Ella

La pequeña hija de mis amigos ha crecido, y no puedo contenerme cada vez que la tengo cerca.

Me llamo Mateo y vivo en Madrid. Me gano la vida en una empresa, en un trabajo gris y soso, que aunque no me inspira en absoluto me da el dinero suficiente para vivir con cierto desahogo.

Tengo 42 años, y si bien estuve casado, lo cierto es que ahora mismo vivo solo, en un pisito de divorciado. No me considero especialmente atractivo, soy demasiado grande para los cánones de belleza habituales, y con mis parejas siempre he intentado ser cuidadoso para no hacerles daño sin querer con mis manazas o mi entusiasmo.

Soy un tío tranquilo de los de “vive y deja vivir”, por eso lo que ocurrió no deja de sorprenderme.

Ella se llama Sara. La conozco desde los 3 añitos, y ya de pequeñaja tenía esos enormes ojazos verdes que me harían perder el sentido y la compostura.

He sido amigo de su padre desde que íbamos al colegio. Por eso cuando me pidió que fuera el padrino de su boda no me negué. Javier siempre ha sido un hombre estupendo, pausadito y callado. Su mujer también era por el estilo, pequeñita y mona. Es por lo que aún no me explico como de una pareja agradable, pero tampoco impresionante, pudo nacer una diosa como Sara.

La primera vez que me fijé en ella como mujer tenía 15 años. Mi mujer me acababa de dejar por aburrido y pasivo, y Javier me había invitado una semana a su chalet de vacaciones para que se me pasara el disgusto (aunque no hubiera disgusto que pasar). Cuando llegué y encontré la casa demasiado silenciosa le pregunté por Sara.

-Está ahí fuera, en la piscina, ves a saludarla.

Como yo a Sara siempre la había querido mucho, porque, aunque mocosa, era un encanto de chiquilla, me dirigí a la piscina. La vi en seguida, y ella me vio a mí. Como estaba dentro del agua sacudió una mano y fue hacia la escalerilla para salir.

Fue entonces, cuando salió del agua, cuando me quedé anonadado. Esa chiquilla de figura delgada e informe se había convertido en un bocado demasiado apetitoso para la vista.

Los pechos plenos y hermosos, la cintura estrecha, y los muslos rotundos me hicieron la boca agua. Mi miembro se excitó y comencé a sudar.

-¡Mateo! –exclamó ella, mientras me daba un abrazo.

Apenas tuve tiempo de reaccionar. La erección provocaba que mis pantalones me quedaran estrechos, y cualquiera con un poquito de cerebro habría adivinado que me pasaba. Asustado, la separé de mi cuerpo, pero el remedio fue peor que la enfermedad.

Al separarla, se le había movido un poco la parte superior del bikini, y un pezón rosa y grande asomaba por allí. La vista me hizo salivar y querer metérmelo en la boca.

-¡Apártate niña! –grité, asustado y furioso conmigo mismo.

-¿Qué pasa? –me dijo ella, toda triste y con cara de pena. De repente vio que su bikini se había movido y se pudo roja.

Dios, era tan encantadora y adorable que me dieron ganas de tumbarla en el césped y chuparla y lamerla de la cabeza a los pies. “¡Para de una vez!” me dije a mi mismo, enfadado y excitadísimo.

-No pasa nada cariño, pero se más cuidadosa la próxima vez ¿eh?

Salí de allí por patas, sabiendo que me esperaba una semana infernal. Y efectivamente, la semana fue un verdadero suplicio. Era verano y Sara iba con vestidos cortitos que a mí me nublaban la vista. Hacía lo posible por ignorarla, pero siempre había algún toquecito casual que me ponía a mil. Acabé todas las noches masturbándome, derrochando litros de semen por esa chiquilla que me había sorbido los sesos. Sin haber cómo, terminó la semana y me volví corriendo a mi casa.

Volví a ver a Sara en un par de ocasiones, siempre con sus padres, y tanto en una como en la otra ocasión tuve que hacer una visita al baño para poder descargarme, de lo durísima que había puesto mi polla. Nunca me he considerado un hombre muy sexual; sin embargo, en esos momentos estaba loco de deseo, con la respiración a mil y unas ganas tremendas de coger ese delicioso cuerpecito joven y empotrármelo contra la pared.

Javier, que para algunas cosas vive completamente en su mundo, no se daba cuenta del estado en que me ponía su hija, aunque María, la madre de Sara, me miraba un poco extrañada al ver que una relación tan cordial como la que tenía con Sara, (yo era su padrino y tío honorario) se había convertido en algo tan tenso. Creo que la que peor lo pasó fue Sara, pues siempre había podido contar conmigo para lo que fuera y yo la rehuía, hablándole de mal modo y esquivando su preciosa mirada.

