Elena o el amor fraternal

Mientras preparaba la parte superior del pijama, el joven no pudo dejar de observar las tetas de su madre. “Para tener cincuenta tacos no están nada mal”, se dijo mientras, temeroso, posaba una mano tiernamente sobre la mórbida carne.

El padre Damián, ayudante del contable de la Casa Profesa, se deslizó dentro del despacho con su acostumbrado sigilo. Javier Arteaga, con cara de frustración,  daba suaves golpecitos a un vetusto ordenador personal.

–Alguien desea verle, padre –dijo en voz baja el circunspecto religioso.

–Bien, hágale pasar –respondió con indiferencia mientras aporreaba con insistencia las teclas de la computadora.

Un joven alto, completamente desconocido para Javier, entró en el reducido despacho. Arteaga supo, nada más mirarle a los ojos, de quién se trataba. Aquel azul verdoso era inconfundible.

–Tú debes de ser Xavi, ¿no?

El joven aguardó de pie, observando fijamente al padre Arteaga. Tras unos segundos, esbozó un leve gesto de asentimiento como si no le desagradara lo que veía. Sin que nadie le invitara, se decidió a tomar asiento.

–Verá, creo que usted es íntimo amigo de mi madre. Pelo castaño en media melenita, mediana edad, ojos azul verdosos y responde al nombre de Elena.

–Tutéame, y sí, Conozco a tu madre desde hace cuarenta y cinco años. Primero cuidé de ella, luego la eduqué, más tarde fuimos amigos y luego estuvimos muchos años separados.

Xavi no las tenía todas consigo cuando decidió visitar al jesuita, pero debía intentarlo. Poco a poco las barreras de los dos hombres fueron cayendo y se fueron sintiendo más cómodos con la presencia del otro.

El joven bordeó en varias ocasiones el tema que le había llevado hasta allí, sin muestras por parte del padre de que se hubiese dado por enterado. Finalmente decidió tomar el toro por los cuernos:

—Mira, no te conozco, pero me has caído bien y no sé cómo exponerte esto.

—Habla con el corazón, el señor encontrará las palabras necesarias.

—Verás, es que estoy convencido de que mi madre siente algo por ti, algo más allá…, ¿me entiendes?

Javier se rascó la corta barba mirando a algún punto indeterminado de la pared que había tras el joven. La incertidumbre sobre los sentimientos de Elena le había ayudado a controlar los suyos propios, pero si ella sentía lo mismo… ¿qué debía hacer él?

—Mira, hay líneas muy finas y sin querer se pueden rebasar generando mucha confusión en los corazones.

—¿En el de mi madre o en el tuyo?

—En todos, hijo, en todos.

—No entiendo. –Y era cierto, Xavi no entendía las divagaciones de aquel hombre que no hablaba nada claro.

—Mira, te podría decir que aprecio a tu madre como a cualquier otra persona y te estaría mintiendo; te podría asegurar que la amo como un hombre ama a una mujer y no estaría diciendo la verdad. Creo que lo que menos se merece tu madre son mentiras.

—¿Y aún no lo sabe?

Javier se quedó meditabundo después de la pregunta. “Necesito unos ejercicios espirituales. La mentira no conduce a ninguna parte, pero, ¿cómo decir la verdad cuando esta no se conoce? ¿Y si se conoce? ¿Es mejor dañar al prójimo, al que se desea proteger de todo perjuicio, u ocultarle la dolorosa verdad?”, los pensamientos del padre fluctuaban entre el civismo más mundano y los dogmas más elevados.

—Si me permites que sea sincero, creo que albergo tanto amor en mi corazón hacia tu madre, que me genera dudas e imagino que a ella le puede confundir también. Ella siempre recurría a mí cuando algo la angustiaba y siento que en todo esto no puedo serle de mucha ayuda …

—Estás más confundido que ella –dijo Xavi oliéndose por donde iban los tiros.

El padre Arteaga sonrió por toda respuesta. El joven se esforzó por empatizar con aquel hombre que a sus sesenta y cinco años no tenía ninguna experiencia con mujeres y se sentía confuso por sus sentimientos.

—Es complicado, la verdad que lo debéis estar pasando mal los dos.

—Sinceramente, no esperaba encontrar tanta comprensión en un chaval de tu edad, Elena ha hecho un gran trabajo contigo, si me lo permites.

—Eh, que yo también he hecho un buen trabajo con ella, no me dirás que no está guapa, mis broncas me cuesta que se arregle.

Continuaron hablando en un ambiente distendido como si Elena fuera una niña pequeña a la que los dos deseaban cuidar y proteger. Xavi tuvo que reconocer que aquel tipo le caía bien, era un poco indeciso, pero tenía motivos suficientes para serlo. El padre Arteaga apreció el interés del joven por su madre, incluso en algún momento llegó a emocionarse viendo lo maduro y reflexivo que era. “Sin duda alguna, Elena ha hecho un gran trabajo con este joven.”, pensó el jesuita.

