Elba, sumisa, por fin sé quién soy 2
Juan Carlos empieza a entrar en la mente de Elba, moldeándola poco a poco y dándole la forma que él desea a su propiedad, atravesando su primera sesión, aun suave, de hipnosis y control mental.
Cada día bajaba al bar de enfrente de mi oficina a tomar un café y despejarme un poco y cada día la encontraba ahí, sonriendo con la cara iluminada al verme aparecer. Me pedía un café y me sentaba a la mesa y charlábamos sin parar. Pintura, fotografía, cine, literatura, cómics,… había mil temas siempre encima de la mesa. Ella me sorprendía siempre con alguna cita interesante o algún relato y por supuesto, con esa capacidad asombrosa para plasmar lo que su mente estaba imaginando en cualquier pedazo de papel, solo con un lápiz y unos pocos trazos.
Habían pasado varios días desde nuestro encuentro en mi oficina y ese día la noté algo nerviosa.
-¿Qué ocurre?
-Juan Carlos. Es una tontería –dijo.
-Te escucho.
-Es que charlamos cada día de un montón de cosas –dijo mientras gesticulaba -. Lo paso muy bien, la verdad, pero no sé si has perdido interés por mí… ya sabes.
-¿Ya sé?
-Sí,… no sé. ¿Solo somos amigos?
-Elba, amiga mía –dije tomándome mi tiempo. Sabía que estaba nerviosa y que se moría de ganas de escuchar qué tenía que decir, así es que decidí prolongar el momento al máximo. Una sumisa debe aprender a mantener el control, pacientemente, cuando ansía algo y yo disfrutaba viendo cómo se frotaba las manos.
-Me tienes en vilo.
-Eso parece –sonreí -. El respeto primero, la confianza después, y por último la complicidad. Son la base de cualquier relación que construyas en torno a la dominación y la sumisión. Primero es necesario un vínculo personal y afectivo sólido, porque esto –miré alrededor para asegurarme que nadie nos escuchaba y ella acercó su cara a la mía – esto, Elba, no va de tu coño, de tus tetas o de follarte la boca. Créeme, eso es fácil, para ti y también para mí. Esto va de abrir tu mente y que alguien entre hasta lo más profundo, y eso es una enorme responsabilidad para un Amo, porque es quien le va a dar forma a tu mente, y algo importante para ti, porque vas a ser una persona distinta.
Sus ojos, de un marrón suave, miraban alelados mientras hablaba.
-¿Mojada?
-No lo sé.
-Pues compruébalo –dije.
Ella bajó la mano hasta su entrepierna.
-Por dentro –ordené.
Miró a ambos lados y metió la mano por dentro de su pantalón y sin sacar la mano y asintió.
-¿Mojada?
-Sí Señor.
Entonces cambié de tema y empezamos a hablar de música.
-Sigo con la mano…-dijo.
-Lo sé –contesté acercándole la chaqueta. Entendió con ese gesto lo que quería decirle y se tapó con ella.
-Ahora, suavemente, mastúrbate, pero eso sí, ni se te ocurra correrte.
-¿Cómo? ¿Aquí?
-Por supuesto, Elba.
Noté cómo su mano se movía despacio, acariciando su clítoris, mientras continuábamos hablando de ritmos urbanos. De vez en cuando sus ojos se abrían mucho y se mordía los labios y yo le ordenaba que parara durante un minuto antes de continuar, y transcurrida media hora me despedí, como cada día.
Repetimos aquello durante algunos días hasta que el miércoles me pidió si podía venir a verme a la oficina por la tarde. Le dije que sí, que era bienvenida.
Apareció algunas horas más tarde, cuando no quedaba nadie, y se sentó en la silla enfrente de mi mesa mientras yo terminaba algunas cosas. Cogió un lápiz y empezó a garabatear una hoja. En dos minutos la imagen tomó forma. La observé, maravillado por la forma en la que jugaba con las luces y las sombras.
-¿De dónde sacas esto? –pregunté.
-No lo sé –contestó -. Veo las cosas de otro modo, a mi modo, no sé. De pequeña mis profesores pensaban que era defectuosa, pero ahora no lo cambiaría por nada.
-Hmmm –murmuré pensativo -. ¿Te das cuenta?
-¿De qué?
-Es justo de lo que hablamos el otro día.
-Pero eso es distinto.
-En realidad no -. Me puse en pie y la invité a seguirme -. Pasa – dije indicándole el camino hacia una pequeña sala.
No conocía este lugar –dijo.
Es una salita pequeña, aislada y perfecta para este proceso -aquella última palabra, tal y como me imaginaba, la puso nerviosa.
Avanzó en silencio, observando la luz indirecta y fría y la decoración con láminas de suaves paisajes difuminados en tonos otoñales. Coloqué en el centro una colchoneta gris oscuro, gruesa y cómoda, con una manta sobre ella.
Túmbate, Elba.
¿Vestida? – preguntó.
Sí, claro – contesté sorprendido.
Se quitó los zapatos, aliviada, y se tumbó boca arriba sobre la manta.
Primero voy a relajar tu cuerpo. Tómate tu tiempo, no tengo prisa alguna.
De acuerdo.
Durante media hora le hice apretar los músculos de su cuerpo, uno a uno, relajándolos despacio, haciéndola consciente de la diferencia entre la tensión y la relajación. Empezó por sus pies, pasando luego a sus gemelos, los muslos, el culo, el coño, la tripa, el pecho, los brazos y, finalmente, su cara. De forma intermitente tensionaba sus músculos y los relajaba despacio, escuchando mi voz de fondo, hasta que alcanzó una relajación física total.
Estás delante de un lago – le dije -. ¿Qué ves?
Veo alguna gente.
