Elena 02: después
ADVERTENCIA: contiene trazas de sexo homosexual. Elena continua descubriendo su afición por el sexo promiscuo, y Tomás costata que, con ello, su humillación se hace pública.
Durante el mes y medio siguiente, Jorge estuvo atendiendo a sus negocios por todo el continente. Volvió a visitarnos tres veces más. En dos ocasiones, su estancia fue breve, como la primera, apenas un par de días; la tercera, al terminar la tournée, antes de volver a su trabajo normal, permaneció en casa durante toda una semana.
La transformación de nuestros roles durante aquel intervalo puede decirse que fue vertiginosa. Desde el primer día, mi relación con Elena había cambiado radicalmente. De repente, me trataba con condescendencia. Podría decirse que nuestra relación había dejado de ser entre iguales para transformarse en otra cosa. Cuando Jorge estaba en casa, se comportaba como su chica. Algo más que su chica. En cierto modo, se degradaba ante él. Le buscaba como una perrita, se le ofrecía como si suplicara su atención, y él se dejaba querer.
Y yo andaba por ahí. Jorge era amable conmigo, como si no pasara nada. Bromeaba, charlábamos… De repente, Elena empezaba a comportarse como una perra en celo, y acababa follándola como se le ocurriera: a cuatro patas, sobre la alfombra, frente a mí; sobre mi cama, al otro lado de la pared; de pie, en la ducha… Yo asistía a sus encuentros en cierta medida desconcertado. Excitado también. Los veía ahí, jodiendo como animales. Jorge la trataba como si fuera suya, a menudo aparentando un cierto desinterés, como si le hiciera el favor de enchufarle su polla divina para que se corriera chillando. Yo lo veía con la polla como una piedra. Me daba vergüenza, sobre todo cuando estaba en pijama y era tan evidente, pero era el precio que había que pagar, y realmente quería verlo, lo necesitaba.
La culminación llegó el último día, por la mañana: tras el desayuno, Elena comenzó con sus juegos de perra en celo. Se le echaba encima, acariciaba su polla descaradamente delante de Maca, una de las chicas que sirven en casa. Hubiera querido que me tragara la tierra. La pobrecita, asistió al espectáculo impasible. Yo creo que Elena quería que lo viera, por eso no le dio orden de retirar el servicio, obligándola así a quedarse.
El caso es que a él también debió parecerle una idea excitante, por que se dejó hacer y, finalmente, tomó la iniciativa levantándose e inclinándola sobre la mesa. Elena apenas llevaba una camisola grande de pijama, probablemente suyo, por que habían dormido juntos, y unas bragas de algodón de esas cómodas, de andar por casa, como solía decir. Se las bajó hasta las rodillas, , se humedeció la polla con saliva, y la clavó en su culo sin preguntar. No sé cómo explicarlo: en cierto modo, resultaba violento. Elena gritaba y lloraba, pero parecía aceptarlo. Su culo se ondulaba a cada golpe seco con que enterraba en él aquella tranca grande y dura. Gimoteaba con las tetas aplastadas sobre el cristal de la mesa, entre la jarra del café y los croisanes, agarrada con fuerza al borde, y Jorge la azotaba a veces.
