Elena

O como puede la vida cambiar en unas horas.

Miguel había terminado de regar. Ya se había hecho de noche y la jornada había sido larga y dura bajo el sol abrasador. Tenia 32 años, pero su piel curtida y surcada de profundas arrugas hablaban de algunos más... El campo devora al hombre. Y el hombre vive del campo. Cada uno se toma del otro lo necesario y ambos viven en una simbiosis que dura milenios...

El camino de vuelta fue tranquilo. No había luces, pero el sendero quedaba bien iluminado por la luna. Un techo de millones de estrellas le acompañaban en silencio, calladas, dándole guiños, como susurrando a su oído con muda voz miles de historias que habían visto desde su inmensurable bóveda. Al paso, alguna lechuza alzaba el vuelo en pos de algún ratoncillo, mientras el río se deslizaba lento, con la sabiduría de quien sabe por donde va y donde termina. Las aguas dejaban murmullos como muy lejanos, frescos, alegres. Los bordes del sendero iban zigzagueando, ora a la derecha, ora a la izquierda, como una lenta carrera entre bancal y bancal.

Al cabo de un rato, se empezaron a divisar luces muy pequeñas, allá en el fondo. Era el pueblo. Paso a paso las luces fueron creciendo en tamaño y detalle. Ya se veían las eras con sus pajares. El camino pasaba por allí, para luego proseguir por la fuente y terminar en la plaza del arrabal. Unos chiquillos jugaban al "bote", y se oía repiquetear el dichoso bote lleno de piedras calle abajo, seguido del griterío de todos luchando por alcanzarlo, cada uno el primero.

En la fuente tomó un sorbo de agua. Estaba fría. Se mojó la nuca y cogió su basto pañuelo a cuadros para secarse. Miró las estrellas de nuevo... ni atisbo de lluvias, seguiría el calor. Tendría que volver a los huertos de nuevo. Un día sin agua era casi una cosecha perdida. Mala vida la del labrador...

Tendría que haberse ido a la ciudad. A Segorbe... todo el que había marchado había vuelto con coche, un piso, y dinero para gastar. Pero el no sabia de letras y números, Solo de tomates,  lechugas,  judías, maíz, manzanas, calabazas, pepinos, y... mala vida la del labrador...

No era muy tarde. El río bajaba hoy muy lleno, y eso le había permitido adelantar bastante. Llegaba muy pronto. Tendría tiempo de cenar, tomar su vino, fumar su cigarrillo liado a mano, y hablar con la Elena, su mujer,  de si compraban o no el tractor, pues mucho era el trigo que tenían y pocas las manos. Y el Antonio, el del banco, le había prometido que se lo arreglaría bien y le quedaría un precio bueno que no les ahogaría cada mes.

Hacía muy poco que se habían casado. Elena era una mujer suave, delicada, que necesitaba protección a cada momento. Miguel pensaba que el campo la haría dura. Era muy bonita y cocinaba como solo él y Dios sabían. Porque ella hacía los panecillos de Santa Margarita, y Don Pedro, el cura, siempre decía que la mezcla de harinas y el horneo de los panecillos eran un secreto de confesionario, y sólo él y Dios podían saber de la panadera que los trajo al mundo. Y por esos panecillos venían los turistas en verano desde muy lejos, y traían algo de dinero al pueblo...

Miguel cruzó la plaza. Solo quedaba coger el camino del viejo molino, bajar hasta el recodo de la entrada del pueblo, y llegar a casa. Estaba un poco separada de las demás, pero eso le daba paz y tranquilidad, pues no le gustaban los visitantes ocasionales, y menos los chafarderos venidos de fuera.

Buscó con la mirada la luz de su hogar, la que manaba de la cocina con el caldero siempre en el fuego. Apenas pasaron unos segundos hasta que la encontró. Esa luz le tranquilizaba. Ejercía en él una paz y sosiego interior que no podía explicar, pero sí sentir. Allí dentro de sentía seguro, lejos de los demás. Era su pequeño mundo. Suyo y de Elena. No había mucho, pero lo que había se lo había ganado a pulso, año tras año de trabajo y esfuerzo. Mala vida la del labrador...

Llegó a unos metros de la tosca puerta de madera, cuando escuchó unas risas dentro de la casa. Luego unos correteos. Puertas cerrarse y abrirse...

Pensó en Luis, su hermano. Seguro había venido de sorpresa y estaba riendo con Elena. Luis era un pedazo de pan, y traía alegría a la casa. Siempre con sus regalos. Le había ido bien en unos negocios de tierras....

Pero cuando se acercó, la voz y risas que escuchó no eran de Luis. La sangre se calentó rápida, el pulso se aceleró. Los músculos de su cuerpo, antes relajados, se habían convertido en pura piedra. Un instinto atávico le llenó por completo. Abrió la puerta de la casa muy despacio. Fue hasta la cocina sin apenas hacer ruido. El caldero seguía en el fuego, y la mesa preparada para la cena, pero estaba vacía. Regresó hasta la entrada, y puso camino hacia los dormitorios, arriba. Las risas eran más fuertes. Los correteos retumbaban.. Cuando llegó a lo alto de la escalera, se abrió la puerta que daba a la alacena de arriba. Surgió Elena, desnuda, llena de harina. Y detrás alguien que desconocía, con planta de visitante de la cuidad, también en cueros y lleno de lo mismo...

Elena se quedó petrificada, helada. Al verle, dio la impresión de que se le heló la sangre pues no se le movía ni un solo músculo de su cuerpo. Enseguida su rostro reflejó terror y miedo. Luego, puso los ojos en blanco y cayó a plomo sobre la loza del pasillo.

El visitante salió disparado, intentando llegar a las escaleras para salir corriendo. Miguel soltó su brazo como un resorte, y lo intentó coger por un brazo, el visitante ya de espaldas. Pero con la mala fortuna de que lo que consiguió fue un formidable empujón que lanzó al tunante escaleras abajo. Su cuerpo fue dando en todos los escalones hasta que  llegado abajo, quedó tirado sobre el suelo, sin moverse.

Todo había sucedido demasiado rápido. Apenas era consciente de lo que había pasado. Pero un odio espeso y ardiente como el plomo derretido empezó a crecer dentro de él.

Al cabo de unas horas, Elena despertó. Tenía frío. Intentó moverse pero no pudo. No veía nada. Sus dedos fueron palpando los pocos centímetros que estaban libres hasta darse cuenta de que estaba encerrada en algo... Tenía algo enorme en la boca, y su coño y culo ardían y dolían como si la hubieran abierto en canal, pero no podía siquiera gemir, pues apenas podía respirar con aquello hasta el fondo de su garganta. Luego empezó a pensar. Su primo había venido a visitarla. Estaba de muy buen ver, y él siempre le había tirado los tejos. Pero era un gandul y un vago. Habían quedado en que ella buscaría un buen partido, y luego primo y prima podrían vivir su pasión sin problemas. Con el tiempo, se desharían del pobre desgraciado, y se quedarían con las tierras. La venderían, y seguirían manteniendo su ritmo de vida y frenesí por mucho tiempo con el dinero obtenido. Pero su primo no tenía paciencia, y ella llevaba algunos días sin que Miguel le hiciera caso, pues llegaba reventado del trabajo en el campo. Apenas cenar y quedarse como un leño en la cama. Y ella no era mujer para tenerla en un altar, sino clavada en una cama. Y si Miguel no se lo daba, Miguel era el culpable de lo que pasara. La llegada de su primo la encendió como una llama en un mar de estopa seca.... y pensando en esto, el dolor le hizo perder el conocimiento.

Miguel acababa de enterrar al tipo ese. Se había desnucado cayendo escaleras abajo, y quedó frito como un vencejo de una perdigonada antes de tocar el suelo. No había sido culpa suya, así que no había delito alguno. Pero se quiso ahorrar papeleos y charlas con la guardia civil, así que lo metió en el granero, cavó cosa de un metro, y lo enterró tal como lo pilló: en cueros. Le echó cal encima para que no oliera, y lo tapó. Luego empezó a buscar entre los papeles del tipo, para saber quien era. Un par de cartas escritas por Elena le puso al corriente de todo. Sintió odio, vergüenza, venganza, ganas de matar y de morir, se sintió hundido, ahogado, sin aire, sin una cuerda donde asirse... su mundo se le vino encima y se sintió perdido... lloró amargamente. Luego, muy lentamente, llegó una calma fría, serena. Y pensó que lo que debía hacer era enseñar a Elena con quien estaba casada... no quería dejarla marchar sin antes dejarle sentir lo que era de verdad un castigo. Y ella debía sentir lo que era de verdad una mujer castigada...

La llevó a la parte de atrás, donde el gallinero. Allí la desnudó y la metió en la jaula de Trozos. La había hecho servir para domar a su perro, y ahora la usaría para domarla a ella, pues perra era lo que antes había sido su mujer.

La ató fuertemente dentro de la jaula, de rodillas. Llenó de brea un par de mangos de pico. Cogió grasa de maquinaria y la untó bien en dos de las puntas de los mangos. Luego enjabonó los agujeros de aquella perra, y la estacó con los mangos, pues no quería romperla todavía. Quería que le durase muchísimo tiempo para hacerle sentir lo que es el infierno. Culo, coño y boca bien llenos. No quería queja alguna. Ató los mangos a los barrotes de la jaula de Trozos para que la perra no se pudiera mover ni quitárselos. Luego ató sus manos, tobillos, brazos, muslos  y cabeza de forma que no pudiera ni parpadear y quedara bien abierta y expuesta. Aquella soga de cáñamo se clavó en la carne de Elena hasta despellejarla cuando terminó de atarla. Marchó a dormir, pues ya era muy tarde.