----*

–Aún no me creo que me hayas invitado a cenar –dijo Elena, tomando asiento en una de las mesas del lujoso restaurante.

–Ya te lo he dicho. Era un cupón de Internet y si no traía a nadie se me caducaba. Además, ¿tan raro resulta que quiera invitar a cenar a la madre más guapa del mundo?

–Si en los postres no me piensas pedir que te compre el coche, lo cierto que sí resultará raro.

La cena discurrió de manera exquisita. Elena se sorprendió por la capacidad de conversar de su hijo. No solo resultaba simpático y ocurrente sino que también era una persona empática y comprensiva. Hablaron de la facultad, del trabajo de ella, de sus respectivas amistades, de viajes y de pequeñas trivialidades del día a día entre ambos. Elena veía por primera vez a su pequeño niño como todo un hombre y un hombre muy simpático.

–Por cierto, me gustaría que me contases qué os lleváis entre manos Marina y tú –solicitó Elena, al tiempo que un plato con profiteroles era depositado frente a ella.

–Nada raro, solo somos amantes.

Elena miró atónita a su hijo. El envaramiento inicial dejó paso a una sonrisa insinuada y después a una amplia carcajada. Las risas de Elena cesaron cuando advirtió que la mirada de su hijo continuaba clavada en ella de manera impertérrita.

–¿Me lo estás diciendo en serio? –preguntó ella tragando saliva con dificultad.

–¿Hay algún problema?

–Bueno… pues… lo cierto… hay una diferencia de edad… además es mi amiga…

–Sí, soy consciente de la diferencia de edad. De momento tan solo somos amantes. Si llegásemos a enamorarnos imagino que la diferencia de edad no tendría demasiada importancia. Con respecto a que sea tu amiga, no veo el menor inconveniente.

Elena pensaba a toda velocidad, intentando encontrar un motivo contundente por el que aquellos dos no pudieran ser amantes. ¿Demasiado joven Xavi?, ¿Debía centrarse en los estudios?, ¿era mejor que saliera con chicas de su edad?

–¿Cuánto tiempo lleváis? –fue lo único que atinó a preguntar.

–Algo más de tres meses. Pregunta cuanto desees. No tengo reparos en hablarte sobre mi vida amorosa. Confiamos el uno en el otro ¿no? –preguntó con un inconfundible tono de sarcasmo.

–¿Insinúas algo? –a Elena las palabras de su hijo le despertaron cierto resquemor. Demasiado tarde pensó que no debería haber hecho aquella pregunta.

–No insinúo nada. Imagino que no es fácil hablar a un hijo de tus amoríos. Tienes todo el derecho a seguir viéndome como a tu pequeño niño, pero me hubiera gustado mucho que compartieras conmigo tus inquietudes sentimentales.

–Bueno, aquello ya pasó. Fue un momento de debilidad –Elena esperaba poder zanjar la cuestión sin dar mayores explicaciones.

–Treinta años enamorada del mismo hombre. Para ser un momento de debilidad ha durado demasiado.

–No comprendo de qué me hablas –dijo ella intentando mostrarse tranquila e indiferente.

–Pues te hablo mamá, de cierto cura jesuita. Tipo simpático aunque un poco cagón.

–Voy… voy un momento al baño –las alarmas se encendieron todas al mismo tiempo. Elena buscaba desesperada una salida que no encontraba. Aquello tan solo sería postergar lo inevitable pero lo necesitaba.

–Disculpa si te he violentado. Estábamos preocupados por ti y decidimos investigar un poco –dijo Xavi aferrando la mano de su madre antes de que esta huyera al aseo.

–¿Estábamos?

–Marina y yo. Así es como nos conocimos y comenzó lo nuestro. No queremos juzgaros a ninguno de los dos, tan solo queremos que seas feliz, sola o acompañada, pero no queremos verte como los últimos meses.

–Bueno… ahora que lo sabes… entenderás que no era fácil de contar… –Elena había inspirado con fuerza para afrontar aquel complejo trance.

–¿Por qué?, ¿Porque os lleváis quince años?, ¿Porque ha hecho un voto de castidad?, o porque sois como críos que no os sinceráis y os decís de una vez lo que sentís.

–Posiblemente tengas razón. Deberíamos haber sido más sinceros el uno con el otro. Ahora ya es tarde. En ocasiones, buscando protegerte, levantas un muro tan alto que te aterra salir al exterior.

–¡Por favor, mamá! Eres una mujer adulta, has peleado durante toda tu vida para salir adelante sin tener a nadie que te facilitara las cosas. Sin padres, sin abuelos, sin hermanos, sin un marido que te respetara y sabes, siempre me he sentido orgulloso de ti porque jamás te rendiste.

