El viejo, su mundo personal y la chica

Su pequeño mundo personal se resumía en una familia que lo ignoraba y sus miedos... hasta que apareció Andrea.

"... y te separo delicadamente una pierna de la otra la distancia necesaria para rasgarte el corazón"

Sí, éste es mi pequeño mundo personal. Mi esposa, mis tres hijas de las cuales solo una continuaba viviendo en casa, mi trabajo de medio tiempo, mis miedos, mis domingos de fútbol por televisión, mis pequeñas felicidades rutinarias y otra vez mis miedos. Sí... el miedo ocupa un lugar importante en mi vida; miedo a no escuchar el despertador, a no llegar a fin de mes, al después de estas canas, a la soledad, a no volver a sentirme hombre sexual, al no dejar más que olvido. Algunas veces mi mundo va demasiado de prisa, un bólido de números a saldar, un disparo en la sien de mis bolsillos. Otras veces es una imagen congelada, una postal del ostracismo entre las rejas de la libertad. Pero es mi mundo... mío, de nadie más... es mi círculo de tiza, mi balcón, el camino que elegí transitar.

Elegir... un verbo que ya no conjugo. Pensar que es la palabra que da comienzo a la santa biblia del adolecer en los primeros destellos del despertar de la conciencia como la gran utopía palpable y que, sin excepciones a la regla, va desapareciendo devorada desde los talones a las orejas por el sistema, la madurez y su seriedad almidonada de responsabilidades.

Ya tengo sesenta años y desde la misma cantidad de tiempo me llamo Andrés. Me casé a los veinte años con Victoria, por aquél entonces, la mujer más hermosa del barrio, y supimos ser una pareja envidiada por el amor con el que nos mirábamos. No sé qué nos pasó, supongo que el cambio fue tan gradual que no nos dimos cuenta. No podíamos vivir sin estar un segundo juntos y de pronto nos encontramos disfrutando solo de nuestros momentos en soledad. Un día decidimos dormir en camas separadas porque mis ronquidos le molestaban y la luz que encendía para leer desmantelaba mis horas de sueño. Entonces dejamos de compartir almuerzos y cenas, cestas de ropa sucia, tazas de café, conversaciones… hasta convertirnos en extraños conocidos.

Nunca hablamos del divorcio. Tantos años juntos nos hizo adictos al acostumbramiento aunque creo que también tuvo mucho que ver Soledad, de dieciséis años, la más pequeña de nuestras hijas. Soledad es como todas las adolescentes; indecisa, rebelde, inconstante, confundida y enemistada con todo el mundo, sobretodo con el mío. Hermosa como su madre. Independiente como su madre. Sociable como su madre. Todo como su madre. Ni un lunar la acerca a mí.

Para ambas soy un fracasado pero soy el único culpable de que lo piensen. No me di cuenta en el preciso instante que pasó pero en alguna parte del camino perdí mis convicciones, mis esperanzas, mis sueños y hasta mi dignidad, al punto de olvidarme por completo de aquél tipo que tenía un futuro prometedor, una libertad como verbo central y diez toneladas de sueños untados de esperanza y empatía. Nada quedaba de ese tipo, o sea, de mí... perdí mi esencia... me conformé con mi pequeño mundo personal, mi círculo de tiza, mi balcón. Me siento solo. Añoro un abrazo. Soy un tipo gris. Soy lo que nunca quise ser.

En fin, el conformismo que me aqueja continúa con su baboso paso de caracol por las baldosas de los grises días que olvidaron para siempre de cómo brillaba el sol en aquellas mañanas de juventud atea. El tope es el propio final, la muerte y su después si es que hay un después. Pero el azar me esperaba con sus cálidos brazos abiertos y una sonrisa de cambio en un sonrojado rostro que me decía casi como un susurro: Despierta Andrés, abre los ojos ¿Cómo lo hice? A diferencia de aquéllos acontecimientos que fueron sucediéndose gradualmente, este clic, esta explosión bendita tuvo su gran día, su génesis, mi despertar.