La mañana siguiente amaneció con un sol abrasador. Miguel revisó las ataduras de Elena, y se marchó al campo. La tierra no esperaba a nadie...

Elena despertó muy lentamente, como a eso de las once del mediodía. Se había pasado la noche entre desmayo y desmayo. Un dolor terrible salía de su ano y vagina, completamente dilatados, como su la hubieran abierto en canal. Tenía todo el cuerpo entumecido, la boca reseca,  no podía ni cerrarla ni tragar saliva. La cosa que le habían puesto en la boca la había amenazado con provocarle el vómito, pero lo había evitado por miedo a morir asfixiada por el mismo. Estaba mareada y tenía náuseas. El sol le estaba quemando la espalda, nalgas, brazos y muslos, a través de los barrotes de hierro... Abrió los ojos, y todo le dio vueltas. Sentía arder su piel. Volvió a perder el conocimiento.

Miguel llegó a casa a media tarde. Había adelantado bastante la faena, y decidió dedicar lo que restaba del día a la enseñanza de su nueva adquisición. Había perdido algo. Durante el camino no dejó de pensar en ello. Una sensación de vacío que, desde el estómago, llegaba arrolladora como un tren de mercancías para apoderarse completamente de él. Soledad infinita que le había hecho llorar con desesperación. Desengaño de quien tuvo su vida en sus manos y no supo hacer con ella más que un montón de cenizas humeantes. Desilusión de ver como la lucha día a día no había servido para nada, y el futuro se convertía en una horrible pesadilla en medio de una oscura y negra niebla. La había perdido a ella como mujer, como esposa, como compañera. Pero aún le quedaba algo por lo que luchar. Hasta la fecha, él había vivido para ella. Ahora ella viviría para él como su esclava. Iba a destrozarla, a borrar de ella cualquier vestigio de tiempos pasados. Y la volvería a crear de nuevo. Como aquella legendaria estatua a la que un poder divino le dio vida por deseo de su amante creador y escultor.

Abrió la jaula por delante y por detrás. Sacó lentamente los mangos de pico. Estaban completamente sucios de baba y excrementos.... Al hacerlo, sólo un largo y bajo gemido le indicó que Elena estaba todavía viva. Luego cogió la manguera, y empezó a limpiarla con agua fría a presión. Elena despertó de golpe. Lanzó un grito terrible, cuando el agua fría cayó sobre su quemado y expuesto cuerpo. Sintió luego un alivio extraordinario mientras el chorro de agua helada refrescaba cada poro.... hasta que empezó a sentir presión... las cuerdas mojadas estaban encogiendo... el cáñamo la apretaba más y mas, casi no podía ni respirar..

Cuando despertó de nuevo, Miguel estaba delante de ella, mirándola. Ya era noche cerrada. Le quitó las cuerdas de la cabeza, y le puso un pozal con agua delante de ella. Se lo acercó. Elena bebió y bebió durante largo rato, hasta no poder más. Luego Miguel volvió a atarle la cabeza y a dejársela inmovilizada. Se fijó en que él estudiaba cada mano, cada pierna, cada parte de su cuerpo. Luego cogió una soga nueva, y ató fuertemente sus pechos, con unas 6 ó 7 vueltas en cada uno. Cada extremo de la soga lo anudó a la jaula, dejándole los pechos forzadamente separados y completamente espachurrados en un forro de cáñamo que le clavaba sus puntas por todas partes. Miguel, una vez terminados los nudos, le mojó las nuevas ataduras. El cáñamo empezó a hacer su trabajo, mientras estrujaba cada seno hasta hacer que empezara a cambiar el color a rojo intenso. Luego cogió el bote de grasa y le cubrió todo el cuerpo, para dar un poco de alivio a las quemaduras. Cogió una silla y se sentó junto a la jaula. Era la hora de la cena. Abrió el cubo de desperdicios y los volcó sobre un cuenco metálico. Desató a Elena la cabeza para que pudiera comer. Le puso el plato delante de la boca, pero Elena la escupió. Retiró el plato. Pensó que ya cambiaría de opinión cuando hubiera perdido ese arrogante orgullo. Le pasó el plato a Trozos, que más que comer, devoró todo lo que en el plato había, en cuestión de segundos.

Al cuarto día pudo mas el hambre que el orgullo, y Elena comió lo mismo que Trozos. Como premio, Miguel le aflojó un poco las cuerdas. Tenía llagas por todo el cuerpo. La mayor parte de la piel había desaparecido allí donde antes el cáñamo la había tenido prisionera con su terrible mordedura. También había aceptado el hecho de sentir sus propios orines correr por sus muslos hasta el suelo de la jaula. Lo había evitado todo lo posible, pero la naturaleza había podido más que ella. Al Séptimo día se sentía feliz de poder comer, y Miguel le cambió de nuevo los esquemas. Ahora no habría agua. Miguel se ponía de pié delante de ella, y orinaba en su cara. La comida le ocasionaba una sed horrible, pues Miguel se la puso excepcionalmente salada. No la obligó. Simplemente le dijo que si tenía sed, abriera la boca...mientras su orina se estrellaba en la frente de ella. Y Elena lo hizo al cabo de 24 terribles horas de lucha entre ella y su cuerpo. Eso le valió el que Miguel curase sus heridas y quitara las cuerdas de cáñamo. Ahora Elena estaba atada a la jaula únicamente por tobillos y muñecas, mediante unas esposas metálicas. Su piel se iba recuperando, y las rozaduras iban desapareciendo. Ya no le importaba que tal posición le obligara a orinar y defecar a 4 patas, y sentir orines y excrementos correr piernas abajo. En ocasiones Miguel no pasaba la manguera, y ella dormía así, en medio de sus propias inmundicias. Su mente había abandonado venganzas y odios, vergüenzas y orgullos, y se concentraba únicamente en sobrevivir.

A las dos semanas, Miguel la sacó de la jaula. Le puso un collar de hierro y una cadena, y le hizo dar unas vueltas por el patio. Seguía desnuda. Le costó Dios y ayuda ponerse de pié, y la primera media hora lo hizo dando traspiés y tambaleándose, pues sus propias piernas no le querían sostener. Luego, media hora de agua fría la dejó limpia por completo. Otros 15 minutos para que Miguel limpiara su jaula. Terminada la limpieza, Elena volvió a la misma, pero encadenada de distinta forma. Esta vez, Miguel la había colocado boca arriba, acostad sobre su espalda, y en posición fetal. Sus tobillos y muñecas habían sido esposados al techo de la jaula, y sus piernas habían quedado separadas completamente. Le extrañó ver que Miguel no cerraba las dos puertas. Miguel cogió la comida de Trozos, y la colocó en el ano y vagina de Elena. Luego se sentó al otro extremo de la jaula. Mientras trozos comía, Miguel daba pequeños pedazos de carne enlatada para perros directamente a la boca de Elena. Ésta empezó a comer aquel manjar, hasta que notó la lengua de Trozos en ano y vagina... para luego seguir comiendo de lo que Miguel le daba. Intentó no sentir nada, pero a los pocos minutos no pudo más y su cuerpo explotó en un orgasmo incontrolado que hizo que su cuerpo se arqueara en un mar de  violentas sacudidas...

La siguiente semana, Elena y Trozos comían del mismo plato y bebían la misma agua. Luego, Miguel, viendo como su perra prosperaba, la ató de nuevo a 4 patas dentro de la jaula. Esta vez no hizo nada por evitar que Trozos lamiera a Elena donde siempre tenía su comida. El perro se había acostumbrado al sabor del ano y coño de Elena, y le encantaba lamerlo. Una vez bien lamida y después de que Elena hubiera tenido sus 2 ó 3 orgasmos, dejó hacer a Trozos. Éste se encaramó sobre la jaula, y penetró a Elena por el ano, pues fue el primer agujero que su pene encontró. Al cabo de poco, Elena estaba tan abierta que Trozos introdujo su pene hasta la misma base, con lo que a los pocos minutos había quedado pegado a ella. Elena gritaba, gemía, babeaba, y no cejaba de tener una sacudida tras otra mientras Trozos se vaciaba dentro de su vientre. Al cabo de unos minutos sacaba su pene, para volver a la carga, esta vez acertando en la vagina. Miguel estaba sentado en la silla admirando el espectáculo. Estuvo allí de observador toda la tarde, mientras Elena aprendía a ser la perra del perro del Amo, y Trozos gozaba de esa perra lo que no había gozado de una perra en su vida. Por la noche, del coño y ano de Elena rezumaban restos de semen de Trozos que resbalaban piernas abajo...

Tras unos días, Elena pidió por primera vez a su Amo Miguel que no la encadenara, pues quería demostrarle que ella era una buena perra. Y Trozos no solo disfrutó del ano y coño de Elena, sino también de su boca. Miguel quedó gratamente sorprendido del cambio de ella, pues no esperaba llegar a ello hasta unas semanas mas tarde. Elena, a partir de esa noche, se encadenaba ella sola a la jaula, en compañía de su segundo Amo Trozos que la podía tomar donde, como y cuanto se le antojara.


