El Viudo IV: Con el permiso de mamá

Continúa la estadía del viudo en lo de su cuñada y la madre de la difunta esposa (y de la amante) los pesca infraganti. Las consecuencias son inesperadas.

Es recomendable leer los tres relatos anteriores en el orden correspondiente.

Por no aburrir al lector, saltaré una descripción detallada del amanecer de los tres personajes en cuestión al día siguiente de aquella noche tan intensa (para todos ellos) y me limitaré a describir sus sentimientos antes de pasar a relatar el resto del día, que seguramente va a interesar más a todos.

Gregorio tuvo que batallar con varios sentimientos encontrados. Uno era la bronca que le provocaba el tener la certeza que el maldito viudo se estaba comiendo a su esposa y que ella se le entregaba con gusto a cambio de regalos y vaya a saber uno qué más. El segundo era la desazón total y absoluta de sentir que no tenía como competir con el usurpador (ni siquiera ganas de intentarlo) que era más joven, más rico, más encantador y más exitoso que él (Y de haber sabido que estaba mejor dotado, la cosa hubiera sido peor). El tercer sentimiento, era la culpa que le provocaba reconocer el cuarto sentimiento. Y el cuarto sentimiento, precisamente, era un enfermizo entusiasmo y excitación por haber logrado una respetable erección y una buena eyaculación escuchando como su esposa gozaba de ser taladrada por el tipo que él odiaba. Era inexplicable, pero era real. Y tan real era, que se pasó todo el día maquinando una manera de poder observarlos cuando llegara la noche.

Mercedes se sintió feliz, satisfecha, orgullosa, alegre y realizada…. Hasta que recordó que el tipo que amanecía a su lado y que era responsable de todos los sentimientos antes descriptos no era su esposo y compañero oficial, sino que era su amante, benefactor y amo, prácticamente. Eso hizo que tuviera un breve brote de mal humor antes de convencerse que podría ser mucho peor si siguiera casada con el mismo esposo autoritario y pusilánime, pero sin Juan Alberto para mantener y mandar sobre su hogar.

Los sentimientos de Juan Alberto eran más simples: amaneció un una calentura de película, producto de no haber acabado la noche anterior, y con un ataque de lujuria que reprimió únicamente para guardar las formas frente a sus sobrinitas que andaban por la casa preparándose para partir al colegio. De no haber estado ellas, posiblemente hubiera clavado a Mercedes sin miramiento alguno en la mesa de la cocina. Como hubiera dicho su suegra, la señora Graciela: “Y bueno, hijita… los hombres son así”.

Luego de desayunar, cuñado y cuñada salieron en la camioneta, dejaron a las niñas en la escuela y partieron a continuar con las lecciones de manejo. Juan Alberto tenía una erección de caballo, que intentaba disimular por dos razones: Una era que él quería realmente evitar distracciones para que Mercedes aprendiera lo más pronto posible, y la otra era que no quería mostrarse tan necesitado frente a su cuñada. Sus planes de largo plazo (y vaya si los tenía) funcionaban mejor en la medida que Mercedes se sintiera más necesitada de él que él de ella.

Ese día las lecciones consistieron en conducir por áreas con un tráfico intermedio, para que Mercedes fuera ganando confianza para largarse a conducir en zonas más complicadas, repletas de autos con malos frenos y motitos zigzagueantes, típicos de ciudades tercermundistas.

Realmente todo iba bien y Mercedes estaba emocionada, como lo hubieran estado muchas mujeres que habían querido conducir toda su vida.

—Te juro que me veo y no me lo creo, Juan Alberto. ¡Estoy conduciendo! No veo la hora de llevar a mis hijas a la escuela yo misma. ¡Y de poder ir a buscarte yo sola al aeropuerto cuando llegues, así puedo correr a abrazarte y besarte sin tener que preocuparme por el imbécil de mi esposo! ¡Y de poder sacar a mi mamá a pasear sin tener que rogarle a nadie para que después lo haga a regañadientes!— Soñaba despierta la cuñada del viudo.

—Y hablando del tema… no estamos muy lejos de la casa de tu mamá. ¿Te animás a ir conduciendo hasta allá?— Propuso el viudo pensando que por el solo hecho de tener a la suegra presente se le iba a bajar algo la erección y menguar el cosquilleo del glande que ya eran insoportables.

—¡SI! La vamos a sorprender— Concluyó Mercedes y enfiló cuidadosamente en la dirección del apartamento de su mamá.

Juan Alberto tomó el celular de Mercedes (del cual se había hecho dar la clave, claro) y marcó a su suegra.

—Hola, ¿Doña Graciela? Soy Juan Alberto. Si está en su casa me gustaría pasar un ratito a “conversar”— Se invitó misteriosamente el viudo que aún era considerado yerno por Graciela.

—Pero por supuesto, hijo, usted no necesita preguntar. Lo espero—Respondió Graciela.

—¿Puede esperarme en la vereda, por favor?, demoro unos 10 minutos en llegar.—Pidió Juan Alberto.

—Bueno. Sí.—Aceptó con curiosidad la suegra.

—¿Para qué querrá que lo espere en la vereda?— Pensó Graciela. Y de inmediato asumió codiciosa: —Seguro me trae un regalo. Algo muy grande y caro.

La señora Graciela corrió a arreglarse. Se puso un vestido más presentable que los pantalones de yoga gastados que usaba de entrecasa, se acomodó el pelo y se arregló el maquillaje. A sus 69 años estaba muy venida a menos físicamente (parecía de seteintilargos, realmente), pero seguía arreglándose y vistiéndose lo mejor que podía, especialmente delante de su yerno predilecto.

Graciela salió a la vereda ignorando los comentarios y piropos del libidinoso “viejo” (era unos años más joven que ella, pero lo llamaba así) del tercer piso, que, desde el comienzo de la crisis económica, es decir, al empobrecer, había perdido muchísimo del atractivo que una vez supo tener para su interesada vecina.

El alma de Graciela se vino abajo cuando vio aparecer por la esquina de su urbanización nada menos que “la camioneta de Gregorio”. Era obvio que si venían en la camioneta, el parásito de su yerno estaría al volante, porque en la mente de Graciela “ese cerdo” (como ella lo llamaba) entregaría a su mujer antes que a su camioneta. Y no estaba muy errada, realmente.

Para Graciela, recibir a Juan Alberto era un placer. Pero Gregorio no era tan bienvenido. Además, si la veía arreglada iba a empezar a decirle baboseadas, como acostumbraba a hacer el muy sinvergüenza.

