sino una desviación incapaz de controlarse y agradecer los dones que había recibido de la genética. Cualquiera de mis compañeras habría deseado estar en mi lugar y ser el centro de atención de las más puras aspiraciones amorosas de los chicos, pero yo rechazaba aquellos regalos. Mi incontrolable agresividad hacia aquellos que me encasillaban en el eterno papel de niña buena me hacía sentir mal. ¿Cómo podía ser tan desagradecida con ellos, que me colmaban de atenciones y halagos? Empecé a apartarme de los demás, a buscar la soledad y a caminar sin rumbo. Así terminé aquel verano en las ruinas.

-Fea, ¿cómo te llamas?

Ignoré deliberadamente al chaval.

-Tú vives en los chalets, ¿no?

-Sí. –Dije mirándole a la cara por primera vez. Estaba plantado en el suelo como una estatua de bronce.

-¿Y qué haces aquí, pijilla?

-Lo que me da la gana.

-Yo soy Elías. ¿Cómo te llamas? –insistió con un tono más suave pero sin obtener respuesta. –Pues con Fea te quedas. ¡Fea!

Soltó una carcajada histérica. Su piel era tan fina que con cada risotada su torso desnudo contorneaba visiblemente los músculos incipientes que esta apenas cubría. Tenía ese físico tan interesante de los chicos un poco más mayores, con las espaldas más anchas, los abdominales marcados y los brazos más fuertes. Sus pantalones cortos, raídos y manchados caían de su cintura incitando a pensar si terminarían en el suelo desvelando por completo lo que ahora tan solo se intuía con cada uno de sus movimientos. Estaba claro que para él la ropa interior era prescindible.

-¿Te vienes conmigo, Fea?

-No.

-Pues que te den por el culo.

Elías se perdió a la carrera, botando un balón deshilachado que habría tomado prestado de algún desgraciado. Con razón me decía mi madre que no deambulara sola por aquel sitio.

Pero las ruinas me atraían. Me sentía cómoda allí, entre las hierbas altas que se habían comido el ladrillo abandonado. Era como una turista visitando otro mundo muy distinto al mío y en el que cualquier cosa podía ocurrir. Allí, por ejemplo… ¿me acababan de llamar Fea?

Volví a casa pensando en aquel chaval de mirada negra y maneras toscas. Me recreé rememorando su físico privilegiado e imaginando el apetecible manjar que se movía libre bajo sus pantalones. Supongo que fue en aquel preciso instante cuando, por primera vez, la visión de un macho encendió algo en mi interior. Seguí disfrutando de la oleada de calor y nervio que había invadido mi cuerpo y supe que jamás querría desprenderme de una sensación así.

Regresé al día siguiente impulsada más por el deseo de aislarme que por el de una experiencia como la del día anterior, aunque admito que un hipotético reencuentro con Elías me parecía interesante. Dejé atrás la urbanización, llegué al humilde barrio, lo crucé y me perdí en “las obras”. Mis ruinas eran precisamente eso, proyectos de edificios jamás finalizados.

-Fea, ¿qué haces tú aquí sola todo el rato?

Me miraba con la confianza de un depredador. Me debía sacar tan solo un par de años, pero por aquel entonces me parecía mucho más mayor. No era como los chicos del colegio; solo con su actitud parecía saber más de la vida. Sentí que estaba a punto de ser embaucada por alguien con mucha más picardía.

-Que qué haces aquí sola te digo.

-Hago lo que quiero.

-Jajaja. ¿Qué pasa? ¿Vienes aquí a llorar, Fea? Menuda pijada.

Aquel comentario me hirió porque supe que en cierto modo tenía razón. Él notó el impacto de sus palabras y reculó a su manera.

-No estés sola, Fea. Vente conmigo.

-¿Para qué?

-No seas tonta. ¿Para qué va a ser? Pues para meternos mano. Tienes que tener un chocho bien bonito. Conmigo te corres fijo. Palabra.

Aluciné. ¿Cómo podía ser tan descarado? Jamás ningún chico me había hablado así. Ni se les habría pasado por la cabeza ofender con esas indignidades a su princesa. Me levanté ruborizada.

-¿Pero qué te pasa, Fea? Que te digo la verdad. Y si no te fías pregunta a alguna tía de por aquí.

