El voyeur y el telescopio
Mi amiga y yo pusimos un anuncio en el periodico, buscando un voyeur que nos escribiese luego su experiencia.
"Joven pareja ofrece a voyeur que sea escritor o periodista la posibilidad de hacerles un reportaje. Se ruega enviar una página manuscrita indicando lo que os imagináis que puede pasar, cómo, dónde, cuándo, y si nos motiva, entre todos haremos que suceda" Escribid por favor a El País, ref.***"
Así empezaba la aventura.
Ella y yo nos queríamos, y, tras meses y años dedicando horas a prácticas tan exhaustivas como extenuantes, habíamos llegado a una sincronía en los actos amorosos, ballet razonablemente perfecto de cuerpos y humores. Yo sabía cuando disminuir el ritmo, inducido por la mas mínima variación en sus gestos, ella conocía los puntos secretos de mi cuerpo, allí donde el mas ligero roce con la yema de las dedos disparaba inmediatamente el placer. Yo sabia llevarla en lomos de caballos desbocados, hacia la cima, en una interminable carrera, de repecho en repecho, sin llegar jamás a alcanzar el Finis Terrae de su cuerpo, ella me conducía sabiamente, jockey sutil, alternando freno y espuela, para que pudiese aguantar la distancia
Conmigo ella era campeona de las metas volantes, con ella yo era un corredor de fondo.
Nos entendíamos bien, en la cama y fuera de ella.
Y nos queríamos, y nos gustaba a ambos la literatura.
Lo habíamos discutido antes, a mi me divertía el disponer de un testigo, alguien que pudiese glosar lo que había visto, en un cuento, introducirnos en su novela en la que nos reconoceríamos los dos, secreto para nosotros y él.
Si a mi me gustaba, a ella no le importaba, siempre que el intruso supiese mantener la compostura y que no acercase las manos allí donde solo se suponía que debían estar sus ojos.
Además, siempre hacíamos el Amor con la luz encendida.
Como no íbamos a elegir a ningún conocido, nos decidimos por el anonimato de un anuncio en un periódico.
Recibimos... cincuenta o sesenta cartas, la verdad es que la edición dominical de El País se distribuye a todo España, pero... pero no creímos nunca que fuese tan sencillo encontrar tantos escritores voyeurs, o voyeurs con tendencias literarias.
Acordamos que íbamos a realizar una selección al principio simplemente por el aspecto de la carta (lamparones de aceite, caligrafía de analfabeto, palabras soeces eran excluyentes).
Una rápida selección elimina la mitad. Desde luego no me imagino compartiendo ni una cerveza con este, que me escribe en una postal, ni con este otro, que me envía un sobre con el sello en la esquina inferior derecha.
Ya solo me quedan unas treinta cartas, presentables, las unas mas y las otras menos, queda mirar el texto.
Y empieza la lectura:
Cartas Infantiles: Joven Pareja, me ha gustado mucho vuestra simpática carta. Yo también soy joven, sin vicios, buen rollo...me imagino un excursionista boy scout con una guitarra al hombro
y cartas raras: que os parecería que nos conociésemos, pero como soy un hombre público debería ir a la reunión con una máscara y debería ser de madrugada en un sitio apartado, en una curva de la carretera.... Jo, que miedo.
Y cartas divertidas: Hola, pareja, contestando a vuestro anuncio, os diré que me gustaría observar como hacéis el amor o cualquier otra cosa, ya que soy un mirón empedernido. Como buen voyeur, a mi solo me gusta mirar y no me interesa participar. En cuanto a mi os diré que soy médico y poseo lugar de encuentro en la ciudad y en la costa, desde donde os podría observar con un telescopio, ya que mi apartamento da sobre la playa. Así, como me pedís que describa lo que quiero, os propongo que a las cinco de la mañana, antes de que salga el sol, os pongáis donde yo os diré (no os preocupáis, que a esta hora y en invierno no hay nadie, lo tengo mas que comprobado) y hagáis el amor allí. Hace un poco de frío, pero seguro que pasada la primera impresión ya no lo tenéis. Yo mientras os miro por el telescopio. Pues vaya, solo de pensarnos en la playa, de madrugada, con la arena que se mete en todas partes, me encojo enterito.
Y cartas extrañas: la carta viene escrita por una mujer, en preciosa caligrafía de Colegio de Monjas: Hola Pareja, yo también soy joven y busco visiosos como ustede vosotro pa pasarlo teta. Que a mi las tetas me ponen a cien. Pero ojo, solo pa ti mujer, que no a nacio el macho que me toque a min los güevos. ¿será un chantaje? ¿estará alguien obligándola a escribir eso, y la única manera de avisarnos es copiar el lenguaje coloquial?