–Para qué necesito yo más hombre que tú –dijo Elena besando tiernamente la mejilla de su hijo y sintiendo una profunda emoción por aquellas palabras.

–Vale. Si estás dispuesta a compartirme con Marina, yo puedo hacer un esfuerzo. Tienes poco pecho para mi gusto, pero por ser mi madre haré una excepción. Además de culo no andas nada mal.

–¡Capullo! –Elena golpeó suavemente el hombro de su hijo.

–¿Le quieres mucho? –preguntó Xavi retomando una actitud más seria y confidencial.

Elena hacía tiempo que no lo pasaba tan bien. Entendía perfectamente que Marina se hubiera liado con su hijo. Se había convertido, sin ella darse cuenta, en un hombre encantador. Hablaron durante largas horas, en las que se mezclaron copas, risas y confesiones.

Una rejuvenecida vitalidad henchía el cuerpo de la mujer. Se sentía feliz. Había encontrado un amigo y se había quitado una pesada losa de encima. Llevaba treinta años guardando celosamente sus sentimientos. Jamás había abierto su corazón como lo había hecho aquella noche con su nuevo camarada. Los momentos de congoja etílica y de euforia descontrolada se sucedieron, aligerando a cada momento la pesada carga que durante tanto tiempo le había lastrado.

El alba les descubrió entrando en la vivienda unifamiliar. Xavi había bebido moderadamente y su fuerte constitución había ayudado para asimilar bastante bien el alcohol. El joven sujetaba de la cintura a una bamboleante Elena, la cual tenía serias dificultades para poder poner un pie detrás del otro.

Haciendo gala de caballerosidad, el joven tomó el cuerpo exánime de su madre en sus propios brazos y la subió hasta el dormitorio principal de la primera planta.

Con delicadeza, la recostó sobre el colchón mientras buscaba debajo de la almohada el veraniego pijama de su madre. Comenzó por despojarla de los finos pantys. A pesar del calor de mediados de septiembre, la gelidez de sus pies era increíble. Unas lentas friegas entibiaron la suave piel de estos.

Con el pantaloncito del pijama colocado, el joven retiró la blusa del laxo cuerpo. Debajo de esta, tan solo quedaba el negro sujetador de encaje. A Xavi le divertía cuidar a su madre como si fuera una niña pequeña.

Ahora era él quien desvestía a su madre, quien la arropaba para que durmiera la mona. “No tan niña”, pensó el muchacho observando los pechos recién liberados de su sostén. Con suma delicadeza, reclinó el cuerpo hasta apoyar la espalda sobre el colchón. Mientras preparaba la parte superior del pijama, el joven no pudo dejar de observar las tetas de su madre. “Para tener cincuenta tacos no están nada mal”, se dijo mientras, temeroso, posaba una mano tiernamente sobre la mórbida carne. No pudo evitar masajear levemente aquel seno sobre el que su rostro descansó alguna vez tras ser amamantado. Con aquel pensamiento en la cabeza, Xavi se reclinó lentamente hasta posar sus labios sobre el sedoso pezón, el cual se endureció de inmediato. Con un creciente sentimiento de angustia, el joven alzó la boca dirigiéndose al rostro de su madre. Delicadamente, besó la frente de Elena, tras lo cual, colocó con premura el suéter del pijama.

“Cuánto te quiero”, se dijo Xavi observando el plácido dormir de su madre. Desterrando la fugaz lujuria que le había dominado, introdujo a la mujer bajo el cobertor haciendo él lo mismo tras unos instantes. Hacía más de diez años que no dormían juntos. Había sido uno de los consuelos de Elena tras la separación y si entonces sirvió de algo, Xavi esperaba que ahora también la pudiera animar. Con esta idea en su mente, el joven abrazó por la espalda la cintura de su madre, cubriendo con su largo cuerpo la totalidad del dorso femenino.

Nunca había visto a su madre como una mujer, pero al parecer su cuerpo si la consideraba así. Su virilidad oprimida contra las nalgas de Elena, se había endurecido provocando en el joven sentimientos enfrentados. Era su madre, pero por otro lado el aroma de su cabello en el que había hundido el rostro y su mano sobre el vientre materno le habían despertado sensaciones nada maternales.

Introdujo una mano bajo el pijama comenzando a acariciar con la yema de los dedos el suave pezón, que rápidamente se endureció.

Elena emitió un suave gemido que logró emocionar a Xavi. “Cómo me gustaría que tuvieses algo bueno de verdad, tú te lo mereces más que nadie.”, reflexionó el joven posando tiernamente sus labios sobre la boca entreabierta de su madre.

—Te quiero –susurró rindiéndose al agotamiento, pero sin cesar en el abrazo protector.

----*

Hacía tiempo que Elena no se sentía tan radiante. La revelación de su nueva relación con su hijo y la paz interior que se había instalado en su corazón tras abrirlo de par en par, la tenían flotando. Tras aquella primera noche, la relación con Xavi se transformó poco a poco. Cada día eran más las veces que su hijo la llamaba para preocuparse por ella. Se sucedían las bromas y los mimos inocentes. Era como tener una pareja que la atendía y la cuidaba.