Cuando terminó la frase yo ya estaba corriendo de vuelta a casa tan rápido que temí caer por algún peligro oculto en las ruinas. Mi madre notó mi rubor y mi nerviosismo, pero logré quitármela de encima. La noche fue peor. La pasé envuelta en calor y humedad, revolviéndome en la cama sin poder dormir como nunca antes. Qué estúpida huir de aquella manera, como la chiquilla vulnerable que todos creían que era.

El agotamiento que sufría mi cuerpo al día siguiente facilitó que pudiera ser controlado por la ansiedad y el deseo que gobernaban mi cabeza. Estaba inquieta y no muy segura de lo que iba a pasar aquella tarde, pero sentía que necesitaba lanzarme. Me propuse vestirme para la ocasión. Por una vez no quería gustar, quería provocar. Tras horas ante el espejo, probándome todo tipo de conjuntos, encontré una pequeña minifalda que había llevado años atrás y un diminuto top. Por una vez no me vi solo guapa, sino también sexy. Me perdí temblando de nervios entre las ruinas sabiendo que él me encontraría.

-¿Te has vestido así para mí, pijilla?

-No.

-¿Y entonces?

-Porque me ha apetecido.

Me estudió sin quitarle ojo a mis largas piernas. Supe que había acertado de pleno.

-¿Qué miras? –Le pregunté con brusquedad.

-Pues miro a ver si en un descuido con la faldita esa que llevas te puedo ver las bragas.

-¿Y qué te hace pensar que llevo bragas?

Mi cuerpo quiso escapar de mí al oírme decir aquellas palabras. Elías captó mi reacción e interpretó correctamente mis esfuerzos por responderle en su mismo lenguaje.

-¡Ay Fea! Juegas con fuego. Entonces, ¿vas a venir conmigo?

-Ya veré.

-Ya veré no. Ven.

Tras unos segundos finales de duda, tomé la decisión de lanzarme a lo desconocido y le seguí por lugares que no había visto antes. “Ahí se cayó el Cholo y se rompió un brazo”. “Ahí pasan droga unos camellos, no vayas… a no ser que quieras pillar”. “Ahí vimos a una rata tan grande que se comió a un gato”. Caminaba con seguridad y su confianza me tranquilizó. Sus miradas descaradas a todos los puntos visibles de mi anatomía aumentaron mi excitación. Su fuerte torso desnudo y sudado me estaba volviendo loca.

Finalmente llegamos al esqueleto de un pequeño edificio. En las pocas paredes en pie no quedaba un espacio sin cubrir por pintadas. Entramos y fui consciente de que él no perdía detalle del sugerente vaivén de mi coqueta minifalda de vuelo. A cada paso que daba sentía con vulnerabilidad cómo podía quedar expuesta ante él. El entorno no ayudaba a calmarme. Al final de nuestro camino nos encontramos en una habitación de hormigón en la que solo había un sofá desvencijado y decenas de botellas vacías minuciosamente ordenadas en una esquina, algunas aún con rojizos líquidos en su interior. Me asomé al vano en el que debería haber estado una ventana.

-Se ve mi casa desde aquí.

-¿Cuál es? –Preguntó con auténtica curiosidad.

-La del tejado gris. –Sentí nada más decirlo que había cometido una temeridad.

-Uy, allí con esos setos que tenéis en plan valla se os cuela cualquiera. Hazme caso. ¿Y con quién vives?

-Con mi madre.

-¿Solitas?

-Sí.

-¿Y está tan buena como tú?

-Mucho más. –Dije con resentimiento.

-No me lo creo. –Aquel matiz me consoló y encendió sobremanera. -¿Tenéis piscina?

-Sí.

-Eres una pija de mierda, pero estás la mar de buena.

Me agarró con firmeza por la cintura y me besó. Fue primero un piquito, como si calibrara mi resistencia. Luego se convirtió en un épico morreo, un beso como nunca me habían dado. Lúbrico, ardiente. Abrió mi boca y entró en ella y allí nuestras lenguas se mezclaron. Estaba tan extasiada por aquella nueva sensación que apenas percibí cómo sus manos subían hasta mis pechos y los acariciaban sobre el top. Paró.

