El vuelo de la golondrina. Liliana

Primeros amores de Serafín.

El vuelo de la golondrina

Liliana

Me llamo Carla Bejarano Alcántara, ambos apellidos son extremeños hasta la médula. Ya que Extremadura es la tierra de mis antepasados desde innumerables generaciones atrás.

En el momento en que los caminos de Serafín y el mío se cruzaron, yo estaba a punto de cumplir los dieciocho años de edad y él los sesenta. El atractivo que irradiaba mi tierna adolescencia supuso para Serafín Chaparro Cortés un rayo de luz cristalino en el crepúsculo de su vida,  en ese tiempo de la existencia en el que se dibuja en el cielo el vuelo de la golondrina.

La llama del enamoramiento prendió inesperadamente en lo más íntimo de aquel varón, para volver a inflamar una fogosidad que él creía apagada hacía muchos años.

Pronunciaba mi nombre “Carla”, a solas en su habitación, preñado su desvelo nocturno por la imagen de la adolescente que yo era. En esos instantes que flotan entre la vigilia y el sueño me convertía en la protagonista de sus fantasías. Y mi imagen y mi nombre, tintineaban en su mente como la campanilla del cuento, yendo y viniendo sin descanso.

Aunque yo era una joven de tan solo un metro cincuenta, ya había desarrollado y los encantos de mi físico le aprehendieron desde el primer instante.

Él ya había amado antes, sí. Años antes, con la potencia de un toro, con el ímpetu de su adolescencia y, más tarde, con la serenidad y oficio de su madurez. Otras mujeres habían transitado su vida y su lecho, pero todos aquellos amores reposaban difusos en sus recuerdos como las piezas de un anticuario, cubiertos por la pátina del olvido.

Apenas reaparecían por sus fantasías como espectros lejanos, incapaces de provocar ahora el ardor de aquellos lejanos días.

Yo no había nacido aún cuando en su corazón hacía mella el amor por aquellas mujeres. Cuando otorgaba su masculinidad a los labios de hembras rendidas. Cuando ellas hacían florecer en su corazón y en su virilidad el hormigueo del placer, y nublaban su razón provocando rigideces poderosas, hasta hacerle derramar.

Pero la impaciencia en el querer, la desenfrenada pasión y el estado de ensimismamiento antaño vividos, había sido arrinconado en su memoria hasta que yo, Carla, irrumpí cándida y encantadoramente en su vida.

El padre de Serafín, de quien heredara el nombre, era un hombre amable y educado, dedicado al comercio de ganado y otros productos agrícolas. Desde generaciones, el olor a establo impregnaba el apellido de la familia Chaparro. La madre, como todos los matrimonios de antes, fue dirigida al altar por sus padres, para un casamiento prácticamente concertado, sin tener la protagonista demasiado que decir ni que opinar.

Serafín padre procedía de una familia de señores y con posibles, y en aquellos tiempos, con esa carta de presentación era más que suficiente. La madre murió a los cinco años de dar a luz a su único hijo, de una forma terrible. Tenía la costumbre de salir al campo a coger tomillo, poleo y otras hierbas. Aquel macabro día se fue sola, sin avisar de sus intenciones a nadie, y vino a caer en un pozo abandonado, tapado por unas maderas podridas que cedieron bajo su peso, entre la maleza.

Vinieron a encontrar el cadáver transcurridos tres meses desde su desaparición, cuando los tejidos y órganos del desdichado cuerpo habían momificado bajo el agua.

Así pues Serafín, a partir de tan tierna edad, se crió en las tinieblas de la orfandad, sin el calor sutil de las caricias de unas manos maternas, sin los besos ni consejos que necesita un hijo durante la adolescencia y sin el consuelo de las ancianas sonrisas que hubiese querido tener en los momentos difíciles de su madurez.

El padre de Serafín, demasiado ocupado en sus negocios de ovejas, olivas y trigos, confío la educación de su hijo a Clotilde, su cuñada solterona. En los contados y cortos espacios de tiempo que pasaba en el cortijo, enseñaba al vástago a montar a caballo y a pescar. Por las tardes, después de la comida, solía contarle historias familiares, sobre el abuelo que luchó en Cuba, o el viaje que hizo con él de muy niño a Italia, cuando aún vivía su madre.

