Elena o el reencuentro con el pasado.
El paso de los años no ha aclarado los sentimientos de Elena. El reencuentro con la persona más importante de su adolescencia y su evocación en momentos íntimos tal vez le ayuden a despejar dudas.
El tibio sol, de una mañana de principios de primavera, caldeaba las ya de por sí sonrosadas mejillas de Elena.
Había postergado aquella visita durante más de un mes. Se habían agotado las excusas y debía dar aquel paso. Los días lluviosos fueron el primer pretexto; las fiestas patronales, con sus monumentos, sus procesiones y su pólvora por todas partes, también sirvieron para justificar la demora.
Externamente no se podía apreciar ningún síntoma de nerviosismo. La madura elegancia en el porte, el sereno semblante, el paso firme sobre el pavimento, tan solo el rubor de su rostro y la inquietud de los dedos jugueteando con el bolso denotaban cierta ansiedad.
Cruzó la plaza del mercado, encaminándose a la fachada principal de la Lonja de la Seda. La mujer rememoraba su juventud mientras observaba las gárgolas del edificio gótico, a cuál más satírica e indecorosa.
Con paso cauteloso por el irregular firme rodeó el majestuoso edificio cuatrocentista en dirección a la fachada posterior. Cuando tras un par de callejas desembocó en la pequeña plaza de la Compañía, un mar de recuerdos la embargó. Allí transcurrió el que debía haber sido el día más feliz de su vida, del que luego se arrepentiría durante muchos años.
De la puerta principal del monumental templo había salido, hacía veinticinco años, blanca y radiante. Aún podía recordar la sobrecogedora melodía del gran órgano tocando la marcha nupcial, mientras una lluvia de arroz y pétalos de rosa la recibían en el exterior.
Fue rodeando la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús con paso vacilante. En el gran edificio adosado a esta se veían todas las puertas principales cerradas. No localizó la entrada hasta que no se halló en la fachada posterior de la construcción. Un sencillo letrero sobre una modesta puerta rezaba: Casa Profesa de la Compañía de Jesús.
El sonrojo de sus mejillas se había intensificado en los últimos metros recorridos. Sentía una leve sequedad en la garganta, pues se sentía embriagada por las intensas emociones. "¿Me recordará después de treinta años?", se preguntó Elena por enésima vez, al tiempo que ascendía serenamente por la escalera de acceso. "No puede haberme olvidado", se dijo extrayendo algo de aplomo de algún recóndito lugar.
–Buenos días, señora –saludó un joven tras una ventanilla adjunta a una gran puerta de roble.
–Buenos días. Desearía ver al padre Arteaga –respondió la mujer con creciente inseguridad.
–La visita de quién debo anunciar al padre contador –respondió sonriente el joven.
Elena desconocía la ocupación actual de su viejo amigo. Un trabajo como contable se le antojaba demasiado tranquilo para alguien tan inquieto. Desconocía si los jesuitas se jubilaban, pero a tenor de la información recién adquirida, parecía que no fuera así.
–Soy… –"¿Quién diablos soy?, ¿su ahijada?, ¿su alumna?, ¿su amiga?", se preguntó la mujer, meditando la respuesta– una antigua alumna. Desearía darle una sorpresa al padre. No creo que me reconozca después de tantos años, pero aun así…
–Aguarde aquí, por favor –el joven volvió a sonreír de aquella manera tan agradable.
Tras unos minutos, en los que los nervios de Elena se intensificaron, retornó el joven conserje acompañado de un hombre de gesto adusto.
–Si es tan amable de acompañar al padre Damián, él le mostrará el camino hacia la tesorería.
–Por aquí –dijo por todo saludo el recién llegado.
El silencio era sepulcral en aquellos amplios pasillos, tan solo se escuchaba el taconeo de los zapatos de Elena sobre las baldosas. Todos los corredores eran semejantes. Todos con escasa o nula decoración, todos carentes de objetos y personas. El edificio transmitía solemnidad y sosiego por los cuatro costados.