-Ven. –Dijo mientras me arrastraba hacia el sofá.

No me importaron las numerosas manchas sospechosamente orgánicas que mostraba la tapicería. Me dejé llevar. Me sentó y se colocó a mi lado, siguiendo con su beso y su manoseo. Cuando notó que mis pezones estaban erectos y se marcaban sobre la tela, concentró la acción en ellos y por unos breves momentos los estimuló con sus dedos. Estaba hipnotizada por aquel inesperado placer y él supo que me tenía en sus manos. Me agarró por el muslo y con un contundente movimiento separó mis piernas y subió mi minifalda.

-Sí que llevabas braguitas, eh Fea. Son muy bonitas, muy bonitas.

Sin dejar de besarme introdujo lentamente sus dedos bajo mis bragas avanzando sin demora hacia mi coño. Ya estaba mojada por todo aquello y su contacto me excitó aún más. Las yemas de sus dedos alcanzaron mi clítoris de inmediato, como si la experiencia le hubiera dotado de un radar especial. Empezó a mover su mano con pericia destruyéndome por completo. Nada tenía aquello que ver con mis sutiles tocamientos. Aquello era una invasión de placer.

El beso ya no me interesaba. Me separé de su boca y me concentré en su trabajo en mi “chochito”, como no paraba de llamarlo. Sus dedos me estaban transportando a un éxtasis superior al que jamás había experimentado. Gemí sin vergüenza alguna y me corrí en su mano.

-¿Vaya cómo te lo has pasado, eh pijilla? –dijo con orgullo- Ya te dije que te corrías fijo.

Estaba tan extasiada, tan alterada, que creí que todo aquello había terminado. Fue entonces cuando pensé en él. Fue un momento extraño, en el que me di cuenta de que había tomado a Elías por un instrumento de mi placer, una cosa que había aplicado a mi cuerpo para alcanzar aquel delicioso orgasmo. Pero Elías era un chico que esperaba su recompensa. Él también estaba ruborizado y sudoroso y caliente. Por fin reparé en el apetecible bulto de sus shorts, que había crecido lo suficiente como para elevarlos actuando bajo la tela.

-Una paja sí me harás, ¿no Fea?

-Nunca he hecho eso.

-Ya, pero viendo cómo te dejas sobar yo creo que te atreves.

Reí su comentario porque empezaba a acostumbrarme a esas divertidas ofensas. Sabía que las utilizaba para invocar algo en mí que yo misma siempre había buscado. Mi lado pervertido terminó por desatarse cuando se bajó los pantalones y quedó completamente desnudo ante mí.

Tenía ante mis ojos mi primera polla. Su fuerte abdomen continuaba en una descuidada selva de pelos de la que surgía una verga gorda y no muy larga coronada por un gran capullo amoratado. Estaba totalmente erecto.

-Tócala.

Alargué mi mano y la envolví en ella. Me sorprendió su tacto duro y caliente. La manipulé con mis dedos estudiando con curiosidad de novata hasta el más mínimo detalle.

-No seas mala, dale.

Instintivamente la rodeé con la palma de mi mano e inicié un lento movimiento. Aunque al principio noté en Elías cierta impaciencia, con el paso de los segundos comenzó a sentir la efectividad de aquel ritmo pausado. Juguetona, aceleré para comprobar cómo de aquel trozo de carne dura surgía una gotita de brillante líquido que produjo un inspirador ruidillo. Aquel golpeteo logró hacer gemir a aquel chaval y supe que, nunca mejor dicho, estaba en mis manos. Al percibir que llegaba al orgasmo paré en seco.

-No. Sigue. Sigue.

Continué de nuevo con mi ritmo lento y pausado para su desesperación. Su ansiedad llegó al límite cuando tras acelerar el movimiento de mi mano paré de nuevo en el momento exacto.

-No seas cabrona.

Me apiadé de él y seguí ordeñándole hasta devolverle el placer que minutos antes me había provocado. Sacudí mi mano y él se convulsionó mientras chorros de leche espesa golpeaban el suelo saltando por todas partes.

-Joder pijilla, si esta era tu primera paja yo soy un Santo. Eres una artista.