Elena había cambiado, de eso no cabía duda alguna. Aquella altanería, soberbia y orgullo habían dejado de existir. Pero en alguna ocasión, en la mirada, todavía quedaban atisbos de unos ojos que escondían algo. Y también eso quería borrar Miguel. Deseaba una mirada clara, limpia, transparente. Así que ahora necesitaba profundizar un poco más. Se dio cuenta de que entre Trozos y Elena había nacido una especie de relación muy placentera, y no quería eso. Para ella solo debía contar él y nadie más. Era muy celoso de lo suyo, y no dejaría que el pensamiento de ella estuviera en otro lugar que no fuera él.

Aquella noche,  a eso de las 2 de la madrugada, Elena y Trozos estaban confortablemente dormidos los dos en la jaula. Ella tenía el perro completamente rodeado con sus brazos y piernas. Miguel abrió la jaula, desencadenó a Elena, la despertó, y la hizo ir a 4 patas hasta un rincón del patio. Una vez allí, usó la manguera con agua fría, el cepillo de cerdas duras y el jabón durante más de una hora hasta dejarla perfectamente limpia, aun a costa de algún pedazo de piel irritada por el cepillo. Luego, la llevó al sótano, bajándola por las escaleras del granero. Allí tenía toda suerte de herramientas, clavos, tornillos, y demás enseres necesarios para el mantenimiento y reparación tanto de la casa como de los aperos del campo. La tumbó boca arriba sobre la mesa, con las piernas bien abiertas. Esta vez la cuerda sirvió para inmovilizarla de brazos, piernas, cabeza y torso. Cogió un pedazo de mano de escoba, lió a su alrededor unas cuantas vueltas con una cuerda de cáñamo mas delgada, y la colocó entre los dientes de Elena. Por último, la misma cuerda la hizo pasar varias veces por detrás de la cabeza de ella y la fijó a los extremos del mango. Elena quedó con la boca abierta por completo y el mango forrado de cuerda bien encajado entre sus mandíbulas. Apenas si podía gemir. A los pocos minutos estaba babeando. Tenía en la cara una mueca de terror, pues no tenía ni idea de lo que iba a suceder. Una lámpara de 200 watios colgando a cosa de medio metro sobre su rostro le impedía ver casi nada por el deslumbramiento producido. Miguel cogió un pedazo de ropa limpio, y un bote con un líquido rojizo. Empezó a extender el líquido con ayuda del trapo, por los pezones de Elena. Ella, al principió dio un respingo al contacto de su cuerpo con el trapo, pero en cuanto notó que no existía dolor, volvió a su posición inicial de tensión absoluta y callada. Miguel dejó trapo y bote sobre el banco de trabajo. Dio un vistazo a los pezones, murmuró algo, y cogió lo que Elena creyó era un tapón de corcho y una gruesa aguja de coser sacos. Luego oyó lo que le pareció un soplete. Por último, antes de cerrar los ojos por voluntad propia y morder el mango de madera con todas sus fuerzas, lo último que vislumbró fue la aguja al rojo vivo dirigiéndose hacia ella desde el banco de trabajo, cogida por Miguel con unos alicates.

Miguel se dirigió hacia la mesa donde estaba Elena. En una mano, la aguja al rojo vivo cogida por unas alicates, y en la otra mano unas segundas alicates de presión con la mordaza mas ancha que las primeras. Primero cogió el pezón derecho de forma vertical, por un extremo. En ese momento notó un gemido de Elena, y notó como ella tensaba todo su cuerpo. Una vez cogido el pezón, tiró de él hacia arriba. Enseguida traspasó el pezón por su mitad con la aguja al rojo. Fue un instante, apenas medio segundo. Lo hizo ni despacio ni deprisa. Se tomó el tiempo suficiente hasta salir la aguja por el otro lado. Dejó la aguja unos instantes, mientras colocaba en cada extremo de la misma un tapón de corcho. Hizo lo mismo con el segundo pezón. Quería que Elena lo sintiera, así que en cada movimiento paraba unos instantes para verle la cara. Ella estaba sudada, congestionada, mordiendo con mucha fuerza el mango. La baba le bajaba pos las comisuras de la boca y sus ojos estaban fuertemente cerrados. Sus gemidos se notaba salían de su garganta mas que de su boca. Ahora Miguel tomó dos anillas, colocadas en un pequeño platito en el que también había cierta cantidad de aquél líquido rojizo. Parecían dos semicírculos, pues cada una de ellas era completamente recta por un lado, y media circunferencia por el otro. En el centro de la parte recta había un cierre especial que, una vez encajado, no se podía volver a abrir. Para sacarlas, deberían ser cortadas con sierra de metal. Apoyó el cierre sobre la punta de una de las agujas, y fue deslizando ambas hasta que la anilla hubo sustituido a la aguja por la parte interna del pezón. Entonces, dejó la aguja y cerró la anilla. Hizo lo propio con el segundo pezón. Ahora Elena tenía una anilla en cada pezón, con las iniciales de Miguel.

La segunda parte no fue muy diferente. Miguel usó el mismo sistema para traspasar con las agujas los labios externos e internos de Elena. Al cabo de una hora más, Elena llevaba una anilla redonda en cada labio vaginal exterior, y otra anilla redonda más pequeña en cada labio vaginal interior. Los cuatro con las iniciales de Miguel. Y los cuatro cerrados de forma permanente. De los labios había salido un hilillo de sangre sin importancia, y Miguel había disfrutado al ver los vanos intentos de Elena por cerrar las piernas cuando se los estaba colocando. Sus gemidos ahogados le habían sabido a bálsamo, mientras la estuvo anillando.

La curación llevó unas cuantas semanas. Miguel le enseñó a Elena a moverse las anillas cada par de horas para que la carne no quedara pegada a las mismas. Era una operación dolorosa que Elena hacía al principio con temor, pero que luego, una vez cogida la práctica, empezó casi a disfrutar. Durante el proceso de curación, Miguel cuidó de estar con Trazos cuando éste quería usar a su perra, de forma que no tocara las anillas y entorpeciera la curación. También cuidó especialmente de la limpieza tanto de Elena como de Trozos, para evitar riesgo de infecciones.

Miguel, aprovechando tal circunstancia, también empezó a moldear el cuerpo de Elena. Hizo unos correajes de cuero en el taller. Luego los ajustó a su cuerpo de Elena. Iban por su cintura, pechos, muslos y hombros. También una máscara con un pedazo de goma que iba introducido en la boca de Elena. Una vez colocados los correajes, colocaba un pequeño carromato tras ella, atado por unas cinchas a los correajes. El carromato llevaba una pequeña silla donde él subía y se instalaba cómodamente. Una vez en su asiento, Elena daba vueltas como mula tirando de carro, llevando a Miguel al paso que él le marcaba, bien con su voz, bien con su látigo. Aquellos paseos por el patio pronto se convirtieron en paseos nocturnos por los caminos. Miguel le había colocado unas campanillas y unas plumas en el correaje, pues así Elena quedaba mucho mas favorecida.

Aquellos ejercicios vespertinos y nocturnos habían ido cambiando el cuerpo de Elena. Había perdido mucha grasa y en su lugar iban apareciendo los músculos. Incluso sus pechos y nalgas estaban mucho mas firmes. Se iba convirtiendo en una esclava muy apetecible, y Miguel cada día estaba más orgulloso de su trabajo y de la respuesta de ella. Le había enseñado ir al paso, al trote, al galope... En las primeras salidas, sus nalgas y espalda habían quedado muy marcadas por los latigazos, ya que no sabía mantener bien el ritmo ni sabía adelantarse a lo que lo accidentado del camino podía ocasionar en el carrito de Miguel, con lo que lo zarandeaba a un lado y otro con peligro de tirarlo al suelo. Los caminos estaban siempre llenos de piedras, y en las ocasiones en que quería probarla, le hacía ir con los pies desnudos. En el patio, Miguel había cortado la hierba para dejar una zona completamente horizontal y sin hoyos. Allí le ponía un calzado con un tacón extremadamente largo y delgado, con lo que conseguía que Elena apenas pudiera mantener su equilibrio, y que todo el peso y fuerza fueran a parar a los dedos de los pies. Ella no se quejó en ninguna ocasión, y eso que en alguna de ellas llegó con las plantas ensangrentadas. En tales casos, Miguel pasaba la noche curándola.  Y con esas curas empezó a sentir que aquel odio inicial iba siendo sustituido por un cariño y una ternura hacia su obra. Algo muy distinto a lo que había sentido como su marido. Una necesidad imperiosa de penetrar dentro de su cuerpo y mente, de romperla, de destrozarla, y a la vez de cuidarla, de mimarla, de llenarla de ternura... sentidos muy nuevos y contradictorios ...