La sorpresa tomó un nivel inimaginable cuando Graciela vio pasar de largo frente a su casa a nada menos que MERCEDES riendo, conduciendo la camioneta con la mano derecha y saludando con el brazo izquierdo fuera de la ventanilla del conductor, mientras que desde el asiento del acompañante, Juan Alberto también reía y filmaba todo con su teléfono celular. Pasaron de largo a propósito, se frenaron en la esquina opuesta y luego retomaron en U para regresar a estacionarse justo donde Doña Graciela estaba parada.

Mercedes aún estaba aprendiendo a conducir, pero ya cometía infracciones de tránsito con mucha clase. Eso es lo primero que debe aprender un conductor o una conductora en América Latina.

En ese momento, la alegría de Graciela, una vez más se convirtió en preocupación.

—¿Será que Gregorio Murió?—Pensó para sí— ¡ay, no! Pobres mis nitetitas.

Pero no podía ser eso, porque Mercedes y Juan Alberto reían demasiado. Si hubieran estado sonriendo solamente, capaz que sí. Pero tanto festejo no tenía sentido en esas circunstancias.

Cuando los dos amantes se bajaron de la SUV riendo, Graciela cargó.

— ¿Qué pasó? ¿Gregorio está bien? ¿Por qué andan en su camioneta sin él? ¿O es una igualita? ¿Desde cuándo sabes manejar, Mercedes? ¿No es peligroso?— Los acribilló a preguntas la suegra desconcertada.

—Jajajaja ¡Te dije que mi Mami no iba a poder creer esto, Juan Alberto!—Rio Mercedes.

—No entiendo nada, hija.

—¡Estoy aprendiendo a conducir, Mami! Gracias a Juan Alberto que me enseña—Explicó exultante la hija mayor

—Y gracias a Gregorio que presta desinteresadamente la camioneta— Agregó con sorna Juan Alberto provocando una carcajada generalizada.

—Vengan ustedes dos para adentro, que les sirvo un refresco y me cuentan como ha ocurrido todo, que debe ser una historia deliciosa— Invitó Graciela.

—Vamos. Y a propósito, Señora Graciela, que elegante se encuentra usted. Si ese es su vestido de entrecasa, no quiero imaginar cuando tiene que salir— Piropeó con clase el viudo.

—Jajaja. Me parece que mi mami pensó que venías tú solo y se vistió para impresionarte, Juan Alberto— Bromeó Mercedes con malicia, sabiendo que su madre siempre comentaba a sus amigas: “El esposo de mi hija Arianita es uno de los hombres más buenmozos y atractivos que he visto en mi vida”.

La reacción de Graciela fue la de una señora mayor con cola de paja.

—Hijos míos, las cosas que dicen ustedes… Si estoy sencilla— Se sonrojó y apuró el paso bamboleando sus abultadas y amorfas caderas.

A ninguno de los dos amantes le resultó indiferente la reacción de la vieja, y se miraron sonriendo, cómplices, sin decir mucho más, para no incomodar a Graciela.

Una vez dentro del apartamento de Doña Graciela, los cuñados contaron los pormenores de la negociación por el uso de la camioneta y Graciela festejó con risas y aplausos que Juan Alberto haya puesto en su lugar a Gregorio. Fue entonces que el viudo comprendió cuanto despreciaban esas mujeres a su concuñado.

La señora Graciela les propuso que se quedaran a almorzar.

—A esto hay que celebrarlo. Se quedarán a almorzar, me imagino. Estaba por poner agua para hacer unas pastas. Pongo más y comemos los tres. La salsa está lista y es abundante. ¡Quédense! —Invitó con entusiasmo la suegra del viudo.

—Si usted invita. Yo me sumo. —Aceptó Juan Alberto— Lamentablemente no hemos traído nada. ¿Quiere que vayamos a buscar un vino? Mire que ahora ando con chofer, Señora Graciela.

—Jajaja. Que ocurrente eres, hijo. Pero no hace falta. Ustedes pónganse cómodos mientras preparo el almuerzo. —Sugirió la vieja.

Mercedes le propuso a Juan Alberto mirar televisión y como el único TV de la casa estaba en la habitación de Graciela, allí se fueron los dos amantes.

Ni bien entraron en la habitación, Mercedes encendió la tele y levantó el volumen para tapar el dialogó. Luego abrazó a Juan Alberto y le estampó un beso en la boca.

—¡Gracias! ¿Has visto la cara de alegría de mi madre? Eso no tiene precio. — Exclamó entre beso y beso la cuñada.

Los besos se transformaron en morreos intensos y al tocar la entrepierna de su amante, Mercedes se dio cuenta de la erección equina que tenía su cuñado.

—¡Wow! ¡Como estamos hoy! —ronroneó Mercedes sin parar de sobar a su amante por encima del pantalón

—Estoy así desde anoche, que tuve que dormirme sin terminar— Reprochó veladamente el viudo.

—Mmmm…. Esto tiene solución ahorita mismo—aseguró Mercedes empujando a su macho para hacerlo caer de espaldas sobre la cama de su propia madre.

Luego, la esposa infiel se recostó junto a su amante y comenzó a besarlo y a sobarle el paquete mientras le hablaba con lujuria.

—Y ahora, es cuando la hermana de tu difunta esposa te come la verga hasta hacerte acabar. Apuesto a que no duras ni 5 minutos…—Anticipaba sin guardar mayores recaudos morales la cuñada.

En menos de lo que se dice “me vengo” Mercedes estaba bajando los pantalones y lamiendo el vergón de Juan Alberto.

Mientras todo eso pasaba, La señora Graciela ponía el agua de los fideos en la cocina. No podía escuchar nada de lo que hablaban en su habitación, pero podía escuchar el murmullo del televisor lejano porque el volumen era bastante alto. Hacía calor y recordó que el aire acondicionado estaba descompuesto, por lo tanto decidió ir a su habitación a llevarles refrescos. Preparó dos vasos con hielo y bebidas gaseosas, los puso en una bandejita y enfiló a su habitación.

A medida que se acercaba al cuarto, el sonido del televisor se hacía más inteligible. Pero cuando llegó a la puerta, pudo oír otro dialogo. El que ocurría entre “sus hijos” como llamaba a su hija y a su yerno. Lo que escuchó la dejó petrificada.

—¿A ver? Ganate tu plata, putita, mostrale a tu macho como se come una verga, dale — Resonaba la voz del yerno.

—Uhhh ya vas a ver, te la voy a comer tan rico que me vas a aumentar las remesas jajaja— Replicaba la inconfundible voz de Mercedes.