Maca parecía incómoda. Trataba de no mirar, de hacer que no se daba cuenta, como si no estuviera, cosa de todo punto absurda, por que aquello no estaba sucediendo a hurtadillas bajo el mantel. Estaba ruborizada, y me miraba de reojo. Supongo que mi papel en la escena no debía ser muy lucido. Mi polla había asomado por la bragueta del pantalón del pijama, y cabeceaba babeando, como siempre que los veía. Sentía una vergüenza intensa, que no lograba superar a la brutal excitación que me causaba ver a mi mujer sometida de aquella manera. Observaba cada detalle como si quisiera almacenarlos en mi memoria: el bamboleo rápido sobre el tablero con que su cuerpo respondía a los golpes secos y duros cuando su hermano se clavaba en su culo; el movimiento ondulante de su carne; el modo en que sus tetas parecían pegadas al cristal cuando su cuerpo se adelantaba aquellos centímetros que la desplazaba al empujar; el sonido de sus gemidos, o quejidos, o una mezcla de ambos; los hipidos del llanto que se entremezclaban con el placer que, de alguna manera, aquello parecía causarle; las lágrimas resbalando sobre su rostro contraído; sus ojos en blanco de repente, y aquel jadeo ansioso y rápido…
Cuando terminó, la dejó allí, tendida. Sencillamente, sacó su polla de ella, dijo que tenía que ducharse, que su vuelo salía en dos horas y no había cerrado la maleta, y se fue. Elena se dejó caer sobre la alfombra. Me miraba sonriendo, con los ojos inflamados. Un reguerillo de esperma manaba de su culo sobre la alfombra.
- Pobrecito…
Se acercó a mí sin perder la sonrisa. Como si mimara a un cachorro, agarró mi polla y comenzó a deslizar mecánicamente el pellejo cubriendo y descubriendo mi capullo. Maca nos miraba como disimulando. Tardé poco en correrme. Elena me miraba a los ojos y sonreía. Me corrí salpicando el cristal de la mesa, muerto de vergüenza.
A partir de su visita, todo cambió entre nosotros en muchos aspectos. Lo primero, y aquel fue quizás el cambio más radical, fue el final de nuestra vida sexual tal y cómo la conocía. Nunca más he vuelto a hacer el amor con ella, a follar con ella, por decirlo claramente. Supongo que me desprecia en cierto modo, no lo sé, por que no me atrevo a preguntárselo. Seguimos viviendo juntos, y no me siento desgraciado en absoluto. Sigue siendo dulce conmigo, y yo con ella, y mantenemos una relación que yo creo que es amor, aunque ya no soy el encargado de su placer. A veces, cuando me ve apurado, me masturba. Es como un favor que me hace, como si le inspirara ternura. Otras veces, soy yo quien lo hace, mirándola, frente a ella, que me mira sonriendo.
Igual de radical, aunque más sutil, es lo que o llamo la pérdida del respeto. Ya no me consulta. Ni siquiera me informa siempre. Me trata con condescendencia, o me ignora a veces, como si no estuviera. Hace su vida y organiza la mía. A veces, ni siquiera la organiza. Sencillamente, desaparece sin avisar. Se marcha a trabajar un viernes, y vuelve el domingo por la tarde agotada, con algún moratón en el culo, o en las tetas, o con el coño irritado… Yo me quedo en casa solo. Me vuelve loco la idea de que anda por ahí follando con vaya usted a saber quien. Me paso las horas frente a la tele, o acostado, entre desazonado y excitado, meneándomela hasta la extenuación imaginándola, preguntándome cómo será.
Curiosamente, sigue dándome la misma vergüenza que el primer día. Digo curiosamente por que esa vergüenza, por extraño que pudiera parecer, forma parte de mi vida sexual actual, forma parte de las cosas que me excitan, más aun, de mi placer. Esa humillación que padezco, por que yo soy un hombre formado en un concepto de la hombría quizás en desuso, y todo lo que sucede lo vivo como una humillación que, sin embargo, contribuye a mi placer de una manera directa, y provoca en mí una respuesta fisiológica real.
