El vuelo de la golondrina. Capítulo 3º. Papá
Algunos detalles que os harán ir conociendo a mi padre.
José Baena Pérez, mi padre, heredó de mi abuelo un verdadero complejo empresarial. La actividad principal de las industrias de papá era la cría de porcino ibérico y la cura y elaboración de todo tipo de productos procedentes de ese maravilloso producto. Las exportaciones a Japón habían crecido muchísimo, hasta tal punto que el margen para papá se había triplicado en pocos años y, lo cierto es que, nadábamos en una insultante abundancia.
En lo relativo al sexo mi padre era un voyeur consagrado. Para llevar a cabo su irreprimible tendencia a semejantes alegrías visuales, se hizo construir un cuarto oscuro contiguo al dormitorio de invitados. A aquel lúgubre cuchitril sólo se tenía acceso desde una entrada secreta situada en la biblioteca. Toda la obra necesaria para hacer aquel pequeño “paraíso del voyeur”, tuvo lugar durante una ausencia de mamá y mía. Mi padre prohibió al resto del personal el acceso a toda la sección de la casa mientras duraron las obras y no consintió en que nadie ajeno a la misma supiese lo que se estaba haciendo.
A mamá le explicó que había reformado la biblioteca para cambiar la distribución. Y ciertamente así lo había hecho. La entrada al gabinete secreto era un estante de libros que giraba sobre un eje. El pestillo que lo fijaba sin giro alguno se liberaba al tirar del cuarto tomo de la estantería de arriba, que en realidad no era un libro, sino una especie de palanca. El cuarto oscuro tenía una gran ventana, que coincidía con un espejo fijo al otro lado de la pared, en el dormitorio de invitados. Así pues, mi padre, invisible en aquel cuchitril, podía contemplar todo cuanto sucedía en la otra estancia a través de lo que, desde aquella, parecía ser un magnífico espejo.
Cuando descubrí el secreto de papá me expliqué su insistencia en invitar a matrimonios jóvenes y bellas mujeres a pasar alguna noche en nuestra casa y, más en concreto en aquella estancia.
Por otra parte, papá había hecho de la biblioteca su habitación privada, a la vez que su despacho y estudio. Bajo ningún concepto se le podía molestar cuando estaba allí. Pero además, solía encerrarse bajo llave y no contestaba una vez estaba en su “retiro”, como a él le gustaba llamarlo.
La autosatisfacción que practicaba papá cuando había inquilina o inquilinos en el dormitorio contiguo a la biblioteca, era puntual y metódica. Indefectiblemente, cada noche, papá solía aislarse en su retiro argumentando asuntos de empresa por resolver, siempre antes de que los invitados se hubiesen ido a sus aposentos.
Se desnudaba y vestía ropas femeninas, sobre todo minúsculos tangas que apenas conseguían esconder la mitad de su volumen tieso.
Se sentaba en un comodísimo butacón, comprado para tal efecto, colocado frente al cristal, que para los invitados era espejo. El gran cristal llegaba desde el suelo a una altura de dos metros, con más de metro y medio de anchura. El tiempo de espera lo entretenía acariciándose sobre las prendas femeninas y exasperando su deseo.
De todas cuantas visitas disfrutó papá como “el espía del espejo”, la de mayor fruto erótico fue sin duda la del doctor Aurelio Beltrán y su jovencísima esposa. Ella vestía de forma aniñada, con falditas cortas que no concordaban con su edad. A papá le volvían loco las piernas delgadas de la señora, de nombre Laura. Insistía continuamente para que pasasen un fin de semana en casa. Sabedor del gusto por el marisco del doctor, papá le chantajeaba encargando cajas de nécoras o percebes y organizando comilonas de aquellos frutos del mar, regadas con abundante Albariño.
Laura era voluble, hacía arrumacos en público, se mostraba habitualmente muy bulliciosa, ladeaba la carita en un mohín de niña traviesa y ponía gestos, con su melenita castaña y lisa cayendo graciosa. Gestos que encandilaban a su esposo Aurelio y a papá, convirtiéndose siempre en el centro de la reunión y engatusándolos definitivamente.
A mamá, algo celosa de ella, la mujer del doctor no le caía bien. Se quejaba a solas con papá de lo revoltoso, intrascendente y trivial del carácter de Laura.