Graciela depositó la bandeja con los refrescos sobre un estante que había en el pasillo y se acercó a la abertura que dejaba la puerta entreabierta de su habitación. Lo que vio era peor que lo que había imaginado.

Juan Alberto, su admirado yerno, estaba acostado en la cama boca arriba, con las piernas poco  abiertas y los pantalones apenas bajos, por encima de las rodillas. De entre sus piernas asomaba una verga erecta de gran tamaño, cabezona, venosa y palpitante. Y prendida a esa verga con las dos manos, subiendo y bajando acompasadamente, estaba nada menos que su hija mayor (¿quién otra?), que permanecía con las tetas fuera de su camiseta, arrodillada junto al “muchacho” (como la vieja se refería al yerno cariñosamente).

Los cuñados se miraban a los ojos con lujuriosa alegría y reían mientras se decían groserías irreproducibles. Mercedes abrió la boca haciendo desaparecer la verga dentro de su cavidad y de inmediato comenzó un movimiento alternativo mamando ruidosamente el gran falo.

Juan Alberto dio un bufido de placer, puso una mano sobre la nuca de Mercedes y con la otra procedió a pellizcarle los pezones. Cuando finalmente la Morena se sacó el vergón de la boca le habló a su hombre.

—¿Quién mama mejor esta verga? ¿Arianita o Mercedes? —Preguntó morbosa y regresó a chupetear el glande.

—Ahhhh. Vos, Merce, vos. Vos sos la mejor—Gemía Juan Alberto.

—jajaja. Dices eso solamente porque yo me trago la lechita sin protestar— Jugueteó soezmente la cuñada.

Eso fue más de lo que la señora Graciela podía soportar en silencio y la anciana mujer empujó la puerta irrumpiendo en la habitación a los gritos.

—¡MERCEDES POR EL AMOR DE DIOS! ¡JUAN ALBERTO! ¿QUE ES ESTO?

El desbande fue épico. Mercedes se paró de un salto y se metió las tetas en la ropa vertiginosamente. Juan Alberto también se paró súbitamente, pero tuvo que luchar brevemente con su miembro, los canzoncillos y los pantalones para enfundar el instrumento, subir el cierre y prenderse el cinturón.

—¿Cómo pueden haber hecho esto, Mercedes? ¡Que sinvergüenzura! ¡Qué falta de respeto a tu hermana y a tu esposo! —Reprochó atropelladamente la vieja.

A diferencia de Ariana que había sido una hija ejemplar, Mercedes siempre había sido una hija contestataria y protestona. Tenía enorme experiencia en discutir con su madre y vio una oportunidad para defenderse

—No me hables de Gregorio, Mamá. ¿Qué respeto? Si él no se respeta. Es por culpa de él, que me tiene descuidada y abandonada, que he “tenido que buscarme un amante”— Se defendió con habilidad Mercedes, sabiendo que su madre no le discutiría eso porque conocía bien al negligente esposo de su hija mayor.

Pero la vieja también tenia experiencia en discutir con Mercedes, por lo tanto ensayó rendirse en esa batalla para volver a cargar y ganar la guerra.

—Tienes razón, Mercedes, cometí un error. No debí siquiera mezclar al sinvergüenza de tu marido en esto. Y ciertamente comprendo que necesites un hombre de verdad para suplir las carencias de tu matrimonio. Pero ¿Tenías que elegir al esposo de tu hermanita?, ¡Descarada! — reprochó con contundencia la madre dolida.

Una vez más, Mercedes vio la posibilidad de defenderse usando un tecnicismo.

—No es el esposo de mi hermana. Es el VIUDO de mi hermana mamá.

—No hay diferencia, ¡Es una falta de respeto igual, hija! —Insistió la madre.

El silencio de los amantes le habilitó a la madre a continuar y volvió a equivocarse en el reproche.

— ¿Cuánto hace que esto sucede? ¿Desde antes que falleciera MI hija? —Demandó saber Graciela.

—NOOO—respondieron a coro los dos amantes. Y Mercedes aprovechó a contratacar.

—¿Cómo puedes acusarme de algo así? De traicionar en vida a mi hermana del alma. ¿Tan mala imagen tienes de mí? ¿No sabes acaso que JAMAS haría eso a mi hermana? —Estalló en llanto Mercedes

La vieja reculó, viendo el dolor en el llanto de su hija mayor. Realmente se había pasado.

Volteó a mirar al yerno y lo halló sentado en una silla en el rincón de su habitación. Con las piernas separadas, los codos apoyados en las rodillas y las sienes entre las manos, mirando al piso, en la típica posición del hombre agobiado. En verdad, la vieja vio lo que Juan Alberto quería que viera: un hombre mortificado. Pero realmente estaba fingiendo con precisión actoral.

— ¿Cómo fue? ¿Cómo pasó esto? —Preguntó más calma Doña Graciela.

La vieja tenía experiencia (después de haber criado dos hijas) en averiguar información durante una bronca, y sabía que fingir enojo hasta quebrar a Mercedes para después hablar calmadamente servía para sacar de mentira a verdad a cualquier hija rebelde. Pero no contaba con la astucia de ese par de avezados amantes.

—Si realmente quieres saberlo, te lo voy a contar, Mami— Prometió Mercedes entre fingidos sollozos, ganando tiempo para armar una historia creíble.

—Si, hija. Habla, por favor.

—Comenzó cuando fuimos a USA después del accidente— confesó genéricamente Mercedes. Confesar sin confesar era su especialidad.

—Aquella noche que durmieron en la habitación juntos, haciéndose los que ordenaban las cosas de tu hermana, imagino— aventuró la vieja.

—Si. Pero no nos hacíamos. Realmente ordenábamos— Explicó Mercedes.

— ¿Ordenaban y qué más? — demandó Graciela.

En ese momento Juan Alberto vio la oportunidad, levantó la cabeza y hablo. Sus ojos estaban enrojecidos como si hubiera llorado. La expresión era de un dolor infinito. Evidentemente las clases de teatro que tomaban junto con Ariana habían servido para algo.

—Ordenábamos y recordábamos a Ari. Y empezamos a contarnos cosas—Resonó el viudo.

— ¿Qué cosas? ¿Qué pueden haber recordado de Arianita para terminar a los revolcones?— Preguntó Graciela mirando a su yerno sin ocultar su indignación.

— ¿Se lo digo, Mercedes? — Pidió permiso el viudo.

Mercedes no tenia ni idea de lo que iba a decir su amante, pero creyó comprender el juego y, entre forzados sollozos, asintió en silencio y explotó en llanto como una magdalena.

