Eligiendo esclavo
Una ama convoca a candidatos a esclavos en su casa para elegir al que dominará esa noche, haciéndola gozar con su obediencia. Muy recomendable para esclavos amantes de los más bellos pies.
Eligiendo esclavos
Por diosa salvaje
Llegué a la sala y todos se volvieron anonadados. Soy un ama perfecta, de piel muy blanca y abundante cabello oscuro, una larga melena con flequillo a la frente, rodeando un perfecto ovalo facial que en ese momento llevaba medio oculto por un antifaz de látex negro que además cubría la mitad de mi cabeza. Para la ocasión había elegido unas altas botas negras que se atan por detrás con cordones y dejan ver la piel encintando la parte trasera del muslo, las corvas y gemelos hasta el tobillo, donde se cierran envuelven mi delicioso pie hasta rematarlo en una fina puntera plateada, del mismo color que el tacón de aguja sobre el que caminaba con paso firme. Llevaba puesto unos altísimos guantes que dejaban descubiertos mis hombros y un top corto, carbón brillante, con dos pequeños orificios que permitían salir, exhibir, mis rosados pezones, erectos y suaves. Mi vientre plano se cubría a su mitad con una deliciosa y estrecha minifalda de encaje negro que cerraba mis caderas y se alargaba un poco más, lo justo para tapar mi preciosa joya, pero que permitía transparentar el fino hilo de vello negro que adornaba mi pubis.
Ante mí se postraron una docena de hombres de distintas cualidades físicas y edades. Paseé un poco por delante de ellos para que pudieran admirar la perfecta belleza de mi calzado y la potencia inusual de mis pasos. Luego les ordené que se levantaran. Algunos, los más audaces, se atrevieron a mirarme de soslayo para quedar imantados por la fuerza y la energía que desprendía en ese momento de gloria. Todos estaban allí para que yo decidiese cuál de ellos sería mi esclavo esa noche. Los miré atentamente y con la punta de los dedos de mis finos guantes de satén negro levanté la cara de alguno. Un poco escondido, casi perdido entre todos, estaba un chico rubio que intentaba ocultar la cara entre los hombros de sus compañeros. Era rubio con el pelo hasta los hombros, de pequeña estatura, algo gordito por la cintura quizá por falta de ejercicio y cuando me fui acercando a él noté que se puso a temblar. Le alcé el rostro y desvió la mirada hacia la pared lateral, me gustaron sus dulces ojos azules, líquidos y trémulos, parecía una gacela asustada.
Tú serás mi esclavo.- le dije. No tiembles más que soy la más dulce de las amas.
Inmediatamente se postró y con voz apenas audible me suplicó que le dejara besar mis botas, a lo que accedí. Le ordené que se levantara y se acercara a mí, y cuando estuvo bien cerca le palpé el pantalón y pude comprobar que estaba completamente empalmado y que su polla tenía buen tamaño. Se ruborizó, completamente turbado, y yo murmuré a su oído:
Creo que no me he equivocado, esclavo. Sígueme. Los demás podéis marcharos.
Pasamos a mi habitación en aquel edificio de lujo en el que tengo alquilado ese lugar ideal para mis juegos. Las paredes están enteladas en seda de color corinto y en cada una he ido colocando magníficos espejos isabelinos de exquisitos marcos dorados que he tardado años en encontrar en los mejores anticuarios de Europa. El mejor de ellos, uno veneciano, lo instalé en el techo, reproduciendo la cama. Enfrente de ésta hay un mueble que mandé hacer a mi carpintero especialmente en caoba de Cuba. Parece el marco de una puerta, pero los laterales son dos espléndidas columnas salomónicas. De las esquinas de arriba penden dos lazadas de cuero y por abajo hay otras dos iguales que descansan sobre la mullida moqueta de lana roja, como oscuras serpientes.
Dejé a mi esclavo en medio de la habitación y paseé por ella. Los espejos repetían mi imagen caminando sobre el rojo suelo y dejando por aquí y por allá las pequeñas marcas de mis afilados tacones.
Desnúdate jovencito.- dije de pronto.