El matrimonio parecía fuera aparte de aquellos detalles nimios, de lo más normal. Pero escondían su perversión a todos. A todos salvo a papá, que oculto tras el espejo, fue testigo de honor del desenfreno que sus amigos vivían una vez a solas.
El primer día que mi padre se dispuso a observar en la intimidad a la pareja habían estado los tres, papá, Aurelio y Laura enfrascados en una larga discusión de la que mamá había escapado cerca de las dos de la mañana hacia sus aposentos. Mi padre le advirtió que se acostaría tarde porque tenía que ultimar unos informes.
Laura parecía esperar el momento en que mi madre se ausentaba para mostrarse mucho más resuelta y desinhibida.
Llevaba un precioso vestido color hueso, de tejido suave y que dejaba adivinar los dos botones que coronaban los tiernos senos. Remangó durante la charla la falda, dejando ver sus largas piernas. Papá la miraba con indisimulado deseo, cosa que al doctor parecía no importarle.
Entonces mi padre se excusó y se perdió escaleras arriba hacia la biblioteca, internándose en el escondrijo, ya con tensión bajo la tela de sus pantalones. Admirado contempló cómo era sólo Laura la que llegaba al tálamo. Estaba bellísima y sensual. Se descalzó y caminó hasta situarse de pie, frente al espejo, a menos de un metro del espía, que sentado con las piernas abiertas acariciaba sus ganas.
Como si la esposa del médico supiese de su presencia y depravación, acercó una butaca hasta pocos centímetros del espectador y se sentó, volviendo a cruzar las piernas como lo había hecho abajo en la sala, mirándose y cerrando los ojos al pasear sus delicadas manos sobre las rodillas y el pecho. Se acariciaba los muslos, subiendo las faldas cada vez un poco más y adoptaba un aire de voluptuosidad y hedonismo en los gestos y las posturas. Los pechos se dibujaron con mayor definición bajo el vestido.
Papá creyó morir de gusto cuando Laura abrió las piernas, colgando una de ellas de la rodilla, sobre el brazo de la butaca y ofreciendo un espectáculo insospechado, pues no llevaba ropa interior, cosa que mi padre desconocía.
La puerta se abrió de nuevo. Era Aurelio, que tras cerrar la puerta con cerrojo, se quedó mirando a su bellísima esposa. Ella, tal vez para insinuarse pellizcó sus montes carnosos, sin saber que al que más loco volvían aquellos castigos era a su anfitrión Don José Baena.
Él contempló atónito como, tras un apasionado beso con el que el doctor regalo la boca de la mujer, ella remangaba sus faldas al máximo y le amasaba las esferas prietas.
Algo hablaron y Laura se dirigió al baño, saliendo poco después de rodillas, con una correa atada al cuello y lo que parecía el rabo de un zorro encajado entre las nalgas. Se sujetaba gracias a un pequeño mango que ella había hendido en el boquete postrero. Su indumentaria se limitaba al corsé y unos zapatos de tacón larguísimos.
El doctor la paseó de aquella guisa, a cuatro patas sobre las rodillas por toda la moqueta de la habitación, dando varias vueltas y pasando frente al espejo tras el que mi padre se tranquilizaba manualmente. Él no podía oír lo que decían, pero ella se paraba frente al cristal y simulaba ser una perrita, sentándose sobre los talones, encogiendo los brazos en forma de patitas y sacando la lengua.
El marido fue a buscar algo. Mi padre estaba intrigado. Era un hueso de esos para mascotas con el que comenzó un juego. El doctor lo tiraba y ella lo iba a buscar y lo recogía par devolverlo a su amo. Una y otra vez. Hasta que éste decidió finalmente esconder el juguete y ofrecer a la perrita la inmensa morcilla que asomaba sobre su calzón.
Papá se dedicaba furiosas sacudidas, sin acabar de creer que sus amigos le estuvieran brindando semejante espectáculo. Calculó el momento en el que parecía rendirse el doctor, el instante en el que llegaron las últimas resistencias de Aurelio al sabio trabajo de Laura, e hizo coincidir su explosión con la del amigo en uno de los más sublimes colofones que el onanismo de papá hubiese conocido.