Acabó el periodo de entrenamiento, y las heridas estaban sobradamente curadas. Elena estaba radiante con sus anillas. Por otro lado ella le había confesado que el sentirlas en su cuerpo la hacían ir húmeda todo el día, esperando que Trozos la usara. No hizo referencia alguna a sexo con Miguel, pues Miguel no la había  usado sexualmente desde un par de días antes de aquella terrible noche. Por otro lado, Elena disfrutaba como loca de su nueva vida. Jamás hubiera creído que aquella Elena que ahora conocía hubiera estado latente dentro de sí misma. Se había convertido en una puta enamorada de los deseos de Miguel. Había perdido todo orgullo, soberbia y altivez. Ahora una placidez la inundaba. Estaba tranquila, relajada, sin mas problemas que saber lo que Miguel deseaba para ofrecérselo sin siquiera pensar en ello. No le importaba ya lo que pasaría mañana o el mes que viene. Ni si estaba desnuda o vestida, ni si hacía frío o calor. Si era de día o de noche, o si lo que Miguel quería era raro o normal.... Solo deseaba tenerlo a su lado, sentirlo. Y no importaba si lo que le daba era dolor o placer, porque ambas cosas procedían de él. Nada era bueno o malo. Ahora esto era muy sencillo: Si él lo pedía, ella necesitaba dárselo por encima de ella misma. Y ese dar a Miguel era lo que la llenaba. Ese sentir sus manos, sentir su dolor hasta volverla loca, sentir su placer hasta desbordarla, era todo lo que ella deseaba. Las anillas que llevaba en el cuerpo eran como una parte de Miguel dentro de ella, que a cada instante rozaban su piel recordándole a quien pertenecía su cuerpo y alma, y haciéndole sentir como una extensión de él en ella misma. Las llevaba con orgullo, pero también con deleite, con deseo, con adoración. No tenía idea de lo que vendría, pero sabía que fuese lo que fuese, era de él sobre todas las cosas, y él tenía pleno derecho sobre ella para irle dando la forma que él deseara. Ella deseaba y necesitaba que así fuera.

Una vez curadas las heridas, Miguel le colocó a Elena pequeños pesos en las anillas, antes de salir con el carro de paseo nocturno. Aquel ejercicio fue endureciendo aquellas partes sensibles de Elena, y poco a poco fue posible el ir aumentando los pesos. Con ello Miguel conseguía además hacerle más grandes los labios, hasta dejárselos en el tamaño deseado. Por otro lado, Elena se iba acostumbrando al dolor, ya que en algunas ocasiones Miguel hacía llegar la punta del látigo hasta lugares anillados. Días más tarde,  Miguel añadió 3 pequeñas cintas de cuero en la punta del látigo, y una pequeña gota de plomo en la punta de cada una de ellas. El efecto fue inmediato, y era raro el día que Elena no llegaba con diminutos pero dolorosos moretones de vuelta a la cuadra. La satisfacción de Miguel estaba en que Elena no había dejado de estar mojada en ningún momento. Bien pensado, no era justo que Trozos se llevara la parte buena y  él solo la castigara. Así que ideó una solución al problema. Deseaba que Elena fuera también castigada por Trozos.

Aquella noche, Miguel bajó a Elena de nuevo al sótano donde le pusiera las anillas. La volvió a dejar atada exactamente igual que entonces, completamente expuesta. Luego colocó multitud de velas encendidas por todo su cuerpo. Velas de cera de abeja, con la base ancha para que produjeran abundante cera liquida. Le puso una pieza de goma de forma alargada bastante grande dentro de la boca, sujeta con dos correas que se cerraban en su nuca, de forma que apenas le quedaba espacio para poder respirar por allí. Aquella pieza le llegaba casi hasta la campanilla, por lo que Elena tuvo que retener sus ganas de devolver debido a las arcadas que le ocasionaba tal objeto dentro de su boca. Miguel dejó tiempo para que Elena se acostumbrara a aquel objeto. Quería enseñarle despacio, y no tenía prisa alguna. Después, cogió un vaso de agua, y empezó a dejar caer gota tras gota sobre el objeto. Cada gota se iba deslizando por la superficie del mismo, e iba directo a la boca de Elena, la cual intentaba tragarlo sin demasiado éxito. Pero las gotas iban acumulándose lentamente en su boca. Cuando Miguel creía oportuno, le tapaba la nariz oprimiéndole las fosas nasales con los dedos. Entonces Elena no tenía otra que o morir ahogada o tragar el líquido... y todo ello sin moverse, pues de lo contrario se derramaría la cera ardiendo sobre ella...

Aprendió rápidamente a acomodar su garganta y a respirar por ella, con la nariz completamente tapada. Las arcadas habían desaparecido. Miguel le sacó entonces las correas que sujetaban el objeto. Tomó el objeto en sus manos, y colocó una anilla de hierro forrada de cuero entre los dientes de Elena, de forma que le dejó la boca abierta de par en par y completamente expuesta. Entonces empezó a meter lentamente el objeto por la abierta boca de Elena, para darle tiempo a acostumbrarse de nuevo a él. Pero esta vez lo hizo bajar muchísimo, hasta la misma garganta. Elena tuvo arcadas de nuevo, y con su movimiento hizo caer una de las velas. El vientre le quedó lleno de cera líquida, lo que le ocasionó un terrible dolor. De todo ello sólo salió un fuerte gemido por su boca. Miguel siguió con el juego, haciendo entrar y salir aquel objeto, y Elena hizo caer con sus movimientos 3 velas más. El dolor era terrible, pues una de ellas le cayó directamente en el bello púbico, otra en la parte inferior de un pecho, y la tercera creó pequeños ríos de cera ardiente deslizándose por el costado derecho de la cintura. Miguel, inmutable, seguía con su juego, hasta que finalmente Elena consiguió vencer las arcadas y recibir el objeto sin moverse en absoluto durante unos cuantos minutos. Miguel le sacó entonces la anilla de la boca. Elena sollozó. Abundantes lágrimas caían por las comisuras de los ojos. Y Miguel besó por primera vez su frente desde aquella noche, meses atrás. Le susurró “lo hiciste bien, amor”. Fue escuchar aquellas palabras y Elena se sintió como henchida, llena de alegría, de devoción por él. Ya nada le dolía. Subió directa del infierno al cielo, de mano de su Señor. Si, por primera vez pensó en Miguel como su Señor. Le vino la palabra a la boca, sin pensarlo. Y la boca se le llenó. No dijo nada. Solo cerró los ojos y sonrió. Lloró despacio, en silencio. Las lágrimas eran como gotas frescas de roció que aliviaban aquel dolor que durante meses había quedado encerrado en alguna parte dentro de ella.

Miguel cogió un paquete del que sacó unos parches. Fue pegando los parches por todo su cuerpo: Pezones, pechos, vientre, brazos, manos, costados, pies, parte interna de los muslos, labios de la vagina, clítoris...Luego colocó un tubo metálico dentro de la vagina de Elena, y otro dentro de su ano, ambos embadurnados de algún tipo de crema. De cada parche salía un pequeño cable. Sacó una especie de pequeña malta con botones y un montón de cables. Los cables los fue conectando a los que habían en los parches, mas otro en cada tubo metálico. Luego, conectó la pequeña maleta a una batería de coche. Volvió de nuevo a poner entre los dientes de Elena el mango forrado de cuerda, y anudado tras su nuca. No quería que se lastimara la lengua. Volvió a apretar las cuerdas que la sujetaban, y se sentó frente a los mandos de aquel aparato, y junto a la cabeza de Elena. Pulsó un botón, y el cuerpo de Elena dio un bote cuando sintió un latigazo de corriente en su brazo derecho. Cayó una vela y la cera se deslizó por todo el pecho izquierdo. La cabeza de Elena fue hacia atrás y un gemido agudo salió de su boca. Un segundo latigazo la castigó cruzándola de uno a otro pezón. Esta vez cayó la vela de su rodilla, llenado sus labios de ardiente cera. Sonó un grito ahogado de su garganta y su cabeza volvió a hacerse hacia atrás violentamente... y durante una eternidad, el cuerpo de Elena sufrió descargas una y otra vez. Variaban en intensidad y lugar, pero en cada ocasión venían seguidas de la ardiente cera quemándola, hasta le punto que ya no sabía exactamente donde dolía mas, si la piel quemada por la cera o las descargas. Babeaba, lloraba, suplicaba, gritaba. Intentaba zafarse de aquel infierno terrible. Pero todo era inútil. Cuando creyó no poder ya más, sintió de nuevo un segundo beso de Miguel en su frente, y su voz diciéndole que en cuanto ella lo pidiera, él dejaría de atormentarla. El juego de Miguel siguió durante tres eternas horas más. Una vez terminado el juego, Miguel quitó todos los parches del cuerpo de Elena. Luego mojó paños en un cubo de agua helada y los fue distribuyendo por todo el cuerpo de Elena. Los iba cambiando cada cuarto de hora. Después retiró toda la cera de su cuerpo, y la dejó completamente limpia. Pasó alcohol por toda su piel. Elena ni lo notó.

La dejó reposar de nuevo como media hora. Le dio agua de beber, sin desatarla. Luego limpió sus ojos, boca y cuello. Le miró a los ojos y la besó profundamente, con una pasión hasta entonces desconocida. Los labios de Elena acogieron a los de su Señor con deseo, con ansiedad, con voluptuosidad.