Elena decidió quedar con Marina para tratar el tema. No albergaba ningún tipo de rencor contra su amiga aunque distaba de asumir la relación como normal. Le tranquilizó sobremanera percibir que la actitud de Marina ante la relación era la misma que la de Xavi. Tan solo eran amantes y no deseaban mayores compromisos. Podía asumir una relación pasajera con su amiga, pero le hubiera costado muchísimo verlos como pareja estable.

–Eh, pues es un amante sensacional. Lástima que no puedas catarlo –dijo Marina tras uno de los comentarios de su amiga.

–Serás bruta.

–No, mujer, te lo digo totalmente enserio. Aunque ahora estés muy feliz con tu relación con Xavi, necesitas alguien que te coma tu cosita.

–¡Marina!

–¿No te apetece pasear de la mano de alguien?, ¿recibir sus caricias?, ¿afrontar el futuro junto a esa persona?, tía, lo tienes ahí. Tan solo debes echarle un par de ovarios y agarrarle de las pelotas.

–¿Sinceramente?, me aterra.

–Entiendo que ahora estés maravillosamente bien con tu hijo. No hace falta que me recuerdes que es un encanto, pero él no va a estar ahí toda la vida para ti. Además no te lo puedes tirar.

–¡Marina!, no digas burradas –en el fondo Elena sabía que su amiga estaba en lo cierto. Aquellas semanas recibiendo el afecto de su hijo le habían dado la energía y la confianza para afrontar aquel difícil trance, debía dar aquel paso.

–Vamos, no me digas que no merecería la pena intentarlo. Dormir abrazadita por alguien al que quieres, desayunar juntos, despertar con un beso, hacer el amor como si no hubiera un mañana. ¡Venga!, no lo pienses e inténtalo. Si no sale bien, le diremos a Xavi que te busque un amigo. No sabes la marcha que te da un chaval de veinte años.

----*

El mejor sitio posible para aquella cita era los Jardines del Turia. Tantas tardes de domingo paseando por sus ajardinadas veredas, sentados en su césped hablando de los más diversos temas. Elena se sorprendió cuando Javier propuso el lugar. Ella también lo había pensado, con la oculta intención de evocar aquellos años tan felices, pero no había esperado que fuera él el que tomase la iniciativa.

Javier estaba igual que casi hacía medio año. Tan solo su coleta había desaparecido, dejando lugar a un corte moderno y juvenil. Su cabello y su perilla seguían siendo completamente blancas, algo que en el fondo le gustaba a Elena.

–Hola –saludó el hombre cuando se encontró a la altura de Elena–. Hoy eres tú quien esperas. Siento haber llegado tarde.

–Soy yo quien ha llegado tarde –dijo Elena, comenzando a caminar en dirección al mar–. Concretamente treinta años tarde.

–No comprendo –el padre Arteaga intentaba hacerse el ignorante, pero entendía demasiado bien. Él había pasado esos años pensando en ella, imaginando cómo sería tocarla, acariciarla, besarla, cosas que sin duda no debería pensar, pero que acudían a su mente sin él proponérselo.

–Demasiado bien comprendes. Creo que ha llegado la hora de que seamos sinceros el uno con el otro.

–Te escucho –dijo serenamente el hombre.

–Quiero decirte lo que debería haberte dicho antes de que te fueras –Elena se detuvo y clavó sus ojos glaucos en los del hombre–. Te amo.

–Yo…

–Déjame continuar. Te amo y no como una amiga a un amigo, no como una hermana a su hermano mayor. Te amo como una mujer ama a un hombre. Con el secreto deseo de que un día me beses, me abraces, me hagas el amor –la voz de Elena se quebró, ante la aparición de las primeras lágrimas.

La mirada de la mujer descendió hasta fijarse en el suelo. Lo había dicho, le había costado trabajo pero por fin lo había hecho. Aguardó con miedo la respuesta de Javier, escuchando el retumbar de los latidos de su corazón. Ni siquiera se atrevía a mirarle a la cara.

–¿Sabes? Lo mejor de ser ordenado es que el resto de tu vida queda pautada. No debes afrontar complejas decisiones, no debes pelear por la aceptación de la gente, ni siquiera por un trabajo. Sientes que todas las dificultades que entraña una vida las has dejado muy atrás –el padre comenzó a caminar lentamente, con la mirada fija en el frente, al tiempo que, por el rabillo del ojo, observaba cómo Elena se abrazaba a sí misma y le seguía.

–Debe ser reconfortante. En ocasiones el simple hecho de vivir da miedo.

