El viejo sacrílego
Cuando creemos que no se puede caer más bajo, siempre viene alguien que nos sorprende. Aviso: relato gay no apto para creyentes.
El viejo sacrílego
Cuando me ven pasar por la calle, camino de la iglesia del brazo de mi mujer, nadie podría ni imaginar lo vicioso que soy en realidad. Dicen que todos tenemos dos caras, y en mi caso ésa es una verdad como un templo. Y es que ni siquiera los que me conocen más cercanamente pueden dar fe de la naturaleza más íntima de mis pensamientos.
Mientras paseo junto a mi esposa, los vecinos del pueblo me saludan cortésmente y me sonríen afables. Si pudieran leer, en cambio, mis pensamientos más recónditos, les mudaría el rostro por completo y la estúpida sonrisa se les helaría de inmediato en los labios.
Todo lo que ven en mí es un anciano tranquilo y respetuoso, que acude con su mujer cada domingo a misa de doce. No sospechan que, a pesar de mi aparente devoción, la dichosa misa de doce me aburre tanto como a cualquiera. De hecho, si no fuera por la llegada del nuevo párroco, un apuesto joven de finos modales y encantadora sonrisa, quizá habría optado esta vez por permanecer en casa, con el pretexto de cualquier absurda dolencia.
Porque a mi edad, viéndome caminar apoyado en mi bastón, muchos podrían pensar que estoy en las últimas, y nada más lejos de la realidad. Desde siempre he cuidado bastante mi físico y nunca he abandonado la costumbre de ejecutar una tabla de gimnasia todas las mañanas, en la soledad del cuarto de baño.
Por eso estoy fuerte, me miro desnudo en el espejo y lo que veo me gusta. Piensan que estoy débil, y sin embargo, podría soportar sin problemas el peso de un hombre adulto a horcajadas sobre mis caderas.
Nadie diría tampoco que soy bisexual pero así me considero. Desde siempre me gustaron tanto la suave redondez de un pecho de doncella como la rotundidad de una polla bien armada. Sin embargo, la observación diaria del lamentable deterioro físico de mi esposa me ha impulsado irremisiblemente a la homosexualidad en exclusiva.
Me pregunto cómo es posible que las catedrales fueran construidas hace siglos y continúen en pie, mientras mi señora con sólo 60 años a sus espaldas es declarada en ruinas. Supongo que ella también soñará con cuerpos más jóvenes y lozanos que el mío, no la culpo. El caso es que desde hace años la coyunda entre ambos es no sólo infrecuente, sino además poco apetecible y hasta indeseable.
Calmo mis ardores casi a diario en la intimidad, aprovechando las ensoñaciones que me produce la observación de los hombres jóvenes del pueblo y mi más que fecunda imaginación. Más de una vez la tentación ha llamado a mi puerta pero he sabido decir casi siempre no, he de reconocer que más por miedo que por razones éticas o morales. El camino del dicho al hecho es largo y está lleno de peligros para el hombre que se decide a satisfacer sus bajos instintos. En realidad, siempre he considerado que la cobardía es la cuarta virtud teologal, ya que la Santa Madre Iglesia siempre ha resultado más comprensiva con el pecado de pensamiento que con el de los hechos consumados.
Como comentaba antes, la llegada del nuevo y joven párroco ha cambiado algo mi actitud y hasta diría que me ha trastornado un poco, sacándome de mi habitual monotonía. Enseguida se ha convertido en el protagonista casi exclusivo de mis fantasías. Pero no contento con eso, el otro día cometí la locura de pasar a la acción y acudí a su confesionario con la intención de ponerlo en un buen aprieto.
Nada más arrodillarme frente a él en el confesionario, y sentir la proximidad de su cuerpo frente a mí, me puse a temblar de pura excitación. En la proximidad pude apreciar que, como era de esperar, no empleaba colonia, y su olor corporal de hombre en la flor de la vida se expandía con toda sinceridad. Al amparo del secreto de confesión, y sabiendo que no tenía nada que perder, pasé a relatarle cuánto me gustan los hombres, proporcionándole todo tipo de detalles de las imágenes que tanto me turban y tanto mancillan mi limpio espíritu de hombre ejemplar.