Miguel colocó entonces miel por todo el cuerpo de Elena. Desde la cabeza hasta los pies. Era el manjar favorito de Trozos. Luego fue hasta el patio, y bajó al perro al sótano. Allí le colocó los manguitos que siempre le ponía cuando dejaba que usara a Elena, para que no la arañara con sus uñas, y lo colocó sobre ella. Trozos empezó a lamer como loco cada centímetro de Elena. Ella creyó volverse loca. Sentía la lengua de Trozos en todo su cuerpo. Deseaba desatarse para llevarlo y conducirlo, pero no podía. Trozos lamió pechos, costados, vientre, brazos,... y cuando lamía su cara y boca, Elena sacó su lengua para juntarla con la de él, su otro Señor. Y cuando Trozos empezó a lamer su abierto y expuesto sexo, Elena empezó a sentir como un inmenso globo que no paraba de llenarse hasta que explotó y explotó y volvió a explotar. Y lo sintió en cada poro de su piel mientras un orgasmo seguía a otro (¿o era el mismo que no terminaba nunca?). Creyó morir, volverse loca. Su cuerpo se arqueaba, tenía sacudidas. Y Trozos, goloso, seguía lamiendo a su perra favorita. Miguel, entonces, aprovechó para sacar unas pequeñas cuerdas. Ató una en cada anilla de Elena. Luego colocó a Trozos una correa alrededor de su cintura. Las cuerdas de  los pezones las ató al collar de Trozos. Las cuerdas de la anillas de los labios, a la cintura del correaje de Trozos. Cada cuerda tenía en el medio una banda elástica bastante fuerte. Y quitó a Trozos los manguitos de los pies. Trozos se colocó de nuevo sobre Elena. Elena siguió lamiendo la lengua de Trozos mientras seguía teniendo sacudidas por los orgasmos. Y entonces Trozos se colocó de forma correcta para penetrar a Elena. Las cuerdas se tensaron. El pene de Trozos entró de golpe en Elena, y mientras las cuerdas tiraban salvajemente de las anillas de Elena, ésta sentía la mezcla de dolor por las anillas, de placer por la penetración salvaje de Trozos, y de la lengua de éste recorriéndola por todo el cuerpo. Y una vorágine de sensaciones mezcladas la iban llevando de una nube a otra, pues gritaba, mordía, lloraba, babeaba... había perdido por completo el control mientras Trozos se adueñaba de ella, y la hacía morir y resucitar a cada instante. Duró como una hora. Elena perdió el conocimiento. Cuando despertó, ya no habían cuerdas ni velas ni cables. Junto a ella, a su cabeza, estaba Miguel. Estaba acariciando sus sienes. Y a los pies de Miguel, Trozos durmiendo feliz. Elena cerró los ojos. Sonrió feliz y rota. Solo dijo “Mi Señor”. Luego, volvió a dormir mientras Miguel seguía con sus caricias en sus sienes.


Eran cerca de las cinco de la tarde. Elena dormía plácidamente en su jaula, con Trozos, dentro del granero. Se habían acostumbrado a la siesta como medio de recuperar fuerzas, ya que ambos aprovechaban cualquier intermedio que Miguel les daba. Fuera, el otoño había dejado un manto de hojas secas que daban cierta sensación de tristeza. Elena estaba radiante. Había crecido su pelo hasta media espalda, de un negro azabache. Su tez morena por el sol, y su cuerpo completamente dorado la habían convertido en una mujer de aspecto escultural. Se sentía mas libre que nunca, casi como si sus pies ni tocaran el suelo. No tenía un futuro que llenar de proyectos vacíos o preocupantes, ni le interesaba lo que pasaría mañana o la semana siguiente. Era feliz con despertarse y sentir que pertenecía a alguien y que alguien cuidaba de ella. Que ese alguien la llevaba al cielo o a los infiernos a su puro capricho, pero siempre juntos. Y había llegado a un punto en el que deseaba por igual sus castigos mas duros y sus caricias más tiernas, pues ambas cosas partían de él hacia ella.  Y sobre todo, esa íntima sensación de dar, de entregarle hasta su último pensamiento, hasta su último aliento y gemido, de darle su dolor, su placer, su todo.... era lo que la llenaba como jamás nada ni nadie lo había hecho. Se sentía distinta, más relajada, más contenta, más feliz,.... más mujer que nunca. Moría por sentir piel con piel, y cada parte del cuerpo de él era como un precioso y único regalo para ella, hasta el punto de desear tenerlo dentro por siempre jamás, para seguir llenándose de su hombre en un vano intento de saciar su hambre de Miguel. Aquellas cuatro anillas le hacían recordar a ella ya su cuerpo cada momento y cada segundo pasado con él, y ya había dado por normal el hecho de estar en permanente estado de humedad a causa de ello.

Miguel estaba interesado en seguir elevando listones. Cada vez estaba mas enamorado de ella, y por eso cada vez quería hacerla más y más perfecta. Estaba como loco de alegría. Había cumplido sobradamente con sus primeras expectativas, y ella misma le pedía más y más. Así que estaba radiante. Pensaba en darle una sorpresa. Hasta entonces, había sido una doma algo dura, pero ella la había gozado. Ahora quería darle un premio muy especial. Sabía que ella ahora ya gozaba tanto del placer como del dolor, así que tenía en mente un regalo para ella. Lo había estado preparando unas semanas antes. Ya había encontrado a todos los elementos necesarios. Esta noche iba a ser muy larga y especial... si todo iba como tenía pensado, le daría lo que ella ya le había pedido en varias ocasiones : Su pertenencia total como esclava, a su Señor.

Miguel limpió el granero hasta dejarlo inmaculado. En el medio, colocó una gran mesa de 3 x 3 metros. Sobre ella, una mesa mas pequeña de 2 x 1,50 mts., con todo lleno de argollas a su alrededor. En los extremos de la mesa había unos palos a modo de estacas que sobresalían de la misma cosa de medio metro y eran prolongación de las mismas patas. En el extremo de cada una de las 4 prolongaciones había colocado Miguel una argolla más. Y alrededor de la digamos tarima, y dejando un estrecho pasillo, colocó 10 sillas de madera. Sobre la mesa colgaban unas cadenas de hierro atadas a las vigas del techo. Y cuatro enormes focos de luz no dejaban sombra alguna. Parecía una especie de sala de boxeo con su cuadrilátero y todo. Había colocado a Elena, a Trozos y a la jaula de ambos dentro de una de las caballerizas, por lo que Elena estaba completamente al margen de todos sus preparativos.

En la entrada del granero, colocó una pequeña mesita con comida y bebida abundante.

Al poco, el sonido de un pequeño autocar se oyó fuera del granero. Eran las 11 en punto de la noche. Habían llegado a la hora exacta. Abrió la puerta del granero, y 9 personas fueron bajando lentamente con cara sonriente. Miguel las fue haciendo pasar, hasta colocarlas a todas en sus respectivas sillas. El autocar marchó enseguida. Había un silencio absoluto.  Cada quien parecía sacado de un cuento de hadas, o de terror. Personajes sin ningún tipo de relación entre ellos. Contrastes extremos de formas de vestir y de comportarse. Como una pequeña colección de lo mejor y peor de este mundo, sacado de las peores pesadillas.

Miguel abrió la caballeriza. Colocó una venda sobre los ojos de Elena. Luego, un pesado collar de hierro alrededor del cuello de su esclava, y una cadena también de hierro unida al collar por un fuerte remache. Elena iba completamente desnuda. Miguel le colocó grilletes de hierro en tobillos y muñecas. Luego, la acompañó dulcemente hasta colocarla sobre la enorme mesa, de pié junto a la mesa pequeña. El silencio era sepulcral, solo roto por el ruido de las cadenas al ser arrastradas por Elena. Miguel se dirigió entonces a los presentes:

  • Señores, como bien hemos concertado, están ustedes aquí por el premio de 25000 euros. Todos y cada uno de ustedes sabe lo que puede y no puede hacer, así que no volveré a repetirlo. Y sabe lo que debe conseguir para quedarse con el premio. Sus turnos han sido establecidos por riguroso sorteo, así que no creo haya problema alguno en este aspecto. Cada quien dispondrá de una hora. Si algunos de ustedes desean formar equipo, tal como quedamos, se sumará el tiempo de los integrantes y el premio, de haberlo, se partirá entre los mismos. El primer concursante podrá tomar de su tiempo en el mismo instante que el reloj de la iglesia del pueblo den las 12 de la noche. Hasta entonces, he preparado algún bocado y bebida en la puerta de este granero. No creo necesario ningún comentario más. El premio se concederá, de haberlo, a las 10 y media de la mañana, cuando todo haya terminado.

Luego, unió el extremo de la cadena de hierro a una argolla de la mesa. Quedaba así Elena unida por un especial cable umbilical a la que sería su compañera durante las próximas 10 horas. Miguel se colocó detrás de Elena, y le susurró algo al odio. Elena cerró los ojos y solo murmuró  un “gracias, mi señor”. Luego, se colocó sobre la mesa pequeña boca arriba. Separó sus piernas y brazos colocándose como en una especie de cruz de San Andrés, con cada extremidad en una esquina de la mesa. Cerró los ojos y esperó.

Sonaron las 12 campanadas e inmediatamente se levantó alguien y se dirigió hacia el centro. Subió los 4 escalones puestos allí por Miguel hasta quedar sobre la tarima, a los pies de Elena. Le costó lo suyo, pues su cuerpo se tambaleaba peligrosamente de un lado para otro y más de un asistente pensó en que iba a rodar hacia abajo con más facilidad que no subía. Iba muy mal vestido y sucio. Barba de varios días, despeinado, con pantalones de lo que tal vez fue un traje, y unas zapatillas ya rechazadas por su anterior dueño hacia meses. Apestaba a alcohol. Sacó su botella de un bolsillo, y se dirigió hacia la cabeza de Elena. La miró y se rió. Pensaba el hombre que hacía años no tenía un premio como aquél e iba a disfrutarlo al máximo, pues nadie sabe cuando le vuelve a tocar la lotería. Fue repartiendo el contenido de la botella por todo el cuerpo de Elena, y luego empezó a lamerla muy despacio. Perdió el equilibrio en varias ocasiones, quedando su cara aplastada contra el cuerpo de ella. Al hombre le temblaba la muñeca y apenas podía tenerse en pié. Su lengua viscosa fue yendo aquí y allá sobre la tersa y dura piel de ella. Elena no pudo cerrar los ojos por mandato de su señor (fue una de las cosas que le susurró al oído).  El borracho apenas podía controlarse, y fue babeando cuanto pudo su mezcla de perfumada piel con ginebra de garrafón. Paró unos minutos en el sexo de ella, lamiendo y besando. Luego se puso en pié, erguido. Intentó bajarse los pantalones cuando dio un traspié y cayó tarima abajo. Apenas tocó el suelo sonó la campanada de los 60 minutos. Quedó allí, tendido en el suelo, roncando y durmiendo la borrachera. Con seguridad al día siguiente pensaría fue todo un sueño.

