Ella

Debajo de una apariencia común, una experiencia singular e irrepetible.

Ella era una mujer en todo sentido normal, vestida con su traje sastre de color gris perla, era una sombra más de aquellas que deambulan por cualquier calle, de cualquier ciudad. Quizás era funcionaria de alguna oficina pública o de una institución financiera, quizás alguna compañía de seguros. Dada su apariencia de pequeña burguesa, con certeza a sus treinta y algo, era esposa, madre o simplemente una mujer trabajadora, por autosuficiencia o quizás para incrementar el menguado caudal de fondos de una típica familia de clase media, una más entre millones, que no llamaba la atención de nadie. No era una modelo ni una rutilante animadora de televisión; sólo una mujer envuelta en un uniforme de color gris perla. Caminaba con gracia y cuando abordó el ascensor, lo hizo con paso resuelto. Observó encenderse y apagarse sucesivamente los números de los pisos, por los que pasaba sin detenerse, hasta que finalmente en el número 17 se detuvo, la puerta se abrió y ella salió al pasillo, dejando la impronta de su fragancia, en el cubículo del ascensor, que comenzó su viaje de regreso desde aquellas alturas. El aroma era un "Amarige" de la casa Givenchy, un perfume caro, que con seguridad habría comprado a plazo, para alguna ocasión especial

Ella caminó por el pasillo, con el paso firme que le resultaba característico, conocía el lugar y sin dudar entró por la puerta 1701, que estaba entreabierta. La estaban esperando

Un hombre de unos cincuenta años vestido con sobriedad, ofreció sus brazos abiertos y una amplia sonrisa a la recién llegada.

  • Aníbal… Disculpe Amor, para variar tuve problemas para salir de la oficina. – Dijo ella como justificando su demora

El Hombre sonreía desde lo más hondo de sí. De gestos elegantes, delatores de su prosapia, la invitó a pasar y cerrando la puerta la abrazó con ternura.

  • Susana…!Mi Adorada Susana! Lo importante es que llegó…- Sentenció él, conn voz suave y gesticulando con naturalidad y elegancia, ofreciéndole el espacio que ante ella se abría, en el interior del departamento, que aún siendo sobrio, estaba lleno de detalles que hablaban del refinado gusto de su morador.

Ella lo abrazó con gratitud y lo besó en los labios sin decir palabra. El correspondió a ese beso con delicadeza al comienzo, pero profundizándolo a medida que lo prolongaba invadiendo la boca de ella, jugando con su lengua y mordisqueando los labios de Susana con suavidad en un juego pleno de erotismo. En ese momento ella comenzó a sentirse poseída por ese hombre, quien algo obeso, canoso y sin tener atributos de galán, la hacía sentirse en un estadio de su existencia que hasta conocerlo, había ignorado y que a pesar de sus diez años de matrimonio, nunca había conocido. Era capaz de despojarla no solo de su ropa, sino que también de su voluntad, de desnudar su alma y bañarla en el bálsamo de su singular sabiduría, reconfortándola y dándole nuevas razones para ser. Evidentemente que las diferencias entre Jorge Alvarez Méndez, su esposo y Aníbal Cox Valdivieso, su amante, eran siderales y ella así lo entendía. Mientras que Jorge era un semental, que la poseía con fiereza, para luego de quedar satisfecho, dormirse, Aníbal tejía una filigrana de sensaciones, que la envolvía hasta aturdirla en medio de un placer casi mágico. Ella se dejaba llevar y él la guiaba por los recónditos rincones de su sensualidad escondida.

Desde el momento en que entraba en ese departamento, Jorge se transformaba en una sombra, sus hijos en un recuerdo lejano y afloraba la hembra, que sentía, amaba y vivía prisionera de aquel traje sastre, de color gris perla.