Pululamos juntos por el lugar hasta casi el anochecer y regresé a mi mundo. Mi mente se había aclarado y estaba totalmente segura de que quería más de aquello. No me paré a pensar en lo que dirían en el instituto de enterarse que me había enrollado con un chico mayor al que había conocido solo un par de días antes en las ruinas más cochambrosas de un barrio pobre.

Pasé las siguientes tardes tirada en aquel sofá repugnante mientras permitía que Elías manoseara mi cuerpo. El placer que sentía con su contacto no disminuía y el que era capaz de proporcionarle a él aumentaba cada día. Me sentía poco a poco más cómoda manipulando su polla y llevándole a intensos orgasmos que él recompensaba con enormes cantidades de semen. Estaba después tranquila y relajada, tan sólo ávida por repetir.

Mi madre me notó también más confiada, más contenta conmigo misma, pero fue curiosamente mi suciedad lo que llamó más su atención. Me había cuestionado por mis vestimentas, mucho más provocadoras que de costumbre, pero empezó a discutir mi aspecto al regresar cada noche.

Volvía siempre del todo sudada tras aquellas sesiones de lúbricos manoseos, con mi ropa arrugada, mi pelo revuelto y mis manos pringadas. Al llegar una noche la encontré tumbada en el jardín. El momento era apacible y ella disfrutaba en bikini de aquella calma. A pesar de la oscuridad pude percibir su mirada clavada en una mancha sospechosa que, inadvertida para mí, había caído en mi minifalda.

-¿Cómo se llama?

-¿Quién?

-El chico con el que pasas tanto tiempo.

Lo entendí como el inicio de una reprimenda y guardé silencio.

-¿Hasta dónde habéis llegado?

-¡Mamá!

-¿Qué pasa? Si eres mayor para hacer eso con un chico, también para responder a este tipo de preguntas.

No sabía si estaba enfadada, celosa o si había sido tan hábil como para adoptar de inmediato un nuevo rol más conveniente para ambas.

-No te voy a decir que dejes de hacer lo que quiera que estés haciendo porque es imposible. Lo que sí te digo es que tengas claro lo que haces. Si buscas sexo y demostrarle al mundo y a ti misma que no eres una niña, adelante, toma precauciones y diviértete y experimenta. Todas lo hemos hecho. Pero asegúrate que es realmente lo que quieres y que es lo mismo que quiere él porque un desengaño es algo muy duro.

Recibí sus palabras con estupor. ¿Cuánto hacía que sabía la causa de mis quebraderos de cabeza? ¿Cuánta sabiduría escondía en aquel cuerpo envidiado y en ocasiones también odiado? Me resultó increíble tanta comprensión. Rio a carcajadas ante mi reacción.

-Ten un poco de fe en tu vieja sobre todo porque no es tan vieja. Cuando dicen que podría pasar por tu hermana mayor es precisamente por esto. Me tienes aquí para hablar de lo que quieras sin cuentos ni medias tintas, que ya no eres una cría.

Aquellas palabras calaron hondo en mí y me empujaron a pensar en mi situación. ¿Quería algo más de Elías que solo sexo? ¿Acaso me proporcionaba él algo más?

Como si mi madre hubiera pronunciado una profecía los días siguientes no pude encontrarle por ninguna parte. Cada tarde caminaba horas por las ruinas, esperaba en nuestro escondite y finalmente volvía a casa sola. Me sentía no solo terriblemente caliente, sino también de nuevo abatida y vulnerable. Me pareció increíble el efecto que tenían en mi forma de ver la vida aquellos deliciosos magreos con él. Los echaba tanto de menos…

Por suerte para calmar mi desgracia tenía a mi madre. Mi relación con ella había cambiado, como si ante mi madurez hubiera podido adoptar por fin un papel más cómodo. Ya no era esa madre sobreprotectora, sino una confidente de lujo. Charlábamos durante horas mientras tomábamos el sol en el jardín intercambiando pensamientos y experiencias. Me abrí a ella y ella respondió de la misma manera advirtiéndome, eso sí, que se reservaba algunos secretos inconfesables.

-¿Y cuáles son?

-¿No te he dicho que son secretos? –Replicó con coquetería.- Digamos que ya descubrirás que a veces hay que dejarse llevar para disfrutar más.