Juan Alberto no lo podía creer. Que actriz era esa hembra. Y que buena aliada y cómplice era. Hizo una nota mental de nunca tenerla de enemiga. El llanto de Mercedes impresionó a su madre que, sin saber que pensar, se quedó callada mirando a uno y otro amante alternativamente. Eso le compró  preciosos segundos a Juan Alberto, para armar una historia: mitad verdad, mitad mentira, como todo buen engaño.

Cuando la habitación se calmó Juan Alberto retomó el verso.

—Hablamos de los momentos que recordábamos asociado a cada objeto o pieza de ropa o calzado que clasificábamos. Era emotivo. Reíamos, llorábamos. En un momento dado, encontramos una bolsa con unos zapatos de tacón, un babydoll, portaligas y otros accesorios. Mercedes me lo mostró y yo me quebré. Le dije que me recordaba lo buena amante que era Arianita. Había modelado ese conjunto para mí unas semanas atrás y habíamos hecho el amor toda la noche.— Mintió Juan Alberto  simulando que le flaqueaba la voz con sólo recordarlo.

Mercedes sollozó para quitar la atención de su madre sobre el viudo por unos segundos, y luego dejó que el tipo siguiera.

—Al contarle eso, Mercedes recordó algo y me lo contó. ¿Puedo, Merce? — Nuevamente pidió permiso para revelar o inventar vaya a saber qué.

Mercedes volvió a asentir, intrigada.

—Mercedes me confesó que Ariana le contaba todas nuestras intimidades a ella—Dijo gravemente el viudo.

La vieja temblaba, impaciente por conocer todos los detalles. Pero dejó que su yerno hablara.

—Y mi gran error fue confesarle a Mercedes que Ariana también me contaba a mí lo que le decía Mercedes. Que estaba insatisfecha sexualmente y todo eso que usted sabe.

—Y ahí decidiste aprovecharte, ¿no? —se apuró a concluir la suegra.

—NO, Señora Graciela— Respondió con fuego en los ojos el viudo, imponiendo cierto respeto en la suegra.

—Ahí decidí contarle a Mercedes que Ariana me había confesado la idea… sexual, claro… que habían tenido ellas dos para la próxima visita de Merce a nuestra casa—Explicó con misterio Juan Alberto.

—¿Y que idea era esa, hija? —preguntó Graciela.

Mercedes, sin tener idea de por dónde venían los tiros, simuló quebrarse nuevamente.

—No me animo a decirlo. Ayúdame Juan Alberto, te lo ruego. BUAAAAHHHH—

—Calma. Calma. Yo lo cuento— Prometió el viudo—Ariana me propuso que cuando Mercedes nos visitara, yo la complaciera sexualmente.

Soltó la bomba y se hizo silencio breve. Mercedes miraba de reojo a la vieja a ver si compraba, porque la idea era buenísima. Si su madre creía eso, entonces ellos sólo estaban cumpliendo “la voluntad de la difunta”. Juan Alberto evitaba mirar a las mujeres para no tentarse de la risa. Graciela reaccionó.

— ¿Y ustedes creen que yo me voy a creer esa patraña? — Estalló indignada la vieja que prometía ser un hueso duro de roer.

—Créalo o no, Señora—la interrumpió haciéndose el indignado el viudo— Pero usted lo debe haber escuchado varias veces de boca de Ariana, decirle a Mercedes, cada vez que se quejaba de Gregorio, que “le prestaría a su esposo”.

—Bueno…. Si. Las escuché hablando esas tonterías muchas veces…  Pero… ¡Pero eran chistes! ¿No?—Dijo la vieja debatiéndose entre el convencimiento y la duda.

—Chistes en público Mamá—Se coló en la conversación Mercedes—Códigos muy nuestros que teníamos mi hermanita y yo. Pero en la intimidad lo que comenzó como un chiste se transformó en idea pícara primero y en un plan detallado después. Cuando lo tuvimos perfectamente armado, Ariana prometió convencer a Juan Alberto. Y a mí me hizo mucha ilusión… A las dos, bah.

—Si. Y hay algo más—interrumpió Juan Alberto.

—¿MAS? — se horrorizó la madre

—Es muy difícil para mi contarlo— dudó el viudo.

—¡Mas difícil es para la madre de una mujer muerta ver  su otra hija mamándole el huevo a su yerno viudo!—Se quejó la vieja.

—Muy bien. En los últimos meses de mi relación con Ariana, supongo que a partir que comenzaron a planear seriamente el intercambio con Mercedes, Ariana empezó a incluir a su hermana en nuestras fantasías sexuales—improvisó Juan Alberto.

—¿Cómo? —quiso saber la vieja.

—Me pedía que la llame Mercedes. O me preguntaba si me gustaba Mercedes. Si me acostaría con ella. A veces se vestía con ropa que le enviaba Mercedes. Incluso  veces usaba la marca de perfume que usa Merce. —Mintió descaradamente el taimado viudo.

— ¿Mi hijita hacía eso? —Preguntó la madre a punto de quebrarse por saber que su hija perfecta era una degenerada perversa.

—Lo hacía y me lo contaba. Era nuestro juego secreto. La extrañoooo— irrumpió llorando la pérfida Mercedes y conmoviendo a su madre.

Graciela se desplomó sentada sobre la cama junto a su hija y la abrazó.

—Todos la extrañamos… Cada uno a su manera— Dijo la vieja mirando de reojo a su yerno que asentía gravemente— ¿Pero es necesario recordarla de esta manera? ¿Fornicando con el esposo?

—El viudo Mami. El viudo. Y no fornicamos. No uses esa palabra horrible—Imploro Mercedes.

Se hizo silencio y la vieja, sin soltar a su hija, intentó saber más.

—¿Y lo que escuché decir hoy sobre “gánate tu dinero, puta”? —preguntó sumamente seria a Juan Alberto.

—Qué vergüenza. —Fingió sonrojarse el viudo— Eso era parte del juego inventado por Ariana. Se hacía pasar por su hermana y yo tenía que extorsionarla con las remesas a cambio de sexo. Me da vergüenza admitirlo, señora, pero me excitaba muchísimo cuando su hija me hacia jugar así.

—Y yo lo sabía porque Arianita me lo contaba—volvió a interrumpir Mercedes— así que fue uno de los juegos naturales para nosotros cuando nos lanzamos a cumplir el plan original de Ariana.

—Y esa idea de Ariana—Ahora hablaba Juan Alberto—Nos inspiró una idea para neutralizar al déspota de Gregorio.

