Elisa recibe su primer cunnilingus a los 58
Un hombre de 38 años se une a un club de literatura y conoce a Elisa, de 58. El gusto común por la literatura lleva a Juan y a Elisa a largas charlas sobre literatura erótica que Juan aprovecha y Elisa termina sucumbiendo a calientes fantasías erótico-literarias.
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Nota del Autor
Este es el primer relato erótico que escribí (y nunca publiqué). Lo hice hace mucho tiempo. El relato tenía (y tiene) muchas faltas propias de mi inexperiencia como escritor (acaso superables) y de mi carencia de formación literaria (ya a esta altura, insalvables). Pero lo he editado e intentado acomodar a un nivel de calidad aceptable. Este relato podría pertenecer en varias secciones. Pero elijo “sexo con maduras”, que es mi sección favorita de todorelatos desde hace casi tres lustros.
No es un relato 100% fiel a hechos reales ni tampoco es 100% ficción, pero se halla muchísimo más cerca de lo primero que de lo segundo.
La dedicatoria (secreta, si ustedes me lo permiten) es para una señora a la que jamás olvidaré y que no me es dado nombrar aquí.
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Mi nombre es Juan, tengo 38 años y soy profesor de Matemáticas de profesión y gran aficionado a la literatura. Por esa razón siempre intento involucrarme con círculos literarios amateur. El involucramiento con uno de esos grupos me llevó a conocer a la protagonista de esta historia.
Cuando conocí a Elisa no me pareció particularmente atractiva: Una señora mayor que yo (le calculé cuarentimuchos o cincuentipocos). Su metro-65 no resaltaba un cuerpo particularmente esbelto. Su ropa no era sexy y tampoco marcaba ningún aspecto destacado de su figura, si es que a esta altura del partido poseía alguno. Las piernas no eran muy gordas, pero tampoco delgadas. Su trasero era entrado en carnes, como es común a esa edad, y sus tetas, que sí eran voluminosas, no resaltaban por el tipo de ropa que Elisa usaba a diario. Pero su cabello renegrido definitivamente le quitaba unos años, porque resultó tener 58 cumplidos. Su piel tenía un tono cobrizo claro y sus abultados labios carnosos revelaban una ancestría mixta posiblemente mediterránea y amerindia y acaso lejanamente africana, como suele suceder con muchas personas del norte de sudamérica.
Bueno, no es que yo sea un adonis precisamente. Pisando los 40 y con una vida sedentaria, si bien no iba con sobrepeso, ya no tenía “tableta de chocolate” ni nada parecido. Mi altura es/era de uno-setenta y ocho y mi cabello aún era abundante, pero entrecano.
Ella era profesora de literatura latinoamericana y oficiaba como la anfitriona en un club de lectura en su propio hogar, del cual yo me iba a convertir en uno de los más asiduos asistentes.
El cuadro de personajes lo completa el esposo de Elisa, Ross, un intelectual de 70 años, decano de universidad, que solía estar presente en una que otra reunión literaria a modo de “dueño de casa”, y en las cuales indefectiblemente hablaba gansadas y cabeceaba para no quedar dormido mientras el resto de los 12 o 15 participantes nos sumergíamos en intensas discusiones sobre Benedetti, Borges, El Gabo y Mario Vargas Llosa, entre otros.
Como mi participación era consistente y responsable (porque siempre llevaba aportes preparados para agregar a la discusión del día), al cabo de un par de encuentros, comencé a llamar la atención de Elisa que empezó a sentarse a mi lado en uno de los sillones del amplio living de su casa y a entablar diálogos conmigo sobre los escritores y las obras que leíamos.
En consonancia con dicha reubicación, la anfitriona, comenzó a escribirme asiduamente mensajes privados (generalmente sobre literatura o sobre la reunión en sí). Eran mensajes de texto, mensajes privados en FB y esporádicos emails (más formales y extensos que los otros). En la mayoría de los casos los mensajes eran para compartir un texto literario y/o para pedir mi opinión sobre algún material. A mí me gustaba el intercambio, porque Elisa era una académica de la literatura y yo aprendía
Pero lo curioso era que luego de intercambiar muchos mensajes en una semana, durante la reunión en su casa, y frente a todos los miembros del club, Elisa no mencionaba en absoluto dichos intercambios o mensajes. Incluso fingía sorpresa cuando yo comentaba algo que habíamos hablado antes en privado. Por lo tanto, yo discretamente comprendí que, si no reconocía nuestras charlas frente a terceros, era porque ella no tenía interés que otros supieran de su existencia. Y yo, como caballero (y hombre) que soy, decidí conceder (y aprovechar) dicha tácita invitación a la secrecía entre nosotros.
De esa manera, nuestros mensajes privados se tornaron en nuestro propio club secreto literario. Un club que, por secreto, se prestó rápidamente a compartir obras que hubiera dado que sospechar a terceros lectores: Los poemas y sonetos clásicos de amor, abrieron la puerta a otros más eróticos. Recuerdo, sin ir más lejos que “La Casada Infiel”, de Federico García Lorca fue un punto de inflexión en nuestros mensajes: con comentarios llenos de onomatopeyas tecleadas en mayúsculas y con sobreabundancia de signos de puntuación.
–¡UFFFF!!! ¡Me encanta! o Mmmm…. ¡Qué intenso!! –exageraba Elisa.
No precisamente un análisis profundo que se esperaría de una profesora con PhD en literatura, pero a mí me encantaba, realmente.
Al cabo de un par de meses de funcionar, nuestro “club secreto literario” se había tornado lisa y llanamente en un “club de literatura erótica” comenzamos con textos de Alina Reyes y al poco tiempo estábamos compartiendo relatos eróticos de escritores amateur online. Viendo que la cosa enfilaba en tal dirección, mis esfuerzos se centraron en auscultar a que tanto estaba dispuesta a llegar la madura profesora de literatura.