Y finalmente, entre la maraña, una: Pareja, no me resulta fácil decir quien soy. Digamos, Joan Corominas, bastante mayor de edad (supero los cincuenta), universitario, confortable y rutinariamente casado, profesionalmente satisfecho, económicamente tranquilo. Aficionado al cine y fotógrafo aficionado. Es decir "voyeur", sensible, imaginativo, discreto...Me gustaría ver a la pareja que se esconde detrás del anónimo y que parece discreta, imaginativa, sensible, ligeramente exhibicionista? Me gustaría estar presente y aun tiempo inexistente, transparente, observar a la pareja, observaros, analizar vuestra relación secreta, vuestras caricias, uno a uno y en conjunto. Participar con una mirada acariciadora y estimulante... Reposar, observar la reacción de cada uno, como se recompone la imagen, el maquillaje, la luz sobre vuestros cuerpos, el reflejo de vuestros ojos... detenerme especialmente en el perfil de la mujer nuevamente vestida. Acaso, también, desearla.
La carta era de una persona culta. La única condición que ella puso es que antes le conociese yo personalmente.
En el bar apareció una persona de mediana edad, chaqueta a cuadros sabiamente desgastada, pajarita, camisa impecable, un caballero razonablemente pulcro y atildado. Me dijo que se llamaba Joan Corominas, que escribía cuentos para niños por vocación, y que era corrector de editorial por profesión. Me confesó también que le gustaba escribir historias solo para él pero que eran incompatibles tanto con su profesión como con su vocación.
Una vez hechas las presentaciones, nos pusimos de acuerdo en el procedimiento: nosotros llegaríamos antes a una habitación de hotel. En recepción estaría una llave a su atención, y empezaríamos sin esperarle. El llegaría al rato, cuando ya estuviésemos en el fuego de la acción. Entraría con su llave, sin interrumpirnos, la gracia era esa, su transparencia, su insustancialidad, se sentaría en una silla, y simplemente, estaría ahí. No le íbamos a ofrecer un saludo, una bebida, un "póngase cómodo, Sr. Corominas, está Vd. en su casa, ¿quiere tomar algo? no, no nos molesta en absoluto, por favor, su presencia será siempre bienvenida, perdone pero enseguida estamos con Vd., en cuanto terminemos este asunto que tenemos pendiente", no nada de eso debía suceder.
Simplemente, no existiría, no estaría allí. Finalizada la función, o aburrido, es igual, sin un buenas tardes, se marcharía en el momento que le apeteciese, sin cruzar una palabra.
Hay que decir que el tema por nuestra parte se simplificaba enormemente, pues por no ser exhibicionistas profesionales, no hubiésemos sabido muy bien cual debía ser nuestra actitud, natural como la vida misma, mostrando los mejores y más jugosos detalles, estableciendo competiciones.....
Bueno, ha llegado el día D y la hora H menos cuarto. Estamos los dos en la habitación, mirándonos. No suele ser esta nuestra rutina. En general salimos a cenar, hablamos, vamos acercándonos el uno al otro a través de la voz, de las miradas, del contacto primero de una mano, luego de un beso, luego un roce en el asiento del coche, una caricia en la nuca, vamos rompiendo la frialdad del día, el stress del trabajo, aparcando las ocupaciones, haciendo las ultimas llamadas por teléfono mientras acostumbramos nuestra piel al contacto de la del otro. Tampoco era un ritual, a veces habíamos sentido la urgencia del deseo, y habíamos detenido el coche en plena carretera para perdernos en un soto, o en una caseta de obras bajo la lluvia, a veces simplemente, nos habíamos escapado a media película del cine porque sentíamos otras prioridades. Pero aquel día no. habíamos acabado de trabajar cada uno por nuestro lado, y nos habíamos dado cita en aquel hotel, porque no queríamos contaminar nada nuestro con esta aventura.
Los dos estamos allí, y diciéndonos: ¿y ahora, qué? No es una situación tensa entre nosotros, ninguno de los dos se arrepiente, pero no sabemos muy bien como empezar. El llegar, sentarnos en el sillón o tumbarnos en la cama y empezar los toqueteos no es nuestro estilo. Un poco preocupado, y con el ojo en el reloj (aunque tenemos tiempo), bajo a recepción y pido un whisky doble. Ya es un cambio en la rutina, no bebo nunca entre horas, pero en caso contrario no voy a ser capaz de empezar, de fumigar ese ángel de hielo que revolotea por la habitación. Ella mientras me espera sentadita en el sillón, jugueteando con el mando de la tele. No es exactamente la situación ideal. Ella zapeando, yo oliendo a alcohol. Me parece que la tarde no va a dar mucho de si, y le pregunto si lo dejamos. Me dice que por ella no, que si yo quiero.... tampoco es de gran ayuda, ignoro si lo dice por hacerme un favor, si realmente no le apetece y no quiere que me disguste, si tiene ganas y no se atreve a reconocerlo. Total, que, empujado por el whisky, le digo que adelante, le acaricio la cara, le beso el cuello, siempre vestidos, y, poco a poco, el ángel se funde.