Lo hacía, por supuesto, con el propósito, no de purgar mi alma, sino de complicarlo a él en mis tribulaciones y, por qué no, poner a prueba su propia sexualidad. El pobre chico quedó profundamente turbado y sus manos, que hasta ese momento asían las mías en gesto cariñoso, se transformaron al instante en dos cuerpos fríos y húmedos.
Escruté su rostro en busca de algún indicio de que la simple idea de la homosexualidad le produjera asco, y no lo hallé. Eso me dio fuerzas, y más tarde, ya en casa, mientras rezaba la penitencia que me había impuesto el curita, me masturbé enérgicamente, imaginándome su joven cuerpo desnudo poseyendo el mío en la penumbra del confesionario.
Sí, las fantasías que provocaron en mi mente aquella visita al confesionario resultaron en tantos pecados como para volver a confesarme cien veces. Lo imaginaba abriendo la puerta del confesionario, tomando su sotana por las puntas de abajo y alzándola, ofreciéndome a la boca el suculento manjar de su virilidad enhiesta. Yo, hincado de rodillas frente al fruto de su cuerpo, lo tomaba con mi mano y lo llevaba a mi boca como si fuera a comulgar. Luego lo engullía entero y lo saboreaba con toda mi alma, demorándome, disfrutando de la sensación de estar en comunión con su carne palpitante.
Después de eso, mis labios se ponían a succionar, recorriendo una y otra vez la longitud completa de aquel regalo de Dios. Finalmente, el cura perdía el control, abrazaba mi cabeza con sus dos fuertes manos, y me entregaba la absolución, copiosa y fervorosa, que yo aceptaba sumiso, dando gracias al cielo.
Hoy domingo me he levantado con una erección monumental y mi primer pensamiento ha sido venir a la iglesia para encontrarme en la misa con él. Incluso mi esposa se ha percatado de que empleaba más tiempo del habitual en acicalarme en el baño. En realidad, me estaba esmerando en limpiar hasta el último centímetro de mi anatomía, empleando para ello los artilugios secretos que guardo a buen recaudo en el rincón del armario. Seguidamente he extendido una buena capa de leche hidratante por toda mi piel y me he perfumado con la colonia más cara. Ahora ya sé que estoy loco, porque sólo pensaba en ponerme guapo y deseable para el párroco.
Cuando hemos franqueado la puerta de la iglesia, me sentía el hombre más atractivo del mundo. Nos hemos sentado en un banco cercano al altar, y como venía tan caliente, me he despojado del abrigo y lo he colocado sobre mi regazo, disimulando una ya pujante erección.
A la hora en punto ha comenzado a sonar la música de órgano y he vuelto la cabeza para verlo entrar por el pasillo central de la iglesia. Mi párroco venía en compañía de sus dos ayudantes, con su casulla inmaculada y el paso solemne. Al pasar junto a mí le he ofrecido la más radiante de mis sonrisas pero él ha declinado mirarme a los ojos. No sospecha que cada renuncia suya es una invitación a que continúe provocándolo. En el aire que ha traído me ha parecido percibir de nuevo el aroma del sudor de su cuerpo joven y atlético.
Luego la ceremonia ha comenzado y nos hemos vuelto a sentar. No podría decir que la misa me resultara aburrida, es sólo que permanecía atento a todos y cada uno de los movimientos y gestos del cura, y a ninguna de sus palabras. Como la liturgia de la misa me resulta algo tediosa, siempre ando entreteniéndome buscándole dobles significados perversos a cualquier detalle. Cuando el sacerdote dice "por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa", se lleva la mano al pecho y yo sonrío imaginando que se lleva la mano a otro sitio y nos muestra a todos el tamaño de esa grandísima culpa. Toda la ceremonia de la misa, con su rutina trufada de prolijos detalles, me recuerda poderosamente a los prolegómenos del amor. Pronunciamos en voz alta un montón de palabras usadas en la esperanza de que finalmente el espíritu se haga cuerpo y el cuerpo, espíritu. La oscuridad de la iglesia, la música solemne y evocadora, el aroma dulce del incienso, todo nos envuelve con un manto cálido y acogedor. Un puñado de beatas entra en éxtasis místico. Yo he entrado en erección.
