Elena 01: el pasado

El regreso del hermano de su mujer coloca a Tomás en una extraña situación.

Hoy hace seis meses. Comenzó de manera inesperada, una de estas cosas que, de repente, están pasando sin más y, cuando quieres darte cuenta, se han desencadenado y no se pueden parar, y no has hecho nada para evitarlas.

Quizás sea preferible que empiece por el principio: mi nombre es Andrés. Soy un hombre normal, de cuarenta y cinco años, profesional liberal, de posición acomodada. Dispongo de mi propio despacho en una calle céntrica de capital de provincia (espero que comprendan que no dé más detalles), con un par de pasantes y una secretaria que nos lleva las agendas y se encarga del trabajo burocrático y las cuentas. Aunque no puede decirse que sea un adonis, me he cuidado razonablemente y gozo de una buena forma física sin exageraciones. Una persona normal.

Elena, mi mujer, es el objeto de mi adoración desde que la conocí en el instituto. Hemos compartido casi toda nuestra vida y la adoro. Tiene apenas un año menos que yo y es guapa, muy guapa, o, al menos, a mí me lo parece.

Hemos madurado juntos y, en la actualidad, es una mujer de enérgica belleza, de nariz aguileña, semítica, que transmite un aire de energía a su rostro muy atractivo; gran boca perfectamente perfilada de sonrisa abierta y amable; y ojos castaños almendrados que transmiten el reflejo de las llamas del infierno cuando se enfada. Es una mujer con carácter, amante de la buena ropa y los buenos complementos, siempre a juego con lo que quiera que elija de su enorme armario sin fondo. Tiene el cabello rubio, teñido de rubio en realidad, con mechas grises que le dan un aire muy interesante. Una media melena lisa hasta los hombros, peinada con raya a la derecha.

Afortunadamente, mis ingresos son suficientes para mantener un buen nivel de vida, de manera que Elena no ha necesitado trabajar. No me malinterpreten: no tengo nada en contra de que las mujeres trabajen, pero no creo tampoco que el trabajo tenga las virtudes morales que se le achacan, y ella tampoco, de manera que me alegro de poder evitárselo. Gracias a ello, dispone de todo el tiempo del mundo para dedicárselo a sí misma, a nosotros, y a nuestra casa, o a gestionarla, por decirlo de alguna manera, por que, al fin y al cabo, las dos muchachas que trabajan en ella son más que suficientes para que no necesite ocuparse personalmente de ninguna de las tareas domésticas.

Desde que Aarón, nuestro hijo, se fue a Madrid a estudiar, hace tres años, se nota su trabajo en el gimnasio, y está muy bien. Es una mujer grande, alta quiero decir, de curvas generosas, caderas amplias, largas piernas rematadas en un culo abundante que, junto con sus tetas, algo más que grandecitas, mantiene blanco, por expreso deseo mío, en contraste con el resto de su piel, dorada y cuidada, como la mata de vello oscuro de su pubis, ordenado, pero abundante, formando un triángulo cuyo contraste con el rubio de su cabello me resulta muy atractivo.

Por lo que respecta a su carácter, Elena es una mujer enérgica, fuerte, con cierta tendencia a dominante, rasgos todos ellos que se trasladan a su rostro formando algunas arrugas de carácter junto a los ojos y los labios que son las únicas que se aprecian en su piel, y que, a mi juicio, contribuyen a remarcar su belleza.

Se maquilla poco. “Lo justo”, como ella dice. Apenas un poco, muy poco maquillaje, un poco de sombra y un poco de rimmel; carmines que, salvo que salgamos de noche, suelen ser más rosados que rojos, a juego con las uñas, que siempre lleva largas, muy cuidadas, y que realzan la elegancia de sus manos delgadas de dedos largos, preciosas.

Bueno, pues, como les había empezado a contar, hace tres meses recibió una llamada telefónica que alteró nuestra confortable rutina. Se trataba de Jorge, su hermano pequeño, apenas un año menor que ella, y con quien solo mantenía un contacto telefónico esporádico desde que, hacía veinte años, marchara a terminar sus estudios en una prestigiosa universidad norteamericana. Una brillante carrera profesional al otro lado del océano había separado sus caminos hasta que, de repente, nos anunció que venía a España y, aunque tenía una agenda muy completa de viajes por media Europa, se las había apañado para intercalar algunos días sueltos que tenía previsto pasar con nosotros, para lo que había reservado habitación en el mejor hotel de la ciudad.