Era un domingo sin fútbol. Estaba recostado en mi cama mirando las manchas de humedad en el techo a lo "Chico Carlo", recolectando recuerdos de mis días alegres, pensando que hubiera sido de tantas cosas que nunca fueron. Un rayo de luz se colaba entre las rendijas de la ventana que daba a la calle. Como es su costumbre, mi mujer había salido con unas amigas de shopping a gastar el dinero que me ganaba día a día trabajando sin descanso en una oficinita de uno por uno frente a una Pentium arcaica que estaba cegándome mucho más que la vista. Soledad, mi hija, en casa de su novio "de turno" como casi todos los días. Mujeres. Conocen a un tipo y pierden toda conexión con el mundo que las rodea. En fin, la casa estaba vacía solo para mí y mi soledad. Como siempre.

Pensé en el refrigerador y en mi sed. Tantos avances tecnológicos y aún no se había inventado un transportador de objetos, me dije antes de abandonar la cama rumbo a la cocina. Al abrir el refrigerador me encontré con cuatro botellas de cerveza, justo lo que necesitaba para darle sabor a mi tarde sin familia. Conformismo que le dicen; uno se acostumbra a él. Empiné el codo y di el primer sorbo perdiendo mi vista en un punto más allá de mi nariz, justo en el centro de un recuerdo. Allí estaba Agustina; una amiga de la adolescencia, sin dudas, las mejores tetas del barrio, y porque no, de la ciudad. Me excitó pensar en ella, más precisamente en sus enormes tetas de pezones oscuros ¿Por qué no tocarme? Estaba solo, nadie me vería como un pajero y no me importaría serlo. Tres años sin sexo hacen de uno un monstruo de semen urgente y calzoncillos mojados. Metí una mano más allá del cinturón, tomé mi verga y me di una buena paja. No habían pasado ni cinco minutos cuando sonó el timbre. Puteé por lo bajo ¿tan rápido llegaron éstas? Me dirigí a ver quién carajos era tratando de esconder el mástil que llevaba entre las piernas. Agustina debería esperar.

Al abrir la puerta me reflejé en el azul de unos ojos preciosos.

- Buenos días, señor, ¿estaría Soledad? – preguntó una adolescente de unos dieciocho (tal vez mucho menos aunque por no joder al personal diré dieciocho) años. Rubia, cabellos más allá de sus omóplatos, cuello largo, pálida de pecas en sus mejillas. Yo asomaba la cabeza manteniendo la puerta entreabierta culpa de la erección que no cedía pero mis ojos se debatían con mi raciocinio. Una musculosa pequeña que transparentaba unos corpiños diminutos y ellos, imperceptiblemente, a sus pezones aparentemente rosados y pequeños. Faldas cortas y ajustadas dejaban ver a unas piernas torneadas, esbeltas, y zapatillas deportivas.

- Buenos días. Soledad está en la casa del novio – le contesté con la intención de cerrar la puerta de una vez para continuar con mi faena. La idea de estar al palo frente a una adolescente me apenaba.

- ¿Y no sabe cuándo vuelve?- sollozó con los ojos humedecidos. Como si le hubiese dado una mala noticia, la peor del día.

  • No lo sé. Realmente no sé mucho de ella – decir eso me hizo sentir un mal padre. Claro que lo era, nunca supe hacer valer mis palabras.

  • Usted es el padre, ¿no es cierto? –

  • Soy el padre – hice un silencio y bajé la mirada – Aunque no lo parezca, soy el padre – y volví la mirada a sus ojos.

  • Qué mal – bufó.

- ¿Qué mal porque soy el padre? – entrecerré los ojos.

- No, por favor, nada de eso – sonrió de lado expresando desazón o alguno de sus derivados – Es que necesitaba hablar con ella. Bueno, en realidad necesito hablar con alguien y como ella es mi amiga… - agachó su cabeza y continuó - como ella es mi amiga pensé que podría desahogarme – y para mi sorpresa, echó a llorar. No sabía qué hacer con eso, nunca me había sentido tan incómodo y es que en sus lágrimas se reflejaba el mal padre que era. Eso me carcomía el alma.