Es el momento de la consagración y todos los allí reunidos caemos de rodillas. Para una persona de edad como yo, descargar todo el peso del cuerpo sobre las rodillas supone una cierta mortificación que no hace sino acuciar aún más los sentidos. De rodillas, mi cuerpo forma un ángulo con mis piernas permitiendo que mi verga, más libre dentro de su prisión, tome aire y confianza, redoblando su dureza. Presiento que estoy acercándome a ese punto de no retorno en el que no soy capaz de contener mi excitación; mi cuerpo transpira copiosamente y mi corazón late desbocado. Mi cuerpo hierve y toda la ropa me sobra, no aguanto más tiempo de rodillas. Me pongo en pie, mientras los demás continúan de rodillas. He de quitarme toda esta ropa que me asfixia. Salgo al pasillo central ante la mirada atónita de mi señora. Mientras avanzo entre los bancos, en dirección al altar, me voy arrancando la ropa. Una por una, las prendas van jalonando el camino: la chaqueta arrojada contra un banco, la camisa hecha un ovillo, los pantalones vueltos del revés, incluso los zapatos y los calcetines descansan ya en el suelo de la iglesia. Por fin, me deshago del calzoncillo y llego totalmente desunído al altar. Todas las miradas examinan mi cuerpo y las mujeres se horrorizan ante la visión de mi falo erecto como si acabara de hacer acto de presencia el mismo demonio.
El párroco me mira incrédulo, pero él sabe lo que yo deseo. Me planto ante él y caigo de hinojos. Mis manos se dirigen a sus tobillos y desde allí trepan las dos por entre sus ropajes, devorando a su paso el suave vello de las piernas. Cuando llegan a su destino, la verga del cura está ya erguida y enarbola para todo el mundo la bandera de su pecado. Los faldones de su ropaje cuelgan ahora en pliegues suspendidos desde el caliente mástil que muestra insolente su cabeza roja y húmeda.
Sin mediar palabra alguna, le indico lo que debe hacer ahora. Me inclino sobre el altar y le ofrezco mi cuerpo desnudo para el sacrificio. Me abro de piernas y me sujeto con las manos firmemente a la enorme piedra del altar. Noto cómo el aire del templo se abre paso entre mis nalgas, liberando mis pliegues más recónditos. Mi orificio queda expuesto ante todos, ardiente y suplicante, sólo le falta hablar y decirle al curita: "Por lo que más quieras, ¡fóllame!".
Pero el hombre es pusilánime y permanece estático, confuso, debatiéndose entre la tentación de la carne y la castidad virtuosa. Sus ojos echan fuego y su polla es una roca, pero sus pies no avanzan ni un centímetro. Y yo me estoy cansando de esperar, mis piernas se abren aún más, provocándole, y con las manos me abro las nalgas todo lo que puedo, en una danza obscena y desesperada, mostrándole con claridad el camino por el que debe insertar su flamígero instrumento. Con los vaivenes de mi cuerpo, la dureza pétrea de mi polla golpea una y otra vez contra mi abdomen, casi creo que me voy a correr.