Tras ascender por unas escaleras de servicio, se encontraron ante una puerta entreabierta. El padre Damián se deslizó en el interior de la estancia indicando a Elena que aguardase, lo que acrecentó el vacío que sentía en la boca del estómago. Segundos después, el hombre retornó dejando la puerta abierta tras de sí.
–Pase –indicó al tiempo que se desplazaba a un lado para franquear el vano.
Tuvo que inspirar profundamente para armarse de valor. La decoración del despacho era tan espartana y anacrónica como la del resto del edificio. Las miradas no tardaron en enfrentarse. Curiosa y divertida la de él, insegura y temerosa la de ella.
El padre Arteaga parecía una reinterpretación del arqueólogo aventurero. Vestía ropa informal más semejante a un uniforme de campaña que a la propia de un sacerdote. Se había dejado crecer el ahora níveo cabello, atándolo en una cola tras su nuca. Una recortada barba perfilaba su labio superior y su mentón. Elena no lo hubiera reconocido de habérselo cruzado casualmente por la calle. Cuando se alzó como un resorte, la mujer pudo apreciar que el maduro jesuita conservaba aún un cuerpo atlético impropio de sus sesenta y cinco años.
–La Mare de Deu. Vaya sorpresa –el hombre recorrió a grandes zancadas los escasos metros que le separaban de ella. El abrazo fue enérgico, propio de la vitalidad que emanaba de quien lo iniciaba. Ella, aturdida, se dejó rodear por aquellos brazos que incluso llegaron a alzarla ligeramente del suelo.
Javier había dudado en un inicio, cuando aquella elegante mujer se adentró en su despacho. Tras su retorno, no habían sido muchas las visitas que había recibido. Un par de padres, compañeros suyos en el colegio hogar y aquella guapa mujer. En el momento que fijó su mirada en aquellos ojos glaucos supo sin temor a errar de quién se trataba. Llevaba un mes aguardando y temiendo aquel encuentro. Tuvo que hacer gala de toda su habilidad para esconder en lo más profundo de su ser el millar de emociones que le embargaron.
–Per l'amor de Deu. Estás hecha toda una mujercita –el padre había cesado en su abrazo, alejando de sí a la mujer lo suficiente para verla en toda su plenitud.
–¿Mujercita? –Elena, ante aquellas palabras de condescendencia, no pudo reprimir una carcajada–. ¿Cincuenta años te parecen adecuados para diminutivos?
–Pero si aparentas treinta y pocos. Estás en la flor de la vida. –En efecto así lo pensaba, por mucho que su razón le aconsejase mirarla con ojos menos admirativos.
–Claro, qué vas a decir tú que me sacas quince años.
De repente pasó un ángel. El silencio se hizo en el reducido despacho y ambos se miraron fijamente. El segundo abrazo fue más afectivo y menos efusivo. Javier acariciaba la media melena castaña de Elena. Ella, al borde de las lágrimas, se aferraba con todas sus fuerzas a la espalda masculina.
–Te he echado mucho de menos estos años…
–Yo también a ti, pequeña –respondió él, acomodándole la cabeza en su hombro.
–Ha sido todo muy complicado sin tu ayuda.
–Shhh, no digas tonterías. Te has sabido dirigir muy bien en la vida. Y lo más importante, tienes el pelo libre de piojos.
La carcajada fue simultánea en los dos amigos. A la memoria de ambos acudieron aquellos momentos felices donde el padre Arteaga sostenía en su regazo a la pequeña Elena, peinándola exhaustivamente con la liendrera.
Ella se separó de él, secándose disimuladamente las incipientes lágrimas. Durante aquellos treinta años se habían sucedido acontecimientos cruciales en su vida. Sucesos en los que aquel hombre, que era como su padre, no había estado presente.
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Cuando Elena contaba con ocho años de edad falleció el padre Romualdo. El director del colegio hogar era además el tutor legal de todos los muchachos incluida ella. El padre Telesforo, nuevo responsable, debía pasar a asumir aquel compromiso. La niña estuvo un mes pataleando, llorando, incluso amenazó con la posibilidad de comenzar una huelga de hambre si el novicio Javier no era su tutor. Aquello contravenía todas las normas establecidas. El joven ni siquiera estaba ordenado por lo cual no podía asumir aquella responsabilidad a pesar de sus veintitrés años. Aquel alto joven le había curado los rascones en las rodillas, se había preocupado por bañarla y adecentarla, la había consolado cuando se sentía sola y le leyó cuentos para dormir. Era todo lo que la chiquilla había soñado tener algún día, cuando sus compañeros de clase no internos, le hablaban de lo que era tener madre y padre.