  • No llores, no llores que no sé actuar ante eso… ¿cómo te llamas? – la erección entre mis piernas era un recuerdo cercano y eso me permitió abrir la puerta y posarle una mano sobre el hombro – Tranquilízate, por favor – le dije tratando de mirarla a los ojos – Y encima no está mi mujer, seguro ella sabría cómo actuar ante esto… aunque… nada, mejor no me hagas caso -

  • No se preocupe. Será mejor que me vaya – esbozó mientras tomaba un pañuelo de su cartera. Al volver su mirada un mechón rubio cayó sobre uno de sus ojos e instintivamente llevé mi índice a su frente para corrérselo. Sonrió de lado, esta vez, expresando timidez – Gracias, muchas gracias –

  • No agradezcas tan poca cosa… pero no llores que no puedo con eso – imaginé la cantidad de veces que mi hija habrá llorado sin un padre que la consuele. Duele descubrirse en falta, más aún cuando esa falta es cometida en detrimento de un hijo.

- Pasará… como todo… pasará – y tragó saliva.

- No puedo ofrecerte más que un par de orejas si es que necesitas que te escuchen – mascullé con la seguridad de ser tratado con indiferencia; después de todo, para ella habría de ser un viejo de mierda – Si quieres puedes pasar –

  • Qué tierno de su parte… me serviría mucho pero no quiero incomodarlo ni mucho menos arruinarle un domingo con mis problemas – dio un paso atrás y luego otro hacia adelante – Quizá me disperse un poco la compañía de un extraño –

Pocas veces me he sorprendido con respuestas no esperadas. Con ésta casi caigo de espaldas. Asentí con la cabeza, ¿qué iba a hacer luego de invitarla a pasar? ¿qué podría decirle si ni siquiera sabía aconsejar a mi propia hija?, y extendí un brazo señalándole la entrada. Cosas de viejo, diría mi hija, y seguramente también lo habrá pensado esta chica. Al fin de cuentas era también una adolescente.

Una vez en la sala, le ofrecí sentarse en el sofá rojo que dos meses atrás había comprado mi esposa. Cien dólares por eso. Es increíble como esa mujer le pone alas a mi sueldo.

- Andrea, me llamo Andrea – dijo mientras se sentaba en el sofá y yo entrecerraba los ojos – Me lo preguntó en la puerta y entre una palabra y otra olvidé decírselo – y cruzó las piernas como solo las mujeres saben hacerlo.

- Voy a traerme una cerveza, ¿quieres gaseosa, agua…? – le pregunté tratando de quitar la mirada a esas piernas monumentales.

- Si tiene cerveza, la preferiría – y sonrió apoyando sus codos sobre su rodilla empinada.

- ¿Cerveza? – exclamé otra vez sorprendido por su respuesta - ¿Puedes tomar cerveza? -

- Como poder, puedo, me gusta mucho. Que no me dejen mis padres es otra cosa… pero no estoy en casa y mis padres no están aquí – la respuesta me pegó bajo al imaginar esas palabras en boca de mi hija. Adolescentes, qué extraña y compleja clase de la que formé parte hace décadas. Creen que todo está en orden caótico y así lo festejan, creen que la única verdad es la que sale de sus bocas o la de sus amigos hasta que una tormenta de realidades les vuela el techo a sus seguridades de cartón y lloran, berrean en pelotas en medio de un mundo de confusiones totalmente ajenos a sus rebeldías y a sus pataleos. Adolecer. Vaya mierda.

Volví del refrigerador con dos cervezas. No me pondría a discutir sobre lo bueno y lo malo de tomar alcohol a esa edad. La chica estaba preocupada por algo, yo me ofrecí como un escucha de su problema y ya, era lo que importaba. Me senté en el otro extremo del sofá, le di su cerveza justo al tiempo que di el primer sorbo de la mía.

- Bueno, Andrea, ¿qué te aqueja? Si me ofrecí para escucharte es porque he notado muy acongojada aunque ahora te noto mucho mejor – y le di otro sorbo a mi botella.

