El vouyeur II

Ante el supuesto chantaje al que se ve sometida por su compañero de trabajo, Begoña intentará jugar sus bazas, pero algo inesperado le hará cambiar de idea.

Begoña se levantó con energías renovadas. Desayunó sus tostadas con mantequilla y su taza de café, a continuación se duchó, se acicaló y salió de casa en dirección al trabajo. Al salir de la portería Sebastián la esperaba como venía siendo habitual. No se acordaba que iba a estar esperándola y ya empezaba a resultarle irritante encontrárselo cada mañana con su sonrisa de hiena hambrienta y su repulsivo aspecto, con su peinado de ralla a la izquierda, sin saber si llevaba gomina en el pelo o era su grasa natural. Con el pelo repeinado intentaba disimular las incipientes entradas que anunciaban una calva en pocos años. Sus gafas de pasta le daban un aire de sabiondo, pero para Begoña era un engreído sabelotodo. Ella sabía que en cuanto arañaba un poco la superficie, salían a relucir, no sólo sus vacíos intelectuales, sino también los afectivos.

Se fijó en su camisa blanca de cuello largo con punta de lanza saliéndose por encima de un chaleco de lana azul celeste de lo más hortera. Sujetaba una chaqueta de tela vaquera, dejándola caer sobre el hombro, como si el hecho de llevarla así lo mutara en Marlon Brando. No se daba cuenta de que su barba de tres días a lo George Clooney le confería una apariencia de zarrapastroso.

—No hace falta que me lleves Sebas. Hoy quiero caminar. No te molestes, —le dijo intentando ser todo lo cortés que podía.

—No es una molestia. ¡Sube, que quiero comentarte algo!, —respondió haciendo uso de su terquedad.

Begoña cerró los ojos y asintió resignada. Agachó la cabeza y entró en el vehículo. Total, tan sólo eran cinco minutos de viaje hasta el trabajo aguantando sus chistes malos.

Ambos trabajaban en el departamento de contabilidad en una empresa de transporte internacional. Eran veinte en administración, entre ellas también estaban las solteras de oro que ya empezaban a cuchichear al verles llegar muchas veces juntos al trabajo.

—Me he permitido la osadía de reservar mesa para cenar el viernes contigo, —le dijo mientras conducía.

—¿Pero de qué vas, Sebas? ¿Por qué haces eso? ¿Por qué insistes de esta manera? Intento ser amable contigo, pero no me dejas más opciones que mandarte a tomar viento. Te he dicho mil veces que no quiero ir a cenar contigo. ¿Es que no te das por aludido?

—Menuda zorra estás hecha, —le increpó.

—¿Qué has dicho? —preguntó encolerizada, sin llegar a creerse todavía el improperio lanzado a su persona. —¡Para el coche! ¡Que pares el coche te he dicho! —le ordenó entre gritos.

Sebastián detuvo el vehículo al lado de la acera y ella bajó como alma que se lleva el diablo, cerrando de un portazo.

—¡Serás hijo de puta!, —le dijo a través de la ventanilla, dándole una patada a la puerta antes de que se alejara el coche.

Cuando llegó Begoña a la oficina todo el mundo estaba trabajando hacía ya más de quince minutos. Antes de sentarse extendió la vista por la sala unos veinte metros hacia donde estaba la mesa de Sebastián y lo fulminó con la mirada, y por supuesto, éste se la devolvió, pero la suya era más perversa.

Después de dejar sus enseres acercó su silla y se dispuso a retomar las tareas del día anterior. Sobre la mesa había un sobre cerrado con su nombre, pero sin remite. Lo abrió con el abre cartas, y en su interior había un pendrive. No tenía ni idea de qué era aquello y pensó que podría tratarse de una broma de las solteras de oro. El sobre también contenía una nota impresa: “A ver si conoces a alguien. Como podrás comprobar, se te ve estupenda. Ni la más sofisticada de las actrices de Hollywood saldría mejor, las cosas como son. Sólo decirte que esta noche la pasaremos juntos como siempre has deseado. Te espero a las ocho en mi casa. No me falles cariño o el video tendrá su propia web y pasarás a ser la estrella, no sólo de la oficina, sino también de internet. Un beso de tu amigo Sebas que te quiere. Nos vemos a la noche”.