Mónica asentía con cara de circunstancia. Mientras la vieja, muda de asombro, era todo oídos.

—Decidimos decirle a Gregorio que como  condición para mantener las remesas, todo el control iba a quedar en mis manos y las de Ariana—explicó Juan Alberto.

—Esa no fue mala idea—reconoció Graciela— ¿Pero entonces, el cree que Mercedes tiene sexo con usted por dinero?

—No. Señora. No sexo. Eso no le contamos. Pero a él le hicimos creer que Mercedes (y por ende él y toda la familia) tiene que seguir todas mis instrucciones para recibir mi dinero. —explicó Juan Alberto— Del sexo aún no sabe.

—Ah. Comprendo. Claro. Por eso pudieron obligarlo a prestar la camioneta y todo eso—dijo la vieja.

—Exacto— respondieron al unísono los dos amantes que se habían sincronizado sin acuerdo previo.

—Bueno. Voy entendiendo… no es que me guste todo esto. Pero voy…. comprendiendo— Comenzó a ceder la suegra del viudo.

—Tenés que ver todo el contexto, Mami. —Aclaró Mercedes— Ariana se desvivía porque no me falte nada. Y a mi me faltaba dinero, satisfacción sexual y alguien que me sacara al déspota de Gregorio de encima.

—De hecho, Ariana me hizo prometer que si ella faltaba algún día, yo no dejaría que a Mercedes, a usted y a las niñas les faltara nada. Y también me hizo prometer que no permitiría que Gregorio abusara de mi generosidad ni de la de Mercedes. —Explicó el viudo.

La vieja, ahora con cara triste, asentía. Recordar a su difunta hija y cuan atenta y previsora era, la desarmaba.

— Incluso muchas veces mi hermana me ofreció pagar un abogado para divorciarme de Gregorio. Y yo no acepté por las niñas, mami—mintió, impiadosa, Mercedes.

—No se puede. Eso no se puede. Por las niñas. —Coincidió triste la madre que era producto de una sociedad machista a más no poder.

—Por esa razón, Mami, es que una cosa llevó a la otra aquella noche en casa de Juan Alberto. Nos confesamos y contamos todo. Nos besamos, “hicimos el amor” y terminamos planeando todo esto. Y a medida que lo he conocido, nuestra química sexual ha aumentado. Es posible que nuestros juegos sexuales se hayan pasado un poco de la raya. Pero yo me hago esta pregunta: ¿si estuviera Arianita aquí, que haría? Y no tengo dudas que le encantaría que yo jugara así con su esposo. Me lo había dicho muchas veces—razonó con perfidia la esposa infiel.

—Ay, hija. No sabes cuanto me cuesta escuchar eso. Es muy duro para mí— se lamentó Graciela.

Mercedes fingió sollozar y la madre la consoló.

—Bueno. Bueno. Gracias por contarme todo. Gracias a los dos— agregó mirando de reojo al yerno que con mirada de cordero mamón agradeció ser comprendido.

La estrategia estaba teniendo éxito y Graciela pasaba de la indignación a la comprensión y complicidad.

—Lo peor de todo, Mami, es que no me arrepiento de lo hecho—Auscultó Mercedes a la vieja mientras la abrazaba y por encima del hombro guiñaba el ojo a su amante.

—Tal y como me lo han contado (Y les creo) No tienen nada de que arrepentirse. Sólo les pido discreción, hijos—Rogó la vieja totalmente entregada.

—Gracias Mamá— Sonrió secándose sus lagrimas de cocodrilo la hija lujurienta.

—Su opinión era la UNICA que nos preocupaba, Doña Graciela. —Exageró Juan Alberto— Y también nos daba culpa ocultarle esto.

—jajaja ¡Mucha culpa no te  daba porque te estabas haciendo mamar el huevo por mi hija mayor en mi propia cama!— Medio bromeó, medio reprochó, la suegra intentando dejar atrás el mal rato con un poco de humor y una grosería inusual en ella cuando no estaba furiosa.

Todos rieron y Mercedes aprovechó para explicar ciertos detalles íntimos que forzaban a su madre a volverse cómplice y, por lo tanto, le quitaban poder de reproche.

—Es que estamos como dos adolescentes, Mami. Nos deseamos todo el tiempo y no podemos parar de hacerlo. Anoche Juan Alberto me volvió loca de placer y él, pobrecito, no se vino. Y hoy el plan no era venir a tu habitación a hacer ESO, pero cuando entramos y nos robamos un “besito” me di cuenta que Juan Alberto seguía totalmente excitado por lo de anoche y…

—Bueno, bueno, bueno. No necesito saber todo eso jajaja—Graciela interrumpió jocosa—Me basta con saber que el amante de mi hija la hace gozar y se sabe contener… aunque sea de la noche a la mañana siguiente jajaja

Los tres rieron hasta que la cara de Graciela se transformó

—¡LOS FIDEOS!

Los tres corrieron a la cocina y encontraron el agua hirviendo y los fideos afuera. Afortunadamente Graciela no había metido los fideos al agua antes de ir a llevar el refresco. Así que entre los tres se pusieron a terminar eso, preparar la mesa y almorzar.

El ambiente durante la comida era extraño. Tenso. Nadie sabía muy bien cómo comportarse después de semejante revelación. Graciela había rumiado la historia mientras terminaba de cocinar y se convencía minuto a minuto que lo que Mercedes y Juan Alberto hacían no merecía su sanción, sino al contrario, se sentía ahora en la obligación de apoyarlos. Pero le costaba hacerse a la idea que el viudo de su hija menor y su hija mayor andarían por ahí como conejos en celo cogiendo y diciéndose guarrerías tremendas. Aunque luego pensó en su propia historia de vida (que acaso otro día contaremos) y se decidió a apoyarlos explícitamente. Utilizando una bizarra interpretación sobrenatural.

—Bueno, hijos, ha sido una mañana repleta de sorpresas. Merce conduciendo. Ustedes dos teniendo sexo en mi cama y, finalmente, enterarme que todo ha ocurrido como parte de un plan de ese angelito que tenemos en el cielo llamado Arianita. Dios sabe por qué hace las cosas, realmente…—concluyó la madre.

La vieja, como muchas personas de su entorno, acudía a creencias sobrenaturales para justificar su resignación ante cosas que le costaba aceptar de otra manera.

—Gracias por entendernos, Mami. —terció con dulzura la hija

—Si. Y siendo que tienen que andar a escondidas, especialmente de las niñas, les ofrezco mi casa y mi cama como santuario. Pero eso sí, chicos, no hagan mucho ruido y cambien las sábanas que una no es de piedra y escuchar todo el día sus jadeos y después sentir olor a hombre en mi cama podría ser una tortura para mi jajaja—Bromeó con total descaro la vieja.