Elena, naturalmente, rechazó de plano, con esa implacable autoridad suya, la pretensión de alojarse en un hotel.

  • Vivimos en una casa grande, Pitu. No voy a consentir que vengas a verme después de media vida y te quedes en un hotel.

  • No quiero darte trabajo, Nena.

  • No pienso trabajar ni lo más mínimo.

Sonreí al escucharla. Era una respuesta tan suya… Me alegré de su alegría. Sabía que habían estado muy unidos, y que la separación se le había hecho muy cuesta arriba durante años. Todavía por entonces, cuando mantenían alguna de aquellas conversaciones telefónicas, una o dos veces al mes, se quedaba no diría que triste, quizás “concentrada” durante un par de días, y con una cierta tendencia al mal humor que alteraba momentáneamente la paz de nuestro hogar y hacía que las chicas procurasen encontrar tareas lo más alejadas posible de ella.

El día señalado, Elena estaba radiante, como una niña. Nerviosa, alegre, insegura, creo que por primera vez en su vida, encantadora… Mi mujer parecía revivir su infancia, volver a ella en cierto modo. Irradiaba felicidad. A mí, me recordaba a la muchacha de quien me había enamorado tantos años atrás.

Fuimos a Barajas a buscarle. Ya durante el viaje de regreso, me sentí casi un extraño. Entre ellos había una química especial, una complicidad que parecía encerrarlos en una burbuja a la que yo no tenía acceso. De manera inmediata recuperaron su intimidad, aquella complicidad que a mí, que soy hijo único, me resultaba incomprensible. Nada podría hacer suponer que llevaran veinte años separados. Bromeaban, se tocaban, se comunicaban utilizando códigos familiares y cercanos que, de alguna manera me excluían.

No me molestaba, en absoluto me molestaba. De hecho, me sentía feliz percibiendo aquella alegría de Elena que parecía irradiar a su alrededor como un aura mágica. Ya he mencionado cuanto la quiero, y verla así me hacía feliz. Quizás un poquito celoso, eso sí tengo que mencionarlo para ser sincero, pero lo compensaba con creces el contagio de aquel karma radiante.

Cuando cayó la noche, nos encaminamos al restaurante donde había reservado mesa para celebrar su regreso. La verdad es que me hubiera quedado en casa esperándolos de buen grado. Pensaba que necesitaban tiempo a solas para reconocerse. No se me ocurrió una excusa que pudiera justificarlo sin parecer huraño. Me resigné a acompañarlos y compartimos una cena deliciosa, compuesta por ocho o diez pequeños platos exquisitos, servidos con un estilo elegantísimo. Bocados que alimentaban todos los sentidos al mismo tiempo: texturas sorprendentes, aromas extraordinarios, composiciones preciosas, sabores inesperados… Bebimos un par de botellas de un excelente vino blanco francés a elección del sumiller. Tan solo un pecado más en aquella sucesión de pecados interminable.

Elena estaba preciosa. Maquillada (aquella noche sí), con los labios rojos, muy rojos, y una sombra color humo en los ojos, cubierta por un vestido rojo de un prestigioso diseñador de modas, con la falda corta hasta por encima de las rodillas, acampanada, y el talle ceñido, sin mangas, que le hacía una figura preciosa, y calzaba unos zapatos de tacón alto, altísimo, que esculpían sus pantorrillas y colocaban sus labios hasta cinco dedos por encima de los míos.

Comimos, bebimos, y charlaron. De nada sirvieron los intentos de Jorge por introducirme en la conversación. Fue muy amable, desde luego, y me sentí agradecido por ello, pero su complicidad me excluía de algún modo. Me conformé con mirarla, con constatar una vez más la belleza de sus mohínes, el brillo de su mirada, la elegancia de cada mínimo movimiento suyo, el rubor que el maquillaje ocultaba, pero yo podía adivinar, a medida que el vino la achispaba… Estaba bellísima.

Tras los postres, decidimos volver a casa a tomar una copa tranquilos. Resultaba evidente que el ambiente de un bar no iba a ser el adecuado para que pudieran seguir con su conversación. Tenían tantos recuerdos que revivir y tantas novedades que contarse... Sentía un poco de envidia. Hubiera deseado una hermana, o un hermano con quien compartir tanto.