Se sentaron en la sala, el uno junto al otro, sin prisa, conversaron algunas trivialidades y de pronto ella se reclinó en él, quien cuando la sintió repuesta de la odisea ciudadana de atravesar la ciudad y relajadamente receptiva, volvió a besarla con delicadeza, intensificando sus besos gradualmente, al tiempo que sus manos, se transformaban en caricia, que recorría su cuerpo como la onda de una misteriosa energía, que la excitaba a niveles insospechados. El deslizaba su mano con suavidad sobre su blusa, pudo constatar que los pezones habían adquirido dureza y se proyectaban enhiestos, como una vanguardia de su feminidad, que a esas alturas ya estaba lista para él, lo había deseado todo el día. Lo necesitaba, necesitaba sentirse como él la hacía sentirse. Ella gimió y se dejó caer el contra de él, quien continuaba recorriéndola en oleadas sucesivas y cada vez más intensas, hasta que los botones de su blusa sucumbieron y su traje sastre terminó inerte sobre la alfombra, como la primera baja en aquel combate de sensaciones. Era el capullo de aquella oruga que deambulaba por la medianía de su vida mimetizada con el traja gris perla que la cubría, el que había quedado lejano, sobre la alfombra, mientras ella, se transformaba en una mariposa de deslumbrante desnudez. Ella corrió hacia el dormitorio y él la observó desnuda desde atrás, apreció su cintura y sus caderas bien formadas, sus nalgas de impecable factura. El reía, su alma se iluminaba con la presencia de Susana en aquella, su guarida de solterón empedernido, de libre pensador, independiente y maduro.

Ella se tendió en la cama y él la observaba como una perla en medio de la concha de una ostra. Ella respiraba de forma intensa. El miraba la maravillosa libertad aquellos pechos, que sin ser grandes o pequeños se agitaban al compás de su respiración. El comenzó a besarla en el cuello, a acariciar su cuerpo con suavidad, hasta llegar a sus senos. Las manos de Aníbal eran como las olas de un mar de pasiones, que recorrían la playa del cuerpo armonioso, de Susana. A esas alturas el aroma suave del sexo de ella, anegado por sus jugos vitales, lo enardecía cada vez más. Todo en él era para ella una caricia, que a pesar de su fineza, la estremecía de placer Ella, respiraba agitada y gemía llevada por el placer que de las manos de él fluía, separó las piernas, para sentir el contacto de los dedos de él, entrando en su vellosidad, buscando el manantial de donde procedía aquella humedad plena de magia.

Los dedos de Aníbal se perdían en aquella sensación suave entre los labios vaginales de Susana, la penetró suavemente con su dedo mayor, ella gimió más fuerte, él besó las piernas de ella y hundió su lengua en aquella vulva lidiando en una singular esgrima, entre su lengua y el clítoris de ella, que a esas alturas estaba a punto de estallar en un orgasmo. El recorrió las nalgas de Susana, el último bastión del cuerpo de ella y le acarició el ano, penetrándolo levemente con movimientos circulares y sin dejar de besar el sexo de la mujer, sin darle tregua. Ella sin poder aguantar más estalló de placer. Los dos amantes se colocaron frente a frente, se tocaron, se descubrieron una vez más en aquel rito de fusión, hasta que él estuvo dentro de ella, moviéndose rítmicamente, profundamente y unidos en su piel por aquel aroma caliente, que los envolvía como una atmósfera en la que nada fuera de ellos cabía. La explosión de un orgasmo, los sorprendió casi al mismo tiempo y se quedaron abrazados, él adentro de ella, como queriendo prolongar el tiempo que era escaso. Ella debería volver a vestirse de oruga y regresar a su hogar .

Se ducharon juntos, ella cubrió su pelo y mientras se envolvía con la espuma del jabón, sus manos aprovechaban de recorrerse mutuamente. Mientras se secaban, él miró la imagen de ellos en el espejo sobre el vanitorio y sonrió al ver su desnudez grotesca y obesa, junto a la de ella, delicada y graciosa.

  • ¿De qué se ríe? - Inquirió ella.

El como respuesta, le selló los labios con un beso.

Ella salió del ascensor con paso seguro, lucía su traje sastre de siempre, nadie notaba su presencia, pero ella se sentía plena.

Aquella tarde, cuando ya anochecía, sabía que llegaría tarde y que su marido nada le preguntaría, su hijo la saldría a recibir, jugarían y sin palabras compartiría su plenitud, con aquel retoño, que cubría el vacío en que Jorge la mantenía. Prepararía las cosas para el día siguiente, la colación de Jorgito, sus tareas y le hablaría de sus cosas a Jorge, quien no la escucharía, lo que ya no le importaba, le bastaba con los oídos de Aníbal. Se acostaría junto a Jorge, lo evitaría en la medida que le fuera posible. No le gustaba sentirse utilizada y se dormiría en la inefable sensación de ser Ella.