—Jajaja. ¡Gracias Mami! Te prometo que no dejaré que ni una sola gota manche tus sábanas— Aseguró Mercedes, impúdica y grosera, en clara alusión a sus felaciones en las que tragaba todo el semen.

—¡Noooo! Yo necesito saber tantos detalles jajaja—entraba en el juego la suegra del viudo.

Juan Alberto pasó del alivio a la sorpresa y de la sorpresa al morbo escuchando a madre e hija hablar explícitamente de las relaciones sexuales entre él y Mercedes.

—Bueno. Te tomo la palabra para volver pronto con Juan Alberto a “mirar tele en tu habitación” jajaja—Prometió Mercedes mirando lujuriosamente a su amante.

—¿Volver pronto? —peguntó pícara y retóricamente la casi septuagenaria Graciela—Yo pensaba que se iban a quedar esta misma siesta. Por lo que he sabido hay alguien que desde anoche está postergando lo impostergable.

La mirada de reojo que Graciela echó a Juan Alberto fue tan obvia que lo obligó a intervenir.

—¿Siesta con Merce en su habitación, Señora Graciela? La verdad que “ganas no me faltan” —dijo con innecesario doble sentido el viudo.

—jajaja. Por lo que me ha contado la afortunada de mi hija, más que no faltarte, te sobran. —remató Graciela que ahora coqueteaba abiertamente con su yerno frente a su hija.

—Y bueno. Si es así, juntemos la mesa y vamos a la camita, Juan… a NO descansar— invitó Mónica provocadora y sensual.

—Por eso no se preocupen, que la única que no tiene nada que hacer acá soy yo jajaja. Y no necesitan poner la tele fuerte ni nada. Pongan música suave si quieren. Y si necesitan expresarse y gritar, háganlo. Que yo voy a tener el lavarropas y la radio prendidas para no escucharlos. jajaja— Bromeó la vieja sin ocultar el brillo en sus ojos al hablar de los ruidos amatorios de su hija y su yerno.

Los dos amantes se fueron a la habitación tomados de la mano y besándose descaradamente delante de Graciela que al observarlos, en vez de sentir rechazo, sintió alegría y curiosidad. Cuando finalmente su hija y su yerno desaparecieron dentro de la habitación, Graciela no pudo evitar un flash mental de Juan Alberto, o mejor dicho, de la verga enhiesta de Juan Alberto. Y de Mercedes estimulándola a dos manos y a lengüetazo limpio. Pero rápidamente barrió de su mente dicho pensamiento y se dedicó a ordenar todo.

Al entrar al cuarto, Juan Alberto le ordenó a Mercedes que no cerrara la puerta, sino que la dejara entornada. Mercedes, sorprendida, comprendió de inmediato lo que hacía su amante: dejaba la puerta abierta para que su madre pudiera si quisiera hacerlo. La idea le provocó un escalofrío de rechazo al imaginarse a su madre espiándola libremente en pleno acto sexual. Y tuvo, a la vez, sentimientos encontrados de indignación y lujuria. Sin embargo, no estando dispuesta a no gozar del inminente polvazo, decidió no pensar en eso y no prestar atención a la ranura de la puerta. Después de todo, si su madre se decidía a espiarlos y le gustaba, lo mejor era dejar que todo pasara “naturalmente”.

Ni bien se encontraron solos comenzaron a besarse y mimarse y, de repente, escucharon sonar la radio desde la cocina. Pararon, se miraron, y comenzaron a reír sabiendo que era la madre de Mercedes que ponía la radio para no escucharlos. Y finalmente se acostaron en la cama y comenzaron a comerse las bocas y a quitarse las ropas como dos desesperados.

Mientras tanto, en la cocina, la señora Graciela se esmeraba en limpiar y refregar todos los utensilios y superficies con un esmero exagerado. La radio sonaba a un volumen tal que, sin ser extremadamente alto, apagaba cualquier sonido proveniente de otras partes de la casa. Mientras limpiaba, la mente de Graciela estaba puesta en lo que había visto y escuchado. Intentaba pensar en otras cosas, y no podía. Era más fuerte que ella.

Entre tantos pensamientos, la venció la curiosidad y decidió ir a intentar averiguar qué ocurría en su habitación (¡como si no lo supiera!).

A medida que se acercaba sigilosamente por el pasillo, el ruido de la radio se volvía un murmullo distante y los quejidos de placer que emanaban de su cuarto se tornaban más patentes. Ella creía que se debería conformar con escuchar detrás de una puerta cerrada, pero para su sorpresa (y emoción) se encontró con que la puerta estaba entornada dejando una abertura de unos cuantos centímetros. A esa distancia ya escuchaba a su hija alentar al amante.

—Así. Así. Bien duro, ¡Dame duro, Juan Alberto! ¡Ahhhh!!!

Los jadeos y los gritos estaban acompañados por un chirrido rítmico, apenas perceptible, de la cama y Doña Graciela pensó que a lo mejor debía pedirle al yerno que le regalara una cama nueva.

La voz potente y profunda de Juan Alberto hizo sobresaltar a Graciela

—AGGGHHHH Como-megus-taclavar-tedees-tamanera, Merce ¡AH! ¡AH!—Resonaba la voz del yerno, agitada y entrecortada, seguramente producto de su esfuerzo físico.

Graciela había pensado que con solo escuchar que sus “hijos” la estaban pasando rico, ella se calmaría, pero los quejidos de placer de los amantes, junto con la apertura de la puerta se convirtieron en un magneto que atrajo a la recatada Doña Graciela como una luz ultravioleta atrae a un primitivo insecto.

Pulgada por pulgada Graciela se fue acercando a la ranura que le permitiría observar todo. Su corazón comenzó a latir muy fuerte y cuando finalmente pudo observar lo que ocurría dentro de su cuarto, tuvo que apoyarse con su mano izquierda en el marco para no caer hacia adentro. Sus ojos se hicieron más grandes que el dos de oro y la mano derecha automáticamente cubrió su boca para ahogar cualquier grito. Pero no hacía falta, porque lo que vio la dejó muda.

Delante de sus ojos se desarrollaba una escena que nunca había imaginado en su vida (Graciela no sabía siquiera lo que era el porno y había tenido un solo amante: su difunto esposo).