Nos sentamos en el sofá grande. Elena entre los dos. Serví una primera copa, que se sumó a las de vino que habíamos degustado ya durante la cena. La conversación se volvía más íntima, más tranquila. Encendí la chimenea y Elena me pidió que apagara la luz. Había una atmósfera mágica que el bailoteo incansable de la lumbre acentuaba. Me sentía ebrio, y comprendía que Elena, que no solía beber, debía estarlo más. Sentí ternura al darme cuenta de que su razonamiento se hacía más confuso. Decidí servir una más. El alcohol, en las contadas ocasiones en que lo probaba, la convertía en una mujer ardiente. Estaba tan bella, que no pude evitar pensar en el después.

  • ¿Sabes que Pitu fue mi primer hombre?

En aquel preciso instante, observaba el escote de Elena desde arriba. Se había recostado sobre mí, sobre mis piernas, y colocado las suyas sobre el muslo de su hermano, que me miraba a los ojos con un gesto entre la sonrisa leve y la expectación. Sus palabras fueron como un jarro de agua fría. Sentí un calor que me subía a la cara, una indignación abrasadora, que no se tradujo en nada. Las palabras, sencillamente, no llegaban a mi boca. Entonces me sonrió. Preciosa…

  • Fuimos amantes durante años. Desde los quince.

De alguna manera, aquella confesión espontánea, probablemente fruto del alcohol, me superaba. Me lo contaba con un aire inocente que resultaba incapacitante, mirándome a los ojos con los suyos entornados y una sonrisa infantil. Por extraño que parezca, y aunque era consciente de que aquello era una aberración, me hablaba con una dulzura, con una inocencia, que no parecía encerrar mal alguno. Parecía liberarse de un peso mientras me lo contaba, como si hubiera decidido ser sincera, y aquella sinceridad tuviera que causar el efecto de purificarla. No supe qué decir. No dije nada.

  • Me desperté una noche y estaba arrodillado al lado de mi cama, a oscuras, y tenía la mano ahí… Debía llevar un rato, por que me sentía rara, excitada. Me hice la dormida por que no sabía qué hacer, y fue excitándome más. De pronto me corrí. No me había pasado nunca. Fue algo alucinante.

  • Yo… Tomás… No quisiera… Si quieres que me vaya…

  • No, no… No te preocupes…

Parecía compadecerse de mí, y aquello sí que me llenó de rabia. Sin embargo, no dije nada. Adopté una postura digna y comprensiva, una actitud estúpidamente tolerante. Dije algo, alguna simpleza sobre las cosas de la juventud, el tiempo transcurrido… Ya conocía a Elena por entonces. Ya me gustaba. Podía visualizarla, visualizar a Jorge. Podía imaginarlos. Me encontré incómodamente empalmado. Elena seguía hablando. No parecía consciente de la trascendencia de lo que decía.

  • Empezó a venir cada noche, y yo le esperaba despierta, haciéndome la dormida, hasta que un día alargué la mano para tocársela. Lo había hablado con Mamen, que era más viva, más putita, y me había dicho que eso lo hacía para tocarse. Lo hice yo. Al principio se llevó un susto de muerte. Después estuvimos tocándonos juntos, echados en la cama. Me ponía loca.

A la luz de las llamas, pude ver la mano de Jorge acariciando lentamente uno de sus muslos. Parecía escucharla hipnotizado. Me pareció que tenía un bulto evidente bajo al pantalón. Me di cuenta de que también me sucedía a mí. Me sentí extraño. Todo parecía irreal, como si no estuviera pasando, o fuera imposible que pasara.

  • Nadie me ha tocado como él, cariño. Nadie me ha hecho correrme como mi hermanito pequeño. Con los dedos, con la boca, con…

Supongo que mi silencio pudo ser interpretado como consentimiento. La caricia de su mano fue haciéndose más intensa. Elena, recostada sobre mis muslos, me miraba a los ojos sonriendo. Permanecí en silencio, sin poder apartar la mirada de aquella mano, que empezaba a perderse bajo su falda.

  • ¿Podemos?

  • Sí…

Asentí sin darme cuenta. Había algo hipnótico en la situación: la luz del fuego, la confesión inesperada, la bruma del alcohol, su sonrisa… La escuché gemir.