Y bajo la luz rosácea de la lámpara del techo aquél chico se fue desprendiendo de su ropa oscura y dejó a la vista su carne blanca que habría de ser presa de mi lascivia. Seguía empalmado, el capullo de su pene, de un tamaño aceptable, empezaba a sobresalir de su prepucio mostrándose rojo y brillante. Eso me hizo reventar de lujuria, pero me contuve y no expresé el más mínimo gesto, afortunadamente llevaba mi máscara y no creo que pudiera apreciar el fulgor en mis ojos.
-Mi querido esclavo, átate los huevos con este anillo doble.
Y me senté en la cama cruzando las piernas, notando la humedad que empezaba a expandirse por la parte interior de mis muslos. El chico era diestro en atarse, se notaba que lo había hecho muchas veces y lo resolvió enseguida. Un calor íntimo se fue apoderando de mí sólo de pensar en la satisfacción que la obediencia de ese joven me iba a proporcionar, algo intenso se desplegaba en mi interior poseyéndome con furia. Quise ver hasta qué punto me desbordaría y le dije:
- Besa de nuevo mis botas, desde la punta hasta el tacón.
Inmediatamente se tiró al suelo y con una pasión inesperada se puso a besarme los pies, enfundados en cabritilla negra, mientras no dejaba de repetir:
Ama, ama, ama...- con la voz completamente trastornada por el deseo.
¿Qué haces perro? - le grité. ¿Quién te ha dicho que podías desmandarte tanto? No dejaré que disfrutes más que cuando yo quiera y como yo quiera. Te mereces un castigo y ahora mismo te lo voy a dar.
Y mientras decía todo eso casi pierdo los estribos del salvaje delirio que me dominó. Lo llevé debajo del marco y até sus manos con las cintas de cuero a la parte superior y abriéndole las piernas le até los tobillos a los de abajo. Ahora sí estaba completamente a mi merced. Me miraba con los ojos brillantes y rendidos, diciéndome:
Perdóneme Ama, me he pasado, merezco un castigo, soy un perro torpe.
¡Exactamente! y por eso ahora te voy a poner este collar de perro para que sepas cuáles son tus límites.
Saqué de unos de los cajones de mi cómoda imperio un collar de cuero negro con puntas de púas y una argolla, también extraje una cadena de plata de eslabones muy larga y fina. Até el collar a su blanco y delicado cuello y fijé la cadena a la argolla, luego la dejé colgando y até el otro extremo en el pequeño gancho del anillo doble que se había puesto en los huevos. Así estaba espléndido, sometido por sus ataduras, y expuesto ante mí, el miembro erecto y levantado por el collar del cuello, de frente el singular agujero oscuro de su miembro. Su capullo ya estaba completamente fuera, habiendo superado sobradamente la fina membrana de su suave estuche. Respiré hondo para mantener a raya el deseo desenfrenado de perderme y me acerqué a su oreja susurrándole, casi suspirándole:
Te voy a castigar más, cabronazo, te voy a usar como un objeto solo para mi placer, como yo quiera, cuántas veces yo quiera hasta que acabe con tus fuerzas y te sometas del todo. Voy a coger tu polla, ese capullo colorado que tienes entre tus piernas y me voy a pintar mis jugosos labios con él.
Inclinándome le cogí el miembro y con la gota que se empezaba a desprender de él rocé suavemente mis labios y luego fui esparciendo el líquido por la superficie como si se tratara de una barra de carmín. Un gemido que no pudo controlar salió de su boca y con ese sonido una descarga eléctrica me recorrió la espalda, el primer espasmo de placer me erizó la piel y abrió por completo mi sexo. Era el momento justo, necesitaba tocarme ya, pero antes, con la boca húmeda de su líquido, le besé, primero sólo tocar sus labios, y luego me separé para ver su cara arrobada, roja .
- Abre la boca y no se te ocurra responder a mi beso, aquí la única que besa soy yo.
Y acto seguido le entré con la boca abierta, chupándole los labios, mordiéndoselos levemente, pasando mi lengua por sus bordes, extrayendo su lengua con toda mi boca, succionándosela como si fuera la polla, con movimientos rítmicos como si me lo estuviera follando con mi puta boca. Empecé a gemir como una gata salvaje, él intentó acercar su cuerpo al mío desde la posición que estaba, trataba de rozarme con su sexo y para que se diera cuenta de quien seguía mandando le di un toque con un dedo en la punta de su tibio capullo y gimió, de placer, de dolor.