Alguien apareció y roció a Elena con una manguera de agua templada para limpiarla. Fueron apenas 30 segundos, pero la presión era fuerte y la dejó limpia casi por completo, tal como se estipulaba en lo convenido entre Miguel y los asistentes. Había sido el primero. Quedaban 9.

Subió una mujer joven, morena. Llevaba una especie de mono color azul. Pelo largo hasta media espalda, y zapatos de tacón. Cogió unas cuerdas y en 2 ó 3 minutos había dejado a Elena inmovilizada sobre la mesa, incapaz de mover otra cosa que no fueran los dedos de las manos o los pies. Luego abrió una maleta, y cogió algo parecido a unas plumas. Empezó a acariciarla por las puntas de los pies. Lo que parecía una nimiedad debía ser algo mucho más fuerte, pues poco a poco el rostro de Elena se congestionó, a medida que las plumas de la joven iban acariciando su cuerpo centímetro a centímetro. Subió por sus tobillos, parándose y recreándose, siendo guiada por las muecas de Elena. Luego muslos, caderas,.. Pasó de largo su sexo y bello púbico. Siguió por los costados, luego los hombros, bajó por los pechos, pezones.... Elena era toda un bloque duro como el hormigón, pues apenas podía aguantar semejantes caricias. Las plumas se deslizaban por su piel provocándoles casi espasmos nerviosos, Tenía los pezones duros como garbanzos secos. Luego notó como las plumas bajaban por su estómago, vientre, ombligo, y empezaron a jugar en su sexo... Se estaba volviendo loca. No podía más. Cuando ya iba a pronunciar algo, se escuchó la campanada de la iglesia anunciando la hora en punto. La cara sonriente de la morena se endureció. Sabía que había estado a punto, pero no lo había logrado. Recogió enseguida sus plumas en la maleta y descendió.

Alguien apareció y roció a Elena con una manguera de agua templada para limpiarla. Fueron apenas 30 segundos, pero la presión era fuerte y la dejó limpia casi por completo, tal como se estipulaba en lo convenido entre Miguel y los asistentes. Luego quitó las cuerdas. Había sido la segunda. Quedaban 8.

La tercera persona era mujer, ya entrada en años.  Llevaba una falda roja que le llegaba hasta media rodilla. Zapatos negros de tacón medio. Blusa morada. Recién salida de la peluquería y con abundancia de carmín y colorete. Todo ello denotaba un pasado o presente de cierta promiscuidad... ¿profesional? La cuestión es que ascendió los escalones meneando concienzudamente su trasero, como quien lleva años haciéndolo y ya es su subconsciente quien lo dirige. Llevaba un par de pesadas cuerdas en las manos. Colocó a Elena boca abajo, sobre la mesa. Luego, un juego de cuerdas ató las manos de Elena por los dedos gordos de las manos a las argollas de los extremos de las prolongaciones de las patas de la mesa que ésta tenia a sus pies. Los dedos gordos de los pies los ató a las argollas de las prolongaciones que Elena tenía justo delante de ella. Luego fue tensando ambas cuerdas hasta que el cuerpo de Elena quedó completamente arqueado y la espalda en una curva casi imposible. Por último, el pelo de Elena fue atado con un pequeño bondage, a un gancho sin punta pero enorme que la mujer colocó en el ano. Si Elena dejaba caer su cabeza hacia delante, el gancho se le clavaba en las entrañas. El peso de su cuerpo hacía que la cuerda de sus pulgares tensara sus brazos, ahora colocados a lo largo de su espalda. El peso de sus piernas clavaba las cuerdas en los dedos gordos de los pies, que casi tocaban su nuca. En esta posición, la mujer sacó dos consoladores enormes. El primero lo colocó en la boca de Elena, introduciendo lo que parecía un enorme pene hasta alojarlo en su garganta. Luego lo fijó por medio de correas en su nuca. El segundo consolador lo colocó en la punta de una especie de lanza. Llevaba una serie de pequeños dientes en toda su superficie. Lo introdujo de forma brutal en la vagina de Elena. Luego empezó a bombearla de forma rápida y profunda. Elena apenas podía respirar. Aquella cosa que tenía dentro de su sexo la obligaba a mover su cuerpo y la estaba humedeciendo lo indecible. Pero las cuerdas en los dedos se le estaban clavando produciéndole un terrible dolor. Como siguiera así no podría parar... aquello era infernal. La estaba rompiendo por dentro. Necesitaba correrse... no podía mas. Su cuerpo empezó a tener convulsiones, cerró los ojos, estaba asfixiándose... y una explosión interior le hizo por unos instantes abandonar aquél lugar. Las convulsiones provocaron más movimientos, mas profundamente se clavaban las cuerdas, y un nuevo orgasmo siguió al primero... mientras sentía como era profundamente taladrada por aquel monstruoso ser en forma de puta de taberna de puerto... No se enteró cuando la torre de la Iglesia hizo sonar la campanada que había dado fin a todo. Tardó unos segundos en recordar donde estaba.

Alguien apareció y roció a Elena con una manguera de agua templada para limpiarla. Fueron apenas 30 segundos, pero la presión era fuerte y la dejó limpia casi por completo, tal como se estipulaba en lo convenido entre Miguel y los asistentes. Luego quitó las cuerdas y el gancho. Había sido la tercera. Quedaban 7.

Subió entonces una pareja negra. Ambos eran magníficos cuerpos en todo su esplendor. Ella llevaba una minifalda blanca y una blusa del mismo color. Zapatos de tacón blancos. No llevaba ropa interior ni le hacía falta. Sus pechos eran firmes como una roca. El llevaba un chaleco blanco y unos pantalones blancos de algodón. Zapatillas blancas y también sin ropa interior. Los demás asistentes, tanto hombres como mujeres, se les quedaron mirando, pues la pareja estaba levantando pasiones apenas se habían hecho ver a la bajada del autocar. Únicamente el borracho seguía sin enterarse absolutamente de nada, dormido como estaba en el pasillo entre las sillas y la tarima, durmiendo la mona y roncando como descosido. Por lo abultado del pantalón se adivinaba que el muchacho negro iba muy bien dotado, y a ninguna mujer de las presentes se le pasó el detalle, incluida Elena. Ambos tardaron pocos instantes en desnudarse, y quedó confirmado tal detalle. El pene era de una medida descomunal. Se colocaron la muchacha entre las piernas de Elena, y el muchacho frente a su cabeza. Elena estaba tendida boca arriba y con cada extremidad apuntando a una prolongación de las patas de la mesa, forma que Miguel le había indicado debía tomar al inicio de cada sesión. La muchacha separó más las piernas de Elena, y su lengua empezó a trabajar rápido en su ano. El muchacho cogió a Elena por el pelo, y tirando de él la obligó a abrir la boca para introducir su lengua en la de ella y besarla y succionarla sin tregua. Elena se sintió enseguida húmeda. Aquella pareja era formidable trabajando junta. La estaban poniendo a cien. El muchacho entonces colocó su pene todavía dormido en la boca de Elena. Hizo que Elena colocase sus manos en las nalgas de él. Y así de pie, Elena empezó a notar como un monstruo crecía en su boca de forma alarmante. El muchacho la cogió por los pezones. Esto encendió más a Elena, que intentaba retener todo aquel pedazo de carne dentro de su boca. Por mucho que la mojara, seguía seca. Su lengua ya no daba más, y el tamaño amenazaba ya con asfixiarla, pues notaba el prepucio de él en lo más profundo de su garganta. La muchacha jugaba con el mojado ano de Elena, y ya había conseguido meter 4 dedos. Entonces se untó la mano con un transparente y espeso líquido. Luego volvió a colocar los 4 dedos en el ano, y continuó  presionando lentamente con cuidado. Los cuatro dedos fueron desapareciendo hasta que apenas se le veían los nudillos. Elena movía las caderas para ayudar a la introducción, pues era ya una necesidad el sentir a la chica dentro de ella. La muchacha lo notó, e introdujo el dedo pulgar unido a los otros cuatro. Empezó de nuevo a empujar de forma lenta pero constante, hasta llegar de nuevo a los nudillos de su mano. Entonces siguió un pequeño movimiento giratorio, hasta que los nudillos desaparecieron dentro del ano de Elena. Al pasar éstos por el anillo muscular anal, Elena no pudo reprimir un gemido ahogado por el pene del muchacho en su boca. Dicho pene había ya crecido de forma descomunal y apenas le cabía la mitad, por lo que se tuvo que limitar a que su lengua jugara con le prepucio mientras apretaba fuerte las nalgas del muchacho para que no se le saliera aquella pieza de la boca.  La muchacha logró meter su mano entera dentro del ano de Elena. Y sin dejar de mover esa mano, su lengua empezó a lamer los labios de la vagina. La campana de la iglesia dio la primera hora. Elena estaba lo suficientemente húmeda en aquel momento como para que la chica no tuviera problema alguno en introducir su otra mano dentro de su vagina. Ahora estaba completamente empalada. El muchacho le tapó la nariz mientras empujaba brutalmente el pene dentro de su garganta. Los puños de la muchacha la llenaban por completo, y entonces sintió la lengua de ella en su clítoris. Empezó a crecer dentro de ella algo que tomó todo su cuerpo en pocos instantes. Se fue apoderando de cada parte interior, hasta convertirse en una nueva explosión. El muchacho, al notarlo, cogió un pezón de ella en cada mano y tiró hacia arriba a la vez que los retorcía. Aquello hizo que el primer orgasmo siguiera adelante y creciera, y creciera... hasta volver a crecer alimentado por la lengua de la muchacha. Los puños amenazaban con romperla, pero las necesitaba dentro de ella, empujando, abriéndola más y más. Y entonces el pene desapareció de su boca así como las manos de la chica. Se sintió vacía y abandonada. Fue colocada a 4 patas sobre la mesa, y su culo en pompa. Su cara sobre la mesa. La muchacha la cogió del pelo y empezó a devorarle lengua, labios... mientras el muchacho clavaba su pene en su vagina y volvía a llenar su ano esta vez con su mano. Empezó de nuevo a volverse loca. Aquella estaca no cabía dentro de su vagina. La iba a reventar. Y su ano cedió y se abrió hasta el punto de que la mano no era suficiente. El muchacho entonces apoyó los dedos de la otra mano en la entrada del ano, que la muchacha había lubricado de nuevo antes de abandonar esa parte de ella. Lentamente fue introduciéndose la segunda mano. El ano le dolía terriblemente, pero si ahora no seguía, hubiera arrancado los ojos al muchacho. No quería quedarse a medias. Y la segunda mano del muchacho desapareció dentro de su ano. Al pasar los nudillos, gritó en la boca de la muchacha, la cual le propinó una tremenda bofetada y luego siguió besándola. Elena explotó, y explotó y explotó... y perdió la noción del tiempo. Y los siguientes minutos eran fracciones de segundo, días, minutos... La campana de la iglesia dio la segunda hora y cogió a Elena viajando por las nubes.