Ante las prolongadas ausencias de casa a las que obligaban sus negocios, el padre de Serafín pidió a Clotilde, hermana  mayor de su difunta esposa, que se viniese a vivir al cortijo. Noticia que ella recibió con júbilo, no sólo porque abandonaría la soledad en la que transcurrían sus días, sino porque en secreto siempre había estado enamorada de su cuñado.

Clotilde se hizo cargo de la educación de Serafín y sería protagonista indiscutible en la transformación de aquel niño en hombre.

Él sabía que aquella mujerona estaba prendada de su padre. Era una hembra de volúmenes redondos, afable en el trato, mirada gacha, hablar apenas audible y tímida hasta sonrojar si se le mantenía la mirada. Pasó a vivir en el cortijo, en una habitación contigua y comunicada con la del chico. La tía se ocupaba, no sólo de la comida, la compra y la administración de los gastos del cortijo, sino de la toma de decisiones importantes en ausencia del padre de Serafín.

No podía negar su enamoramiento por aquel hombre serio y circunspecto. Envidió a su hermana el día de la boda, en su embarazo y cada noche en la que conocedora del disfrute carnal que aquella disfrutaba, enjuagaba sus lágrimas con los dedos entre los muslos, soñando ser poseída por el cuñado. Y ahora, tan sólo verlo aparecer, sus manos temblaban y no sabía cómo mirar, ni dónde ponerse. Jamás confesó su amor, pero el padre de Serafín no albergaba duda sobre los sentimientos de Clotilde hacia él, y nunca la correspondió, no le gustaba físicamente aquella hembra morcillona y antipática.

Ignoradas sus emociones por su amado, Clotilde acabó desahogado su frustración y sus fiebres con el adolescente Serafín, que además de llevar el mismo nombre del padre, era la viva imagen de éste.

Serafín despertó al libídine entre los brazos de aquella matrona de pechos excesivos, que se introducía en su lecho cuando el joven dormía.

Todo había comenzado en los primeros años de Clotilde en la casa, durante la niñez del chico, cuando el sobrino, despertado por sus miedos nocturnos, invitaba a la tía a dormir abrazado a ella.

Aquella costumbre se consolidó con la frecuencia y cuando la niñez dio paso a la pubertad, aquel calor familiar e inocente fue tomando otros tintes muy distintos. El chico sentía que Clotilde lo abrazaba, pegando sus ubres contra la espalda, y comenzaba a apreciar la llegada entre los mulos de unas cosquillas que le hormigueaban desde las rodillas hasta el bajo vientre y que causaban un alud de pujanza entre sus piernas. Una noche, aquella primera noche, Clotilde palpó bajo los calzones la firmeza de las partes de Serafín. Lejos de retirarse, como hubiese aconsejado la prudencia, sucumbió a la tentación, víctima del ayuno forzado que sufría con el progenitor del mozo, y la hizo crecer aún más con sus caricias. No tardaron en repetirse aquellos tocamientos, y algunas semanas más tarde, Clotilde, una noche en la que ya no pudo aguantar más, ofreció sus desnudas nalgas, dándose la vuelta e invitando con arrastres del calzón del mozo a llegar entre ellas.

Serafín poseyó a su tía, despidiendo su virginidad en el silencio de la oscura alcoba, entre pretendidos falsos sueños, tanto de una como del otro. Ella pellizcando los mamelones y acariciando sus humedades entre los labios de la abertura. Él conociéndola desde atrás con la pujante tranca del adolescente hendiendo gustosa, acometiendo con lentitud, como para no despertar los falsos sueños y derramando fuera, pues ya sabía, por explicaciones de su misma tía, que no debía hacerse dentro, para evitar embarazos.

Aquellos contactos secretos, de los que nunca hablaron entre ambos, se alargaron durante años, noches de visita, poluciones intensas desahogadas entre las  orondas posaderas, aferrado a sus pechugas, volcando sobre las nalgas que ocultaban el carnoso desfiladero, densas esencias de su juventud vertidas en silencio y oscuridad.

El joven esperaba la llegada de su tía, que se producía indefectiblemente todos los lunes y jueves, pues Clotilde había decidido que el contener las visitas al joven en días fijos, le daría a él la certidumbre de su llegada y podría prepararse convenientemente. Cuando la tía alcanzaba la estancia del sobrino, accedía a oscuras y en silencio hasta el tálamo, e invadía sigilosa el hueco que el sobrino había dejado despejado, deslizando sus orondas carnes entre las sábanas y haciendo quejar al somier metálico bajo el jergón de borra.