Por lo tanto, al cabo de poco tiempo, mi énfasis era en historias que tuvieran, ya como principal hilo o como actores secundarios, a una mujer mayor con un hombre más joven. Ya ve el lector hacia donde voy con esto. En fin, las historias de infidelidad de una esposa, también se hacían presentes insistentemente, primero por mi iniciativa, y luego por la de Elisa misma.
Y de esa manera los mensajes se tornaron en verdaderos diálogos. Las discusiones, casi siempre por escrito, a veces por teléfono y rara vez por Skype, ocurrían siempre con Elisa enfatizando el secreto y la trampa implícita en ellas.
–Disculpa que anoche no pude contestarte. Ross no se iba a dormir e insistía en quedarse a mi lado, ¡imposible poder escribirte con él husmeando sobre mi hombro! –confiaba mi amiga literaria.
O en otra ocasión al teléfono me tuvo que cortar abruptamente para no ser descubierta:
–Bueno, Juan, sabes que ADORO hablar contigo, pero escucho el portón de casa, debe ser Ross o mi hija, debo cortar ahora. La sigo por chat esta noche, si consigo privacidad. Cuídate mucho.
Personalmente me encantaba tal confianza y yo estimulaba la furtividad de los mensajes de Elisa con comentarios como:
–Qué bueno que anoche pudiste eludir a tu esposo y escribirme unas líneas –o: –Vos sabés cuanto aprecio el esfuerzo que hacés para llamarme a escondidas, escuchar tu voz en esas condiciones tiene un sabor especial, Elisa –decía yo con total descaro.
La connivencia entre Elisa y yo en esos chats privados llegó a influenciar grandemente la elección de los textos para nuestro club grupal de lectura: organizábamos mini-complots para sugerir textos que tuvieran alguna componente (muy secundaria) de erotismo o de infidelidad para “ver qué pasaba” y luego, en secreto, reíamos discutiendo las reacciones de participantes que ya sabíamos, andaban en “actitudes non-santas”. Es decir: de incautos participantes que eran menos cuidadosos que nosotros en sus andanzas. Y por si faltaba algo, el cuadro de engaño e infidelidad emocional del club de lectura se completaba con una “indiferencia igualitaria” de Elisa hacia mí y viceversa: no nos dábamos en público ni más ni menos atención que la que dábamos a otros participantes.
Es más, Elisa muchas veces llevaba su actuación al extremo fingiendo ignorancia de mis opiniones durante nuestras reuniones grupales.
–¿A ver qué piensa Juan de este tema de las relaciones extramatrimoniales como las describe la autora de hoy? –azuzaba mi confidente anfitriona, mientas hacia que todo el grupo fije su atención en mí y no en su maliciosa manera de involucrarme en el tema, del cual ya conocía mi parecer.
–Elisa, yo creo que tu insinuación que la infidelidad de la protagonista indica descontento marital está más basada en prejuicio social que en lo que dice el libro. En nuestro imaginario colectivo tenemos la idea de mujer infiel=matrimonio infeliz, pero no es así siempre y mucho menos en el libro, fíjate que…. –le reciprocaba yo, llevándole la contraria de manera arreglada exprofeso.
En algunas ocasiones Ross, el esposo de Elisa, despertaba de su sopor de cognac y cena de altas calorías y decía estupideces.
–yo creo que Juan tiene un buen punto.
A lo que Elisa respondía simulando escepticismo y hastío, revoleando sus ojos en un gesto clásico en ella y del que nadie sospechaba.
–¡Ufff! ¡Hombres! ¡Hombres haciendo causa común! –Aseguraba ella.
Pero en privado la conversación entre Elisa y yo era otra.
–¡No sabés como me gusta poder hablar en público en términos que solo nosotros dos comprendemos! ¡Jajaja! –decía Elisa mofándose de la inocencia de su académicamente influyente esposo y de todos los otros participantes que jamás hubieran imaginado nuestro secreto.
–Sos una gran actriz, ¡lo sabés! ¡Jajaja! –le respondía yo, festejándole la confidencia y alabándola en una sola oración.
Entre tantos intercambios de nuestro “club literario privado”, una cosa comenzó a hacerse evidente: Elisa adoraba las historias eróticas que involucraban a mujeres más grandes con hombres más jóvenes. Pero a la vez Elisa cuestionaba muchísimo la idea de Madura-experta y joven-aprendiz que reina en dichos relatos. De hecho, ella se quejaba de la falta de literatura explorando el caso contrario.
Sinceramente, yo no pude hacer más que darle la razón en ese tema, primero porque dicha literatura es (por comparación) más escasa y segundo porque comprendí de dónde venía dicho argumento: Elisa nos veía a nosotros (ella y yo) de esa manera. Elisa se sentía inexperta y a la vez creía que yo era un tipo con mucha más experiencia sexual que ella, que me aventajaba en más de quince años.
Con esa impresión quemándome internamente, en uno de nuestros llamados telefónicos, decidí involucrarla en una complicidad aún mayor.
–Elisa, ¿que te parece si nosotros escribimos una historia prohibida entre una mujer mayor y un hombre joven, donde él la introduce a ella a nuevas experiencias, y no al revés? –Le pregunté sin anestesia.
–Me ENCANTARIA explorar esa veta… literaria, claro jajaja” –respondió ella sin dudar y agregando la risa y la aclaración que dieron al comentario la picardía que no necesitaba.
–¿Acaso te ves vos como una mujer que tendría mucho por aprender de un hombre, como yo, por ejemplo? –Aproveché a sugerir.
–¡POR SUPUESTO que pienso en una mujer como yo con un hombre como tú, tonto! –afirmó Elisa sin mosquearse.
Note el lector que no hablábamos de ella y de mí, hablamos de una mujer como ella y de un hombre como yo. Es decir: Ella se refugiab en el comparativo. Y yo intentaba sacarla de esa situación hipotética a nuestro caso real.