Es entonces, cuando ya casi he perdido la esperanza de saciar mi sed, mi rostro hundido entre mis brazos, cuando oigo un ruido sobrenatural, un estruendo que proviene de la pared, acompañado del inequívoco crujir de la madera y seguido del murmullo alucinado de los fieles. De inmediato percibo el calido sonido de unos pies descalzos aproximándose hacia mí. Una mano helada contacta con la desnudez de mi espalda produciéndome un escalofrío que recorre mi cuerpo de punta a cabo. Cuando esa mano inicia una suave caricia, mi excitación, que había quedado suspendida por la sorpresa, vuelve a mi ser con renovadas fuerzas. Pronto la caricia deriva en una aproximación hacia mi culo, y finalmente se hunde festivamente entre mis nalgas, complacida en recorrer una y otra vez la volcánica raja. Cuando un dedo frío y firme se introduce por mi ano, creo que voy a volverme loco de placer. Pronto compruebo que es un dedo experto, que parece leer mi pensamiento y sabe cómo despertar en mi estrecho canal los goces más exquisitos. Al introducir un segundo dedo he dado un pequeño respingo; sin embargo, pronto me acostumbro y disfruto de una hermosa sensación de plenitud, sintiendo cómo las paredes de mi ano se contraen rítmicamente al son de los latidos de mi verga, que parece casi estallar. Un tercer dedo ingresa en el oscuro convento y busca su lugar, va explorando nuevos rincones y abriendo nuevas puertas al placer. Mis piernas comienzan a temblar y no creo que pueda resistir mucho más tiempo tamaña invasión de mis entrañas. Y sin embargo, la mano no muestra piedad ni compasión y un cuarto dedo se desliza ajustadamente entre los otros tres.
Ahora sí creo que me van a reventar el orificio porque la tensión es insoportable y, con lágrimas en los ojos, ruego a Dios que ponga fin a este suplicio. Sin embargo, otra mano helada se posa sobre mi cabeza y la acaricia, llena de amor y comprensión, como un padre acaricia el cabello de un hijo que duerme en su regazo. Entonces el placer vuelve a mí, como una oleada de lujuria que me exige un último esfuerzo. Asiento con la cabeza y los cuatro dedos se retiran suavemente de mi interior.
Al sentir el enorme vacío rompo a llorar. "Señor mío, Dios mío" musito exangüe. Los cuatro dedos se reúnen con el quinto para formar un puño que se dirige hacia la boca de mi ano. Ahora ya sé lo que me espera, todo lo que tengo que hacer es tener fe. Entrego mis últimas fuerzas y encomiendo mi espíritu. El puño entra por mi canal con la fuerza descomunal de un caballo. Mis piernas ceden, pero el puño me mantiene en vilo. Sumido en un océano de dolor, todavía alcanzo a distinguir cómo el puño comienza a moverse dentro de mi recto, adentro y afuera, luchando con sus ahora ya distendidas paredes, reclamando su sitio y excavando cada vez más y más profundo.
Y empiezo a creer que el puño forma ya parte de mí, que es un apéndice más de mi cuerpo, como cualquiera de mis brazos o de mis piernas, y que tan dentro de mí, parece que se metiera incluso dentro de mi polla y la volviera a enderezar. Sí, mi polla es ahora un puño, y golpea de nuevo contra mi abdomen, y entre mis piernas, y yo me corro, me disuelvo en un río de esperma que cae entre mis piernas, y veo el cielo, y a los apóstoles y hasta los ángeles, y me encantaría quedarme ahí para siempre, atravesado por el dolor, atravesado por el placer. Pero sé que tengo que descender de nuevo a la Tierra, y alzo la cabeza y estoy de nuevo en el banco de la Iglesia arrodillado.
Todos nos levantamos y damos gracias nuevamente a Dios, pero sólo yo lo hago con lágrimas de fervor en los ojos. La santa misa continúa como si nada hubiera pasado. Nadie parece haberse dado cuenta del prodigio que acaba de suceder. Empiezo a pensar que he perdido por completo la razón. O quizás no. Mi mente retrocede a mi infancia, a las historias que nos contaban sobre los santos y sobre las apariciones que tenían, muchos de los cuales habían tenido que luchar contra el descreimiento y la burla de sus coetáneos. Realmente, ¿quién podría creer mi historia? Y sin embargo, una mancha húmeda y cremosa se extiende por la cara interna de mi muslo izquierdo, una mancha que corro a ocultar con mi gabán, como si fuera un estigma.
Por fin, salgo de la iglesia del brazo de mi mujer, que nada sospecha, pero mi mente está lejos de allí. Hoy me he entregado a la pasión sexual más descarnada y lo he hecho en el altar de la iglesia. Seguramente pensarás que merezco un castigo, y sin embargo, no pienso confesarme; a fin de cuentas, mi único pecado ha sido amar a Dios.