El vuelo de la golondrina Capítulo 2º Dánae

De la época en que Serafín realizó sus estudios en Granada.

El vuelo de la golondrina

Capítulo 2º

Le llegó a Serafín el tiempo de realizar sus estudios superiores. Viajó con el padre a Granada, ya que los informes sobre aquella universidad en lo referente a los estudios de administración la señalaban como la de mayor prestigio en esa cátedra.

Alquiló una habitación en un piso de estudiantes, en el que residían dos muchachos de su edad, aunque de distinta facultades, y tras las amonestaciones del progenitor, sobre el cuidado de su conducta y, sobre todo, en lo referente a la conveniencia de elevar al máximo sus resultados académicos, Serafín quedó, por primera vez desde su nacimiento, dispuesto a vivir de forma independiente.

Durante los primeros tiempos de aquel periodo de estudios, a Serafín le bastaban, para mitigar sus pasiones carnales, los amores comprados de lupanar. Incapaz de olvidar a Liliana, recurría con cierta frecuencia a las casas de lenocinio. Prefería calmar sus ímpetus amatorios de aquella manera antes de traicionar la memoria de su primer amor.

Se topó, después da algunas idas y venidas por diversos burdeles, con una meretriz que tenía un parecido incuestionable con Liliana. El corazón le dio un vuelco y tras el primer encuentro con la mujer, advirtió a la misma que le tendría como cliente incondicional, siempre que cumpliese con ciertos pormenores que él le imponía.

Ella preguntó con curiosidad y Serafín le indicó que debía asemejarse, aunque fuese artificialmente, al amor de su pubertad.

La prostituta comenzó, desde la siguiente cita, a cumplir con exactitud, maestría y empeño las pautas que Serafín le marcaba. Resultó ser una verdadera maestra fingiendo la dulzura en el trato de aquella, su hablar quedo y sumiso, los modos distinguidos y lánguidos del primer amor del estudiante. Realmente aquella hembra estaba dotada para las artes escénicas y gozaba con el papel asignado, interpretando el libreto de tal forma que en su donaire y elegancia se diría que procedía de tan alta cuna como aquella doncella.

Él, loco de contento y manteniendo la ficción de que su amor había vuelto, comenzó a frecuentar aquella casa a menudo. La nueva Liliana, que así le dijo que la llamaría durante sus encuentros, cumplía con desenvolvimiento los aspectos carnales de la relación, en los que Serafín le había comunicado que debía actuar con la autonomía que su experiencia le dictara.

La golfa fingía timidez, se resistía a ser desnudada argumentando razones de alcurnia y buen nombre. Serafín se soliviantaba y excitaba hasta sus límites, jugando a convencer cuando no a forzar. Metía las manos cas con violencia bajo las ropas. Ella cerraba las luces, fingiendo pudor y le proporcionaba masajes delicados en la trompa tiesa, caricias circulares en la bolsa que colgaba abajo. Lamía después.

-¡Sii, así, Liliana!- gritaba el joven ante la sabia degustación de la tranca que ella llevaba a cabo.

-¡No, por favor, Serafín, eso no!- Suplicaba falsamente la meretriz, resistiéndose a bajada de sus bragas.

Pero luego cabalgaba sobre él frenéticamente, metiéndole las puntas de los duros senos en las fauces y meneando las caderas de tal forma que el chico creía morir y se vaciaba por completo hasta tres veces en cada una de sus visitas al sitio.

En lo personal Serafín centró sus energías en los estudios de administración de empresas y se sumergió en la carrera y en las interminables pláticas, tertulias y debates literarios de un grupo de pretendidos bohemios románticos, estudiantes como él, que encontraban en el rumiar de sus lecturas, el pretexto para encendidas charlas y discusiones.

La tertulia era el hábitat idóneo en el que desarrollar el sagaz y fino instinto para las letras de Serafín. Los socios proponían un libro, que leían con avidez, disfrutando, aún antes de tenerlas, de las futuras disquisiciones sobre su estilo literario, la estructura atinada o no de la obra, lo terminado o inconcluso del dibujo psicológico de los personajes, o de si tal o cual pasaje había sido un acierto o un error al ser incluido allí por el autor.

Él solía ejercer de moderador, elegido para tal función por sus amigos, gracias a su carácter afable y pacificador y lo oportuno y fundamentado de cada una de sus opiniones.

Su natural, algo tímido, se fortaleció durante aquellos largos años de formación, y en las tertulias se afinó su elocuencia y don persuasivo. Abandonó la inseguridad de la adolescencia y fue tornando en un hombre asentado y serio. Llegó a intentar sus pinitos en el campo de las letras. Escribía poemas de añoranzas y penas, inspirados en su único amor verdadero, Liliana, muy aplaudidos entre los amigos de aquel club literario, y llegó a recompilarlos en un pequeño libro de cincuenta páginas, que editó con sus propios ahorros y que fue un verdadero fracaso de ventas. Lo que le hizo abandonar la composición poética.

Aunque Serafín creció en años. No así sus gustos quedaron varados en la belleza de mujeres adolescentes, hembras poseedoras de belleza similar a la que le había cautivado en Liliana.