–Sí, ese miedo es lo que intenté eliminar de mi camino. Podría ayudar a otros sin el pavor al fracaso, sin el sentimiento de abandono, pues tenía una nueva familia que estaría conmigo siempre –Javier cruzó un brazo por la espalda de Elena y apoyó una mano sobre el hombro continuando con la explicación–: Toda aquella tranquilidad se truncó cuando entraste en la universidad. De repente una nueva llamada de Dios se escuchaba en mi corazón. Dudé, dudé durante mucho tiempo. No sabía si el Señor quería que tomase aquella nueva senda o que continuara por el camino inicial. Todo me daba miedo. La certidumbre que me había proporcionado la orden se diluía y me sentí aterrado.

–¿Qué senda? –preguntó Elena con los ojos vidriosos.

–El camino del amor carnal, del matrimonio y la familia. Dudé mucho, Elena. En mi corazón nacieron terribles angustias. Debía seguir a Dios como hasta aquel momento o debía reconocer a mí mismo y a la sociedad el amor que sentía por ti.

–¿Me querías? –preguntó ella deteniéndose al tiempo que se giraba hacia Javier con desconcierto en la mirada.

–Claro que te quería. Pensaba en ti a todas horas. Deseaba crear una familia contigo –el abrazo del hombre se hizo más intenso, logrando que Elena apoyara su cabeza sobre su pecho—. Mi cabeza me decía que no, pero mi corazón no hacía más que pensar en ti.

–¿Y?

–Mis superiores me aconsejaron que no lo hiciera. Lo pensé durante mucho tiempo y llegué a la conclusión de que tenían razón. Con la decisión tomada, no tuve valor para permanecer cerca de ti controlando mis sentimientos, por lo que huí lejos buscando el olvido.

–¿Tenían razón? –un susurro se escuchó amortiguado por el pecho del sacerdote. Elena se refugiaba en el protector abrazo como una niña asustada.

–Sí, Elena. Yo te había educado, te había cuidado, había sido tu padre y tu madre. Nunca podríamos tener una relación en igualdad de condiciones. Yo había sido el único hombre importante en tu vida. Debía darte libertad para que afrontases tu propio futuro. ¿Qué tipo de matrimonio hubiéramos sido?, ¿Habrías sido capaz de mirarme con objetividad? Emocionalmente hubiera sido como si un padre se casara con su hija.

–Comprendo, me jode pero comprendo.

–Y ahora ya ves. Aquella primera fase queda ya muy lejos, Apenas nos conocemos. Han pasado muchos años y hemos cambiado profundamente. ¿Te sigo queriendo? Cada vez que cierro los ojos tu sonrisa acude a mi imaginación, pienso que te querré por siempre, aunque creo que me he hecho demasiado viejo para cambiar mis manías, demasiado celoso de mí mismo para darme profundamente a alguien y demasiado cobarde.

–Y por supuesto no tienes intención ni ganas de intentarlo –dijo Elena, separando su cabeza del pecho del padre Arteaga.

–Cuando algo no se conoce es más sencillo dominar la tentación y continuar con las rutinas de siempre.

–Claro, claro, no vaya a ser que algo haga tambalearse esos muros que has construido a tu alrededor.

–No discutamos, Elena, por favor. Tengo miedo, mucho más miedo del que puedas imaginar.

Realmente, Elena vio el miedo reflejado en los ojos del hombre. Estaba indefenso ante aquella situación novedosa para él. “No lo entiendo. Si realmente me sigue queriendo, si desea algo, ¿por qué no da el último paso?”, se preguntaba la mujer comenzando a irritarse. Lentamente, muy lentamente, como si emergiera de las profundidades de su consciencia, la luz se fue haciendo en la abotargada mente de Elena. “¡Es un niño!, por más que sea muy sabio, por más que haya dirigido grandes grupos de personas, por más que tenga sesenta y cinco años, ¡es un niño! Está esperando que yo tire de él.”, se dijo la mujer, admitiendo la revelación.

–Creo que deberíamos hablar de esto en un lugar más acogedor –dijo Elena, tras besar tiernamente la encallecida mano que le había estado sujetando el hombro.

Sin esperar respuesta del padre, aferró la mano con la suya y tiró de él hacia su propio coche. Javier observaba, entre divertido y atemorizado, las maniobras de Elena. Realmente deseaba intentarlo. Había hablado con Dios y a Él también le había parecido buena idea. Aguardaría, si todo salía bien, el final de sus días disfrutando del mayor don que su Señor le podía ofrecer: el amor. Había disfrutado de muchísima felicidad durante toda su vida pero ahora cabía trocar aquel afecto al prójimo, a las buenas obras, en un amor hacia quien le había aguardado con tanta paciencia. Sobre todo deseaba estar junto a ella, saber si aquello que había sentido en sus sueños, de forma tan vívida, era cierto.