Tras muchas deliberaciones y ante el sufrimiento de la nena decidieron consultar al Provincial de Zaragoza. Era la última autoridad antes de acudir al General de la Orden. Haciendo gala de gran comprensión y humanidad, aquel anciano, al que Elena no conocía ni jamás conoció, decidió hacer realidad el sueño de aquella cría testaruda.
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–No todo ha sido coser y cantar en estos años. Ha habido momentos muy duros.
–Me llegaron algunas noticias. Algunos padres se ponían en contacto conmigo –el hombre mostró un semblante grave–. Allí había mucha gente que me necesitaba. Me hubiera encantado apoyarte en momentos tan difíciles, pero no era posible regresar.
–No te culpes. Tú mismo lo dijiste cuando cumplí la mayoría de edad: "Ahora tienes todas las herramientas que se necesitan para afrontar una vida digna". Lo que pasó es que no las supe utilizar. Me diste cuanto podías, jamás tendría la desvergüenza de exigirte nada más.
–Bueno, creo que este no es el mejor sitio para un reencuentro. ¿Qué te parece si quedamos y nos tomamos unas cervezas? –la culpabilidad había retornado al alma de Javier. Hacía quince años había estado a punto de abandonarlo todo y regresar a España cuando se enteró del accidentado divorcio de Elena. Si alguien en el mundo no se merecía que la abandonasen por una joven de 18 años era su pequeña. Las ganas de regresar eran muchas pero la magnitud del proyecto emprendido en el alto Perú hacía imposible el cambio de director. Tuvo que sufrir en silencio por su querida amiga durante demasiado tiempo, sin poder estar a su lado.
Al principio todo fue sencillo, Elena terminó magisterio con notas lo suficientemente buenas como para que se le pudiera empujar un poquito. Nadie mejor que ella para ocupar una de las vacantes en el colegio de la Compañía en la ciudad. Había sido alumna de aquel centro desde primaria hasta el último curso de instituto, también había residido allí hasta que con catorce años se trasladó a uno de los pisos tutelados. Conocía a la perfección los principios rectores y docentes de los jesuitas.
Los antiguos compañeros del padre Arteaga en el colegio le habían informado puntualmente de las evoluciones de su antigua protegida; así pudo conocer su buen hacer en la educación, su matrimonio con un compañero del centro, su maternidad… Fue aquella noticia la que más le trastornó. Trató de dilucidar si aquella natalidad le convertía en abuelo. Precisamente, la ambigüedad de los sentimientos hacia Elena le había hecho huir hasta América. Se obligó a no pensar en aquello que tanto le había trastornado en un pasado. Las ingentes tareas por llevar a cabo en la misión dejaban poco tiempo libre para atormentarse con ideas peregrinas.
–¿Os permiten quedar a tomar cervezas con mujeres?
–No es una cárcel. El compromiso va por dentro –respondió Javier mostrando una amplia sonrisa.
–No me gustaría agobiarte, pero tengo tantas cosas que contarte y me gustaría tanto escuchar tus historias…
–Bueno. Mañana por la tarde tengo ejercicios espirituales, pero el sábado podríamos quedar a comer, claro si invitas tú.
Según decía el padre, aquellos ejercicios eran una forma de encontrar a Dios en cualquier lugar, en cualquier acción. Ella no había encontrado jamás a aquel Dios del que le hablaban. Para Elena solo había existido algo parecido en la figura de aquel joven que le sujetaba el pañuelo y le instaba a sonarse los mocos.
–Quedar al día siguiente de unos ejercicios será estupendo. Te pillaré más conciliador y tolerante.
–¿Insinúas que no soy tolerante? –bromeó Javier sin separar sus manos protectoras de los hombros de la mujer.
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El viernes Elena estuvo nerviosa durante toda la mañana. Las clases se le hicieron interminables y los alumnos insoportables.