Mi madre se iba revelando ante mis ojos como esa mujer sensual y cautivadora que mis amigos veían en ella. Comprendí su magnetismo y supe que no era una simple cuestión de físico, sino de actitud ante el sexo y la vida. Cuánto tenía que aprender de ella. Sin embargo para colmo de males un viaje inesperado la iba a apartar de mí durante unos días, privándome de su valioso apoyo. Quedarme sola en casa era lo último que me apetecía, pero tampoco quería interponerme en los planes de mi madre, cualesquiera que fueran.

No pasó ni una hora de su partida cuando me empezó a afectar una abrumadora sensación de abandono. Dispuesta a plantarle cara a tanta negatividad me puse un bikini y me lancé a la piscina. Tras un rato en el agua la cabeza se me había despejado. Estaba dispuesta a disfrutar del día, aunque fuera sola. La calentura que había sufrido aquellos días era inenarrable. Me tumbé junto a la piscina, me relajé y dejé que el sol secara mi piel.

Con el paso de los minutos fui cediendo a las pulsiones de mi deseo. Cerré los ojos y me concentré en ellas hasta dejarme llevar. Rocé mi piel con las yemas de los dedos dirigiéndolas en una dulce tortura al interior de mi bikini. Alcancé mi coño y aplicando las técnicas de Elías lo estimulé. Empecé a sentirme húmeda y ansiosa. Separé mis piernas y aceleré mi ritmo.

-¡Cómo te lo pasas, pijilla!

Estuve a punto de caer de mi hamaca del susto, pero unas fuertes manos me sujetaron por los tobillos. Al final de la tumbona, a mis pies, vestido como el día que le conocí, estaba Elías. ¿Cómo había entrado? Pensé que era una ensoñación pero la frustración de mi placer interrumpido y el recuerdo de su abandono despertaron mi ira.

-¡Vete a tomar por culo gilipollas!

-¿Pero cómo me voy a ir a tomar por culo ahora Fea, si está claro que me necesitas?

Sus manos ascendieron por mis piernas hasta alcanzar los tirantes de mis braguitas. Las aparté.

-Déjame, ¿no te habías ido sin decir nada? Pues ahora pírate.

-No te jode, aquí voy a estar a tu capricho todos los días. ¡Ni que estuviéramos casados, tontita! Hay otras tías por ahí, que no eres la única en el mundo.

-Pues lárgate con ellas y déjame en paz.

Él me miró desconcertado. La advertencia de mi madre surgió del fondo de mi cabeza. ¿Acaso esperaba de Elías, aquel macho salido, que también se comportara con la romántica galantería de Carlos? ¿Qué me proporcionara un amor fiel además de un sexo sucio? Supe en ese instante que me estaba comportando de forma infantil, como aquella pija estúpida que tanto quería dejar de ser. Elías no era mi novio. Elías era un instrumento para mi experimentación en el campo del placer, una rama en la que me quedaba mucho por descubrir.

-Bueno quédate, pero que sepas que también hay otros tíos en el mundo.

-Pues muy bien, Fea. Pero yo he estado aquí viéndote todos los días y eso suma puntos.

-¿Pero qué dices? –Por algún motivo supe que decía la verdad antes de escuchar su respuesta.

-Pues claro, tonta. Te he visto aquí tomando el sol con tu mami, las dos juntitas, todas las tardes cuchicheándoos guarrerías.

-Eres un mentiroso.

-Mira -Señaló los setos que rodeaban el jardín- Las plantas esas de mierda solo os quitan de ver a vosotras, porque cualquiera que meta la cabeza lo ve todo. Si aquí se os cuela cualquiera, ya te lo dije, es un peligro.

-Pues entonces eres un cerdo por espiarnos. –Mi indignación era totalmente fingida y él lo percibió. Solo de saberme espiada por él en aquellas situaciones me calenté aún más. Sus manos regresaron a las bragas para juguetear con ellas.

-Pues claro que soy un cerdo, ya lo sabes. Y viendo a tu mami más cerdo que me he puesto. Es una zorra de las buenas tu madre, Fea. Tiene un cuerpo de exposición.