  • Ayúdame.

Se incorporó hasta sentarse. Percibí una urgencia en su voz, un ansia. Obedecí. Bajé la cremallera de su vestido y tiré de él hasta sacárselo por la cabeza. Se le alborotó el cabello. Estaba preciosa. Ahora nada velaba mi visión. Elena se recostó en mi pecho y abracé su cintura. Dejó caer su cabeza en mi hombro y besé su cuello. La mano de Jorge jugueteaba bajo sus bragas y ella respondía separando sus muslos. Se le ofrecía: un pie en el asiento, la rodilla flexionada; el otro en el suelo. Gimió. Sentía el todavía entonces leve movimiento cadencioso de sus caderas como una presión en mi pecho. Desabroché su sostén con las manos temblorosas y admiré, como cada vez, la blancura divina de sus senos, todavía hermosos, aunque ya hubieran perdido parte de su firmeza. Alargué el brazo para acariciarlos y lo retiró con su mano.

  • No… Deja… le…, deja… léee…

Su negativa, insospechadamente, actuó sobre mi excitación como un detonante. Fue como tomar conciencia de la excitación que se había adueñado de mí y, sin embargo, no me llevaba a la acción. Accedía a asistir, también ahora, como un oyente, un invitado a aquella explosión lenta de deseo. Me sentía, al mismo tiempo, espantado por lo que veía, y excitado, terriblemente excitado, y contemplaba la escena en una total y absoluta inmovilidad por que ella me lo había pedido.

  • Levántate, mi amor.

Se refería a él, a Jorge, que obedeció y, ante mis ojos, comenzó a desnudarle. Su cuerpo me avergonzaba un poco. Era más alto que yo, más fuerte. Mi mujer acariciaba su pecho tras desabrochar la camisa, y, arrodillada en el sofá, desabrochaba su cinturón con ansia mientras mordía sus labios. Él se dejaba hacer y devolvía los besos sujetando su barbilla entre los dedos. Cuando, literalmente, le arrancó los pantalones dejándolos caídos en la alfombra, observé que su polla era también mayor que la mía, notablemente mayor que la mía. Cabeceaba en el aire, ante su rostro, apenas a un metro de mí. Entonces, se inclinó hacia él alojando su capullo entre los labios.

  • No… no… lo… hagas…

Había extraído la mía a través de la bragueta del pantalón y empezaba a acariciarme, incapaz de sustraerme a la excitación que me causaba lo que veía. Pareció adivinarlo. Giró la cabeza hasta mirarme a los ojos. Sonreía, y sus labios aparecían húmedos, brillantes. El carmín se le había corrido un poco, y tenía los ojos inflamados.

  • No lo hagas, por favor...

Me hipnotizó el sonido sensual de su voz al pedírmelo, y obedecí. Me mantuve inmóvil contemplando cómo besaba aquel capullo grueso y brillante, cómo acariciaba sus pelotas con las uñas mientras comenzaba a engullirla. Jorge sujetaba su cabeza amorosamente. Enredaba los dedos en su pelo, y ella la correspondía avanzando cada vez más sobre el grueso tronco venoso. La sacaba de su boca, la besaba, envolvía el capullo entre sus labios arrancándole un quejido, y avanzaba sobre ella cada vez más adentro. Parecía ser capaz de alojarla en su garganta.

  • No te pares, Nena. Sigue.

De repente, empujaba su cabeza suave pero firmemente. La atraía hacia sí, y mi mujer se dejaba llevar. La deslizó hasta el final, hasta que su nariz quedó apoyada en su pubis, y la sostuvo unos segundos que me parecieron horas. Elena, mi mujer, su hermana, hacía un ruido extraño, un gorgoteo angustioso. Pensé que debía intervenir, pero no hice nada. Cuando quiso, liberó la presión, y ella fue sacándola hasta liberarse. Respiraba con ansia y babeaba. Aquel fluido incoloro goteaba sobre sus tetas y dibujaba un reguero hasta el suelo.

  • ¡Cabrón!