Elena conducía con la vista fija en la carretera, mordiéndose el labio inferior. Debía calmar el millar de mariposas que revoloteaban en su estómago. Debía mantener la cabeza fría para que nada fallase y Javier se pudiera asustar. Aparcó delante de la entrada a la casa. No quería perder tiempo guardando el coche en el garaje.

Cuando ambos se encontraron en el comedor, se miraron sin saber muy bien qué hacer. Elena fue la que dio el primer paso, abriendo los brazos como una oferta amistosa. No tardó en Acercarse el padre Arteaga. Él la apretó contra su pecho, permitiendo que ambos cuerpos se uniesen en un fuerte lazo, que hubiera aguardado muchos años para cerrarse en torno a ellos.

Javier acarició el cabello de ella, imaginando que era una caricia apropiada. Elena, más osada, acarició la afeitada mejilla de él, mientras podía sentir los fuertes  latidos de aquel corazón, por el que había suspirado tanto tiempo. Tras su mano llegaron sus labios que besaron dulcemente la suave piel. La boca delineó la quijada y el barbado mentón.

Él ni siquiera respiraba, anticipando lo que proseguiría tras su barbilla. Los cautelosos labios de Elena ascendieron delicadamente hasta alcanzar la boca. Rodearon esta, cubriendo de rápidos y ligeros besos todo el esponjoso vello que circundaba sus labios. Javier se sentía petrificado, su cuerpo no respondía y su mente estaba abotargada.

La mujer aguardó pacientemente hasta que él, tímidamente, respondió a las caricias. Elena ofreció su propia boca al tiempo que buscaba ansiosa la del hombre. Ambas se encontraron y se degustaron. Los labios se acoplaron como si estuvieran hechos los unos para los otros. La lengua femenina investigó en el interior de la calidez masculina. Javier no tardó en adquirir destreza en aquel húmedo juego. Al poco tiempo, se desenvolvía como si hubiera estado toda la vida dentro de la boca de Elena. Parecía que hubiera esperado una eternidad para poner en práctica aquellos conocimientos innatos.

Cientos de sensaciones diferentes se alternaban rápidamente en los cuerpos y en las almas de los dos enamorados. Temor, ansiedad, deseo, amor, inseguridad. Las manos que se habían limitado a cerrar el lazo entre los dos, comenzaron un lento baile por los cuerpos ajenos. Las de ella, bajo el suéter masculino, acariciaban la fornida espalda, sintiendo bajo la yema de sus dedos aquella cálida y tersa piel. Las manos de Javier acariciaban igualmente la espalda de Elena aunque él lo hacía por encima de la ropa. Tuvo que ser la propia Elena, quien aferrando una mano del padre, la llevara a su propio trasero.

–Puede tocar cuanto desee, padre. Soy toda entera para usted –aquel tratamiento formal hizo reír al hombre que a pesar de todo no soltaba la nalga que tenía aferrada.

–No se parece demasiado a aquel trasero que enjabonaba cuando tenías ocho años –el padre amasaba lentamente el glúteo que tenía entre sus dedos, perdiendo poco a poco los iniciales reparos. Había soñado tantas veces con aquello que ahora le parecía irreal.

–Si desea enjabonarme, yo por mí encantada –Elena desabrochó sus pantalones, forzando a que el jesuita introdujera su mano bajo la prenda.

Los nervios de Javier estaban al borde del colapso. Todo aquello le parecía tan irreal y al mismo tiempo tan rotundamente cierto. Percibía la sedosidad de las bragas de Elena en las yemas de sus dedos, pero aquellas manos no parecían suyas. Eran de otra persona que él no conocía aún, pero a la cual no le iba a cerrar las puertas, las había mantenido cerradas treinta años y ya iba siendo hora de romper las murallas. Los labios y las lenguas continuaban danzando acompasadamente. Las manos de ella estiraron del jersey hasta dejar desnudo el torso del padre. Ahora los labios descendieron hacia la nuez de Adán. Dedicaron atenciones a las clavículas y de nuevo al cuello. Cada nuevo beso era más cálido que el anterior, cada nuevo lametón era más lúbrico que el precedente y cada nuevo mordisco era más apasionado que el previo.

Con torpeza y timidez, Javier tiró del suéter de Elena hacia arriba. El jesuita no demostraba mucha pericia desnudando a una mujer, por lo que ella tuvo que ayudar en la tarea.

Retrocedió un paso para que él pudiera observarla a placer. Su busto quedaba tan solo cubierto por un fino sujetador blanco, en el que se translucían los erectos pezones. Tras unos instantes en los que el padre Arteaga parecía abducido, ella misma aferró la mano del hombre llevándola sobre su seno izquierdo.

—¿Lo sientes?

–Es… es gracioso… pero nunca hubiera imaginado que fuera tan… tan…

–¿Agradable? –Terminó interrogativamente la frase de su extutor, al tiempo que deslizaba el sostén brazos abajo mostrando sus tetas en completa desnudez–. Toca los pezones. Ya verás cómo son muy agradecidos.