En casa, durante la comida, continuaba abstraída. Apenas podía seguir el hilo de lo que su hijo le contaba.
–¿Pero qué te pasa?, estás atontada hoy –preguntó el joven mientras se volvía a servir una ración de spaghetti a la carbonara.
Siempre había pensado que su madre era demasiado melancólica y poco dinámica, pero aquel día la observaba mucho más decaída de lo normal.
–Nada… estoy perfectamente… –respondió una Elena meditabunda.
–Claro, y voy yo y me lo creo. Venga desembucha que nos conocemos.
Durante los últimos quince años, a raíz del divorcio, su hijo Xavi había sido todo su mundo. Siempre había temido mimarlo en exceso, pero lo cierto es que en el fondo debía reconocerse que no se le había dado nada mal educar a aquel mocetón.
–Ayer estuve visitando a un antiguo amigo. Verle me removió cosas que estaban enterradas desde hacía mucho tiempo. Cosas de vieja, que nos entra la nostalgia cuando recordamos nuestra adolescencia.
–Mama, si te gusta échale un pinchito. No te comas la cabeza –respondió el joven al tiempo que rebañaba con pan los restos de comida del plato.
–Deja de abarrer, que parece que pases hambre. Además tú no me des consejos sentimentales que muchas amigas, muchas amigas pero ninguna novia.
–Mama, joder, que yo hablaba de un polvete. ¿Qué tiene que ver eso con las novias? —Xavi siempre había querido que su madre saliera más, que tuviera vida propia, que le diera una alegría al cuerpo de tanto en tanto. Intentó analizarla fríamente, llevaba toda la vida viendo aquel rostro y aquel cuerpo y le costaba juzgarla como al resto de las mujeres. “Es guapa, vamos, eso creo.”, decidió finalmente.
Por toda respuesta, ella bufó dirigiéndose a la cocina con los platos sucios. Xavi era quien cocinaba y ella debía poner y quitar la mesa. "¿Siento algún tipo de atracción sexual hacia Javier?", se preguntó la madura mujer, reconociéndose a sí misma que las reacciones que había experimentado el día anterior requerían de una explicación. "Por supuesto que me pasé toda la adolescencia enamorada de aquel guapo treintañero, pero ahora somos adultos. Por lo menos yo no tengo la cabeza llena de pájaros como con quince años. Aunque tengo que reconocer que ha envejecido muy bien, el pelo blanco y la perilla le sientan fenomenal.", determinó una Elena que se inquietaba por momentos.
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El sábado, Elena se despertó una hora antes de que sonara el despertador. Sentía en la boca del estómago ese cosquilleo propio de cuando se avecinaba un largo viaje a una región desconocida, tenía lugar alguna de sus escasas citas románticas o se había presentado a un examen importante.
“Madre mía, lo mucho que hemos cambiado los dos, el tiempo deja huella, estamos mucho más viejos.", reflexionó mientras se pegaba una ducha rápida. "¡No tan vieja!", se dijo enjabonando sus aún tersos senos. Un suave cosquilleo en la entrepierna precipitó la imagen de Javier en su mente. Una enérgica negación con la cabeza y un aclarado con agua helada la devolvieron a la serenidad. Sus pensamientos, mientras el líquido arrastraba los restos de jabón, habían alternado entre reconocer de forma objetiva el gran atractivo de aquel hombre y sentirse tremendamente sucia por aquellos pensamientos.
Su piel no era la misma que cuando contaba con treinta años menos. Requería de cuidados constantes para permanecer suave y lustrosa. Sentada sobre la tapa del inodoro y con un pie apoyado sobre el bidé, comenzó a untar con delicadeza la densa crema por toda la longitud de su pierna. Le encantaba sentir cómo iba siendo absorbida por la piel y cómo esta comenzaba a quedar sedosa. De nuevo, aquellas mariposas en el estómago la asediaron. “Tanto tiempo sin que alguien me acaricie las piernas.”, pensó recorriendo lentamente, con las yemas de los dedos, desde los tobillos hasta las ingles.