La segunda transformación ha sido más sutil. Si uno se fija en las fotos de Elena antes de la visita de Jorge y las de ahora, resulta evidente el cambio, pero se ha ido produciendo de manera paulatina, hasta el extremo de que solo recientemente me he dado cuenta. Poco a poco, mi esposa ha ido haciéndose más sugerente, más provocativa en su manera de vestir. No es nada escandaloso, ni mucho menos, pero su ropa ha ido siendo más ceñida, más orientada a mostrar sus formas, más seductora, por decirlo de alguna manera; usa blusas más ceñidas, donde sus tetas quedan peligrosamente comprimidas, faldas con la cintura más marcada, que realzan sus caderas y permiten visualizar la curva poderosa de su culo; se maquilla con un poco más de descaro…
A mí me excita mucho. Me avergüenza, y a la vez me excita. Me acerco a nuestro cuarto cuando percibo que se prepara para salir. Ella me sonríe, y hablamos de cualquier cosa mientras se arregla. Se ducha, y veo su silueta tras la mampara velada por el vapor; veo cómo se enjabona, cómo amasa sus tetas dejando resbalar las manos enjabonadas; cómo las desliza entre los muslos… También se ha depilado. Ya no tiene aquella mata de vello que me gustaba tanto, aunque mantiene las líneas del moreno, pero intuyo que no es por mí. La veo maquillarse, pintarse los labios y los ojos, y elegir la ropa que va a ponerse. Es un rato de una excitación brutal que ella parece cultivar también. A veces, me pide que me desnude y lo hago. Permanezco de pie, observándola, excitado, y ella juega a ignorarlo, o me mira sonriendo, como si se compadeciera de mí. Después, cuando está perfecta, posa ante el espejo, comprueba que todo está bien, me da un beso en la comisura de los labios, y se marcha dejándome. A veces, me da alguna instrucción.
No te toques esta noche, cariño ¿Lo harás por mí?
Claro… claro…
No te acuestes tarde.
Yo suelo obedecerla. Es un martirio que forma parte de esta peculiar forma del placer a que me entrego. La negación, esa prohibición, cuando resulta evidente que ha salido a divertirse, y que es más que probable que busque un encuentro sin mí, constituye una tortura deliciosa. Paso las horas excitado, imaginándola, venciendo la tentación de hacerlo. Elena logra así convertirse en una idea obsesiva en mi cerebro, en un monotema perverso. Hay que entender que lo he visto, que he asistido a su placer con otros. Puedo rememorarlo, visualizar su rostro cuando se corre, cada movimiento de su cuerpo, cada detalle mínimo. A veces, me quedo solo, a oscuras, desnudo, imaginándola, obedeciéndola, sintiendo el vigor de mi erección al rememorarlo, casi el dolor.
Y es que supongo que nunca he debido ser un amante destacable, por que el hecho es que, una vez roto el tabú, Elena parece haber decidido que el sexo le interesa, aunque me haya reservado este papel tan poco lucido. Sale, busca el encuentro con hombres, a menudo fuera de casa; a veces, aquí, en mi presencia.
Para comprender lo que ello significa, hay que saber cómo es la vida social en una pequeña ciudad como esta donde vivimos, de menos de doscientos mil habitantes, donde todos nos conocemos directa o indirectamente, y todo termina por saberse. De repente, en apenas un mes, te conviertes en un personaje de risa, en un histrión: el cornudo consentidor, el tipo que observa con la polla como una piedra cómo cualquiera se folla a la zorra de su mujer. Resulta chocante, por que pierdes el reconocimiento, y tu círculo se reduce a unas pocas personas: algunos de los más íntimos, que te tratan con conmiseración; aquellos con quienes mantienes una relación profesional fructífera, por que, al menos en mi caso, afortunadamente, gozo de un prestigio profesional que me permite mantenerme en el mercado sin dificultad, aunque haya perdido a algunos pocos clientes; y, los mejores, quienes gozan humillándote, quienes quieren tirarse a tu mujer, o se la tiran, y gustan de hacerlo con tu conocimiento, abusar de tu indefensión.
La primera constatación de aquel cambio de rol la tuve en el servicio del juzgado. Me encontraba de pie, haciendo uso de uno de los urinarios, cuando Anselmo, un colega, se colocó en el de al lado y me saludó muy sonriente. Siempre me han violentado esos encuentros en el aseo, y he eludido la conversación con monosílabos poco cordiales. Aquella mañana, no me fue posible.
¡Hombre, Tomás! ¿Qué tal?
Bien.
Tenía ganas de verte.
¿Y eso?
Pues por que anoche me encontré con Elena por casualidad.
¿Ah sí? Pues no me ha dicho nada.