Con el tiempo dejó de frecuentar los burdeles y jamás deseó relaciones con mujeres de su edad. No se atrevía a confesar a sus amigos y parientes los viscerales enamoramientos que padecía por aquellas jovencitas y por vergüenza, los mantenía en secreto, atesorando como preciadas joyas, disfrutándolos y padeciéndolos como amores platónicos de los que tan solo él tenía conocimiento. Estaba convencido de que algún día su Liliana definitiva volvería a aparecer.

Con veintinueve años, ya muy cerca de finalizar su segunda carrera, esta vez de ingeniería agrícola, había estado a punto de conseguir hacer realidad sus anhelos.

Dánae, una joven de diecinueve años, que se ocupaba de la limpieza del piso en el que residía Serafín con otros dos universitarios, había descubierto las líricas dedicadas a Liliana al ordenar los papeles de la mesa y desde entonces, a ocultas de Serafín, gustaba de leerlas y releerlas. Y así, en aquellas lecturas, vino a prendarse del espíritu del autor y a desearle, herida por aquellas saetas que no iban dirigidas contra su corazón, pero que ella leía como si lo fueran.

Lejos de la delicadeza de Liliana, Dánae era una hembra algo más ruda en el carácter, menos educada, demasiado directa, poco recatada en el trato y algo escandalosa. Su delgadez excesiva no minimizaba el indiscutible atractivo de sus redondas posaderas, ni el de sus generosos senos, tiesos y firmes. La empleada poseía una piel blanca y pecosa, y largos cabellos rojizos con betas doradas. Algo descuidada en su pudor al realizar las faenas de la casa, los tres estudiantes que convivían en el apartamento, cuando coincidían en la vivienda con la moza trabajando, no quitaban ojo de encima al generoso escote de la minúscula batita azul celeste, bajo la que ella no vestía otras ropas que las bragas. Aquella bata era corta hasta el punto de dejar ver lo que no debía cuando Dánae se agachaba o se elevaba sobre la punta de sus pies para quitar el polvo de tal lámpara o cual estante.

Se estableció una especie de juego de miradas entre Serafín y Dánae. Ella entraba en el cuarto cuando Serafín estaba estudiando. A veces lo hacía sin pedir permiso, con un saludo ruidoso, ordinario, pero que a él le gustaba, porque lo desasía de los fastidiosos tratados, manifestando una nueva y encantadora realidad, la presencia de la joven Dánae.

Cuando la chica lo pedía, no siempre, le daba permiso para entrar y a partir de ese momento su celo se concentraba en las sensuales evoluciones de la empleada. El desarrollo de aquellos dos senos se había completado mucho antes del final de la pubescencia y se mecían tremendos bajo la batita ante las indisimuladas miradas del estudiante, que no podía evitar preguntarse obsesivamente si Dánae tendría el pelo del pubis del mismo color que el de la cabeza.

Serafín giraba la silla y se deleitaba al observarla en su faena. Ella, verdadera cascada de elocuencia, no paraba de referir pasajes nimios de su día a día. Aquella hembra era capaz de hablar de un asunto trivial durante una eternidad, saltando de un tema al otro, sin dejar concretado el primero. De tal forma platicaba, que al cabo de los minutos, estaba departiendo de algo totalmente distinto al tema del comienzo de su relato, habiendo transitado en el camino por cien fragmentos distintos. Reía ruidosamente, pero aquella risa era música en los oídos de Serafín, que no le quitaba ojos ni oídos de la muchacha.

Ella, consciente del examen al que la sometía el veterano estudiante se acercaba insultantemente, y con el pretexto de ordenar la mesa o recolocar un libro, dejaba sus beldades a escasos centímetros de él, de tal forma que Serafín podía percibir su aroma, mientras Dánae descalzaba sus pies blancos y subía en una silla, dejándole admirar lo que él quería, el nacimiento de las posaderas y el color de la ropa interior que buceaba entre las tersas nalgas.

A veces, durante el acondicionamiento de la estancia, ella elevaba los brazos dejando ver los rizos colorados del vello axilar, con el que Serafín ya había soñado tantas veces. Le torturaba la presencia de aquella joven y le torturaban sus ausencias, pues comenzó a tener quimeras en las que Dánae protagonizaba y desenlazaba las más escandalosas escenas.

En las idas y venidas de Serafín por la ciudad, llamó su atención el escaparate de una de esas tiendas dedicadas a la lencería, juguetes y artilugios relacionados con el placer mundano. Sobre un maniquí lucía soberbio un atuendo de sirvienta, zapatos de tacón en charol negro, medias de seda negras y un modelito a medio camino entre picardías de sirvienta y la desnudez más descarada, negro también, con delantalito blanco y cofia del mismo color.

Él no pudo evitar imaginar una y otra vez, al pasar por el escaparate, las curvas de Dánae envueltas en semejante atuendo. Imaginaba a su pelirroja ataviada con aquel disfraz, sus muslos asomando bajo la faldita ondulada, los blancos pies de la chiquilla dentro del charol de aquellos tacones o la banda de encaje de las medias adornando la pierna delgada. Hasta tal punto acabo subyugando a Serafín aquellos pensamientos y las fantasías febriles que le ocasionaban, que se desviaba hacia la calle en la que se encontraba la tienda, aunque tuviese que dar un rodeo. Finalmente, una tarde de verano, presa del calor exterior y del que consumía su cerebro, acabó comprándolo.