–¿Te parece que yo tengo más experiencia que vos? –inquirí haciéndome el desentendido.
–¡UFFF! ¡Obvio que si! ¿Con cuantas mujeres has estado? –me preguntó ella.
–Ehhh… No sé, no llevo un conteo de aviones derribados como los pilotos de la guerra jajaja –retruqué evitando responder.
Ella soportó mi respuesta elusiva y volvió a la carga confesándose.
–Seguro es más que yo, Juan. He estado solo con dos hombres: mi primer novio, que no me enseñó nada y Ross con quien tampoco aprendí mucho. –Se sinceró mi madura amiga.
Yo ya no podía seguir jugando a la elusiva y vine con una directa.
–Ciertamente lo mío es más que eso ¡jajaja!. He tenido algunas novias estables, tuve varias amigovias y muchos rollos fugaces. Así que SI. Si nos lo propusiéramos, nosotros podríamos ser protagonistas de esa historia que vos imaginás.
–Mmm…. ¡Yo no imagino nada… por ahora! Jajaja! –decía ella introduciendo otra vez la picaresca chanza aclaratoria.
En aquella ocasión, el cachondeo tuvo que ser interrumpido por el arribo del inadvertido esposo, pero la semilla de la impúdica lujuria de la infidelidad entre cincuentona casada y cuarentón soltero había sido sembrada, abonada y regada en una sola jornada.
De ahí en más la literatura pasó a un segundo plano y el “club secreto de literatura erótica” se convirtió lisa y llana mente en el “club secreto del erotismo”. PUNTO Y APARTE.
En efecto, la dinámica de nuestra comunicación privada siempre era la misma, aunque aumentaba en intensidad con cada intercambio escrito o hablado: Elisa quería saber cada vez más detalles de mis experiencias: cosas que había hecho, lugares donde lo había hecho, cuantas veces lo había hecho, y con quien lo había hecho. Ella se nutría del morbo de relatos de mis experiencias.
Y yo, entregado a la seducción descarada y sin miramientos, aprovechaba cada vez para ir paulatinamente introduciendo nuevos y más osados temas: Desde describir toqueteos furtivos con una noviecita de juventud, pasando por unos morreos fugaces con la ex de un amigo, para arribar al sexo desenfrenado con una mujer casada al tiempo que yo ya tenía una “novia oficial” (novia que, por cierto, Elisa había llegado a conocer por amigos comunes y con la cual ya no estábamos juntos).
Todo esto parecía enloquecer a Elisa. Primero se entusiasmaba cuando le contaba la historia del acercamiento y la seducción con esas mujeres, pero luego quería detalles erotico-pornograficos. Con la excusa de avanzar en la escritura de nuestro cuento erótico, yo era el que aportaba la historia con la siguiente restricción: debía yo contárselo con cierta calidad, con ortografía cuidada y redacción impecable. Un costo (menor) para seducir a una experta en literatura contemporánea.
Cuestión que yo aproveché dichas sesiones de preguntas (de ella) e historias (mías) para introducir un elemento: La práctica del sexo oral que yo realizaba a todas mis amantes.
Al describir eso, lo hacía con cuidado de contar en detalle las sensaciones de la mujer (que mayormente yo inventaba, para que mentirles, si yo nunca he sido mujer) y mis propias sensaciones e impresiones: el olor y la lubricación vaginal, los temblores del cuerpo todo, la contracción vulvar y el enrojecimiento y abultamiento clitorianos que cada lengüetazo, lamida o caricia mía arrancaba en esas mujeres. Mi elección del tema no era casual ni caprichosa, por el contrario, era deliberada y calculada. Yo sabía, por conversaciones anteriores, que Elisa jamás había recibido una caricia oral de nadie. De esa manera, al sembrar dicha duda en Elisa, buscaba interesarla en una de mis cualidades amatorias más sobresalientes: mi inclinación a proporcionar orgasmos orales a las mujeres.
Cuando la conversación era por chat, Elisa usaba abundancia de iconos, emoticones y onomatopeyas para expresar su entusiasmo con mis historias cunilinguales. Y cuando conversábamos por teléfono los jadeos, los suspiros y la respiración profunda permitían expresar mejor el efecto de mi relato en la cincuentona profesora de literatura.
Tal era el gusto (de ambos) con tales sesiones, que con el correr de las semanas, las llamadas se hicieron cada vez más insistentes. Más osadas. Y, por cierto, más calientes.
Hasta que en uno de dichos mensajes, Elisa puso la pregunta en blanco y negro.
–Y tu crees que todo ese sexo oral que tan maravillosamente describes, causaría sensaciones similares en una mujer de mi edad? –Elisa insistía en el comparativo: diciendo “en una mujer de mi edad”, en vez de decir “en mi”.
Yo le contestaba sin vueltas y poniéndola a ella en el centro de la escena.
–Por supuesto que te encantaría, Elisa. Pero he aprendido que cada mujer es única y tus sensaciones serían únicas. No hay como describirlas. A menos que vos misma lo experimentes. ¡Por otra parte, nada tiene que ver la edad, Deberías probarlo, creeme, Elisa! –La incitaba descaradamente.
–UFFF ¡Juan! ¡Que más quisiera yo!!!! ¡Por las noches lo pienso continuamente! Releo tus mensajes y siento los cosquilleos y temblores que describes. Pero soy una mujer casada y mi esposo siente bastante rechazo por la sola idea del olor de mi vulva. –confesó ella, enviando a su esposo abajo del tren.
–Oh, Elisa, por un lado, siento alegría inmensa que mis relatos despierten ese deseo en vos. Y por el otro, lamento mucho que dicho placer te sea negado por un prejuicio absurdo. Si sintieras MI lengua en tu clítoris, descubrirías un nuevo mundo, Eli. – Reaccioné con condescendencia mal habida.