Claro, a la hora que se fue ya estarías dormido.
Claro.
Aquella primera puya, hizo de mi polla, inevitablemente, comenzara a inflamarse. Sentí mucha vergüenza, naturalmente, pero me vi dominado una vez más por aquella pulsión malsana, aquella excitación de me producía el mero hecho de imaginarlo.
Ya me ha contado vuestro arreglo.
¿Nuestro arreglo?
Sí, el rollo ese de la relación abierta y tal.
¡Ah, claro!
Comprendí de repente que mi nombre estaba en el candelero sin que nadie pudiera pararlo. Me preguntaba hasta donde habrían llegado. Mi polla estaba ya como una piedra. No podía disimularse.
¿De verdad no te importa?
Yo…
La verdad es que no lo entiendo, pero allá tú.
Claro… yo… si ella…
Nos encontramos en Mariuca, y no me preguntes como, pero cuando me quise dar cuenta me la estaba chupando. Oye, no tenía ni idea de que fuera tan calentorra, qué calladito te lo tenías. Me la comió en una de las mesas del fondo, esas que están a oscuras. Mama como una campeona, y se lo traga y todo, la tía.
Sí… Es muy buena…
Y que lo digas. Luego se vino a casa y me la estuve follando… Oye… ¿Es que te pone?
Me miraba a la polla, que estaba ya congestionada. Ambos habíamos terminado de mear hacía rato, pero permanecíamos allí, como disimulando. El hijo de puta tenía una sonrisa de oreja a oreja, y la suya empezaba a engordar también.
¡Joder! Cuando me lo dijo pensé que era una exageración, pero ya veo que no se quedaba corta con eso de que te pone ¿De verdad la ves follar?
Bueno… alguna vez…
Pues hubieras disfrutado como un enano, por que la puse bien. Menuda zorra tenías escondida, cabronazo.
Ya bueno…
A medida que constataba mi real indefensión, sus chanzas se hacían más toscas, más hirientes. Pese a ello, mi excitación, lejos de disminuir, se volvía más urgente, más violenta. Mi polla babeaba ante sus ojos, y él veía con una sonrisa socarrona como mi capullo se congestionaba y oscurecía por momentos. La suya, mayor que la mía, como iba comprobando que era habitual, también aparecía firme.
¡Qué cosas! Había oído hablar del asunto este de los cornudos, pero la verdad es que no conocía ningún caso como el tuyo. Hay que ser de otra pasta para tener una mujer como esa y dejar que ande por ahí poniendo el coño a cualquiera… Y ya lo de que te ponga…
Sí… no…
Ven, anda.
Por la tarde, cuando volví a casa, me encontré a mi mujer a cuatro patas, sobre mi cama. Un muchacho joven, quizás de veinte años, la follaba. Me quedé parado en la puerta de nuestro dormitorio, paralizado por la impresión. Las chicas estaban en casa todavía. La simple idea de que sabían lo que estaba sucediendo provocó en mí aquella reacción absurda, aquella excitación brutal, casi más que la imagen de Elena gimiendo bajo los envites de aquel muchacho fuerte y guapo que enterraba su polla en ella a buen ritmo haciéndola gemir.
Estás… ahí…
Sí.
Me ha… llamado… Anselmo… Ahhh!
¿Anselmo?
Ven,... siéntate.
Me senté junto a ella, en la cama. Jadeaba y dirigía el trabajo del muchacho. Le mandó ir más despacio, y él obedeció. Tenía aquella expresión tensa, descompuesta, que me había excitado cuando Jorge la follaba. Me hablaba con la voz entrecortada por jadeos mientras continuaba aquel ahora lento, pero constante, balanceo a que la sometía el mete y saca pausado que recibía.
- De verdad… ¡Ah!… se la has… mamado?
Sentí una vergüenza intensa, como un niño cogido en falta. Mi polla presionaba con fuerza el pantalón y sentía la humedad alrededor.
Si…
¡Aaaaaaah!