Tras terminar con la segunda pierna, deshizo el nudo que ceñía la toalla por debajo de sus axilas. Era el momento de hidratar sus pechos y su vientre provocando que se duplicaran las sensaciones que aquel millar de hormigas producían en su ánimo.
Las manos pasaron de extender la crema por la superficie de los senos a amasarlos con sensualidad. De nuevo la imagen de aquel maduro aventurero; volvió a agitar violentamente la cabeza, pero en esta ocasión no fue para alejar pensamientos impuros sino para desterrar cualquier remordimiento de conciencia.
Pasó de acariciar sus pechos, extendiendo la crema, a amasarlos sugerentemente. Los sentía más llenos, más firmes, hacía tiempo que no le parecían tan bonitos.
Posó las palmas sobre sus pezones y frotó delicadamente, logrando que se endurecieran instantáneamente.
Las sensaciones se multiplicaron, podía sentir la excitación de la piel en sus manos y la calidez de estas sobre sus pechos.
Las tomó desde abajo, alzándolas y juntándolas. Se sintió femenina, mucho más de lo que se había sentido en los últimos tiempos. La sensualidad que latía bajo aquella piel emergió haciendo que se sintiera más bella y coqueta que nunca.
La mano izquierda redobló su trabajo, masajeando alternativamente ambos pechos. La mano diestra descendió, acariciando la suave curvatura de su tripa hasta rozar los primeros vellos del monte de Venus.
Desconocía cuánto tiempo hacía desde su último orgasmo, pero estaba segura de que muchísimo. Si este había sido producido por un amante, entonces la cosa se remontaba a cinco años atrás, pero en aquel instante le dio igual, se sentía viva, se sentía sexy.
Con decisión, dos dedos comenzaron a abrir los labios mayores sin precisar nada más para elevar la libido de Elena. Aquel sutil roce y la sensación de tener su sexo expuesto le produjeron intensos escalofríos.
Mientras uno de sus dedos se adentraba en las profundidades de su intimidad, la imagen de Javier se reproducía con fuerza en su imaginación.
Aquella visión fue cuanto necesitó para precipitarse a las puertas de un suave orgasmo. El pulgar buscó el endurecido clítoris y un espasmo le recorrió la espalda haciendo que se doblase sobre sí misma llegando a la tan ansiada liberación. Dulcemente la cubrió como una ola de los pies a la cabeza, cerró los ojos e intentó prolongar las sensaciones experimentadas como si saborease el intenso regusto que un buen vino deja en el paladar, mientras descansaba con la cabeza apoyada sobre sus rodillas y la mano inerte entre sus muslos. Aquella visión de javier había despejado muchas dudas en el corazón de Elena pero al mismo tiempo, había generado nuevas incertidumbres en su mente.
Se vistió de forma casual. No conocía suficientemente bien al Javier de la actualidad, pero la impresión que se llevó en su reencuentro era la de una persona informal. Observó en el gran espejo del dormitorio la estilizada figura que le confería el pantalón tejano elástico. Podía presumir a su edad de tan solo tener algo de tripilla y unas ligeras cartucheras. Admiró su busto cubierto por un fino sostén de encaje. "Parece mentira lo que mejoran cuando están bien sujetas", meditó girándose a un lado y otro valorativamente. Se enfundó un ajustado jersey que gracias a su oscura tonalidad berenjena, estilizaba su cuerpo. Maquillaje el justo para parecer arreglada sin mostrarse coqueta.
El resultado final fue de su agrado. Una mujer madura que no ocultaba su edad con falsos artificios. Una informalidad no carente de cierta elegancia y un nudo en la boca del estómago que no favorecía demasiado al conjunto. "¿Percibirá mi nerviosismo?", se preguntó aferrando el bolso del perchero y pegándose el último vistazo en el espejo del recibidor.
–¡Me marcho, Xavi, no te levantes muy tarde! –gritó a todo pulmón antes de girar el pomo de la puerta que descendía hacia el garaje. Una especie de gruñido animal fue toda la respuesta que recibió desde el piso superior.