–¡Lo se! ¡Lo se! ¡Juan! Y te juro que me desconozco. Me estoy dando permiso de sentir estas cosas y hasta me siento húmeda como nunca antes en los últimos… ¿15? ¿20 años??? ¡Qué sé yo!!! Por otro lado, te confieso: ¡me da bronca que mi matrimonio me da tanta felicidad en muchos aspectos, pero me la niegua en este punto, que se ha tornado tan importante! –se abrió (aun mas) Elisa.
Envalentonado, propuse pasar (paulatinamente) a la acción, con una sugerencia maliciosa pero disfrazada de desinteresada idea.
–Si es así, una posibilidad para comprender mejor lo que sentirías si un HOMBRE EXPERTO te comiera como VOS TE MERECES, Eli, sería que cuando yo te cuente estas experiencias, vos te roces con tus dedos, bien lubricados, claro, para imitar el efecto de MI lengua. –propuse con descaro.
–¡AY! ¡Juan! ¡Las cosas que dices! ¡No sé si me animo!!! ¡Jajaja! –se ruborizó la caliente, pero inexperta, cincuentona.
No le dí cuartel, no era momento para flaquear.
–Nadie lo tiene que saber Eli, ni siquiera yo. Podés hacerlo mientras te lo escribo o cuento por teléfono y yo ni me enteraría. Es solo una idea. –aseguré, asumiendo mentalmente que una mujer dada a disfrutar manteniendo estas conversaciones a espaldas de su esposo, seguramente coquetearía con la idea de masturbarse a mis expensas sin que yo me enterara.
Elisa hizo una pausa y se dejó llevar.
–Y… suponiendo que yo quisiera hacer eso… ¿que lubricante usaría? Jajaja –preguntó la calenturienta Elisa.
–Pueden ser muchísimas cosas. Si la lubricación natural de mi pareja es realmente buena, me gusta mucho introducir mi dedo en la vulva regularmente para humectarlo y luego frotar el clítoris con insistencia. Sin embargo, en algunos casos, los lubricantes de preservativos, esas jaleas a base de agua, funcionan mejor. También podrías usar alguna crema que se pueda aplicar en la vulva: una crema humectante que sea compatible con el uso externo en la vulva. –dicté con un aire de experto en sexo.
Elisa, maravillada, preguntaba como si fuera una colegiala curiosa. Una colegiala de 58 años a punto de hacer la primera travesura de su recatadísima vida.
Y claro, pasó lo que tenía que pasar. Un día, en el teléfono, mientras le contaba con lujo de detalles (por pedido de ella) como acariciaba con mis dedos a una de mis amantes hasta hacerla acabar, Elisa comenzó a tocarse. Primero sobre la bombacha, luego corriéndola a un costado sobre la piel. Y luego, con los dedos embadurnados de una crema íntima que había comprado expresamente para eso, se los metía de a dos y tres falanges juntas hasta el fondo.
Los jadeos de Elisa eran tan fuertes y sus cometarios eran tan explícitos y soeces, que no cabían dudas: al otro lado de la línea la profesora madura se estaba tocando como una campeona. Lo pude confirmar cuando, después de tener un orgasmo a gritos, me lo confesó con mezcla de pánico, excitación y picardía:
–Juan… ¿que hice??? ¡Me he masturbado por primera vez en mi vida! ¡He tenido el primer orgasmo provocado por mí misma a los 58!! ¡Ufff!!!! ¡Increíble!– balbuceó agitada la señora profesora.
Increíble, realmente. Mi función para entonces era distenderla y dejar que ganara la euforia del momento por sobre la culpa social y lo hice con el chiste oportuno.
–¡Epa! ¡Epa!!! ¿Cómo por vos misma? ¿Solamente vos misma? ¿Yo no aporté nada acaso??? Jajaja –bromee.
–¡Ufff Juan! ¡Vaya que si aportaste! ¡Tú lo provocaste! O, mejor dicho: ¡Me lo provocaste!!! Jajaja –confesaba ella ya menos afectada por el sofocón inicial.
A partir de ahí, el club secreto se aceleró por el tobogán descendente de lujuria en que suelen deslizarse los infieles: los llamados dieron paso a las masturbaciones simultáneas. Primero por teléfono y luego, cuando eso no alcanzó más, en cámara. No era fácil: buscar el momento de la privacidad mutua, coordinar el horario y hallar cada uno para si el lugar perfecto. Pero con la misma habilidad que el cazador furtivo caza en el coto real, nosotros nos las rebuscamos para realizar nuestras “inocentes fechorías”.
Fue ahí, por cámara HD, cuando pude admirar su cuerpo: relleno, pero no gordo. Su piel pecosa cubierta de arruguitas que mantenía a raya a fuerza de frotarse cremas con colágeno, y su pecho generoso, caído, pero no mucho (o eso quise creer) y con dos soberbios pezones oscuros que aún apuntaban para adelante a pesar del pendulismo cincuentoso que aquejaba al resto de sus abultadas tetas.
Yo aprovechaba esas sesiones para elogiar todos sus atributos. Y ella, aprovechaba eso para alegar vejez y de esa manera recibir una dosis doble de piropos que reafirmaban e incluso incrementaban su baleada autoestima.
Indefectiblemente, todas las sesiones de sexo virtual solían cerrarse con una sonrojada Elisa diciendo:
–¡las cosas que me haces hacer a esta altura de mi vida, Juan!