Nos tumbamos, ella ya ha perdido en la operación la blusa y la falda, yo la camisa, hemos abierto la cama y estamos reiniciando el rito, mi boca perdida en su boca, mis manos acariciando su espalda, sus manos desabrochando mi cinturón.
Ya he alcanzado con la boca su centro, a través de las braguitas, mis manos perdidas debajo de su sujetador, cuando se abre la puerta. Yo solo me doy cuenta porque ella vacila un momento, noto la súbita tensión de su cuerpo, no puedo ver nada. Ella se da la vuelta, pone la cara en la almohada, no me queda mas remedio que continuar la caricia besando su espalda, desde el cuello hacia abajo, las yemas de los dedos reconociendo un camino tantas veces recorrido, su espalda, por el centro, contando sus vértebras (nunca ha salido el mismo numero), los lados, hacia sus pechos, ocultos a la vista por la ropa de la cama, pero accesibles si ella se incorpora minimamente. Lo hace, tengo ya su pecho entre mis dedos, no he visto aun nada ni a nadie.
No puedo evitar una mirada de refilón, y allí está el, el Sr. Corominas, muy compuesto, muy atildado, muy sentado en la silla, muy inclinado hacia nosotros, ni tan solo se ha quitado la chaqueta. A 30 cm. de mi espalda su examen nos detalla. La verdad es que no hay nada que ver, aun. Los dos estamos todavía medio vestidos, los dos le damos la espalda... pero esta situación no durará mucho, la verdad es que sus ojos me han electrizado, y ya no estoy muy cómodo en esta posición, me sobra toda la ropa, me estira mi cuerpo. No me queda mas remedio que incorporarme, sentarme en la cama del lado opuesto al suyo, quitarme el resto de ropa que me molesta. Bueno, ya estoy desnudo, sentado en la cama de espaldas a el y a ella. No me queda más remedio que dar la cara, rápidamente, sintiendo sus ojos que me recorren entero.
La giro a ella, le quito el sujetador. Ella tiene los ojos entrecerrados, cosa extraordinaria, cuando siempre habíamos hecho el amor con los ojos abiertos, bebiéndonos las miradas. Volvemos una vez mas a los gestos tantas veces repetidos y siempre nuevos, sin abstraernos completamente, ni ella ni yo, sintiendo en nuestra piel y en nuestro sexo el roce de su mirada táctil. Mas de una vez atisbo los ojos de mi compañera dirigidos en diagonal, hacia donde está él; más de una vez algún movimiento que ella pueda hacer, para ponerse en posición más cómoda, o porque le molesta un pliegue de la sábana me parece a mi que es o bien para ocultarse, o bien para que el pueda disfrutar de la totalidad del espectáculo, no lo se muy bien. No me importa mucho ya, han pasado los momentos de duda, en este momento es ya mi cuerpo quien lleva las riendas, y solamente pasa como una sombra por mi mente que en el fondo me excita el exhibirme impúdico, el compartir el olor y los sonidos: el ruido del somier, los golpes de nuestra piel en las acometidas, los murmullos húmedos cuando me retiro de ella, sus jadeos en algún momento, tantos sonidos que otras veces he robado de desconocidos en las soledades de mis noches de hotel, cuando, con una oreja pegada al tabique, escuchaba las parejas de la habitación de al lado. Ella empieza a gemir, en un crescendo continuo, vez tras vez, tanto que me pregunto si es natural o no. Porque ella no suele ser tan expansiva. Le veo a el de refilón, sin perder la compostura, sus ojos clavados en nosotros, no como un todo, no como decía el en su carta: "Reposar, observar la reacción de cada uno, como se recompone la imagen, el maquillaje, la luz sobre vuestros cuerpos, el reflejo de vuestros ojos...", no, en este momento están sus ojos recorriendo nuestras piernas, dejando casi un rastro en ellas, llegando, perforantes, a fijarse entre ellas, no perdiendo ni un instante de la acción, recogiendo el brillo de nuestros cuerpos en sus pupilas. Y respecto a brillar, estamos esplendorosos, jóvenes, enamorados, bañados en sudor, disfrutando de nosotros, de estar allí, juntos, queriéndonos. Nos olvidamos ya de todo, o al menos yo me olvido cuando ella decide que es el momento de terminar. Con una caricia experta, en el momento adecuado, logra que mi placer, siempre mas corto, más epidérmico, más brusco, se entrelace con el suyo, continúe a la misma cadencia, acelerando en determinados momentos, retardando en otros, en una espiral de la que solo saldremos exhaustos.