Sin embargo, era inevitable que un día todo estallara. Javier, en su inmensa sabiduría me pidió que me quedara con Sara para disfrutar de un fin de semana romántico con María. La niña, que ya se había quedado un par de veces a dormir a mi casa, no podía quedarse sola, porque, según me contó Javier, últimamente iba con un macarra que cuando pasaba por su casa no paraba de meterle mano. No sé qué fue peor, los celos que me asaltaron, o la terrible erección que solo pude bajar después de hacerme dos pajas.

Finalmente acepté, aunque sabía que estaba cometiendo una gran equivocación. Me prometí a mí mismo que no me comportaría como un borde y que haría que Sara se sintiese a gusto, lo que significaba que alguien iba a sentir una gran incomodidad en sus pantalones durante dos largos días.

Sara llegó el sábado por la mañana, era verano y la pobre no tenía nada que hacer, así que le pregunté si quería salir a correr conmigo. Amigos, nunca NUNCA, se le debe pedir a una adolescente de buen ver que haga deporte, a no ser que estés por debajo de los diez años o por encima de los ochenta. Los pantaloncitos con los que Sara salió de la habitación, y el top ajustado que marcaba sus tensos pezones y dejaba al aire libre su vientre eran la cosa más erótica que había visto nunca, o por lo menos, hicieron que me pusiera más duro que una piedra. Estoy convencido que podía clavar un clavo de lo durísimo que tenía el pene.

Cabe decir, que fue una de las horas más frustrantes de incómodas de toda mi vida. Yo solo deseaba llevar a Sara detrás de un árbol y cabalgarla hasta que cayera rendida. Además, tuve que sufrir la vista de sus preciosas nalgas corriendo delante de mí; y el profundo deseo de penetrar su virginal anito no paraba de aparecer en mi mente.

Cuando volvimos a casa, fui el primero en ducharme, mientras Sara se quedaba en el salón. Nada más abrir el grifo, con el agua deslizándose por mi cuerpo, agarré mi miembro y empecé a masturbarme fuertemente sin descanso. Con la imagen de mi querida Sara engullendo toda mi tranca me corrí en dos minutos, llenando la pared del baño de chorros blancos, mientras gemía como un descosido. Sin embargo no me sentía satisfecho. Necesitaba mucho más, maldita sea, la necesitaba a ella.

Después de que ella saliera del baño con su glorioso pelo mojado, comimos. Y más tarde nos fuimos a hacer la siesta. Yo no podía dormir, otra vez tenía una erección, sentía que mis años de adolescente pajillero habían vuelto, y actué en consecuencia. Cerré los ojos y empecé a acariciarme mientras me imaginaba poniendo a mi querida niña a cuatro patas mientras la penetraba por detrás.

Mientras murmuraba su nombre, de repente apareció la musa de mis sueños en la puerta de mi cuarto.

-Mateo, me dejas tu cargad…

Se detuvo completamente al verme tirado en la cama, con los pantalones bajados, mi polla en la mano y su nombre en mis labios. Su boca también se abrió a la vez que recorría una y otra vez mi cuerpo.

-Sara, no es lo que estás pensando.

  • ¿Te estabas tocando pensando en mí? –preguntó ella.

Yo no podía ocultar por más tiempo mi reacción.

-Sí Sara –murmuré y decidí sincerarme –no puedo estar contigo sin pensar en tumbarte y follarte hasta la locura. Vivo en un estado de excitación permanente cuando estoy a tu lado, y me imagino penetrándote, una y otra vez.

Me imaginé que después de esta confesión saldría corriendo. Pero me asombré al verla cerrar la puerta y acercarse a mí.

-¿Sabes Mateo? Si me hubieses dicho esto antes podríamos habernos ahorrado mucho tiempo. ¿Tienes idea de cuánto tiempo hace que deseo que me folles? ¿De que me tumbes y me hagas tuya? ¿De sentir tu polla dentro de mí?

Sus palabras me excitaron hasta límites insospechados. Todavía no la había tocado y sentía líquido pre-seminal en la punta de mi verga. La veía a ella, a mi Sara, mi niña inocente, en medio de la habitación, diciéndome, ROGÁNDOME, que me la follara.

Antes de que hubiese terminado de hablar la me acerqué a ella, cogí su camiseta y se la rasgué. Al ver que no llevaba sujetador se me aceleró la respiración. La cogí del pelo y metí mi lengua hasta su garganta. Ella tampoco se quedó quieta y me hizo levantar los brazos para quitarme la camiseta.