Serafín fingía la respiración profunda del sueño cuando las manos rellenas de la cuarentona buscaban, acariciaban y palpaban el calzón. Suspiraba cuando se notaba tocar en los testes y la porra endurecida. Luego, una vez el crecimiento de sus deseos había alcanzado el cénit,  su tía se daba la vuelta y bajaba las bragas, desvistiendo su mofletuda redondez.

Era entonces cuando Clotilde fingía dormir mientras Serafín atinaba el disparo del dardo entre los belfos peludos de la inmensa loncha regada.

Clotilde degustaba el creciente ritmo del bombeo hasta sentirle venir. Después de soltar la carga era él el que se retiraba con los restos del éxtasis perlando el mástil. La tía, en señal de agradecimiento le limpiaba, a veces con un pañuelo, otras sumergiéndose entre las fundas y aplicando su propia boca a la morcilla, consiguiendo en no pocas ocasiones, la resurrección de las ganas y un segundo y definitivo asalto. Al final, siempre le despedía con un beso en la mejilla, antes de liberar al colchón de la opresión de sus espléndidas chichas.

Clotilde murió en los últimos años de pubertad de Serafín, que vino a vivir con honda tristeza una segunda orfandad. Pero gracias a las atenciones de Clotilde, Serafín había crecido como niño primero y como joven después, feliz, sano y mucho más satisfecho que otros mozos de su edad.

El primer amor de serafín fue una prima lejana, Liliana Alcántara, pues él nunca llegó a echar flores a su tía a pesar de ser la primera mujer con la que disfrutó de los goces lascivos. Apenas recordaba los rasgos de Liliana. No conservaba fotografía alguna y su rostro se desvanecía con el paso de los años. Pero sí resonaba en su tacto una piel recia y oscura, un pelo negro, ondulado y largo hasta la cintura, un talle delgado y, sobre todo, una boca pequeña de dientes blancos y labios sonrosados, una boca tan acogedora que Serafín no había vuelto a encontrar un refugio de semejante solaz. Liliana era una niña encantadoramente dulce en todo su comportamiento, en su hablar sin altisonancias y melódico,  y en el modo distinguido y lánguido de moverse. Definitivamente era una mujer dotada con el donaire y la elegancia de la alta cuna.

Los padres de Liliana, eran los titulares de la Baronía de Páramos Reales, creada en marzo de 1778 por el Rey Carlos IV para Don Lucio Alcántara Hidalgo, en recompensa por los servicios de Don Lucio a la corona allende los mares.

Las raíces de la familia se hundían en las tierras de Puebla de la Calzada, localidad a medio camino entre Mérida y Badajoz, en la comarca de las vegas bajas.  A parte del lejano parentesco entre la madre de Liliana y la jugosa tía de Serafín, les unía una gran amistad nacida en los años de estudios en el internado de las madres clarisas. Las frecuentes visitas entre una y otra, proporcionaron tanto a Liliana como a Serafín, la ocasión de ir intimando.

En sus acostumbrados encuentros habían empezado compartiendo sueños de infancia. Liliana fantaseaba con viajar a América y formar una gran empresa de moda, mientras que Serafín participaba a la niña su intención de hacerse capitán y liderar las tropas que devolvieran, con sus victorias, la grandeza perdida a la patria en la guerra en la que su abuelo había perdido una pierna.

Risas, charlas y juegos llenaban las tardes en las que Liliana y su madre venían de visita, o en las que Clotilde se desplazaba con Serafín, en el viejo auto al palacete de los padres de la chiquilla hasta el palacete de los barones.

Del hablar infantil e intrascendente sobre sus sueños, pasaron, según crecían en años, a mirarse a los ojos y cogerse alguna vez de las manos. Se enamoraron sin darse cuenta, inundados sus corazones, de repente, con la pasión de la adolescencia. El despertar de sus géneros germinó un amor frenético, casi doloroso, desesperado, urgente y continuo. Sufrían cada minuto de ausencia, aleteando de alegría cada segundo de tiempo compartido.