Mientras conducía por las amplias avenidas que le llevarían a la zona de la playa, pensaba en que no le habría costado nada recoger al padre en la casa Profesa. "Posiblemente le apetezca ir dando un paseo. Siempre ha sido muy de ir andando a todas partes", se dijo Elena frenando el utilitario en un semáforo.
Su mente comenzó a divagar recordando la primera vez que en la casa puente él le enseñó a cocinar paella. Aunque ella cumplía la mayoría de edad en marzo, habían esperado hasta que terminara el instituto para enviarla a aquella nueva vivienda. Un reducidísimo número de mayores de edad de las cinco casas de acogida terminaba en el piso puente. Además de buen comportamiento, se debía demostrar un correcto rendimiento en los estudios. De lo contrario, el plan de acogida de los jesuitas habría llegado a su fin. Era hora de comenzar una nueva vida en solitario sin la ayuda de los padres.
Cuando Elena fue a vivir a la última residencia de la Compañía, tres chicos y cuatro chicas vivían ya allí. Todos universitarios menos uno que terminaba al año siguiente la formación profesional. Ningún jesuita viviría con ellos. Debían romper el último eslabón que les mantenía anclados a sus anteriores tutores.
Ya en el piso de acogida, de los catorce a los dieciocho años, Elena se había mostrado como una espantosa cocinera. Javier intentó enseñarle de mil maneras diferentes pero el resultado siempre era igual de desastroso. Aunque ya no cuidaba de ellos, el padre solía pasar a saludar a sus antiguos tutelados una vez por semana. En cada una de sus visitas al piso puente volvía a insistir una y otra vez en que aprendiese a preparar alguna cosa que fuera comestible. Quique, otro antiguo residente del piso dirigido por el padre Arteaga y el propio Javier, disfrutaban de lo lindo observando las involuciones de las técnicas culinarias de la joven.
"Aquellos fueron los dos años más felices de mi vida", rememoró la mujer. La facultad era un mundo nuevo para ella. La convivencia en el piso era dura pero tolerable y lo mejor era que entre Javier y ella ya no parecía existir aquella relación padre e hija.
Salían una vez a la semana, no siempre el mismo día, no siempre al mismo lugar. En ocasiones iban los miércoles por la tarde al cine, otras veces acudían a teterías del centro a conversar sobre novelas. Pero sin duda alguna, los mejores momentos eran los que pasaban, los domingos por la tarde, caminando sin rumbo por los jardines del Turia.
Durante aquellas tardes, tumbados en el césped o paseando bajo las pinadas, Elena había llegado a pensar que eran almas gemelas, que nada ni nadie podría separarlos nunca. Por supuesto que conocía los votos que había tomado Javier, pero se hacía castillos en el aire con su caballero andante y su dama en apuros. Todo fue maravilloso hasta aquel desafortunado día, en que él desapareció sin decir adiós.
El sonido de un claxon la devolvió a la realidad. Insertó la primera marcha e intentó apartar aquellos recuerdos del pasado que no le ayudarían a guardar la compostura delante de su amigo.
–Llego diez minutos antes y ya estás aguardándome. Eres todo un caballero –saludó Elena cuando se hubo acercado a la mesa en la cual esperaba solitario Javier.
–Seré un antiguo, pero ver a toda una dama esperando sola en un restaurante no es de mi agrado –intentó bromear el hombre, a pesar de que su amiga sabía que lo decía completamente en serio.
–Vienes muy moderno y muy guapo, si se me permite piropear a un sacerdote –aduló la mujer observando el jersey de rayas y los tejanos del hombre.
–Ja, ja, ja. Era la única ropa que no quiso ninguno de los otros padres. Solo los novicios más jóvenes me disputan alguna prenda de las que recibimos como dádiva.
–Ya me extrañaba que tú llevases un jersey de Pedro del Hierro.
–Bueno, no conozco el nombre del antiguo propietario. Se lo agradezco por igual se llame Pedro o Pascual –ambos sonrieron por la broma.
–He encargado una paella para dos. Espero que te siga gustando el arroz.
–Por supuesto, siempre que no lo prepares tú. Mare de Deu, La que montaste en el piso puente con aquel experimento de paella.