Para entonces Elisa había adquirido maestría absoluta en el arte de la autosatisfacción. Y me contaba incluso, sesiones de masturbación solitaria que se regalaba releyendo nuestra “historia en progreso” (que no era más que un raconto de nuestros comentarios). Y, lo más importante, Elisa perdía el miedo a las acciones que antes le hubieran parecido repudiables: La infidelidad (de ella) ya no era algo criticable. ¿Ocultable? Sí, ¿Criticable? ¡Para nada! ¿El mostrarse desnuda en cámara? Algo “natural entre nosotros”. Incluso mi eyaculación, que (merced a su educación conservadora) siempre le había parecido una idea asquerosa y una necesidad meramente biológica, había adquirido para ella un atractivo visual tal, que ahora pedía que yo me masturbara primero mientras ella miraba y hacia comentarios como: –!wow!!! ¡Que chorro espectacular! –o –¡uffff!!! ¡Como resbala por tu pecho!!! ¿Se siente caliente?”.
Para animarla a soltarse (o como diría mi tío del campo: “para emputecerla”), yo le contaba de experiencias donde una novia de verano, joven, pero putísimamente experta, me comía el miembro hasta la eyaculación y luego fundíamos bocas y lenguas en un beso abundantemente espermático. Elisa se mordía el labio y jadeaba tocándose mientras me escuchaba y reaccionaba.
–Con un hombre así, debe dar gusto hacerte acabar con la boca, o ¡Que delicia de beso!!! ¡Los puritanos se lo pierden!! –hipotetizaba, en tacita alusión a su esposo.
Vivimos esas situaciones por semanas. Cada vez más intensas. Cada día con la presión de sobrepasar al anterior. Elisa incluso llegaba a producirse para mí, cuando podía: con tacones altísimos y maquillaje abundante. ¿El lenguaje? Semana a semana era más explícito.
Pero en medio de dichas videoconferencias y llamados calientes, el club de lectura en casa de Elisa y Ross transcurría normalmente, con nosotros dos fingiendo una inocuamente pura y sincera amistad. Yo mantenía mi distancia y Elisa se comportaba como la correcta esposa que todo decano de facultad privada merece.
Como notan los lectores, las interacciones sexuales con Elisa siempre eran virtuales y a distancia, nunca en persona. Y Yo ya no podía estar estancado en masturbaciones televisivas. A lo mejor para Elisa, que no conocía nada mejor, eso era suficiente. Pero para mí no. Yo quería sentir el cuerpo de Elisa con mi piel. Quería comerle la vulva directamente, no servir de relator de sus masturbaciones. Quería que mi simiente resbalara por sus voluminosos pechos, no por mi torso.
O dicho en latín antiguo: Quería Cogerla. Pronto.
Y yo sabía que ella en parte deseaba lo mismo, pero a la vez, que estaba cómoda en la separación física que proveía la relación virtual. Por la cual ella no se sentía completamente infiel, porque “no había sexo”. (creeteló).
Así que tuve que apretar las tuercas un poco con un email que, simulando formalidad, confianzudamente solicitaba el encuentro en persona con el único fin de concretar el acto carnal.
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Querida Elisa,
No sé cómo vas a tomar esto, pero luego del encuentro literario en tu casa la otra noche, luego de sentir tu perfume y de tenerte tan cerca, he regresado a mi cama con más necesidad de vos, que nunca antes.
Nada haría una masturbación (en privado o en webcam) para acallar este cosquilleo que siento en mi glande. No me alcanzaría con escucharte gemir un orgasmo y ver por cámara la brillosidad de tu vulva lubricada.
Para poder calmar mi deseo ahora, necesitaría ser yo quien arrancara el gemido de tu garganta y mi lengua la que verifique (y genere) tu lubrificación.
Elisa, ya no quiero sentir mi semen caliente resbalando por mi torso. Quiero verlo resbalando por tu pecho y que vos lo sientas quemándote la piel al caer por tus redondeces.
¿Has notado, amiga de mi corazón, que hemos permitido a nuestros cerebros estimularse mutuamente al extremo, pero que hemos vedado a nuestra piel, nuestros miembros, nuestras bocas de acceder al estímulo del placer?
No es justo para ninguno de nosotros: vos, yo, tu boca, la mía, tu clítoris, mi glande y un largo etcétera de puntos erógenos.
Necesito verte. Necesitamos vernos. En persona. Cuanto antes.
Tu amigo de siempre,
Juan
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Elisa no contestó la primera noche (solía hacerlo inmediatamente porque literalmente vivía pendiente de dichos mensajes) y lo hizo a primera hora de la mañana siguiente:
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Querido Amigo,
No tengo palabras para describir lo que tu mensaje ha provocado en mí. El miedo y las ganas pelean en mi interior una batalla que opacaría a las de la Roma clásica. No te equivocas en que deseo lo mismo que tú, PERO… Creo que deberíamos hablarlo en persona primero. No es fácil para mi dar el paso. Prefiero que dialoguemos en persona antes de hacer tal cosa.
Puedes venir a casa la semana que viene, 30 min. antes de las 7 PM, hora en que comienza el club de lectura?
Estaré sola y podremos discutirlo a fondo.
Tu amiga especial
Elisa
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Era mía. Mi mensaje fue corto y contundente:
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Querida Elisa,
Me encantaría que lo hablemos en persona, prometo resistir tus encantos sin desnudarte.
Estaré allí a las 6 PM.
Juan
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La hora adicional que me había auto-otorgado y el flirteo fueron validados con una onomatopeya y dos palabras:
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¡Jaajaja! ¡Te espero!
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La semana pasó sin novedades: cumplimos nuestra tarea literaria de pre-acordar complicidad en la discusión del libro e intercambiamos numerosos mensajes picantes recordando algunas masturbaciones simultaneas. La guarangada ya había reemplazado totalmente a la pulcritud en la lengua de Cervantes. Pero no hubo llamados ni teleconferencias. Solo anticipación creada por mensajitos cortos.
El día del club literario llegué 5:55 PM. Supuestamente iba yo a ayudar a ordenar el comedor y la mesa (algunas veces comíamos una cena comunitaria antes de discutir el libro). Pero Elisa ya estaba en su casa y tenía todo listo, para no “perder tiempo en eso”.