Los amantes estaban completamente desnudos. Su hija Mercedes “en cuatro patas”, es decir, apoyada en sus manos y en sus rodillas, arqueando la espalda y parando la cola, giraba la cabeza por sobre su propio hombro y miraba sensual a su amante, como quien mira a alguien que lo sigue desde atrás. Juan Alberto, su yerno preferido, se encontraba detrás de Mercedes, pero no arrodillado, sino “acuclillado”. Sus dos piernas a los costados de las piernas de mercedes, las rodillas semiflexionadas, como si el hombre se fuera a sentar en una silla invisible. Las manos sostenían a Mercedes por sus angulosas caderas y en un movimiento frenético de pelvis y de manos, el viudo cogía con un metesaca frenético a la hermana de la difunta.

—¡WOW!—Pensó Graciela—Que fuerte. Cuanta potencia. ¿Cómo no se cae ese hombre?

Los músculos de la espalda, los brazos, las piernas y los glúteos del viudo se marcaban y atraían la mirada de la suegra. Realmente su yerno era un ejemplar masculino de cuidado. Agradable a los ojos con o sin ropa. Graciela no tuvo dudas que su yerno “había sido hecho para ESO”.

Su hija también se veía espectacular en ese trámite, había que reconocerlo. Su cara era la representación de la lujuria misma. Por momentos miraba lasciva a su amante por encima del hombro. Por otros, cuando era empotrada con fuerza, apretaba los músculos faciales en una mueca de dolor que volvía a fundirse en una sonrisa y en otra mirada morbosa un segundo más tarde. Ella era la que más hablaba diciendo groserías irreproducibles, casi todas alusiva a lo bien que se sentía la cogida.

Graciela, espectadora privilegiada del despliegue sexual, comprendió el juego a que jugaban los amantes. Mercedes azuzaba a su hombre con todo tipo de comentarios morbosos, gritos y jadeos a fin de hacerlo actuar cada vez más bruto con ella. Y Juan Alberto respondía incrementando la potencia de sus embestidas para complacerla.

Cuando la dueña de casa pensaba que esos dos no podían llevar el juego de sometimiento sexual más lejos, una mano de su yerno tomó los cortos cabellos de su hija y tiró de ellos como si estuviera sofrenando a una potra salvaje por las crines. Mercedes echó la cabeza atrás, miró el techo y largó un alarido de placer y dolor entremezclados.

—¡AAAAYYYYYYAAAAA SIIIIIII!  ¡SI! ¡DURO! ¡MAS DURO!

El hombre aceleró las embestidas por unos segundos en que la espectadora creyó que su yerno destrozaría a su hija partiendo en pedazos, a lo largo y a lo ancho, el moreno y tonificado cuerpo de Mercedes.

—¡BARRRBARO! ¿Cómo podrá gustarle eso a mi niña?— Se preguntaba a si misma Doña Graciela, sin dudar un momento que la respuesta era lo de menos: le gustaba y punto.

Después de interminables segundos de potentísimo “serruchar”, el viudo fue amainando los empujones, y soltando los cabellos de Mercedes hasta finalmente detenerse. Los amantes se desacoplaron y se abrazaron riendo y festejando la brutal cogida entre besos y lamidas mutuas. Y cuando Graciela comenzaba a preguntarse si eso había sido todo, la voz de su hija denunció que era apenas un principio.

—¡Ufff, qué rico! Usted ya cabalgó, ahora me toca montar a mí— Provocó Mercedes

Aun atónita, Graciela observó cómo su yerno se acostaba de espaldas en la cama. Por primera vez la suegra pudo ver el falo, que antes, por la perspectiva quedaba oculto detrás de las piernas de Juan Alberto. Era una verga grande. Gorda. Venosa. Imponente. Se curvaba hacia el vientre de su propio dueño, y estaba tan dura y parada que apuntaba al ombligo y prácticamente podría haberlo tocado.

Mercedes, sin parar de decir las groserías que obviamente provocaban esa erección, se subió a su hombre. Puso una rodilla a cada lado del cuerpo del viudo y se acercó a besarlo. Con las manos apoyadas en el pecho de Juan Alberto, Mercedes apoyó la vulva sobre el falo y comenzó a mecerse hacia adelante y hacia atrás. Ahora, desde la perspectiva que le daba su posición en la puerta, y viendo a los amantes casi desde atrás, Graciela tenía un primer plano del miembro de su yerno y de la conchita de su hija y pudo ver que no había penetración, sino “rozamiento externo” de vulva y verga.

En tantos ir y venir, la pija se veía brillante y aceitosa al ser embadurnada por los flujos que emanaba la vulva acariciante. Graciela recordó sus años mozos cuando ella también se excitaba y se mojaba de esa manera y supo que su hija lo estaba pasando genial.

¿Qué podía ser mejor que aquella situación? Se consoló la vieja. Un hombre de la libido de Juan Alberto hubiera estado clavando otras conchas a las dos semanas de fallecida Arianita, No se lo podía culpar por eso: “los hombres son todos así”, se consolaba la vieja. Y si tal cosa había de ocurrir, mejor que ocurriera en su propia casa y con su hija Mercedes, que estaba muy necesitada de verga y de dinero. Dos cosas que a Juan Alberto le sobraban. Graciela se encontraba enmarcada en esos pensamientos sin sacar los ojos de los amantes cuando notó que se venía un cambio.

Mercedes se inclinó a besar a Juan Alberto, posicionó su vulva lo más adelante que pudo Y se elevó con sus rodillas, dejando una importante luz entre la pelvis del cuñado y la de ella. Luego Mercedes pasó su mano izquierda por detrás de su pierna, tanteó hasta que pudo hallat y tomar la verga (que en su grácil mano parecía ser enorme) y la puso apuntando al cielo, es decir, a 90 grados con respecto al eje del cuerpo del hombre que permanecía acostado. La piel estaba tan lubricada y resbalosa que la verga se le soltó y fue a dar como un chicotazo contra el vientre del hombre. El viudo simuló dolor y los amantes rieron. Mercedes repitió la operación, esta vez acogotando con fuerza el vergote, y cuando lo pudo mantener apuntando hacia arriba comenzó a sentarse en él.

—IMPRESIONANTE—Pensó Graciela cuando veía la cabeza bruta abrirse paso entre los delicados labios vaginales de su hija.

Cuando tuvo la pija bien calzada, Mercedes quitó la mano, la volvió a apoyar en el pecho de su benefactor y continuó sentándose mirando al cielo, en un expresivo alarde de placer penetratorio. El hombre, ya desesperado, intentó tomar las caderas de Mercedes como si fueran las asas de una vasija y empujarla hacia abajo. La madura morena reaccionó con dolor.