Ambos se miraron y se carcajearon a gusto. Elena no pudo evitar sonrojarse cuando a su memoria retornaron los momentos en que él la rodeaba con sus brazos para indicarle cómo dar la vuelta a una tortilla de patatas o cuando la aferraba de la cintura para alejarla del peligro de una inminente salpicadura de aceite.
–Pasamos momentos felices… –susurró entre las últimas carcajadas. Pensaba que Javier no habría oído sus palabras pero él estaba más atento de lo que ella imaginaba. La mujer creyó ver nostalgia en los ojos del maduro hombre. "¿Expresará lo mismo mi propia mirada?", se preguntó Elena. "Debo parar en mis elucubraciones. Me estoy liando yo sola y acabaré por joderlo todo como siempre", se obligó a cambiar de pensamiento.
–Bueno, ¿qué tal va la vida de profesora y madre?
Durante poco más de una hora, ambos intercambiaron información sobre sus recientes actividades. Elena habló sobre el colegio y sobre los estudios de ingeniería de su hijo. Javier narró someramente las características generales de los proyectos de Nicaragua primero y de Perú después.
–¿Así que tu hijo se llama Xavier?
–Bueno, lo bautizamos como Javier, pero ya sabes… al final se quedó con Xavi –las palabras de Elena fueron respondidas por una intensa mirada del hombre–. Sí, fue en tu memoria. Sé que los nombres no transmiten el carácter pero…
El padre sentía un nudo en su garganta. Tuvo que beber agua en varias ocasiones antes de poder hablar. En Nicaragua, como adjunto a la dirección del proyecto educativo, habían puesto su nombre a varios niños de los que nacieron durante sus ocho años de estancia. Muchos más niños fueron bautizados como Javier o Francisco Javier en Perú. En todos y cada uno de ellos, la noticia le había llenado de emoción, pero lo que sentía en su corazón en aquel instante no tenía nada que ver con lo que había experimentado en aquellas ocasiones.
–No sé qué decir. Debería ser humilde y reconocer que no merezco tanto aprecio, pero debo ser sincero. Me emociona tremendamente el homenaje. Xavier…
Elena vio reflejada en los ojos del hombre la intensa emoción que sentía. Las palabras podían engañar pero aquella mirada de gratitud transmitía todo cuanto la mujer necesitaba. Por fin su inquietud sexual se mitigó y dio paso a un hondo y sincero afecto. "Quiero a este hombre. No sé si lo quiero bien o no, pero lo quiero profundamente", pensó al tiempo que, impulsivamente, estiraba su mano hasta cubrir con ella el dorso de la del hombre.
Al sentir la tibieza de la mano femenina, un escalofrío recorrió la espalda de Javier. Desde hacía treinta años, el contacto con una mujer no le había generado la menor ansiedad. Todas las sombras regresaron de nuevo. Todos los fantasmas que le hicieron salir corriendo. Entonces había sido un crío. Había huido de la tentación en vez de afrontarla. Ahora debía comportarse como una persona madura.
–Eres muy buena con este pobre anciano. Buenas nuevas así rejuvenecen mi viejo corazón –reprimiendo los iniciales deseos de retirar bruscamente la mano, se armó de valor y posó su mano libre sobre la de su amiga. Solía tomar las manos de alguien entre las suyas cuando deseaba transmitir afecto.
–¿Anciano? No me hagas reír –aquel súbito cambio de actitud sorprendió a Elena. Hasta aquel instante había visto a un hombre en plenitud de condiciones, alguien tremendamente vivaz.
–No todos los días descubres que tienes un nieto de veinte años –la actitud paternal frente a Elena siempre le había ayudado a alejar la femineidad de la otrora jovencita.
–¿Confías en mí? –preguntó la mujer cambiando de tercio y realizando la pregunta que más repetía en la infancia.
–Cuántas veces me hacías la misma pregunta. Confiar confío, pero no me comprometeré a nada hasta que no me digas qué maquinas. Te conozco demasiado bien y parece que en algunas cosas no has cambiado nada. No me fío de ti ni un pelo.
–Bueno. Estaba pensando en… en que te queda bien esa perilla, pero habría que hacer algo con esa coleta.