¿Qué más ves?
El agua, delante de mí. Hay mucha agua.
Quiero que avances, Elba, despacio, hacia el agua. Mete tus pies en ella y sigue caminando.
Mordió sus labios.
Fuera está el mundo -continué-, la gente,… sigue avanzando Elba. El agua te cubre hasta el cuello.
Está fría.
Continúa, sumérgete en ella, totalmente -. Esperé unos segundos mientras ella gesticulaba con la boca -. Estás totalmente sumergida –dejé que lo asimilara-. Este es tu mundo interior, Elba. Aquí estás solo tú. Sin miedo. Y puedes respirar bajo el agua.
Sí.
Continúa caminando, sumérgete. ¿Qué ves?
Juan Carlos, está oscuro. El agua está turbia.
Respira con normalidad. Estás en tu mundo, Elba, estás en tu mundo interior.
Ahora ves a alguien. ¿Sabes quién es?
Está oscuro, no estoy segura.
Eres tú. Escucha qué es lo que te dice.
Mordió de nuevo sus labios, con más fuerza, antes de contestar:
Quiere que sea normal... Nada más…. Una persona normal, con sus amigos, su familia, su trabajo….
Escúchala. Es importante en tu vida ¿verdad? – pregunté.
Sí, sí lo es. La escucho.
Ahora mira a su lado, hay alguien más.
Juan Carlos, sigue oscuro.
Eres tú también. Es Elba. Es la zorra.
La veo – dijo -. Me asusta.
Tranquila. Escúchala también. Sin miedo, sin prejuicios. Aquí abajo no puede juzgarte nadie. Es tu mundo, solo tuyo. No hay juicios, puedes decir lo que quieras, sea lo que sea. ¿Qué te dice?
Dice que no valgo nada. Que no merezco nada. Que soy una zorra y solo debo ser sodomizada sin obtener placer alguno – gimió gesticulando y arrancándose los botones de la blusa. El sujetador negro que cubría su pequeño pecho quedó expuesto.
Esperé unos segundos.
- Ahora haz que se miren la una a la otra. Deja que se miren a los ojos, que se acaricien, que se entiendan.
Empezó a mover las manos suavemente, acariciando el aire.
Elba, la estricta -dije-, puedes ser normal, siempre que no hagas daño alguno a nadie, ni siquiera a ti misma.
Nunca haría daño a nadie, solo quiero ser normal - dijo.
Pero es más importante estar sana por dentro. Si eres normal haciéndote daño realmente no servirás para nada. Solo serás una fuente de conflictos. Sana, Elba, tienes que estar sana. Y para eso debes escuchar a la Elba que tienes delante, la zorra. Mírala a los ojos, dile que la entiendes y acaríciala.
Te entiendo – susurró sin dejar de mover las manos con suavidad.
Y Elba, la zorra, entiende a la Elba estricta. Mírala también. Entiende sus motivos, su sufrimiento. Dile lo que sientes y por qué sufres tú.
No valgo nada, no merezco nada. Me haces ser como tú quieres y estar muerta. Quiero mi espacio, y complacer sin límite. No quiero sentirme mal y no hacer nada. Quiero ganarme el derecho a no sentirme culpable.
¿Qué te dice la Elba estricta? – pregunté.
Tardó unos segundos en contestar:
Dice que… me quiere – lloró al decirlo.
Te quiere. Te quiere mucho ¿verdad?
Sí – sollozó.
¿Qué le contestas?
Yo te quiero también. Eres muy importante para mí.
¿Qué puedes ofrecerle para demostrárselo? – pregunté.
Puedo escucharla y hacer lo que dice.
¿Y qué puede hacer ella?
Dice que me quiere mucho. Que tengo derecho a entregarme y complacer cada día. Que tengo derecho a sentirme útil y a sentir que me gano quién soy.
Deja que se abracen, Elba.
Lo están haciendo. Se están besando.
Llevaba un sujetador negro, de los que se abrochan por delante. Lo desabrochó, dejando su pecho al descubierto. Los pezones estaban duros y empezó a acariciarlos.
¿Quién eres? – pregunté.
Soy Elba.
Me contestas cómo te llamas, no quién eres. ¿Quién eres?
Soy Elba -repitió.
Esperé, mientras gesticulaba, pasando sus manos por las tetas y por encima de su pantalón. Noté la mancha que humedecía su coño.
¿Quién eres?
Soy Elba.
No me digas cómo te llamas, dime quién eres.
Entonces abrió los ojos y me miró. Balbuceó algo mientras desabrochaba su pantalón y lo bajaba hasta sus tobillos. Volvió a mirarme, antes de quitárselos.
Juan Carlos, soy Elba.
Ahora sí me estás diciendo quién eres.
Me miró sorprendida. Como si hubiera descubierto algo insólito. Algo que siempre había llevado en su interior y pudiera contemplarlo por primera vez en su vida.
Se quitó las bragas y las dejó a un lado, ofreciéndome la visión de su coño perfectamente depilado. Separó las piernas y el olor de sus fluidos vaginales me invadió.
-No Elba. Todavía no estás lista –dije.
-Sodomía, te lo suplico –lloriqueó como una niña.
-No Elba, no estás preparada para esto, sé paciente.
-Sodomía, por favor...
La abracé mientras lloraba sin dejarla ni tocarse ni tocarme hasta que se calmó.
Poco a poco la ayudé a recuperarse y a vestirse. Estaba totalmente empapada y el pantalón chorreaba, casi literalmente. Le expliqué que había hablado con su subconsciente, en un proceso de relajación profunda, casi hipnótico, y que no tenía ninguna prisa por usarla, sino por educarla.
-Te veré mañana en el café -dije.
Ella suspiró.
[Continuará]