- Estoy mucho mejor y eso se lo debo a usted. Quizá necesitaba despegarme un poco de mis problemas – empina el codo, le da un sorbo a su cerveza y toma la botella con las dos manos – Nadie sabe que estoy embarazada y lo peor de todo es que no sé quién es su padre – solloza y su media sonrisa se convierte en una mueca amarga – No sé… simplemente no sé qué hacer y eso me desespera. Pero eso no termina allí sino que además estoy enamorada de otra persona… alguien imposible y eso me tiene peor porque no sé para donde escapar – remata y le da otro sorbo a la botella.

- Mierda, qué complicado ¿Y si pruebas contárselo a tus padres? – Me puse en los pantalones del padre y la noticia me sería peor que leer en el periódico sobre el retorno del hijo de puta de Carlos Menem. Ella me miró y luego dirigió su mirada hacia un costado.

  • ¿A mis padres? Olvídelo, lo único que lograría es que me echen de mi casa y ahí sí, todo sería peor. Al menos, por ahora tengo un techo donde dormir –

  • Andrea, no creo que tus padres te dejen a la suerte de dios. Te lo digo como padre que soy. Se van a cabrear como no lo imaginas, de eso no hay dudas, pero luego tratarán de acompañarte en lo que decidas –

  • Usted es muy dulce… pero no conoce a mis padres. Para ellos es blanco o es negro, no existen los intermedios y no aceptarían de ninguna manera a una hija embarazada en una orgía… - sus pómulos se encendieron – dios… perdone, es mejor que me vaya – decir que su hijo fue concebido durante una orgía le dio tanta vergüenza que intentó irse pero la tomé del brazo para que no lo hiciera.

- No voy a juzgarte. No soy quien para hacerlo – sonreí de lado, también fui adolescente – Además, no has terminado tu cerveza –

  • Gracias, muchas gracias por ser tan amable – y rodeó mi cuello con sus brazos hundiendo su rostro en mi pecho. Todo iba bien hasta que sentí su respiración entre mi cuello y el hombro. La imaginé de mil formas y en todas ellas estaba desnuda. Quise quitarme esa imagen de mi mente pero era imposible – Necesitaba que alguien comprendiera – dijo desde mi pecho. Apoyé mis manos en su espalda y la acaricié cuidadosamente tratando de evitar que mis manos transmitieran lo que sentía mi verga.

  • Bueno, Andrea, es hora de que vuelvas a tu casa. Ya sabes que puedes contar conmigo, y claro, imagino que con mi hija – le dije tratando de deshacer el abrazo que ya me tenía a punto ebullición. Su perfume frutal, su aliento caliente, sus palpitaciones… debía desterrar ese demonio de mi cuerpo. Traté de pensar en ese domingo sin fútbol, en las peleas con mi mujer, en el dinero que derrochaba cada fin de semana. Nada servía. Mi mente estaba ocupada por la imagen de Andrea desnuda, con los pezones erectos y la vagina empapada de ganas.

- Es que todo es tan pesado – sentí el calor de sus lágrimas derramándose en mi cuello – Siempre complico todo. Siempre. Me maldigo mil veces por ello – su llanto era ese dolor que había escondido de todos; su alma la ahorcaba, le quitaba el aliento – Cinco tipos. Cinco tipos fueron los que me cogieron por todas partes en todas las posturas posibles. Cinco vergas. Y ahora no sé quién puede ser el padre de mi hijo, no sé si sería mejor que no naciera, no sé si irme y perderme o quedarme e intentar que mis padres entiendan… me entiendan… aunque eso nunca pase – y las lágrimas brotaban solas, acompasadas. Por mi parte, escuchar de su boca lo de las cinco vergas me pusieron tan duro que dolía pero a su vez me amargaba su llanto.

  • Andrea, querida, tranquilízate – esbocé cruzando las piernas.