–Esa faceta tuya sí la desconocía. De jovencita eras muy descuidada con todo lo estético. Siempre con tus sudaderas viejas y tus tejanos rotos.
–¿Y ahora?, ¿cómo me veo? –la coquetería había sido involuntaria. No sabía bien cómo habían salido aquellas palabras de su boca pero conocía perfectamente la intención que perseguía.
–¿Quieres que te regale los oídos? Pobre piropo el que pueda lanzar un viejo consagrado al ascetismo –Javier había entrado en el juego. Tampoco él era capaz de saber muy bien el porqué. Tal vez el vino, tal vez los recuerdos del pasado o ganas de seguir un inocente juego.
–Pues perdona que te diga, pero por muy religioso que seas se te ve muy bien. Ya les gustaría a muchos de cuarenta años… Con respecto a lo de tu castidad, imagino que no te impedirá decir cosas bonitas a una mujer.
El sonrojo del padre Arteaga comenzó a ser visible hasta para Elena. Entre los dos se habían metido en un callejón sin salida. Ahora sí retiró sus manos de la de su amiga. Intentó, sin resultado, que el movimiento no fuese demasiado enérgico.
–Perdona si te he incomodado. El vino, que hace decir tonterías –intentó excusarse Elena.
–Tranquila, antes también nos pasaba. Había tanta amistad que era difícil no olvidar el lugar que cada uno ocupábamos.
–Sí. No hay que olvidar nunca dónde está cada uno –el tono de voz de la mujer reflejaba lo mucho que aquellas palabras le habían herido–. El problema es que yo nunca he sabido cuál es mi lugar en tu vida.
–Discúlpame ahora tú a mí –Javier estuvo a punto de confesarle la verdad. Finalmente, decidió que ninguno de los dos se merecía recibir más dolor–. Siempre te he querido como una hermana pequeña, como una amiga, como una ahijada. En ocasiones tenía que hacer un verdadero esfuerzo para poderte reñir, para castigarte. Debía recordar que mi misión en el piso era la de educaros. No es que no sintiera un profundo afecto por todos, pero me debía al compromiso de educaros por encima del cariño que os tuviera.
"¿A todos?, serás capullo. Me pasé toda la adolescencia queriéndote en silencio y tú, cabrón, nos querías a todos", el dolor había hecho que Elena se pusiera inmediatamente en guardia. No tenía quince años y no se iba a dejar amedrentar tan fácilmente.
–¿Nos querías a todos por igual? Yo pensaba que tenías algún favorito –atacó la mujer buscando acorralar al padre Arteaga.
–Ahora no te es suficiente con que te regalen los oídos ¿no?, ¿también vas a obligarme a decir lo que quieres oír? –contraatacó el hombre– A cada uno de vosotros os presté las atenciones que requeríais. Os quise mucho a todos por igual. Ahora, si resulta que disfrutas violentándome… te diré lo que gustes –no había encontrado ninguna salida a la arremetida de Elena. Aquello había llegado demasiado lejos y, con la ayuda del vino, corrían riesgo de decirse cosas que podrían causar un daño irreparable.
–Lo siento. Creo que no ha sido una buena idea intentar retomar la amistad que tuvimos. Por lo visto no la recordamos de igual manera. Si algún día deseas quedar como amigos, sin recordarme que tan solo fui la huerfanita que tuviste a tu cargo, llámame.
La situación era extremadamente incómoda. Elena gesticulaba demandando la cuenta. Obviamente, no se podía marchar hasta no haber pagado. Javier, haciendo un alarde de contención, se alzó dignamente dispuesto a abandonar el local. Cuando se encontró de pie, miró fijamente a su amiga como si desease decirle alguna cosa.
–Si estás pensando en posar tu manaza en mi cabeza y bendecirme o algo de eso, vete al carajo.
El hombre introdujo las manos en los bolsillos del tejano y giró dando la espalda a Elena. Realmente, su intención había sido la de posar una mano en el hombro de la mujer y rogar por ella en silencio. Ahora veía que una acción tan impersonal habría vuelto a herir a quien quería proteger de todo daño. Un gran peso sobre las espaldas acompañó al hombre que cabizbajo abandonó el restaurante.
Continuará.