Me tumbé en la cama y el espectáculo no podía ser mejor para mí. Separé mis piernas para tener mejor acceso a mi coño y mostré mis labios mayores perfectamente depilados y los menores ya completamente morados y duros de deseo. Una fina capa de líquido bañaba toda su superficie y descendía por el interior de los muslos. Estaba empapada. Pero no fui directamente a acariciarme entre las piernas, sino que disfruté un rato sobando la punta de mis pechos erectos que asomaban por el sujetador de látex. Una corriente eléctrica bajó hasta mi vientre, estaba excitadísima y mi esclavo, ante mí, con la mirada turbia, entregado, con el pene apuntando hacia arriba, ya sin que la cadena hiciera nada por levantarlo hacia el cuello, porque estaba disparado, solo el miembro enhiesto, derramando gotas y gotas mientras él se balanceaba a compás como si haciendo eso pudiera tocarme, como si aproximarse a mí fuera la única salvación posible.
Ama, ama -decía suplicante. Voy a morir
Sus gemidos lastimeros, su cara de placer y dolor me exaltaban los sentidos y cuando rocé con la punta de mis dedos la suave piel de mi pubis una descarga de placer me fue inundando y cerré los ojos para sentir mejor todas las tremendas sensaciones que recorrían mi cuerpo. Introduje un poco más las yemas del dedo corazón, buscando separar la carne que tapaba mi clítoris y con movimientos redondos fui percutiéndolo intensamente. Sin tiempo para mucho más un racimo de orgasmos se desprendió desde adentro e hizo que me convulsionara entera, mientras jadeaba y gemía a partes iguales.
Cuando abrí los ojos mi esclavo lloraba, un hilillo de semen se desprendía desde su glande hasta el suelo, su cara estaba roja y su mirada extraviada. La boca seguía entreabierta, los labios húmedos y un poco de saliva caía por la comisura izquierda hacia la barbilla. Intentaba, sin éxito, cerrar las piernas, moverse rítmicamente para desencadenar su orgasmo.
Le sonreí cínica. Aquél espectáculo era impagable, hubiera estado así toda la noche si no supiera que la tortura tiene que tener un límite para que cause efecto. Mi esclavo mi dulce esclavo me había dado tanto placer, me había vuelto tan salvaje y loca que ahora yo estaba dispuesta a consolarlo. Desaté su collar y la cadena que ya de nada servía porque la polla era una estaca que miraba para arriba con una fuerza inaudita. Desprendí sus brazos y sus tobillos y le dije que se tirara al suelo, a mis pies, frente a mí con las piernas abiertas. Obedeció como un autómata tembloroso. Me desprendí de una de mis afiladas botas, dejando el pie desnudo, un pie blanco y perfecto, con las uñas esmaltadas en rojo como caramelos de cereza. Con la puntera de mi bota izquierda presionaba sus huevos desde el periné y con el pie descalzo recorrí de arriba abajo el mástil de su verga. Mis dedos son muy hábiles, los separo con mucha facilidad, de manera que no me resultó difícil atrapar su capullo entre el dedo gordo del pie y el siguiente. Con sumo cuidado y con la delicadeza de que soy capaz empecé a subir y bajar el fino estuche de su prepucio, frotándolo contra la superficie húmeda de su glande. Mi esclavo balbucía, gemía, tenía la boca desencajada y babeante. El interior de mi pie friccionó el resto de su miembro y con dos acometidas más noté que su corrida era inminente, inexorable. Por eso posé mi bota en su abdomen y seguí masajeando con el pie desnudo la turgente polla que estalló en múltiples chorros de semen sobre el brillo negro acharolado de mi exquisito calzado. Su placer duró mucho, sus espasmos no cesaban, con los ojos en blanco se retorcía sobre la moqueta de lana roja y verlo ahí tan blanco, los sentidos anegados por el intenso orgasmo me excitó nuevamente. Ya estaba dispuesta para un segundo asalto. Esa noche lo dejaría seco.
Cuando se recuperó un poco le ordené que me limpiara la bota con su lengua y que el resto de la noche se dedicaría a masajear y adorar mis pies en agradecimiento a mi enorme bondad y dulzura.