El hombre seguía las instrucciones de Elena como si fuera un autómata o como si estuviera en trance. Torpemente, con las yemas de los índices, rozó cada una de las sensibles guindas de aquellos suculentos pasteles.

–Así no. Déjame que te enseñe –corrigió ella con tono maternal.

Hizo que el hombre sujetase los pechos con las palmas y los cuatro dedos. Luego indicó cómo debía rotar y presionar los pezones con sus pulgares. Habilidoso y despierto como era, Javier no tardó en dominar la técnica, arrancando tenues suspiros de los labios de Elena. Ella se dedicaba en aquellos momentos a acariciar la creciente entrepierna masculina. Podía sentir en sus dedos y en la palma de su mano cómo la virilidad crecía constantemente. Percibía a través del pantalón la fuerza y el poder de aquella herramienta. Javier nunca había mantenido una actitud tan íntima con nadie y le pareció la cosa más bonita del mundo, pese a sus nervios, pese a su inexperiencia, junto a Elena se sentía seguro, mucho más seguro de lo que se había sentido jamás.

Con ágiles dedos, Elena desabrochó el pantalón del hombre, permitiendo que este se deslizara hasta sus rodillas. Pudo palpar más claramente la dureza de aquella carne palpitante.

–Bonitos calzoncillos –dijo Elena, observando los boxer con dibujos de Bart Simpson.

–Sí… –fue todo lo que atinó a pronunciar el absorto religioso, mientras sentía que el vacío de su estómago se acumulaba en su entrepierna.

Elena se acercó de nuevo a su ansiado amor. Retornó a los besos en el cuello, en las clavículas, en los hombros. Descendió, cubriendo con su boca los diminutos pezones masculinos y el lampiño pecho. Javier acariciaba lentamente la media melena de la mujer, sin saber muy bien qué más hacer con las manos.

Al mismo tiempo que la boca alcanzaba el aún plano vientre, las hábiles manos aferraron  el elástico de los boxer, haciendo descender estos muslos abajo. El jesuita no pudo reprimir un escalofrío de pudor. Era la primera vez que mostraba sus genitales a una mujer. Elena descendió lentamente, introduciendo su lúbrica lengua en el ombligo. Continuó camino, delineando la línea alba hasta llegar al ensortijado pubis.

–Vaya. Aquí abajo no tienes ni una cana –se rió la mujer acuclillada delante de la entrepierna del hombre.

Con una mano, agarró el tallo estirando ligeramente de la piel de este. El prepucio se retrajo mostrando la purpúrea cabeza del glande más apetecible del mundo para Elena.

Un súbito cosquilleo recorrió la espalda de Javier cuando sintió sobre su miembro las resbaladizas atenciones de la boca de Elena. Ella observaba divertida las múltiples reacciones del hombre. Su tórax se hinchaba a intervalos rápidos buscando aire con desesperación. Sus ojos desorbitados pugnaban por abandonar las cuencas y su boca entreabierta era la viva estampa del desconcierto.

No pudo saborear mucho tiempo aquella dura carne. Elena temía que sus atenciones desembocaran en una temprana explosión. Con deliberada lentitud, recorrió el camino inverso al que le había conducido hasta el miembro masculino. Besó aquella sorprendida boca, la cual no dudó en cerrarse sobre los empapados labios de Elena.

—No te puedes ni imaginar lo feliz que me hace verte así.

—¿Aterrado?

—Ja, ja, ja, no hombre, darte placer para mí es lo más maravilloso del mundo. Es la mejor manera que sé de demostrarte todo lo que te quiero. ¿Te ha gustado?  –preguntó coqueta mientras enlazaba los brazos tras la nuca del hombre.

Aquellas sensaciones se habían representado muchas noches en su enfermiza mente. ¿Cómo sería tocarla?, ¿cómo besarla? Cada película romántica, cada novela, le evocaba a aquella joven que había dejado abandonada en España.

Por toda respuesta, él tragó saliva ruidosamente. La presión de los senos desnudos sobre su pecho le estaba produciendo unos calores que lo tenían aturdido, incluso era capaz de sentir en su propia piel los pétreos pezones de su querida Elena. Ella volvió a tomar la iniciativa, aferrando la mano del hombre y encaminándose hacia el gran sofá que presidía el salón. Hizo que el religioso se sentase sobre el mullido sillón a la espera de que ella decidiera qué venía a continuación.

El pantalón de Elena ya estaba desabrochado, por lo que deslizarlo por sus muslos fue rápido y sencillo. Unas suaves braguitas era cuanta vestimenta portaba la mujer sobre su cuerpo.

–El último paso lo debe dar usted, padre. Yo me planto aquí. Si considera que sobra algo de ropa quítela usted –la sonrisa pícara de Elena iluminaba su alegre rostro. Se sentía feliz y radiante, treinta años esperando aquel momento y por fin había llegado.