—¡SHHH! Despacio. Eres enorme y me partes en dos— Rogó con lujuria—Déjame acostumbrarme otra vez.

En pocos segundos, cuando la verga hizo tope,  Mercedes comenzó a mover el culo para arriba y para abajo, primero despacio y luego cada vez más rápido. La vulva se encontraba dilatada y la verga del hombre aparecía y desaparecía dentro de la mujer como por arte de magia.

Graciela no tenía dudas que su hija gozaba tanto como su yerno, porque cada vez que la pija entraba, salía embadurnada de una espesa y blancuzca cremosidad que era secretada por la mujer en celo.

Estuvieron así un buen rato. La cuñada marcaba el ritmo y la profundidad. Por momentos el subibaja era frenético y de golpes cortos, con casi media verga permaneciendo siempre afuera, por otros momentos era suave y de largo alcance. Por momentos, al intentar sacarse la pija lo más posible, se escapaba de la concha e iba a estrellarse con un chasquido contra el vientre del hombre. Y de inmediato, entre risas, repetían la movida de clavado y volvían a empezar.

Graciela estaba pensando en la capacidad de aguante de ese hombre. Nunca había visto ella algo así. Su difunto esposo era un hombre moreno muy bien dotado (incluso tal vez más que Juan Alberto). Pero solía venirse infinitamente más rápido que aquello.

La vieja estaba embelesada mirando y pensando aquello cuando escuchó a su yerno decir que se venía.

—¡MERCE! Merce, afloja o me vengo, amor—Anunció el viudo, dando libertad de elección a su amante.

—¿Quieres que afloje? Mira como aflojo, mira como afloja tu putita—Se burló Mercedes arreciando la cabalgata, dando clara luz verde al orgasmo de su macho.

—Me hacés venir así. ¡Me haces venir!—Denunció el hombre que ya no tenía control de sí.

—Vente en mi interior, mi vida, lléname de tu leche— Sugirió Mercedes arreciando la cogida.

—¡AHHHHHH! ¡AH! ¡Aaaah!— gritó Juan Alberto, soltando con cada alarido un chorro de esperma dentro de la concha de su amante.

Y cuando él se estaba terminando de venir, Mercedes continuó el ritmo de la cogida y se vino también ella, inundada de besos, de leche y de placer.

Al acabar la pareja, ella voleó la pierna como, lo hace un jinete que desmonta su corcel, y se acostó boca arriba al costado de su cuñado. Los dos reían de placer.

En ese momento Juan Alberto dirigió la mirada a la puerta y pudo ver claramente los ojos, la nariz y la boca abierta de su suegra sorprendida. Ella se sintió descubierta y reculó dos pasos para atrás, buscando la cobertura de la penumbra del pasillo. Su yerno le sonrió por una fracción de segundo y volvió su cara a besar y a arrumar a Mercedes ignorando a la mirona.

El corazón de Doña Graciela volvió a latir como si fuera a saltarse del pecho. Como corolario a aquel espectáculo había sido descubierta por su yerno espiando y había agradado al hombre. Los calores la invadieron y no supo distinguir si eran de lujuria o de pudor. Aunque más seguramente, un poco de cada cosa.

Sigilosamente, la vieja se retiró al living. La radio de la cocina volvió a sonar. Es decir, no había parado en ningún momento, pero sus oídos la habían ignorado hasta ahora. La casi septuagenaria se sentó en el sofá de su sala y se sintió levemente mareada. Cerró los ojos y percibió un cosquilleo en su entrepierna. Hacía más de 30 años, sin exagerar, que no sentía algo así. Intentó cruzarlas, descruzarlas. Estaba sumamente inquieta y a la vez agotada. Con sus sentidos visuales y auditivos estaban sobre estimulados. Volvió a cerrar los ojos y cayó en un sopor siestero, pero profundo.

Lo próximo que supo Graciela fue que algo la tocaba y le hablaba dulcemente.

—Mamita. ¿Te dormiste? Nosotros nos vamos, Ma—Era la voz y las manos dulces de su hija que intentaban despertarla para despedirse—Nos tenemos que ir a buscar a las niñas al colegio, Mami. Gracias por todo.

—¿EH? ¿EH? ¿Qué hora se hizo? ¿Me dormí? ¡Hija eres tu! Disculpa perdí noción del tiempo— Argumentó la aturdida anciana.

Mercedes la tranquilizó y le explicó que era la hora en que debían partir. Estaba nuevamente hecha una flor de señora. Elegante y provocadoramente vestida, cabello arreglado. Impecable. Otro tanto le correspondía a Juan Alberto.

Graciela los despidió, aun algo aletargada, y les dejó claro que los esperaba pero que debían ser cautelosos.

—Ya saben, hijos, este es su lugar cuando precisen estar solos. Cuidado con Gregorio, es un ser mezquino. Y cuidado con las niñas, que no sospechen nada de esto, se los ruego—imploró la madre que no podía dejar de ser madre y preocuparse por todo lo malo que podría ocurrirle a su hija.

—Tranquila Mamita. Contamos con vos y sabemos cuidarnos—La tranquilizó Mercedes.

—Bien. Bien. ¿Los espero mañana? ¿A qué hora más o menos?— Dijo la vieja con morboso entusiasmo.

—Jajaja ¡Mami! Todos los días no vamos a poder venir a usar tu camita—Tonteó la hija, que de haber podido se quedaba a ser clavada día tarde y noche allí mismo.

—Bueno. Eso lo deciden ustedes. Pero creo que Juan Alberto es de los hombres que pueden y quieren “hacerlo” todos los días—Hipotetizó la suegra mirando pícaramente a su yerno y sintiendo como se le subía una comezón de la entrepierna a lo más íntimo de su útero, que apenas pudo disimular. En la fracción de segundo que le duró esa sensación, pasaron por frente a sus ojos flashes de los músculos de aquel macho, de su verga, de sus movimientos brutales y certeros. Estaba embriagada de todo lo que había absorbido sus ojos y sus oídos.

—Jajaja. No es para tanto, suegra—bromeó el viudo sabiendo que la vieja lo miraba de manera especial.

—Lo único que les voy a pedir—dijo seria la dueña de casa—Es que si van a venir seguido, me compren cama y colchón nuevos… y una TV grande para la sala. Porque de lo contrario voy a tener que sentarme a su lado a ver la novela de la tarde mientras  ustedes están “haciendo sus cositas” en mi cuarto.

Todos estallaron en risas, pero Juan Alberto supo de inmediato que en ese “santuario” como lo llamaba la vieja, iba a tener que pagar alquiler.

Continuará.