Apenas tuve tiempo de entrar a la casa y patear de taquito la puerta a mi espalda, porque el beso en la mejilla, de rigor en público, se tornó en un abrazo cara-a-cara con miradas acechosas que desembocaron una comida de boca de antología.
Elisa suspiraba mientras yo empujaba su cuerpo con el mío (bocas aun fundidas) haciéndole cruzar, reculando, el palier para finalmente apretarla: la espalda contra la puerta del closet de entrada y mi humanidad en todo su frente. Así, cuerpo a cuerpo, sus tetas se sentían más enormes que lo que se veían. Y mi miembro abultado bajo el pantalón se hizo patente en la entrepierna de ella, mientras los besos se tornaban en mutuas lamidas de labios.
Las protestas desganadas de Elisa me trajeron a la realidad:
–Juan! Juan! ¡Que era para conversar! Jajajaja! –Jadeaba entre risas picaronas.
La barrera del contacto físico estaba rota desde antes de llegar, porque lo habíamos repasado en nuestras mentes miles de veces cada uno de nosotros. Así que ante el reproche de Elisa, paramos, nos miramos a los ojos asintiendo con sonrisas socarronas, como burlándonos del plan original de esa “charla”, y simultáneamente arrancamos con otra sesión de besos donde un cirujano hubiera tenido un arduo test para poder identificar el final de una lengua y el principio de la otra.
Elisa, la Sra mayor, impecablemente vestida y arreglada sucumbía al hombre de mediana edad, empalmado como un adolescente en celo que la apretaba y la besaba tal y como se lo había contado en sus conversaciones secretas. Era el beso y el apriete que tanto había imaginado Elisa en los últimos días, pero mejor. Era mejor porque ella lo sentía.
Los “te extrañé” y “te deseo” se sucedían incesantemente entre jaderos y se matizaban con comentarios mas largos.
–mmmm!!! ¡Que lindo besas! –o –wow! ¡Cuánto hace que no siento a un hombre así de duro! –y mis: –¡que mujer increíble sos!, ¡es un sueño hecho realidad tocar estos pechos turgentes!
Cada palabra iba acompañada de un magreo, de un manoseo (hablar de caricias seria inexacto y eufemístico) o de un tocamiento impúdico el cual ella no resistía, sino que invitaba con sus gemidos de asentimiento, y que incluso intentaba reciprocar sobando mi miembro por encima del pantalón.
Sinceramente, no recuerdo bien cómo llegamos del palier a sentarnos en el sillón del living, que estaba a varios metros. Ese mismo sillón donde en menos de una hora se sentarían los desapercibidos miembros del club de lectura.
Sé que, de repente, nos encontramos ahí: ella de acostada boca arriba, aun vestida y yo encima de ella con toda mi ropa puesta.
Una vez en el sillón los jadeos y la respiración agitada, los quejidos de deseo y placer y las onomatopeyas de sorpresa o aprobación, ganaron por goleada a las palabras.
Acorde con la temporada estival, La Sra Elisa, esposa del Decano Ross, lucía un elegante vestido suelto, que pasaba de la rodilla y que cubría el torso y la espalda, pero que carecía de mangas.
Mientras mi boca la besaba, mis dedos, o mis uñas mejor dicho, dibujaron tiernos arañazos imaginarios en los brazos y piernas de Elisa. Los de las piernas sirvieron para ir levantando el vestido hasta la cintura. Momento en que me acomodé presionando con mi abultada bragueta sobre la ínfima tela de su bombacha, moviendo la pelvis rítmicamente, para provocar frotamiento que indujo espontáneamente el movimiento acompasado de sus caderas. Y los arañazos de los brazos se prolongaron en el cuello y en la nuca, donde los dedos actuaron como peine de la renegrida cabellera y bajaron por la espalda sin otra intención que descorrer la cremallera para poder bajar la parte superior del vestido. Todo esto, imaginará el lector, ocurría sin parar de besarnos, más que para tomar aire y para gemir algún sonido gutural de placer.
Para entonces, cualquier plan alternativo de dialogo que Elisa había tenido para esos minutos previos a la reunión con el club de literarios intelectuales, no pudo ser expresado. Porque mientras todo eso ocurría, mi boca mordía sus labios, lamia su lengua y besaba su cuello enmudeciendo a Elisa, no por acción mecánica (de mi boca sobre la ella), sino por la acción mental de mi experta estimulación sobre su inexperto cuerpo.
Cuando finalmente Elisa pudo producir palabra, su vestido ya se hallaba hecho una especie de anillo en torno a su (no tan delgado) vientre, sus abundantes tetas se derramaban por encima del brasier y sus areolas oscuras y pezones endurecidos eran chupeteados y mordisqueados agresivamente por mi artera boca. Mi mano derecha acariciaba su nuca en un gesto de ternura y de lujuria simultaneas y mi mano izquierda se colaba por debajo de su bombacha y jugaba a enrular un bello púbico largo y empapado de sus propios flujos. Elisa bufaba, pedía más, asentía.
En efecto, Fue en esas condiciones, semi-desnuda y toda despatarrada sobre el sacrosanto sofá literario, que Elisa pronunció palabra para validar lo que acabo de afirmar, usando acaso la frase más blasfema de toda su vida.
–Por el amor de Dios! ¡Que me lleve el demonio si alguna vez he sentido algo mejor que estooo!!!! –gritó convulsionada la madura profesora de literatura.
Mi estimulación era metódica y calmada, pero yo simulaba la desesperación necesaria para que Elisa expresara su éxtasis sin sentirse sola o desubicada. Y para reafirmar eso, decidí corresponder su blasfemia violando el mandamiento que prohíbe el falso testimonio.