Alguien apareció y roció a Elena con una manguera de agua templada para limpiarla. Fueron apenas 30 segundos, pero la presión era fuerte y la dejó limpia casi por completo, tal como se estipulaba en lo convenido entre Miguel y los asistentes. Eso hizo bajar a Elena de las nubes, que adoptó enseguida la posición de inicio. Habían sido los cuartos. Quedaban 5.

Esta vez subieron tres chicas jóvenes. Tendrían alrededor de 25 años como mucho. Iban vestidas como colegialas. Blusa blanca, falda a cuadros, las tres rubias con coletas a ambos lados, calcetines largos hasta casi la rodilla y zapatos de tacón ancho y color negro con hebillas. Colocaron a Elena de pié sobre la mesa pequeña. Luego le colocaron un mosquetón de hierro en cada grillete, tanto de los tobillos como de las muñecas. Una barra separadora entre las muñecas, y otra entre los tobillos. Por último, el mosquetón de cada muñeca fue ensartado en las dos cadenas que colgaban de la viga del granero, y cada mosquetón de los tobillos fue colocado en las argollas de los extremos de la mesa. Quedaba así Elena completamente abierta y expuesta, en mitad de la mesa. Una especie de aro metálico fue colocado entre sus dientes, y sujetado con correas atadas tras su nuca. Entre sus piernas, colocaron un trípode de hierro con una barra vertical que quedó a pocos centímetros de su ano y vagina. Luego unas pequeñas cadenas fueron colocadas desde las anillas de sus pezones hasta el mosquetón de las muñecas. Y otras pequeñas cadenas desde las anillas de los labios de su vagina hasta los mosquetones de sus tobillos. Se colocaron sobre la barra vertical del trípode un doble consolador metálico que previamente le habían introducido y luego sujetado con tornillos de rosca a la barra. Eran enormes, fríos y secos. Luego colocaron un hierro en forma de gancho dentro de sus fosas nasales y atado a la barra separadora que tenía entre sus muñecas. Aquello le hizo tener la cabeza bien erguida. Finalizaron la puesta en escena con unos cables eléctricos conectados a las anillas de los pezones, a las 4 anillas de su sexo, y al doble consolador metálico que tenía completamente encajado. Los cables se conectaron a una pequeña caja la cual estaba alimentada por una batería de coche. En cosa de media hora quedó todo montado y a punto. Les quedaba hora y media por delante. Le explicaron a Elena que lo único que debía hacer era subir y bajar su cuerpo sobre el consolador metálico doble. Si no lo hacía lo suficientemente rápido o profundo, sería castigada. Una de ellas se colocó tras Elena, y la otra enfrente de ella. Ésta última chasqueó los dedos. Elena tardó en entender lo que significaba aquel movimiento, y una descarga eléctrica le traspasó del ano a la vagina, por dentro. Inmediatamente empezó a bajar... y entonces se dio cuenta de que cuando bajaba, las cadenas de sus pezones tiraban de ellos, ya  que estaban unidos a sus muñecas. Era algo doloroso, pero siguió adelante con precaución. Y al subir, las cadenitas de sus labios sexuales tiraban hacia debajo de los mismos, por estar atadas a los tobillos. Las dos niñas empezaron a darle alguna descarga, pues Elena estaba indecisa. Eso la obligó a bajar y subir algo más. Suerte que tenía el ano completamente abierto por la pareja anterior, pues el tamaño del consolador la hubiera desgarrado si la hubieran cogido en frío. A cada movimiento, las anillas le producían dolor. Siguió subiendo y bajando. Pero no lo suficientemente deprisa, pues la chica de su espalda fue dejándole caer un barreño de agua fría con cubos de hielo de forma muy lenta. El agua empezó bajando por su cabeza, su cara, pechos y espalda, vientre, sexo, nalgas y muslos... lo que favoreció que la corriente eléctrica aumentara su intensidad. El agua helada sirvió también para despejarla por completo. El dolor de las anillas era cada vez más fuerte. Entonces, la chica que le había tirado el agua, cogió un pequeño látigo. Empezó a descargarlo muy despacio en sus nalgas. Le llamó puta y zorra, y le dijo que estaba muy mal enseñada. La muchacha que tenía delante, le dio dos fuertes bofetadas en la cara. Habló con la chica que manejaba la consola eléctrica, y agarró una fusta.  La consola empezó a dar descargas cada vez más fuertes, alternando ano, vagina, labios de su sexo y pezones. Si no seguía el ritmo correcto, la muchacha de detrás le azotaba nalgas y espaldas con el látigo. Y la de enfrente, con la fusta, le azotaba pechos y parte interna de los muslos. Cada golpe quemaba. Cada latigazo eléctrico mordía. Cada bajada y subida desgarraba ya un poco pezones y labios. Los minutos tardaban horas. Cada vez que estaba apunto de perder el conocimiento, un cubo de agua fría la devolvía a aquél tormento. Y cuando creía que no podía mas, algo ocurrió dentro de ella. Algo cambió. Ya lo había sentido en alguna otra ocasión con su señor. Algo caliente, suave, empezó a crecer. El dolor ya no lo era tanto. O si. Era demasiado, tan fuerte que se mezclaba con otra cosa. Una especie de placer. Un placer que iba a más. Y empezó a gemir. Su boca completamente abierta empezó a gemir. Las muchachas se dieron cuenta, y endurecieron el castigo. Eso solo la hizo gemir más fuerte. Pos las anillas caían pequeñas gotas de sangre. Los golpes de la fusta y látigo ya habían dejado líneas azuladas en su cuerpo. El hierro colocado dentro de su nariz apenas le dejaba respirar. Los gemidos fueron subiendo de tono. Las muchachas no habían tenido en cuenta esta reacción de Elena y sus latigazos arreciaron. Ahora la fusta caía sobre los pezones, los labios del sexo, los costados, la parte interna de los muslos... y cada golpe se volvía una serie de pequeños puntos azules. El látigo, a su espalda, dejaba tras cada golpe una veta roja oscura que luego cambiaba el color. La tercera muchacha colocó una pequeña escalera junto a Elena, y ascendió por ella. Se colocó entonces sobre la barra de hierro separadora que Elena tenía entre las muñecas. No llevaba braguitas. Colocó las piernas juntas sobre la barra, y con un movimiento digno de un alambrista de circo, puso su sexo directamente sobre la cara de Elena. Los golpes empezaron a caer sobre golpes ya dados.  El dolor era insoportable, pero a la vez, ese placer interno fue creciendo y creciendo a la par que el dolor. Y llegó a poseerla por entero, hasta la última raíz del pelo. La muchacha empezó a orinar directamente en su cara. El orín entraba por su boca abierta, imposible de cerrar, y lo que no podía tragar bajaba por sus pechos, vientre y muslos hacia se torturado sexo. Cuando el líquido pasó por las anillas de pezones y labios sintió un tremendo alivio. Y en ese momento empezaron las convulsiones mientras un orgasmo increíble la atravesaba por todo su cuerpo y por su boca salía un grito apagado y agónico. Las muchachas pararon enseguida, pues temieron lo peor. Sonó entonces la tercera hora. Elena quedó colgando de sus muñecas, como muñeca rota, mientras su cuerpo seguía teniendo espasmos. Miguel subió entonces a la mesa. Descolgó a Elena, quitó todas las cadenas y cables, y la examinó. La colocó sobre la mesa, boca arriba. Le miró a los ojos. Elena le sonrió. Miguel entendió. Ella había dado un paso más. O mejor dicho, su cuerpo. Miguel le sonrió y volvió a bajar de la tarima. Las tres muchachas descendieron con él.

