El visitante

Mi padre está duchándose,y su mejor amigo entra en casa...

EL VISITANTE

Descorrí la cortina para que pasara un poco de aire fresco y para que el nuevo vecino, en uso de sus prismáticos pudiera observarme con mayor detenimiento mientras me desnudara.

Lo hacíamos siempre, cada noche, a la misma hora. Como una cita a la que ambos no debíamos faltar, yo me masturbaba distraídamente frente a la ventana, abierta de par en par, mientras él en la sombra y con la única clave del brillo de sus lentes graduales, me acariciaba con invisibles ojos. Había pasado un mes exacto desde que aquel vecino se mudara a la casa de al lado. Treinta días exactos desde que le sorprendiera parapetado en la oscuridad de su ventana, atento a mi desnudez, atento a mis tocamientos. A mis 19 años siempre me había excitado la idea de que un hombre, bastante más mayor que yo, usurpara mi intimidad adolescente. Por lo que di rienda suelta a aquel juego con ese extraño del que nada conocía: ni su aspecto, ni su vida, ni siquiera si vivía solo o acompañado.

Desde mi cama, mostraba abierto mi culo, para él, me introducía los dedos para él, y finalmente eyaculaba sólo y exclusivamente para él. Después, finalizado nuestro ritual, echábamos las cortinas y en silencio y en la oscuridad nos decíamos "hasta mañana" con el apagado de las luces.

Una noche de aquel verano, concretamente, el 13 de agosto, mi padre, viudo desde que su único hijo naciera, se acercó a mí con ese gesto duro siempre presente en su rostro desde que le nombraran teniente en la Central de Policía de Madrid.

— Voy a salir. Vendrá el comisario en cualquier momento. Dile que espere sentando en el salón mientras me ducho. Y por supuesto ofrécele cuanto pida.

Yo asentí, pues mi padre se había ocupado de hacer de mí, un hijo obediente.

Jugué a la consola en el salón mientras esperaba la visita. No tardó en sonar el timbre. Un hombre rubio, atractivo de unos 40 años me saludó con gesto tranquilo.

— Hola, ¿Está tu padre en casa? — me preguntó con mirara distraída.

— Está arriba en la ducha. Tardará en bajar. Pero pase. Puede esperarle en el salón.

Acto seguido el hombre entró y cerró la puerta tras de sí. Con gesto detectivesco — tal y como le enseñara su profesión — observó el tranquilo interior de la casa. Pasamos al salón.

Mi insuperada timidez frente a extraños hizo que me concentrara más aún en el manejo del mando de la consola. Sólo tuve que desviar mi atención en el momento justo en el que el amigo de mi padre, sin querer sentarse en el sofá, se situó frente a mí. Muy serio, se bajo la bragueta de su pantalón y obligó a mi boca a abrirse. Su polla se introdujo sin esperar hasta mi paladar. Tomó mi cabeza con sus dos manos y sacudió sus caderas con la intención de meter más hondo su verga en mi garganta. Yo no me negué. A fin de cuenta el hijo cumplía con la orden del padre: darle al visitante todo cuanto pidiera. Así que chupé la polla de aquel hombre con el temor de encontrarme represalias del teniente si dejaba de hacerlo. El líquido pre-seminal del comisario no tardó en mojar mi lengua mientra la erección se completaba vigorosa ayudada por la humedad de mi boca.

Llevado por un ímpetu animal, me tomó por la cintura y ladeó mi cuerpo hasta aplacarlo contra el respaldo del sofá. Me bajó los pantalones del pijama del Mundial 2006, regalo de mi padre, y me abrió las piernas para untar su saliva en mi esfínter. Metió muy despacio su glande, al tiempo que su mano derecha comprimía mi boca por si se me ocurría gritar. Pero no tuve intención. Soporté como puede el dolor agudo de mi primera penetración. Un dolor que poco a poco fue remitiendo a una sensación analgésica que me ayudó a aguantar las envestidas del hombre. Su polla, dura y bien dispuesta consiguió meterse hasta al fondo de mi culo ayudada por mi lubricación natural. Se corrió dentro de mí como un animal justo en el momento en que había logrado acostumbrarme al poder de su miembro. Jadeante, se limpió la polla restregándola en una de mis nalgas. Mientras lo hiciera no fui capaz de moverme. Escuché su bragueta subirse y su americana ponerse. Y se marchó, sin más, por la misma puerta por la que había entrado a la casa del teniente Campos.

Dos minutos más tarde volvía a sonar el timbre. Una, dos, tres veces, de forma insistente. Me subí los pantalones del pijama. Mi padre bajaba con el albornoz puesto, cabreado, muy cabreado.

— Pensé hacer de ti un chico obediente. Pero ya veo que lo que te diga te trae sin cuidado. ¿No oyes la puerta?

Mi padre me lanzó un gesto despreciativo viendo mi cuerpo echado sobre el respaldo. Abrió la puerta encontrándose con el comisario. Escuché como se saludaban fraternalmente en el recibidor. Entraron en el salón viéndome en el sofá, sentado, como si nada me hubiera ocurrido.

— Comisario, le presento a mi hijo — dijo mi padre a su colega — Un futuro irresponsable si no me doy prisa por enderezarle. Unos días en la comisaría no le vendrían mal.

El nuevo visitante me lanzó una incómoda sonrisa ante el último comentario del teniente.

Desde la distancia analicé al hombre junto a mi padre: canoso, con bigote, nada parecido al "comisario" que minutos antes me obligara a complacerle en el sofá.

Quince minutos más tarde me quedaba solo en casa. Mi padre llegaría tarde de su cena con su jefe y la noche se me presentaba larga ante mi falta de sueño. No era capaz de razonar lo que me había ocurrido con el primer visitante. ¿Quién había sido? ¿De dónde había salido?

La una de la madrugada en mi despertador, la hora exacta en la que mi fiel vecino descorría las cortinas cada noche con sus prismáticos en una mano y su polla en la otra.

Decidí que no habría encuentro, aquella noche no.

Aún viéndome sin gana sentí curiosidad por verle pegado a su ventana. Ardiente en su deseo por contemplarme. Para mi sorpresa faltó a su cita aquella madrugada, por primera vez. Entendí entonces el motivo. Por fin me había probado, y al probarme se había acabado el juego.

A la mañana siguiente, mientras mi padre durmiera tras su cena — dilatada hasta las cinco de la mañana,— salí de mi casa hasta el jardín de mi vecino. Él acaba de recibir la visita de un camión de mudanzas. Una mujer le besaba en el rellano de la vivienda y le dejaba en compañía de dos niños. Éstos abrazaron a su padre tras un mes de separación. Caminé hasta las puertas traseras del camión justo cuando la esposa se acercaba a ayudar a los mozos de mudanzas. Ella cargó con una caja abierta, repleta de ropa. A su paso y en su descuido dejó un reguero de camisetas y pantalones.

Me apresuré a recoger la ropa caída. Ella agradeció el favor con una bella sonrisa y volvió a meter las prendas en la caja que sostenía.

Alcé la vista. Su marido se encontraba observándonos desde la puerta de su casa. Él bajo la cabeza, silencioso y hierático al descubrirme frente al camión que trasladaba su nueva vida al barrio.

Observé a su esposa alejarse de mí, portadora de la caja en cuyo contenido logré entremezclarle mi pijama del Mundial 2006.