Ya no existe nadie más que nosotros, que nuestro cuerpo, ya no somos conscientes de nada más que del tacto de nuestra piel al fundirse en la del otro, de las pulsiones combinadas de nuestros cuerpos, incapaces de separar nuestra sensibilidad. Sé, siento lo mismo que siente ella cuando la acaricio, ahí, en el hueco que existe entre sus piernas, sabe ella, a través de mi, lo que es estar dentro de una mujer, lo que nota mi cuerpo cuando estoy en ella. Sabe ella, se yo, lo que tenemos que hacer para terminar, qué movimiento hacer, que caricia. Y lo hacemos. Terminamos en un suspiro de alegría, casi un sollozo, y permanecemos un tiempo infinito el uno en el otro, recuperando el sentido, los sentidos, los sentimientos.
Cuando nos recuperamos el Sr. Corominas sigue ahí, ya reclinado hacia el respaldo de su silla, con su chaqueta y su pajarita. Solo le falta encender un cigarrillo.
Nos preguntamos si se va a marchar, dejarnos solos en la intimidad de los momentos de después del Amor, pero no, no parece decidido a marcharse. Me arranco de ella, mojado aún, con un sonido del que me avergüenzo un poco. Ella sonríe, pícara. El sonríe también, es difícil mantener el acuerdo de transparencia. Su sonrisa le transforma en el gato de Cheshire, y no puedo por menos que darle las buenas tardes, como Alicia. Me pregunta si quiero algo de beber, me traerá un vaso de agua, y nos ponemos a charlar, de todo y de nada, del trabajo de un corrector, de la dificultad que tiene el corregir lo que dice el autor sin tratar de mejorarlo, de los cuentos para niños que él escribe...
La situación es un poco surrealista, o digamos, simbolista, mas en la línea del "Dejeuner sur lHerbe" que en la línea de un Miró, por ejemplo. En la cama estamos ella y yo, desnudos, ella (la veo aún) con las piernas cruzadas, abiertas, brillante aun de su placer y del mío, como si estuviésemos solos, como habíamos estado tantas veces, pero esta vez hablando con un caballero, sentado en una silla, completamente vestido. Yo por mi parte estoy en plena recuperación, y, aunque desnudo, puedo hablar de cuentos de niños, o de literatura comparada. El por su parte, parece ahora más pendiente de la conversación que de nuestros cuerpos, que había podido ver con mayor detalle e interés hacía poco. Aún así, no está tan distraído como eso, porque cuando una mancha de humedad empieza a formarse en la sábana debajo de ella, va solícito a buscar una toalla para que ella se siente encima.
Poco a poco, el erotismo de la situación se abre paso en mi, aunque no llego a darme cuenta hasta que observo que su mirada se fija en un punto, aproximadamente a veinte centímetros debajo de mi ombligo. No me había dado cuenta que estaba volviendo mi deseo, haciéndose acusadoramente patente al espectador que el era. Ella si se da cuenta, y me roza simplemente el pliegue de la rodilla con su pie desnudo, conocedora de los efectos inmediatos que eso tiene, muda invitación más diáfana que cualquier palabra. Una media sonrisa, y, murmurando unas palabras de excusa hacia el Sr. Corominas, sin vergüenza, sin complejo ninguno ya, me vuelvo a hundir en ella.
No hacen falta ahora preliminares, su cuerpo esta tan dispuesto a acogerme inmediatamente, lecho de algas y amor, como el mío a ser acogido, atrapado en su interior en una caricia enternecedora y exteriormente inmóvil. Allí está ella cálida, protectora, amable, amada.
No me preocupa la presencia extraña, no existe, es un mueble mas de la habitación, no le vamos a enseñar nada que no haya visto ya; esta segunda vez es, digamos, más personal, más íntima, más erótica también y en absoluto pornográfica. Ya no hay posturitas, ya no hay caricias con la mano en el cuerpo del otro, abierto o erguido, según, ya no mas recorridos con los labios por toda la geografía. Ya no es el deseo físico el que guía nuestros movimientos, el que nos esclaviza, somos nosotros los dueños de la cadencia y de la acción, nosotros quienes jugamos con el ritmo y con la melodía, nos podemos quedar quietos, simplemente enlazados, abrazándonos fuerte, nos podemos mover sin miedo a que el deseo nos domine, llevándonos en sus alas.
Nos perdemos esta vez completamente en el placer, vuelo inmóvil, movimientos mínimos exacerbados por la sensibilidad a flor de piel, todos nosotros una inmensa corola de luz y de sensibilidad, pleno viaje alucinado, experiencia eterna.
No hay nadie en la habitación, no existe el mundo, perdidos en nuestras sensaciones, sabores, olores.... cuando terminamos el ya se ha ido.
Nunca supimos nada de el.
Nunca recibimos su historia.
Beijing, mayo 99