Alguien apareció y roció a Elena con una manguera de agua templada para limpiarla. Fueron apenas 30 segundos, pero la presión era fuerte y la dejó limpia casi por completo, tal como se estipulaba en lo convenido entre Miguel y los asistentes. Eso despejó a Elena, que adoptó enseguida la posición de inicio. Habían sido las quintas. Quedaban 2.

El hombre que subió a continuación tenía buena presencia. Rondaba los 45. Pelo completamente blanco. Bien afeitado. Llevaba un suéter y unos pantalones de hechura regia, y zapatos a juego. Su cara era impasible. Miguel se lo quedó mirando fijamente, pues le impresionó su serenidad. Fue ascendiendo peldaño a peldaño, sin prisas. Cuando llegó a la mesa de Elena, colocó su maletín a un lado junto a su cabeza. Ató con mosquetones muñecas y tobillos. Se la quedó mirando, observando las señales del castigo anterior que las 3 muchachas le habían ocasionado. Separó sus piernas,  e introdujo en su sexo un espéculo enorme. Lo fue graduando hasta dejarle la vagina completamente abierta y dilatada. Sacó entonces tres pequeños ratoncitos blancos. Llevaban un alambre alrededor de toda la longitud de la cola, fuertemente apretado. Al final del mismo, una anilla por donde tenerlos atados para que no escaparan. Llenó los pezones de Elena con miel y queso rallado encima. Así el queso no se caía y quedaba pegado a la piel. Luego colocó un ratón en cada pezón, atado a la anilla por un pequeño mosquetón colocado en su cola.  Dentro de la vagina colocó un poco más de miel y queso rallado, y el tercer ratón lo ató a la anilla del labio vaginal, con una pequeña cuerda de hilo de acero para darle al ratón más movilidad. Entonces, cuando vio que Elena tenía la cara petrificada por el terror a causa de todo lo que estaba viendo, le vendó los ojos. Los ratoncitos empezaron a comer. El tercero se metió dentro de su vagina a través del espéculo, buscando también su comida. Elena sintió los dientes de los ratoncitos en las aureolas de sus pezones. En ocasiones sentía pellizcos. Estaba aterrorizada. En su pánico, empezó a pensar que lo que sentía eran los ratones que la empezaban a devorar. Y sobre todo, dentro de su dolorida vagina, notó como el movimiento de ese ratón le producía un dolor terrible. Ya se veía devorada por dentro, destrozada. Le caían lágrimas, sudaba copiosamente. Su cuerpo era todo una tabla de acero, de la rigidez que había adquirido. Y no se daba cuenta de que el dolor producido en su interior era solo porque el ratón tocaba puntos castigados anteriormente por los anteriores usufructuarios de ella. El hombre se dio cuenta del terror que la embargaba. Y disfrutó de cada instante. Pero quería un poco mas de juego. Así que sacó una serie de pequeños anzuelos de pesca. Y los fue clavando en la piel de Elena. Esta apenas se daba cuenta de ello. En la base de cada anzuelo colocó clavados pequeños trozos de queso. Luego colocó dos ratoncitos mas, atados a las anillas de los pezones, pero con largas cuerdas de hilo de acero, para que llegaran sin problemas hasta la comida de los anzuelos. Los ratones empezaron a comer. Y a cada mordisco del queso, movían y estiraban de los pequeños anzuelos. Pronto pequeñas gotas de sangre fueron saliendo de cada uno de ellos. Sacó de nuevo la venda de los ojos de Elena y le colocó una mordaza anudada en su nuca con correas... Y lo que Elena vio entonces, la dejó mas aterrorizada si cabe. Gritó como jamás lo había hecho, pero la mordaza amortiguaba los gritos hasta convertirlos en pequeños murmullos. Tan aterrorizada que no pudo aguantar mas su orina y la soltó sin apenas darse cuenta. La mesa quedó empapada, pero el especulo salvó al ratón de recibir una buena lluvia dorada.  Pudo más el shock que el dolor, y cuando la iglesia marcó que faltaba aún un cuarto de hora para el final, Elena seguía petrificada y con la vista fija en un punto perdido de su cuerpo. Entonces el hombre guardó los ratoncitos de nuevo en la caja y retiró el espéculo de la vagina de Elena. Por último, empezó a sacar uno por uno los 20 pequeños anzuelos, pero haciéndolo por la misma parte que los había insertado. El dolor hizo que Elena volviera en sí de nuevo, pues cada vez que el hombre sacaba un anzuelo, éste abría un poco más la piel por la forma abierta de su punta. Elena empezó a disfrutar de nuevo del dolor. El hombre sacó entonces una especie de plug. Estaba hecho con zumo de limón y esparto, congelados. Se lo coloco dentro de la torturada vagina y empezó a meterlo y sacarlo mientras con la otra mano iba retirando lentamente los anzuelos. El esparto congelado hacía pequeñas heridas en la parte interna de la vagina de Elena, mientras el zumo de limón las “quemaba” al derretirse, por el ácido cítrico que llevaba consigo.  Si a eso añadíamos las anteriores heridas, la vagina se convirtió para Elena en un amplificador de dolor. Y justo cuando la Iglesia dio por terminada la hora, Elena volvía a ser traspasada por un terrible y doloroso orgasmo que la dejó inconsciente sobre la mesa.

Alguien apareció y roció a Elena con una manguera de agua templada para limpiarla. Fueron apenas 30 segundos, pero la presión era fuerte y la dejó limpia casi por completo, tal como se estipulaba en lo convenido entre Miguel y los asistentes. Eso despejó a Elena, que adoptó enseguida la posición de inicio. Ese alguien untó todo el cuerpo de Elena con miel, desde el pelo de la cabeza hasta la punta de los pies.

Trozos se subió a la mesa, donde se hallaba su perra favorita. Empezó a lamerla muy despacio, pues cada lengüetazo era un gemido en boca de ella. Pero ella le acarició la cabeza, tras las orejas, y le sonrió. Y trozos siguió lamiendo cada centímetro de aquella piel que tan bien conocía. Eran lengüetazos suaves, dulces, calientes. Elena los adoraba, pues aunque le producían dolor, también en cierta forma la aliviaban. Su segundo amo la estaba cuidando, la estaba curando de sus heridas. Cuando Trozos le lamió los pezones, Elena sintió pequeñas lágrimas en las comisuras de los ojos, de puro agradecimiento. Cogió la cabeza del perro y la estrechó contra su seno. Trozos no dejó de lamer. Para cuando llegó a su sexo, Elena ya esta en el séptimo cielo. El buen perro la llevó a unos cuantos cielos mas arriba tras media hora de buenos lengüetazos en la zona del clítoris. Y luego la dejó allí unos cuantos minutos más cuando la tomó y poseyó. Y si el dolor de esa penetración traspasó a Elena y la volvió a hacerse correr una y otra vez, el semen de Trozos inundando su vagina primero la llevó a la locura y luego lo sintió como un tibio bálsamo que incluso la estaba curando por dentro. Al final terminaron los dos exhaustos y abrazados sobre la mesa.

Sonó la última campana. Miguel se acercó a Elena. Le dijo que si deseaba lo que ella había pedido, se lo tenía que solicitar de nuevo, ante aquellas personas. Elena se lo repitió: “Mi señor, deseo ser tuya hasta el fin de mis días. Deseo servirte con mi cuerpo y mente. Te doy cuanto tengo, que es lo que ves ahora. Solo te pido una cosa, y es que si alguna vez no quieres darme más de ti, sea dolor o placer, deseo termines conmigo. Pues no podría ser de nadie más. Y como prueba de ello y de mi entrega eterna a ti, te pido humildemente me pongas tu sello en mi cuerpo para que a partir de ahora y para siempre, me use quien me use sepa que soy tuya y te pertenezco.”

Elena se colocó sobre la mesa en la posición inicial. Alguien la encadenó de nuevo a las argollas, he hizo pasar cuerdas por todo su cuerpo para dejarla inmovilizada.

Miguel cogió su sello. Lo colocó frente al soplete. Cuando estuvo al rojo vivo, lo aplicó sobre el pubis de Elena. Contó lentamente hasta diez. Olió la carne y el pelo quemados. Lloró. De boca de Elena no salió ni un gemido.

Durante la semana siguiente, Miguel estuvo curando y limpiando a Elena como si de su propia vida se tratara. La bañaba con agua de pétalos de rosas, le daba de comer y de beber sin que ella tuviera ni que moverse. Besaba cada herida y cada moretón miles de veces. Y dormía sentado, a su lado, pendiente de lo que ella necesitara. Cuando Elena estuvo perfectamente repuesta, se lo hizo saber a su señor. Ella estaba para servirle. Miguel le sonrió, y le puso de nuevo los grilletes, las anillas y el collar. Ella estaba radiante de felicidad.

Cuando Elena volvió a la jaula del granero, los ladridos de alegría de Trozos se sintieron en todo el pueblo.

Posdata: Nadie ganó el premio, pues Elena jamás pronunció la palabra de seguridad que su señor le había susurrado al oído. Pero como no quisieron declarar el premio desierto, Elena se lo concedió al hombre maduro del maletín y los ratoncillos. Era quien mas cerca la había colocado de ello.

La Palabra de seguridad era....... MI  AMOR.