Me quedé sin respuesta. Por un momento vino Carlos a mi mente, con su deseo volcado por completo en mi progenitora. Temí que Elías hubiera seguido el mismo camino y que ya no me encontrara deseable. Me revolví al pensar que al verla a ella hubiera perdido el deseo por mí. El captó mi desasosiego.

-Fea, no te preocupes. Con tu madre me he hecho mil pajas, pero viéndote a ti ninguna. ¿Ya sabes por qué, no?

No respondí. Simplemente permití que sus manos me despojaran centímetro a centímetro de mis bragas. Al hacerse con ellas las lanzó a la piscina, separó mis piernas y sin demora se lanzó a devorar mi coño. Era la primera vez que sentía algo así, una lengua húmeda y certera que succionaba con voracidad mi clítoris. Mi cuerpo empezó a temblar sobre la hamaca y pretendí huir de aquel placer insoportable. Elías me sujetó con fuerza por las caderas y me retuvo hasta provocarme un orgasmo antológico. Se aprovechó de mí mientras estaba aún extasiada por tantas sensaciones y me despojó del sujetador del bikini. Estaba completamente desnuda ante él.

-Joder, qué buena estás así desnudita.

Supe que iba a ir a más. Que no se detendría ni se conformaría con una placentera paja. Entendí que Elías había mantenido mi deseo insatisfecho aquellos días para llevarme a un nivel superior. Me di cuenta, sin ninguna duda, de que Elías había ido allí esa tarde para follarme.

Ante aquel instante de epifanía me embriagó una sensación de euforia que no aplacó sin embargo mi nerviosismo. Un subidón de adrenalina hizo temblar sin control mi cuerpo cuando le vi despojarse de su pantalón y liberar su polla, dura como nunca antes.

Con un tirón de mis tobillos me atrajo al límite de la hamaca y se colocó entre mis piernas. Acarició mi cuerpo palpitante recreándose en mi desnudez y fragilidad. Pude ver en su mirada cómo mi larga melena rubia, mi piel blanquecina, mis pechos pequeños, mi coño apenas cubierto de vello y mis largas piernas eran una tentación irresistible. A través de sus ojos enloquecidos contemplé cómo mi cuerpo dejaba de ser un bello adorno y se transformaba en un objeto de deseo.

-Tranquila pijilla que te voy a tratar bien. No eres el primer chochito que abro.

Supe que decía la verdad cuando sentí que hacía precisamente lo que había descrito. Dirigió su contundente capullo a mis labios y empezó a hundirse en mí. Sentí que mi anatomía lo recibía incómoda pero ansiosa. Mi humedad le facilitó el trabajo hasta llegar a una barrera. Un duro golpe de su cadera demostró mi fragilidad y me arrancó un chillido. Noté que salía de mí y abrí los ojos para captar una imagen que recordaría toda mi vida.

-Mira Fea, ya te han dado polla. Ya eres una mujer.

Su erección estaba húmeda y manchada por el combate librado en mi interior. Su actitud era desconocida, la de un depredador de caza ante una presa herida. No pudo resistir más y me penetró de nuevo, esta vez sin sutilezas. Entró hasta mis entrañas, hundiendo su polla hasta que desapareció en mí por completo. Gemí, chillé, mordí mis labios.

Comenzó entonces un frenético vaivén. Me atacaba con dureza, produciendo un implacable golpeteo que amenazaba con echar abajo la hamaca. Aquel ruido rítmico, aquel empuje incesante, la unión de nuestros cuerpos y la presencia de ese macho brutal entre mis piernas comenzaron a sepultar el dolor y a despertar en mí un nuevo tipo de placer. Fue con mis primeros gemidos cuando Elías no pudo aguantar más, sacó su polla de mi interior y se masturbó sobre mi cuerpo.

Su lefa salió disparada regando mi cuello, mis pechos, mi abdomen y mi pecho. Me sentí sucia, pringosa, abierta, distinta y aún cachonda. Le miré y supe que muchos más momentos como aquel llegarían y esperé que fueran aún más placenteros, porque aquel parecía haber terminado. Elías estaba agotado y apenas podía respirar. Su rubor persistía y su erección disminuía a un lento ritmo. Me miró, cubierta por su semen y recién desvirgada y no pudo resistir un comentario que cambiaría aún más vida.

-Joder pijilla, verás cuando se lo cuente a los colegas.