- pero no, no lo van a entender… no soy la hija perfecta que siempre han querido… no lo soy, no puedo serlo – tomó una bocanada de aire para desanudar la congoja en su garganta – Y lo peor, porque en mi vida todo siempre es peor, es que me gusta, me fascina ser así. Me volvió loca hacerlo con cinco tipos, se las chupé, se las mordisqueé, dejé que me la metan por el culo, entre las tetas, en mi concha, en simultáneo, sí… me gustó… qué hay de malo en eso… qué hay de malo – estallaba, decía, rezaba todos sus secretos como atacada por el nerviosismo… y era más que suficiente para mí. Intenté hacerla a un lado pero se aferró a mi cuello aún con más fuerza – Necesito gritarlo, necesito decir que no me arrepiento de lo que soy, no me avergüenzo de nada, no quiero avergonzarme de ello – separó su rostro de mi cuerpo y clavó su mirada en mis ojos atónitos – Usted me comprende… sé que me comprende – y una de sus manos apretó al bulto entre mis piernas – Siento que estamos conectados por la vergüenza de ser quienes somos, por las soledades a pesar de nuestra gente alrededor… yo sé que sentimos igual más allá de los años y las circunstancias de vida que nos separa… -

- Andrea, ¿qué haces? – tartamudeé a las puertas de quedarme seco de un infarto inoportuno. Todavía no había pintado la puerta del patio.

- ¿Y a usted qué le parece? – dijo posando la otra mano sobre el nacimiento de mi espalda.

- Podrías ser mi hija, Andrea – musité moviendo imperceptiblemente las caderas.

- O su nieta… pero no soy ni una ni otra – y pasó la lengua por mi mentón.

- ¿No quiere cogerme? ¿no quiere sobarme las tetas mientras me siente como me penetra? Vamos, sé que lo desea desde que me vio parada en su puerta – dijo con voz de mando - Acaso, ¿no desea sentir como se coge a una adolescente? -

- Es mejor que te vayas, niña – es lo único que pude decir para evitar quebrarme ante las mieles de su juventud candorosa.

- Usted no quiere que me vaya – sonrió de lado, perversa, altiva, adolescente, y suspiró sobre mis labios resecos por los nervios. Hace tres años que no tenía más relaciones sexuales que con mi mano derecha. TRES años… y no exagero, juro por la virgen de las puñetas que no exagero – Sé que me desea… y no veo porqué debe negarse a una chica entregada, con ganas de hacer todo lo que usted quiera… y más – agregó apretándose contra mi cuerpo. Sentí en mi pecho la dureza de sus pezones. Por mi mente cruzó meter la mano en su entrepierna. La imaginé empapada. Oliendo a sexo.

- Andrea, ¿viniste a esto? ¿sabías qué esto pasaría? –

  • Ni siquiera sabía que usted existía -

Abrió sus piernas. Se abrió mi coraza.


El recuerdo se convierte ahora en una sucesión de acciones y sudores y olores y vaivenes y jadeos y suspiros y humedades y ardores y locura. El sofá rojo, Andrea recostada boca abajo en él; dos botellas vacías a un costado, mi pantalón, mis interiores y mi remera en el suelo junto a su musculosa y los restos de la razón y la cordura.

Ubiqué mis piernas a los lados de sus caderas apoyando mis glúteos detrás de sus rodillas y recorrí con mis ojos cada curva, cada pliegue, cada ondulación. Su rostro, de lado, la mostraba apretando los párpados, mordiéndose el labio inferior, jadeante. Sus manos, a la altura de los hombros, hundían las uñas en la tela roja del sofá, y las mías, se posaron sobre sus omóplatos.

- Andrea, sos hermosa… un ángel – murmuré. Abrí el broche del corpiño y las tiras cedieron. Me detuve en una constelación de nueve lunares en su omóplato derecho. Pensé perderme en ellos. Cambiar mi pequeño mundo personal por los lunares de una adolescente. Sin más miedos que el roce de las prendas de invierno. Y continué. Acaricié su espalda hasta llegar al nacimiento de sus senos que yacían aplastados contra el sofá y empujé hacia ellos metiendo los dedos. Ella ayudó levantando imperceptiblemente su torso hasta que ocupé mis manos con ellos.

- Apriétalos con fuerza, eso me calienta – musitó elevando sus glúteos. Clavé mis rodillas, me incliné hacia ella y apoyé mi glande en la perfecta línea de su culo. Ella jadeó, se contorneo y me miró por sobre su hombro – Cógeme, por favor, cógeme – dijo abriendo sus piernas. No podía creer mi suerte. Y a decir verdad, que me lo pida volaba mi cabeza.