Reía entre toses mientras le empujaba sobre el sofá haciéndole caer a mi lado. Su cuerpo desnudo empujaba al mío apretándome contra el brazo del sofá. Entonces fue ella quien se lanzó sobre él. Comenzó a devorarla. No puede definirse de otra manera. La engullía. Movía arriba y abajo su cabeza tragándosela hasta el fondo de la garganta una vez tras otra. Parecía haberse vuelto loca. Se la tragaba una y otra vez entre risas haciéndole gemir. Algunas veces, ella misma la mantenía dentro hasta la hipoxia. Le lloraban los ojos y babeaba. Era la imagen misma del deseo. Jorge jadeaba y temblaba a veces contra mí, pegado a mí. Prácticamente, jadeaba junto a mi oído. Una de sus manos se aferraba a mi rodilla.

  • Así… Nena… Ne… na… Neeeeenaaaaaaaa…!

Le sentí correrse. Noté cómo se contraía. Elena, mi mujer, la mantenía alojada en su garganta hasta el fondo. Se ahogaba. Con los ojos en blanco, aguantaba hasta el límite de sus fuerzas. Por entre el grueso tronco y sus labios rezumaba el esperma, que manaba también por su nariz.

  • ¡Fóllame, Pitu! ¡Fóllame, por favor!

Se lanzó sobre él sin dar tiempo a que su polla llegara a ablandarse. Se lanzó sobre él y, guiándola con su propia mano, se penetró con ella. La vi en primer plano deslizarse entre los labios inflamados. Comenzó a cabalgarle. Era enloquecedor. Su rostro, junto al mío, se contraía en un rictus de placer que jamás había visto antes. Se movía como una loca, como si llevara la vida entera esperándolo. Sus caderas se balanceaba, golpeaban con furia, con ansia, y gemía su nombre. Tenía lágrimas en los ojos. Mi polla cabeceaba. Palpitaba con fuerza tan solo por verla así, como siempre hubiera querido verla conmigo. Literalmente chorreaba. Manaba un flujo continuo que resbalaba por el tronco hasta empapar el pantalón. Sentía una ansiedad brutal, la sensación de asistir al puro placer, al deseo en abstracto, a la totalidad del deseo.

  • Gracias… gra… cias… cari… ño… Gra… ciaaaaaaaaas…!

Me besó los labios un instante antes de poner los ojos en blanco. Se aferró a su cuello y su pelvis comenzó a moverse a golpes secos, violentísimos. Se agarraba a él cómo si temiera que fuera a desaparecer y temblaba balbuceando y chillando. Clavada en él, solo empujándole, completamente fuera de sí, estallaba en un orgasmo que parecía no tener fin. Un reguero de esperma fluía entre ellos.

Quedó desmadejada sobre él, que le besaba los labios y la llamaba su amor. Junto a ellos, yo permanecía inmóvil, apretujado y vestido, con la polla dura como nunca, brillante de fluidos y amoratada casi cabeceando. La cabeza me zumbaba y sentía una terrible presión en el pecho. Mi corazón latía desbocado. Entonces levantó la cabeza sonriéndome. Tenía los ojos inflamados, entornados, y el rostro brillante. Estaba ruborizada.

  • Gracias, cariño… Gracias…

Lo dijo en un susurro, sin dejar de mirarme a los ojos mientras alargaba su brazo perezosamente hacia mi polla. Apenas necesitó acariciarla un instante y estallé. Me corrí entre sus dedos como nunca jamás me había corrido, gimiendo y temblando, me derramé sobre mi camisa salpicándome entero. Me sentía ir en cada estallido de esperma que sentía como si me surgiera desde el centro mismo, desde la médula.

  • ¿Por qué no te acuestas, cariño?

Su voz, tan dulce, me arrancó de un sueño que no sé cuanto había durado. Me pareció lo normal. Besé sus labios a modo de despedida, y me fui a nuestro cuarto. Dejé la puerta abierta. Mientras me desnudaba, les escuchaba susurrar. Limpié con mis pantalones los chorretones de esperma que me habían salpicado en la cara y en las manos. Mi polla seguía dura, ridículamente dura. Me masturbé como un adolescente oyéndoles gemir desde el salón. Elena le llamaba mi amor. Me corrí en el mismo momento en que comprendía que a mí sólo cariño. Me corrí con una opresión en el pecho sin saber muy bien si la odiaba o la amaba más. Cerré los ojos, imaginé sus labios contraídos y sus ojos en blanco. En mi cerebro, era él y no yo quien la follaba, como en mi casa, y yo me masturbaba viéndolos, imaginando que los veía.