Después de leer la nota, la tiró a la papelera, junto con el sobre, colocó el pendrive en el ordenador y abrió el archivo de video MPG en el que sin ningún preámbulo aparecieron las indecorosas imágenes de ella deleitándose con una verga negra de considerables proporciones. A continuación, el rostro se le desencajó y se puso blanca. Inmediatamente cerró la ventana del video y miró en todas direcciones para cerciorarse de que nadie había visto el contenido. Se notaba que las imágenes habían sido grabadas con zoom y la calidad no era la mejor, pero se la reconocía en todas y cada una de ellas, incluso la secuencia final en la que ella sacaba de su billetera un fajo de billetes para pagarle al semental mulato.

El grado de estupefacción de Begoña era mucho más que preocupante. No se le ocurría en esos momentos otra cosa que hacer lo que le pedía si no quería que saliera a la luz el video de ella practicando sexo hardcore con un mulato. Su reputación y su trabajo estaban en juego, pero también contemplaba la posible humillación que tenía que soportar ante todos, sobre todo, ante su exmarido, sus padres, pero también su hija. Y no sólo la afrenta que suponía, sino que podría ser un agravante a utilizar por su exmarido para hacerse con la custodia, y no podía permitir eso, por lo que decidió seguirle el juego al psicópata de su compañero de trabajo.

No comió. Tan sólo tomó un café, pues su estómago no admitía nada más en aquel momento. Por la tarde continuó su jornada intentando aparentar normalidad y nada más dieron las seis de la tarde salió como un tiro hacia su casa. Se dio una ducha, después se lavó los dientes y se vistió. Pensó que una falda por debajo de las rodillas y una camisa con un chaleco encima eran suficientes. No hacía falta ir más sofisticada. Después se maquilló y cuando estuvo lista permaneció unos segundos inmóvil mirándose al espejo y tuvo unas arcadas que le hicieron vomitar el escaso contenido de su estómago. Volvió a limpiarse la boca y respiró profundamente. A continuación, fue a la cocina y avanzó hasta la pared donde tenía los cuchillos, cogió uno relativamente grande y lo metió en su bolso. Después salió de casa y enfiló hacia la de su compañero de trabajo.

A las ocho en punto estaba llamando al timbre e inmediatamente se abrió la puerta de la calle. Begoña subió en el ascensor hasta el décimo piso temerosa de lo que pudiera pasar. Sabía a lo que iba, pero desconocía qué esperar de aquel personaje tan siniestro e imprevisible. El sexo no era lo que le preocupaba, sino que el chantaje se prolongase por más tiempo, a no ser que ella tomase una determinación. Ella era más inteligente, lo que ocurría es que él parecía tener un plan y ella ninguno, y por eso había decidió que eso tenía que cambiar. Por el momento, lo único que podía hacer era seguirle el juego a aquel neurótico pervertido y ver como se iban desarrollando los acontecimientos. Cuando llegó al décimo piso, salió del ascensor y encontró la puerta de su casa semiabierta. Entró, cerró, y avanzó por el pasillo en dirección al salón, iluminado con una luz mortecina. Sebastián salió a recibirla.

—¡Hola zorrita! ¿Me has echado de menos?

El rostro de Begoña no ocultó su ira.

—¿Por qué haces esto?, —le preguntó aun sabiendo que intentar razonar con él sería igual que hacerlo con un besugo.

—¿Por qué lo hago? Está claro que porque eres una zorra, pese a que te he tratado siempre como a una dama. He sido amable contigo. Te he invitado innumerables veces a cenar y siempre me has rechazado.

—Y por supuesto, tú no aceptas un no por respuesta.

—No es eso cariño.

—¿Entonces qué es?

—A ti te van más las pollas que a un tonto los caramelos. Y por supuesto, no cualquier polla. Si me hubieses dado la oportunidad habrías comprobado por ti misma lo que te has perdido.

—A ver si con esas pintas de hortera va a resultar que eres don pingón .

—Compruébalo tú misma.

—¿Tengo otra opción?

—Por supuesto que la tienes. Puedes irte si quieres, pero si te vas permanecerás con la intriga, o puedes quedarte y comprobarlo, y si quieres también disfrutarlo. No te voy a obligar, ni a hacer nada que no quieras. ¡Adelante! ¡Vete! ¡No te lo voy a impedir!

—¿Y qué pasa con el video? —quiso saber.

—Puedes dormir tranquila. No lo voy a usar. No soy tan cabrón.

—Pues lo has disimulado muy bien.

—Te te lo habrá parecido. Sólo lo he utilizado para hacerte venir porque no me dabas la oportunidad.

—Pero me grabaste follando.

—Mea culpa, —se disculpó. —Gracias a eso sé lo que te gusta.