En ese momento, y de una forma nada suave, la dejé encima de la cama y me puse encima de ella. Paré de besarla y me concentré en sus preciosos pezones rosados. Los chupé con fuerza pues tampoco me quedaba mucha paciencia para entretenerme en los preliminares.

De un tirón le quité los pantaloncitos que me llevaba, y después unas braguitas rosas con conejitos que me hicieron gemir en voz alta.

Allí estaba ella, mi niña-mujer, con un cuerpazo de infarto y unas braguitas propias de una cría de doce años. Me avergüenza reconocerlo, pero aquello me excitó incluso más. Me veía capaz de correrme en los pantalones. Mientras tanto ella daba grititos y gemía a intervalos.

Cuando le quité las bragas vi que llevaba el coño completamente rasurado.

-Bueno –le dije mientras recorría con un dedo su entrada empapada y me detenía en el clítoris- al fin y al cabo eres un poco zorrita, lo llevas completamente pelado

-Me es más cómodo –susurró entre jadeos.

-No te lo crees ni tú, aunque tiene algo bueno. No me gusta encontrar pelos en mi comida.

Y dicho esto bajé mi cabeza hacia su entrada y pasé mi lengua por sus labios, bebiendo los juguitos que se le escurrían del coño y chupando con fuerza la perla de su clítoris. Sus jadeos y sus gemidos crecieron en varios tonos.  Pasé mi lengua por su rajita una y otra vez, metiéndosela hasta el fondo, disfrutando de ella y de sus gritos. No paraba de retorcerse, y tuve que cogerle las piernas para que dejara de moverlas. Esa situación de poderío me encantaba. Adoraba que estuviera a mi completa disposición.

Cuando estaba a punto de correrse, paré y me desabroché el pantalón.

Sara me miró con sus ojos velados por la pasión, necesitados por correrse, por alcanzar esa liberación que le había negado. Al ver mi polla, esa mirada se desdibujó y una de estupor sustituyó a la anterior.

-La tienes muy grande –susurró.

-Y tú la vas a aceptar toda, zorrita mía, hasta el último centímetro. Quiero que te llegue hasta el fondo, y que mañana cada vez que andes te acuerdes de mí. Quiero que me sientas aunque no esté, que recuerdes como mi polla se ha hecho contigo y con tu cuerpo. Que eres solo mía.

Era un poco pronto para hablar de posesión, pero Sara era mía y no concebía a ningún otro tocándola. Sin embargo, ella contestó:

-Sí Mateo, por favor, hazme tuya. Tomo la píldora, no te pongas condón.

Fue dicho y hecho. La cubrí con mi cuerpo y después de rozarle la entrada con mi glande la penetré de un empujón. Al principio le dolió un poco. Soy grande y ella no había follado mucho porque tenía el coño bastante estrecho. Le di un poco de tiempo para que se acostumbrara a mí, pero ya no aguantaba más, así que comencé un suave vaivén que finalmente se convirtió en una salvaje serie de estocadas.

Sara gritaba de placer, aunque yo ya no podía razonar, me había convertido en un auténtico salvaje. La estaba follando con mucha fuerza, pero a los dos nos daba igual. En un momento dado ella empezó a correrse y no pude soportarlo más. Me enterré en lo más hondo de su vagina y solté todo el semen que tenía en el cuerpo.

Al momento me aparté de ella y nos quedamos los dos abrazados, resoplando, lánguidos después de toda la actividad que habíamos realizado.

Sin pretenderlo nos dormimos los dos hasta que algo me despertó. Lo primero de lo que fui consciente, fue que Sara no estaba a mi lado. Lo segundo, que me había despertado muy empalmado. Lo tercero, que algo suave y caliente me estaba envolviendo el pene.

En ese momento miré debajo de la sabana y vi a Sara metiéndose mi miembro en la boca. Esta imagen me hizo resoplar con fuerza. Noté como su lengüecita rodeaba la punta de la polla para después tragársela hasta donde pudiera.

-Muy bien cariño –ronroneé satisfecho- mira a ver si puedes tragar más.

La cogí de la cabeza y la acerqué un poco más a la base de mi verga. Al principio le costó un poco, pero pronto se acostumbró, y comenzó un suave ritmo que me llevó a la locura. Sin poder remediarlo me corrí como un loco, y ella se tragó todo el semen que tenía que darle.

-Mateo, necesito correrme –me susurró entre jadeos.

Sin más contemplaciones la tumbé y la penetré con tres dedos, sin ninguna suavidad.                En vez de reprochármelo se retorció una y otra vez hasta que se corrió entre gritos amortiguados por la palma de mi mano, que coloqué en un su boca.

Nos miramos a los ojos y sonreímos.

-Vamos a comer algo –susurré- hay muchas cosas que quiero hacer contigo y tenemos que recuperar energías.

Continuará