No eran épocas en la que los jóvenes pudieran dar rienda suelta a los deseos. Serafín rozaba discretamente los pechos de Liliana con el torso, en el abrazo de algún beso robado, en algún rincón oscuro de los jardines. Liliana presionaba con el muslo la erección de él y ambos creían morir víctimas de la avidez más absoluta y el más intenso de los placeres.

Hasta tal punto exasperaban al chico aquellas sutiles friegas, que llegó a manchar sus pantalones sin necesidad de otros tocamientos. La dureza definitiva que alcazaba Serafín, cuando no conseguía alivio, le duraba horas y acababa indefectiblemente en un poderoso dolor de genitales, tan sólo aliviado, si era lunes o jueves, con la nocturna visita de su tía, que disfrutaba las gratas consecuencias de toda aquella presión acumulada. Clotilde sospechaba algo, pero agradecía las increíbles durezas y la violencia de las envestidas del extremo del sobrino, que aumentaban considerablemente los días en los que la joven pareja se veía.

Un triste día para los enamorados, los padres de Liliana cambiaron de domicilio,  trasladándose por motivos de salud a San Sebastián. Allí esperaba una casa veraniega que el barón poseía, un caserón de tres plantas, independiente de otras construcciones, con vistas a la playa de la Concha.

Serafín conservaba toda la vida la media docena de cartas que intercambiaron años atrás Liliana y él, correspondencia de poesías desgarradas, de versos quejumbrosos preñados de lágrimas de ausencia,  rimas de sueños y esperanzas en un porvenir menos desdichado. Aquello duró hasta que los padres de la niña descubrieron el epistolar devaneo y le dieron final de forma categórica. Aquel joven no era partido suficiente para su primogénita.

Serafín creía que en mí, en la joven Carla, habitaba el espíritu de aquel frustrado amor. Estaba seguro de que la pasión desenfrenada que había brotado ahora, en su viejo corazón por mi culpa, era la semilla de aquel amor a Liliana, nunca muerto, invernado de algún modo y que ahora, bajo la animación de mi estampa, reverdecía tantos años después.

A Serafín le había costado olvidar a Liliana, vivió muchas primaveras de añoranza, muchos otoños de llanto, incapaz de entregar su amor a otra mujer. Rememoraba con frecuencia el único encuentro en el que hubo algo más que rozamientos y besos con su amada, el instante más ardiente de aquel lejano romance.

Ella temblaba bajo sus brazos, suspirando nerviosa cuando sus bocas se unieron, como tantas otras veces. Él apartó el pelo y lamió la oreja sonrosada, erizando la piel de los brazos desnudos de la niña. Sentían como si un coro de ángeles cantara sobre sus cabezas en aquel bosquecillo de encinas. Buscó entre los muslos de la chiquilla, palpando con la mano, hasta encontrar el calor del sitio virgen y ella mimó la boca de él con mayor vehemencia al percibir la llegada y el agasajo de aquellos dedos valientes en su bajo vientre. Sintió el placer llegar como no lo había sentido otras veces, cuando había sido ella la que se acariciaba. Cerró las piernas atrapando la mano de Serafín, como si no la quisiera dejar escapar. Y un dedo golfo del joven apartó el tejido de la braga y encontró las jugosas mieles de la entrepierna.

Liliana, en un alarde de locura, extendió los dedos hasta el pantalón, encontrando el sitio con más volumen y dureza de la que esperaba. En ese momento Serafín recordó los masajes de su tía y desabotonó raudo el calzón, ofreciendo la rotunda dureza desabrigada, el mástil tieso y sin tapujos para su amada. Liliana lo aferró también, como Clotilde, pero con más gentileza, con dulce mimo, casi con recato. Los delicados dedos comenzaron por instinto a escalar y resbalar tan pausada como sabiamente, mientras en el beso la lengua de la niña jugaba con la del zagal, que creía morir de placer en aquel paraíso, mil veces anhelado.

No consiguió aguantar ni dos minutos semejantes atenciones de la adolescente mano y aligeró furiosamente. La cera cayó entre ambos, fluyendo por la dulce mano de Liliana y bañando las hojas secas de encina y los brotes de yerba en el suelo.

Ahora, cinco décadas después, Serafín veía en mí la reencarnación de Liliana, de aquel amor de pubertad frustrado. En mi mocedad revivía la de aquellos tiempos lejanos. Pero, sobre todo, había vuelto a renacer aquel deseo, aquella pasión en el ver, en el pensar y en el sentir, que ya creía muerta.