—Eres muy presuntuoso.

—Puede que sí. ¡Anda vete! Y cierra la puerta al salir.

Begoña miró de soslayo un instante al pobre infeliz, dio media vuelta y avanzó por aquel largo pasillo hasta la puerta de salida respirando aliviada al deprenderse de dos losas que pesaban en exceso: una era la extorsión a la que creía estar sometida y otra era lo que tenía pensado hacer si todo se torcía. Afortunadamente ya no tenía que preocuparse por ninguna de las dos. Cuando iba a abrir, Sebastián la llamó desde el salón.

—¡Begoña! ¿Puedes venir un momento?

Begoña dirigió su mirada hacia arriba hastiada, dio media vuelta y regresó sobre sus pasos para ver qué quería ahora. Introdujo la mano en el bolso y aferró el mango del cuchillo por si acaso. Cuando entró en el salón, Sebas estaba sentado en el sillón sin los pantalones, con las piernas abiertas y zarandeando su miembro laxo. Ella lo miró, soltó el mango y sacó la mano del bolso. Quiso dar media vuelta ante la cómica escena, pero esperó pensando que la soberbia de su compañero de trabajo rebasaba cualquier antecedente conocido por ella. Dio por hecho que no mentía con respecto a su virilidad, pero de ahí a caer rendida a sus pies distaba un mundo, o al menos eso pensaba.

—¡No te vayas! ¡Sólo mira como me masturbo! Es toda para ti si la quieres. Te he deseado todo este tiempo y lo sabes.

Estaba decidida a marcharse y demostrarle con ello que sus petulantes métodos no funcionaban con ella, pero su curiosidad la mantuvo varada allí de pie mirando como movía su mano a través del pene flácido. Su boca esbozó una sonrisa de superioridad al pensar que aquella táctica le resultaba pueril e incluso ingenua, propia de alguien que carecía de sensibilidad y, mucho menos entendía como llegar al interior de una mujer, aunque quizás se estaba equivocando y sí que conocía el camino al suyo. Sea como fuere, mientras Begoña se demoraba pensando en su arrogancia, él ya había conseguido una erección importante y masajeaba su miembro, mostrándole el garrote impunemente, aceptando que, a pesar de todo, tenía su morbo. Era el momento de marcharse, pasar página y olvidar aquel suceso, y con él, a su compañero de trabajo. Pero su integridad empezó a caminar por la cuerda floja. Parecía que, con aquel personajillo presente, su vida siempre tenía que ser una encrucijada. Tenía la libertad de marcharse, debía hacerlo, pensó, pese a ello, permaneció allí observando como se masturbaba y notando como su respiración se aceleraba, al mismo tiempo que una ola de calor recorría su cuerpo. El decoro del que pretendía hacer gala empezó a  abandonarla al contemplar como su compañero manejaba una enorme polla moviendo su mano arriba y abajo. Deseaba marcharse y demostrarle que se equivocaba y que sus artimañas no surtían efecto, pero su álter ego suspiraba por quedarse y disfrutar de aquel puntal. Después de unos minutos observándole, su mano derecha ascendió involuntariamente por su muslo hasta detenerse en su sexo, a la vez que contemplaba como Sebas movía la suya a través del falo esperando su respuesta. Sin pensarlo, Begoña deslizó la mano por debajo de la falda para seguir buscando su sexo con un contacto más directo. Mientras lo miraba, sus pulsaciones aumentaron y su boca se abrió deseosa. La lengua recorrió su labio superior involuntariamente alentada por el deseo. Los dedos se deslizaron por dentro de sus bragas para alcanzar la babosa raja. Sebas había logrado su propósito, consiguiendo que ella se excitara observándole a pesar de la convicción con la que hablaba hacía unos instantes.

No se movía de allí, como si lo tuviera prohibido y, a una orden de él se aproximó deseosa, dejó el bolso en el suelo y se arrodilló para alojar en su boca el miembro palpitante y mamarlo con ahínco.

—¿Ves como eres muy puta, Begoña? No puedes resistirte ante un buen rabo.

Begoña no contestó y se afanó devorando la polla como si hiciese años que no lo hacía. Ahora era ella la que no le hacía ascos e intentaba metérselo todo en la boca a pesar de que era una proeza impensable. Lo cogió de la base con ambas manos y su boca no llegaba ni a la mitad de aquel mástil del que no había hecho gala hasta el momento. Rápidamente se deshizo de la falda, se bajó las medias y las bragas. Cogió el tronco con la mano, posó el glande en la entrada de su coño.