Las indecisas manos se acercaron trémulas hasta la carne de las caderas. Acariciaron con dedos torpes todo el contorno del elástico de la prenda íntima. Los dedos de la mujer jugueteaban traviesos con las orejas y la nuca del atormentado jesuita. Finalmente, tras una intensa inhalación, los dedos se engarfiaron en la goma de las braguitas, estirando de estas hasta lograr que descendieran por los muslos. Frente a la mirada de Javier se mostró impúdicamente el triángulo, de rizado vello, que servía de unión entre los muslos. No era la primera entrepierna femenina que veía, pero sí la primera en vivo y en directo de una mujer adulta. Cuántas veces había visto a aquella chiquilla desnuda, sin pensar en que de mayor se convertiría en su tormento. Con delicadeza, las yemas de los dedos acariciaron el tupido terciopelo del pubis. Rodearon los labios mayores como si inspeccionaran la zona.

–¿Confías en mí? –preguntó tiernamente Elena.

–¿Cuántas veces me habrás preguntado lo mismo?

–Y tú siempre respondías lo mismo. “No me fío de ti ni un pelo” –La mujer había tomado asiento a horcajadas sobre los muslos del hombre.

–Confío tanto que te doy todo cuanto soy –respondió Javier bordeando con un dedo el rostro de Elena—. Te doy mi vida.

Ella, intentando controlar sus emociones se abrazó al hombre ocultando sus vidriosos ojos de la mirada de él. Al poco tiempo, para quitar dramatismo a la situación, mordió juguetona el índice que le acariciaba, aprovechando para succionarlo con lascivia. Sin soltar su presa rodeó el cuello del padre con un brazo mientras el otro se adentraba entre los vientres. Con un ligero impulso de las rodillas y la ayuda de la precisa mano, el glande apuntó certeramente a la entrada de la cálida gruta.

Elena se dejó caer con toda la lentitud que la fuerza de sus piernas le permitió. Mirando fijamente los oscuros ojos de Javier, observaba las reacciones que cada milímetro de penetración provocaba en el aturdido hombre. Finalmente, la deliciosa tortura llegó a su final y las nalgas de la mujer reposaron sobre las caderas masculinas.

Javier acarició el trasero que descansaba inmóvil sobre sus muslos. Posó sus manos sobre los brazos de Elena y fue acariciando la piel hasta llegar a los hombros.

—No –dijo con voz entrecortada por la tormenta de emociones que le embargaba.

Presionó un poco más los hombros y clavó una mirada avergonzada en los febriles ojos glaucos.

—No… no puedo,.

Por toda respuesta, ella acarició su rostro y volvió a hacer que las bocas se unieran.

Javier tomó con delicadeza el rostro entre sus manos y lo alejó para poder seguir ablando.

—Siento… siento miles de cosas en este momento y… creo… creo que no estoy preparado.

En un arrebato, la tomó por la espalda y la abrazó contra su pecho. Aquella piel suave y aquellos pechos generosos aplastándose contra su pecho, lograron  que por un instante se plantease lo que acababa de decir. Por su mente comenzaron a pasar las imágenes de su plácida y organizada vida. “Allí, nadie depende tanto de mí. Todo es sencillo, rutinario y solitario. No, no puedo renunciar a todo eso y no quiero engañarla. No puedo darle mi vida, no puedo, aunque lo desearía, no puedo. Pero es tan agradable sentirla en mis brazos.”, en su mente se libraba una batalla entre las sensaciones que experimentaba su cuerpo y las profundas emociones que se oponían unas a otras.

—Lo… lo siento…

Elena se resignó y asumió la derrota cuando sintió cómo la presión sobre su intimidad disminuía. La erección del padre Arteaga menguaba a toda velocidad y no le cupo duda de que todo había terminado.

—Pues… aun así… ha sido muy bonito, yo no me arrepiento de nada. Siento… siento si tú…

—Elena, para mí ha sido maravilloso. Si tengo algo de qué arrepentirme, lo haré ante él y espero que sea dentro de muchos años.

—¿He sido yo?, ¿he ido demasiado rápido? –preguntó Elena sin aflojar su abrazo alrededor del cuello masculino.

—Créeme, yo hubiera sido incapaz de dar este paso. Ni siquiera hubiera sabido por dónde comenzar.

—Pues ya has visto que es muy fácil.

—Tú lo has hecho fácil.

—¿Te marchas ya? –preguntó ella alejándose del torso al que se había pegado como una segunda piel.

—Si… si no te importa… preferiría continuar con el abrazo un rato más.

—Pero con ropa intuyo –dijo Elena siguiendo la mirada de Javier, que observaba su ropa esparcida por el suelo y el sofá—. ¿Quieres que me vista?

—Con el corazón en la mano, te mentiría si te dijera que sí y también te mentiría si te dijera que no –respondió acariciando suavemente el contorno de un pecho.

Continuará.