Mi respuesta pareció causarle un punto de placer más intenso. Siguió haciéndome preguntas. Quería saberlo todo.
La… tiene… grande… ¿Verdad?
Sí…
No podía evitar que darme cuenta de que todas las pollas que veía (y últimamente veía muchas) eran mayores que la mía.
¿Y… por quéee…?
No sé… Me ha dicho que tú… y él… Estábamos menado… se me ha puesto dura… Me ha llamado… cornudo…
¿Se ha… corrido?
Sí…
¿En tu… boca? ¡Ahhhh!
Sí…
¿Te lo has….? ¡Ahhhhhhh!
Me lo he tragado…
¿Te… gus… taba?
No sé… Era raro…
¿Pero la… tenías… dura?
Muy dura…
¿Y tú…?
No… Yo no…
A ver…
Me desnudé deprisa, tirando la ropa al suelo de cualquier manera. Permanecía sentado junto a ella, lo que me obligaba a adoptar poses ridículas para conseguirlo. Al terminar, mi polla, que por entonces ya comprendía que resultaba ridícula, cabeceaba babeando muy cerca de su cara, de su boca.
- ¡¡¡Aaaaaaaaaaaaay!!!
El muchacho, tomando la iniciativa, había clavado la suya en el culo de Elena, arrancándole un grito desgarrador. El balanceo volvía a adquirir ritmo. Me ignoró. Su rostro se contraía con fuerza. Cerró los ojos apretándolos, y sus gemidos se tornaron quejidos de dolor. Se agarraba con fuerza al edredón y apretaba los dientes al tiempo que una de sus manos se introducía entre los muslos. Se acariciaba frenéticamente, como si buscara compensar el martirio que padecía, cubrirlo de placer forzado. El ritmo era ya frenético. Entre quejidos y jadeos, se escuchaba el golpeteo rítmico del pubis en su culo, que respondía formando olas de carne blanca. Sus tetas se balanceaban anárquicamente bajo el pecho, entrechocando. Tenía los pezones apretados, duros. Comencé a acariciarme.
- ¡¡¡No… te… toques…!!!
El chico la sacó de repente. Agarrándola con fuerza por el cabello, condujo su cara hacia sí. Comenzó a correrse en ella, sobre ella. Su polla parecía tensarse y, a intervalos regulares, escupía su esperma sobre el rostro contraído de Elena, que se masturbaba frenéticamente chillando. Se había clavado los dedos como si quisiera hacerse daño, y temblaba. Sus piernas temblaban, sus dedos parecían agarrotarse. Abría la boca buscándola, y tragaba su leche lloriqueando de placer con una expresión perversa. Le salpicaba en los ojos. Su esperma formaba regueros que resbalaban hasta su pecho.
El chico se tumbó en la cama, en mi sitio, y alargó la mano buscando una cajetilla de tabaco en el bolsillo del pantalón, en el suelo.
- No, cielo, no fumes aquí, toma.
Abrió el cajón de su mesilla de noche y sacó un billete de cien que le extendió sonriendo. Después, otro de cincuenta.
- Lo hablado, y esto por mi marido. Ahora vístete y vete, anda.
Mientras obedecía en silencio, la ayudé a limpiarse utilizando sus bragas, un culotte de brillo como de seda de color blanco que siempre me había gustado.
Cuando se fue, me indicó con un gesto lo que deseaba, y acaricié su agujerito dilatado con la lengua para reconfortarla. Me dolía la polla. No quise tocarla. Seguí lamiéndola, haciéndola gemir. Besé su coñito empapado, levemente inflamado todavía. Jadeaba en respuesta a mis caricias. Su pelvis acompañaba mis movimientos como buscándola. Sentía la humedad en la cara.
No… quiero… que te corras… ¿Vale…?
¿Nunca?
No… sé… Veremos…
Volvió a correrse, esta vez en silencio, mordiéndose los labios. Apenas un temblor, unos espasmos forzados, violentos. Un chorrito de pis se proyectó sobre mi cara. Nunca la había deseado tanto.