—¡Joder! —suspiró cerrando los ojos mientras se dejaba caer.

—Eso es, ¡clávatela entera!

Begoña no se hizo de rogar y se llenó el coño de un polla que poco tenía que envidiar a la del mulato. Empezó a saltar sobre Sebas, mientras éste agarraba sus nalgas y las apretaba. Con movimientos contorsionistas se retorció buscando sentir cada centímetro de la verga que hasta el momento, su compañero de trabajo había mantenido en secreto. Él se puso en pie, y sin sacársela, la cogió en brazos con ella enganchada a su cuello, la cogió por debajo del culo para subirla y bajarla en el aire. Las piernas se le enroscaron en el cuerpo a Sebas como si fuera una serpiente envolviendo a su presa. Begoña gimió al sentir como el cipote se le clavaba hasta el tuétano. Cuando se cansó de tenerla en aquella incómoda posición, la recostó sobre la mesa del salón, le abrió las piernas completamente, las enganchó a sus hombros y la volvió a penetrar, copulando como dos amantes que hubiesen estado dos años sin verse y ahora se reencontraban, y eso no conducía a otra cosa que a fornicar como posesos.

—¡Fóllame!, —pidió entre gritos Begoña.

—Estoy follándote, zorra, ya no puedo más.

Begoña avanzó entre suspiros que se corría.

—Eso es. ¡Córrete, puta! Ahora sabes lo que te has estado perdiendo todo este tiempo.

Los suspiros se convirtieron en alaridos de placer durante el placentero orgasmo que parecía no remitir y sintió la necesidad de sacarse el miembro para soltar una explosión de pis que incrementó todavía más la intensidad. La explosión de orín manchó la camisa de Sebas, pero no le importó, pues estaba a punto de obtener su orgasmo. Sebastián la cogió en volandas, la arrodilló y se la volvió a meter en la boca para acabar con una felación. Todavía llevaba la camisa puesta. Él la sacó de su boca y empezó a masturbarse con vehemencia delante de su cara y, a continuación, las piernas se le doblaron e inclinó su tronco hacia atrás indicando que llegaba el clímax entre gemidos e insultos. El semen escapó del glande con la misma rapidez que la lengua de un camaleón alcanzaba su presa. En este caso, la presa era la boca y el rostro de su compañera de trabajo favorita, quien iba recibiendo cada impacto con la misma virulencia que el anterior. El líquido resbaló formando regueros por su cuello hacia su pulcra camisa.

Después de someterse a sus deseos, toda la credibilidad que podrían haber tenido minutos antes sus palabras se desmoronó y su amante lograba su propósito.

Begoña fue al lavabo a limpiarse. Ahora, al menos el asunto del chantaje no tenía que preocuparle. Mientras se limpiaba hacía balance de aquel polvazo, y confirmó que su compañero de trabajo nunca era lo que aparentaba. Regresó al salón y Sebastián estaba de pie embadurnando su pene laxo con gel lubricante. Begoña se había quitado la pringosa camisa y llegaba desnuda. Ambos se miraron. Ella observó el badajo mientras se lo frotaba y ganaba consistencia de nuevo.

—¡Quiero tu culazo, puta!

—¿Quieres meterme eso por el culo?, —preguntó incrédula.

—Por supuesto que quiero, respondió convencido.

—Ni lo sueñes, —aseveró.

—Con el mulato no te andabas con tantos remilgos y bien que lo gozaste.

Para Begoña, Sebas estaba siendo una caja de sorpresas, y sin querer aceptarlo, aquella jerga irreverente la ponía cachonda.

—¡Vamos, inclínate y no seas melindrosa!, —le ordenó.

Begoña se apuntaló en la cochambrosa mesa ofreciéndole sus encantos. Sebas se untó los dedos con el gel y fue introduciendo, primero uno, después dos, tres y hasta cuatro. Cuando consideró que ya podía iniciar la penetración volvió a embadurnarse el miembro con más gel, después añadió un chorro en el ano y puso el glande en la entrada.

—¡Vamos, pídeme que te folle el culo, que lo estás deseando!

Begoña no contestó, pero movió el culo de forma insinuante buscando la polla.

—No hace falta que contestes, tu culo ya lo está haciendo por ti. ¡Menuda golfa estás hecha! Voy a reventártelo, cabrona. ¿Es eso lo que quieres?

—Sí, —respondió con total sumisión.