- Pídelo, vamos, ruega para que te coja – y pasé mi glande por su vagina.

- Toda, la quiero toda. Rómpame toda. Vamos, cójame – y enterró sus rodillas en la superficie abriéndose al punto de dejar ver la humedad interior de su vagina y el oscuro del ano – No aguanto, cójame, viejo de mierda, cójame –

"Viejo de mierda" es un apodo que con los años deja de molestar. Eso sí, no pensé que eso me llegará a calentar de la manera que lo hizo cuando lo escuché de sus labios. Apreté sus tetas con todas mis fuerzas usándolas de apoyo y clavé mi verga en su sexo empapado. Por fin mi pene se hundía en el fuego de una vagina y no en la frialdad de mis manos. Por fin sentía el contacto directo de las pieles cálidas y sudadas que ofrece el acto sexual. Por fin volvía a sentirme un hombre. Lo había olvidado como a tantas cosas. Los jadeos, los vaivenes de caderas, un culo golpeando contra mis huevos, una espalda arqueándose de locura, la humedad caliente empapándome el sexo, la agitación de las ganas, las palabras sucias, el pedido de más.

- Así, viejo de mierda, así, entiérrela toda, hasta los huevos… así – y se impulsaba contra mi pelvis en un vaivén perfectamente sincronizado. Hice lo que pude y lo hice bien. Mis sesenta se habían quitado de mis hombros. Me sentía joven, fuerte, viril, un puto dios cogiéndose a una pendeja con calentura de sobra – Sí, qué bien me estás cogiendo, viejo, qué rica se siente adentro – jadeaba y se retorcía. Quité mis manos de sus tetas y la tomé por los cabellos jalando hacia mí. Eso hizo que gritara con todas sus fuerzas – Acábame dentro, derrámame toda la leche… quiero sentirla, quiero - y acabó, unas, dos, tres veces seguidas, convulsionando ángeles y demonios.

- Sí, puta, acaba para mí, así… así, cómo te gusta… – esputé halando de sus cabellos con todas mis fuerzas como domando a un brioso corcel y golpeando mi pelvis contra sus nalgas. La postal desde mi posición es la mejor que había visto. Sus cabellos entre mis dedos, su espalda arqueada, su culo abriéndose hasta culminar en un ano palpitante, latiendo con cada penetración vaginal. Empujé con más velocidad, tanto que me dolían los huevos, y sentí el nacimiento del fin, el líquido caliente en mis entrañas a punto de estallar.

- Acaba dentro de mí… dame toda tu leche… empápame… - gritó con la voz entrecortada, respirando con la boca abierta, de ojos cerrados. Perdí el ritmo, los vaivenes se volvieron caóticos, el sofá rojo parecía estar corriendo por la sala, las prendas en el suelo imitaban nuestros movimientos y las botellas vacías reflejaban esa última estocada antes de derramarme dentro de su vagina. Temblaba mi alma, mis manos, mis piernas, mis labios, mi verga en su interior, el cerebro en mi cabeza, el corazón se rasgaba en temblores. Antes de caer exhausto sobre ella, plasmé la mirada en su constelación de nueve lunares. Me perdería entre ellos. Los habitaría hasta el fin de los días. ¿Un deseo? reencarnarme en uno de esos lunares. Si así pudiera. Si así quisiera.


Sí, ese era mi pequeño mundo personal iluminado por una adolescente llena de vida. Y mi esposa, mis tres hijas que ya no viven en casa, mi trabajo de medio tiempo, mis miedos, mis domingos de fútbol por televisión, mis pequeñas felicidades rutinarias y otra vez mis miedos. De pronto vi mi espalda canosa sobre Andrea, mis ojos abiertos y vacíos, mis labios sellados para siempre, mi sudor inerte, mi sangre quieta, mis latidos ausentes.

Sí, mi salida de la vida fue, como todos han de desearlo, justo con el último chorro de semen. Algo así como un retorno a los inicios. Ironías de la vida, que le dicen, o mejor, ironías de la muerte.