-Dánae- dijo Serafín un día en el que se armó de valor para pedirle lo que llevaba días sopesando – ¿Te gustaría ganar un dinero extra?

Sabía que a la chica no le sobraba el dinero y contaba con la indiscutible atracción que ya había prendido entre ellos.

-¿Y qué habría de hacer?- preguntó intrigada la muchacha.

Ambos estaban solos en la vivienda. Serafín fue hasta el armario y cogió un paquete con el disfraz envuelto, se lo entregó a Dánae y le dijo:

-Ve al baño y pruébate esto. Procurarás venir a limpiar a las horas en las que no están los otros chicos en el piso. Tú sabes bien cuales son. ¿Verdad?- Dánae asintió con la vista.

-Si estás de acuerdo en limpiar con este uniforme, te pagaré bien- le aseguró él.

Dánae miró el paquete, lo cogió y desapareció camino del cuarto de baño.

No demoró en aparecer ataviada con el uniforme de sirvienta y al cabo de pocos minutos, ya estaba de pie en una silla a la que el estudiante la ayudó a subir, con el culito respingón sacado hacia los orificios nasales de Serafín, que se acercó y hasta situar las narpias entre las nalgas de la pelirroja, percibiendo sus aromas y adivinando sus volúmenes. Ella retrasó las caderas, encajando la cara de él en su trasero y bailándolo tan libidinosamente, que él tuvo que contenerse para no hacerlo en ese mismo momento.

Dánae limpiaba y jugaba a ocultar y mostrar. Serafín a rozar, oler, pellizcar y lamer. Él le solicitó a ella que aniñara sus formas y gestos, pues a pesar de sus diecinueve años, a Serafín se le antojaba mayor. Dánae se hizo coletas de allí en adelante y hablaba con voz más aguda y mimosa, fingiendo ser una ninfa pequeña.

Él la sentaba en su regazo y le cepillaba el pelo y la chiquilla sentía crecer bajo su asiento las durezas que provocaban sus pechos semidesnudos tras el uniforme de gasa y encaje.

Serafín extraía entonces, de entre sus pantalones, el manubrio tenso y lo rodaba encajaba entre los tiernos muslos. La friega era dulce, eterna, el rodillo yendo y viniendo contra aquel joven monte, de rizos rojizos y labios rosados y abiertos. Cepillaba su pelo, mimándola como a una niña pequeña, hasta volcar en el bosque, embadurnándolo con la espesa blancura de su regocijo.

Mi Serafín se acostumbró a aquellas pantomimas en las que Dánae fingía niñez y él jugaba a mimarla, sus avenidas seminales se hicieron tan frecuentes y generosas que poco faltó para sobrevenirle una enfermedad de puro agotamiento.

Lamía cual can la entrepierna de ella, mientras ella fregaba los suelos de rodillas. Y Dánae se sometía sin ambages, dócilmente a todo tipo de juegos y tocamientos que a él se le ocurrían. Dánae, a menudo, le ponía pinzas en el cuerpo, o la entrepierna, y cuando lograba el máximo caudal de sangre en el miembro de él, lo degustaba con voracidad hasta obtener su premio.

Él le preguntó si era virgen y ella lo negó. Otorgando el permiso que esperaba, sin mediar más palabra sentó al chico en la silla de estudios y lo montó como amazona, liberando los senos del disfraz y sujetando por el cuello a Serafín para obligarle a bajar sus fauces a los duros botones rojos sobre la moteada nieve de los pechos.

Cuando llegaba a la casa, Dánae mostraba sin ningún pudor las suaves piernas en toda su longitud, dejando apenas vislumbrar la braguita. Se metía un caramelo con palo en la boca y hacía gestos de infanta, juguetona y maliciosa. Le encantaba soliviantar al joven. Luego comenzaba la limpieza del estudio y lo ordenaba hasta que las urgencias amatorias de Serafín exigían más atención. Entonces, él la tomaba por detrás de las caderas y apartando la tira elástica de la ropa íntima, enfundaba la barra entre los belfos tiernos y la montaba con ritmo y dulzura, aferrando los tiernos senos y volcando fuera, a veces en el suelo, otras en el uniforme el producto de su lujuria. Todo mientras ella fingía realizar las tareas, barriendo u ordenando, agachada en la bañera, fregando los platos. Cualquier circunstancia era conveniente, cualquier sitio adecuado.

Aquel avecinamiento entre Dánae y Serafín duró casi tres años, los de final de carrera. Luego él se desenamoró tan rápido como se había enamorado, en gran parte debido a la rudeza de ella. Ella dejó aquel empleo, pues con los emolumentos obtenidos del estudiante había conseguido guardar lo suficiente para coger el traspaso de una pequeña taberna. Pronto olvidó las tórridas sesiones con Serafín en aquel pisito de estudiantes.