Al introducirla poco a poco, fue acostumbrándose sin causarle demasiado dolor, intentando que la disfrutara. Begoña llevó su mano al mazacote que iba adentrándose dentro de su ser y lo cogió para que hiciera de tope. Cuando tuvo más de la mitad, quitó la mano dándole paso libre a la tuneladora y, a partir de ese momento, como si hubiesen dado el pistoletazo de salida, empezó la follada de verdad. El ligero dolor desapareció y asomó un placer en las profundidades de su ano. Los gemidos y los jadeos no se hicieron de esperar por parte de Begoña, quien movía sus caderas con entusiasmo, queriendo acaparar todo el pilón de carne en su esfínter.

—¡Qué culazo tienes, cabrona! ¡Cuánto lo he deseado estos meses! ¡Así, muévelo! Mañana les dices a las zorras de tus amigas lo mucho que te gusta que te encule. Porque, te gusta, ¿no?

—Me encanta. ¡Sigue moviéndote y no hables tanto!

—Pero qué cabrona, te voy a reventar.

La mesa crujía y parecía querer venirse abajo de un momento a otro con las acometidas cada vez más violentas. La verga resbalaba con facilidad dentro de su ano, y al salir, una sustancia parduzca, mezcla del gel lubricante con heces, iba esparciéndose, tanto por la polla como por las nalgas en cada uno de los embates. Begoña gritaba con el pistolón del psicópata de su compañero metido en el culo, mientras éste le abría el ano en canal, dándole tanto placer como se lo había dado el mulato.

—Quiero correrme, —le rogó entre gemidos.

—¿Crees que te va a tardar? Yo estoy a punto, —le advirtió él.

Begoña lo estaba casi también, pero el tan clímax parecía querer escabullirse. Contorsionaba el culo y lo movía con entusiasmo buscando su placer, ya que el orgasmo asomaba, pero se hacía de rogar. Los frenéticos movimientos de sus ancas llevaron a Sebas al orgasmo, disparándole la leche en su interior, y al sentir aquellos primeros bombardeos estrellándose en las paredes de su esfínter, Begoña gritó más intensamente proclamando el inicio del clímax. Sebas continuaba aferrado a sus caderas atrayéndolas hacia él mientras la follaba y soltaba dentro de ella la abundante carga, y cuando concluyó, su cuerpo se aflojó encima del de Begoña, que había dejado de gemir en esos momentos. Fue un formidable orgasmo por parte de ambos. Sebas se incorporó y sacó la polla de su culo, lo que provocó que el semen brotara del agujero con un ruidoso pedo, saliendo a modo de fuente de su intestino para después ir escurriéndose entre sus piernas. Fue a lavarse de nuevo, y cuando estaba en aquel mugriento bidet, constató que Sebas era un buen amante con una prodigiosa verga que había mantenido en secreto. Cuando regresó al salón, permanecía de pie, desnudo, mostrando su cuerpo amorfo sin ningún pudor. Fumaba un cigarrillo mientras Begoña se puso sus bragas, después las medias, y seguidamente la falda y el sujetador. Limpió las manchas de la camisa como pudo y se colocó el chaleco encima, a continuación se colgó el bolso dispuesta a marcharse.

—¿Has disfrutado? —le preguntó Sebas.

Begoña sonrió.

—Mucho, —admitió.

—¿Ves como tan sólo necesitabas un empujón?

Se acercó a ella y le dio un besó con sabor a tabaco. Le dio la vuelta y le apartó el cabello besándole el cuello y la oreja, provocándole un nuevo cosquilleo en sus bajos y poniéndole los pezones duros, pero en realidad no le apetecía volver a tener sexo otra vez. Estaba completamente saciada a pesar de sus estímulos.

—¡Deja que me marche!, —le pidió.

Sebas asintió y la soltó, y Begoña atravesó de nuevo largo pasillo, abrió la puerta y salió cerrándola tras de sí.

Una vez en la calle, respiró una bocanada de aire fresco. Se sintió bien al quitarse un peso de encima con lo del chantaje y volvía a recuperar el sosiego.

Por otro lado, era consciente de que había hecho el ridículo ante su amante, pues sus razonamientos resultaban incoherentes ante su poca convicción.

Intentó pasar del tema sabiendo que no siempre se tenían por qué ganar las batallas. Ella la había perdido, pero había echado un buen polvo con el que aparentemente era un mindundi. Abrió el bolso para coger un chicle y quitarse el amargo sabor que se le había quedado en la boca y, al hacerlo, casi se cortó. Palpó el cuchillo que había cogido con un fin que ahora se le antojaba inconcebible.