–Elisa, mi vida, esto es increíble, te JURO que nunca en mi vida me he sentido tan pero tan caliente con nadie, sos IM PRE SIO NAN TE. Y en este momento solo quiero hacerte venir. –Mentí con descaro.
Elisa sabía que le mentía, pero necesitaba escuchar (y creer) esas mentiras para soltarse definitivamente. Y abandonando su voluntad al dominio del sector del cerebro que comandaba su libido, Comenzó a pedirme lo que yo quería darle.
–¡Sí mi amor! ¡SIIIII!!!! ¡Hazme venir!!! ¡Te lo ruego! ¡No hay tiempo! ¡Hazme venir como solo tú puedes lograrlo!” –suplicaba ella.
Dispuesto a morir consintiéndola, sin dejar de sobar sus tetas, bajé mi boca a su entrepierna. Su bombacha ya había salido y sus piernas abiertas me otorgaron dominio de una vulva de mujer entrada en años, con algún que otro flap de carne colgante, pero enrojecida e inflamada en parte por la sangre que se agolpaba en ella y en parte por él frotamiento intenso al que la había sometido. La imponente vulva estaba cubierta de vello oscuro y coronada por un clítoris tan abultado que habría ridiculizado al 25% de los varones menos favorecidos de corea del sur (país famoso por ser hogar de hombres poco dotados).
Mi besos en la cara interna de los muslos arrancaban sus gritos.
–¡Ohhh!!! ¡Siiii!!!! ¡Como me lo has contado en nuestras charlas!” –rememoraba en voz alta Elisa.
Por mis relatos, ella sabía lo que venía, y sin embargo no tenía ni idea.
En el pasar de besar y lamer de un muslo a otro, mi cara se detenía frente a su vulva para respirarle afanosamente en los pelos mojados pero sin rozarla.
Esa respiración provocaba en Elisa una palpitación acompasada y sincronizada de los labios de la vulva y a la vez le provocaba una especie de apnea, por la cual la cincuentona paraba de respirar por un instante (acaso esperando el arribo de la lengua al clítoris) hasta que mi cara se movía del frente de la vulva y arribaba al otro muslo para morderlo, besarlo o lamerlo. En ese instante el gemido de Elisa era una mezcla de desahogo respiratorio y suspiro de placer.
–AAAAJJJJHHHHHH!!!!!! UUUFFFFFFFF!!!! SIIIII!!!!! COMEMELOOO!!!
Ella no supo cuántas veces repetí la rutina de pasar de un muslo al otro azuzando su clítoris sin rozarlo, una y otra vez: cuando anticipaba el lametón central, el premio se le escapaba. Pero en uno de esos traslados del muslo izquierdo al derecho y de regreso, mi cara, en vez de limitarse a respirar en su vello púbico, le soltó un lengüetazo plano, salivoso, caliente y de largo recorrido. De abajo hacia arriba, de afuera hacia adentro: desde la base de su vulva hasta la punta del clítoris, recorriendo los labios internos. Y en el movimiento ascendente, mi lengua se fue convirtiendo de brocha plana en un pincel de filetero que finalmente dió la estocada certera sobre la capucha del clítoris engorgoritado de sangre.
El lametazo la tomó desprevenida y Elisa sintió que la lengua la acariciaba con delicada firmeza y la transportaba a otra dimensión. Toda la imaginación y todas las historias que yo le había contado no igualaban lo que esa mujer madura sentía en ese momento. Y Elisa, la mujer de 58 años cuya vulva no había sido rozada jamás por una lengua, ahora gozaba el recorrido de las caricias orales, milímetro por milímetro.
Las pasadas de mi lengua se repitieron mecánica y metódica mente: de abajo hacia arriba, con presión y ritmo cambiante, y cada X veces: 1? 3? 2? 4? (ella intentaba contar y no podía), toda mi boca formaba una especie de O y se asentaba como capuchón sobre su clítoris que era lengüeteado vertiginosamente un número (también incierto) de veces para ser abandonado y re-comenzar la rutina de lamidas.
La cercanía del éxtasis de Elisa se me hizo inminente cuando sus manos intentaban evitar que mi boca se separara de su clítoris para dar más lengüetazos. Ella lo lograba empujando mi nuca hacia abajo con sus manos y pidiendo a gritos que no me detuviera.
–¡SIIII!!!! ¡AHÍ!!!! ¡JUSTO AHÍ!!! –aullaba Elisa a punto de venirse.
Yo sabía bien lo que eso significaba: Elisa solo quería que le hiciera vibrar el clítoris. Quería que mi estimulación se concentrara en ese, y únicamente ese, órgano.
Pero ella no sabía que ese punto indicaba para mí que era momento de meter mis dedos en la escena.
Como pude pasé mis dedos por la vulva empapada y enrojecida y, mientras no dejaba de lamerle el clítoris con una lengua que hubiera sido la envidia de las alas del colibrí, le dejé ir dos dedos embadurnados de sus propios flujos adentro de su vagina. Sentí la sorprendentemente estrecha vulva de esa mujer madura engolfar los dedos al tiempo que ella gritaba.
–¡DIOS MIO! ¡Que es esooo!!!!!!????!!! ¿QUE HACES???” –preguntaba sorprendida mi madura amante.
Elisa intentó incorporarse a mirar, pero le era imposible: mi cuerpo la aprisionaba. Yo estaba sobre sus piernas, mi cabeza le apretaba la pelvis hacia abajo mientras le lamia el clítoris con ritmo sostenido, mi mano izquierda magreaba sus tetas y la mantenía con la espalda adherida al sillón y mi mano derecha la penetraba con índice y mayor que, tornados en gancho, estimulaban el techo interno de su vulva en un movimiento “de llamada” que le decía al orgasmo: ‘vení para acá, vení’.
Elisa sintió la tensión en todo su cuerpo y supo, que se venía un orgasmo, como cuando se masturbaba. Pero también supo que esta era “la ola perfecta”, este orgasmo era grande. Lo anunció cuando la el goce la arrollaba.
–¡SIH! ¡SIJ! ¡VIENEJJJ!! ¡Seeejjjj!!!! –gimió Elisa de manera casi ininteligible entre sus estertores de placer.
El estallido fue Majestuoso: Sus gritos retumbaron en la amplia casa y su cuerpo se tensó despegando la espalda del sillón como una posesa, para finalmente sacudirse espasmódicamente. Sus dos manos clavaban uñas en mi nuca y sien. Sus piernas rodeaban mi cuerpo, atenazándolo, y su vulva palpitante succionaba mis dedos al tiempo que la pelvis empujaba hacia adelante buscando ser penetrada más a fondo. Finalmente, después de 5 o 6 convulsiones orgásmicas interminables, el cuerpo de Elisa fue aflojándose hasta caer inerte y tembloroso, como un flan sobre el sofá.
Mil cosas (que luego me confesó) pasaron por la mente convulsionada de la cincuentona: La edad de su amante, su propia edad, la intensidad de su orgasmo, la incapacidad de su esposo, su infidelidad. Sintió alegría, culpa, miedo, odio, amor. TODO. Sintió todo. Y finalmente, segundos más tarde, se dio cuenta que en el otro extremo del sofá, entre sus piernas aún estaba yo inmóvil, mirándola.
Elisa se incorporó sobre sus codos, sus tetas se derramaron hacia abajo por esa gravedad que es tan implacable con las mujeres maduras, miró mi a cara totalmente embadurnada de sus flujos y me preguntó lo obvio:
–¡¿QUE FUE ESO?!
En su rostro, dos sentimientos peleaban por aflorar: Su boca era una mueca de alegría y satisfacción, sus ojos culposos no podían contener las lágrimas. Mi función en ese momento fue la de inclinar la balanza emocional hacia la derecha, y lo hice con la respuesta oportuna.
–¡No sé qué pensás vos, Eli, Pero para mí fue el orgasmo más increíble que he tenido oportunidad de observar!!! Jajaaj –bromee con soltura.
La alegría del carpe diem triunfó sobre la culpa ancestral que carga la mujer insatisfecha dentro de la sociedad machista.
–¿De observar??? ¡Sinvergüenza! De PRO-VO-CAR, dirás. –Elisa rio pícaramente y retrucó sin remordimientos.
Las carcajadas se prolongaron cuando nos dimos cuenta de que mis dedos aún estaban aprisionados en su vulva. Y las risas terminaron cuando el instinto de supervivencia de la esposa pragmáticamente infiel afloró:
–¿QUE HORA ES? ¡LOS INVITADOS! !MIRA COMO ESTOY! ¡Y TU CARA! NOS TENEMOS QUE…. –reaccionó la señora de la casa con desesperación y pánico.
La detuve y le dije: –Seis y 12.
–¿EEHHH???? –dijo ella.
–12 minutos, desde que sonó el timbre hasta que te viniste en mi boca, Eli! Apenas 6 y 12. Tenemos más de 40 minutos sin contar que todos llegan siempre tarde. –le aclaré.
Elisa volvió a reir. –¡12 minutos! ¿TODO en 12??? ¡Noooo!!!!! JaJaJa.
Ahora ya no sentía culpas. Se sentía orgullosa. Se sentía poderosa. Se sentía viva. Doce minutos de pura pasión calenturienta desde abrir una puerta hasta el orgasmo más intenso de la historia de la humanidad (en su limitada imaginación, claro). Era para sentirse orgullosa.
Nos levantamos, nos besamos y ella intentó mezquinar la boca, pero mi mirada le recordó nuestros chats: no me gustaba cuando una mujer rechazaba mis besos por tener gusto a su vulva. Elisa entonces lamio mis labios con diligencia y se comprometió a mas.
–Ya vas a ver, voy a ser la mejor de todas –prometió juguetona mi nueva amante. Su espíritu de competencia femenina volaba alto y yo lo estimulaba para mi provecho, obviamente.
Nos vestimos. En verdad, ella se vistió, yo aún tenía toda la ropa puesta. Me lavé la cara y nos peinamos entre risas cómplices. Limpiamos el sillón y lo rociamos con aromatizador de lavanda, para contrarrestar el olor a concha de Elisa, y ahí ya no había pasado nada raro.
Los besos, las sobadas de mi bulto y los chirlos en el culo de Elisa prolongaron juguetonamente el acicalamiento por el tiempo justo: El timbre del primer invitado sonó justo cuando yo simulaba sacar la basura de la cocina para dejar un contendor limpio antes de la cena y Elisa atendió con su cara de siempre: anfitriona alegre y feliz.
Ross llegó mucho más tarde, comió en exceso, tomó más aun y se excusó para ir a dormir temprano mientras los participantes discutíamos acaloradamente El Cuarto de Atrás, de Carmen Martin Gaite.
El resto de la velada fue intrascendente, a pesar del libro. Nuestra complicidad literaria siguió funcionando de manera impecable y me retiré antepenúltimo, justo antes que una parejita de novatos participantes, para evitar sospechas.
Al llegar a casa, varios mensajes de Elisa se agolpaban en mi celular: agradecimientos, exclamaciones y promesas de más.
Me fui a dormir con flashes de esa soberbia madura retorciéndose, gritando, pidiendo y acabando de manera brutal y tierna a la vez. Cada contorno de su imperfecta figura se me hizo magnifico. Y el tacto de esa piel poblada de arruguitas y pecas se me apareció en sueños. En el sopor también creí recordar el olor salobre de esa veterana vulva que se había humedecido hasta límites que desafiaban la sección “post-menopausia” de todos los tratados de endocrinología, habidos y por haber.
Habíamos dado un paso. Faltaban más. Muchos más.