El viejo pescador

Nati propone acercar a un conocido a un centro de salud, pero se llevará una agradable sorpresa.

Nati volvía a casa desde la playa en su flamante Opel Astra negro, cuando reconoció a Vicente esperando el autobús bajo la marquesina de la parada del número 3. El viejo pescador siempre presentaba el mismo aspecto, camisa de cuadros, pantalón de lino verde, y su inconfundible sombrero de paja. En cambio, ella, que venía de tomar el sol, apenas llevaba una camiseta negra de tirantes y la parte de abajo del biquini.

Frenó.

-       ¿Adónde va usted, Vicente?

-       Al ambulatorio, hija – dijo él, reconociéndola al instante, como la mujer de Ramón, el hijo de su difunto amigo Bernardo.

-       Pues suba, que yo voy para casa, y vivo casi al lado.

Vicente subió con agilidad. Pese a sus años se mantenía en buena forma. Era, en la práctica, el único que seguía dedicándose a pescar en aquel pueblo, antes pesquero, pero ahora dedicado por entero al turismo.

En cuanto el coche se puso en marcha de nuevo, el viejo pescador reparó en los generosos pechos de Nati, sueltos bajo la camiseta, y empezó a sentir un cosquilleo en su entrepierna y a fantasear con lo que podría hacer con ellos. Siempre le gustaba presumir de su actividad sexual, pero lo cierto era que en los últimos ocho o diez años sólo se había llevado a la cama a una vieja prostituta, ya entrada en carnes.  Así que estar en aquella situación con una mujer de no más de treinta y cinco años y en plenitud de su atractivo físico le parecía un sueño.

El trayecto era corto, no más de cinco minutos, y pronto llegaron al destino.

-       Voy a aparcar aquí, junto a mi casa, y ya sólo tiene que cruzar y girar a la derecha para llegar al ambulatorio.

-       Muchas gracias, hija – dijo él, mientras seguía obsesionado con sus pechos.

Mientras Nati maniobraba, al girarse para mirar el estacionamiento, vio como Vicente se palpaba el bulto de su entrepierna por encima de los pantalones.

-       ¡Vicente! – exclamó, más sorprendida que ofendida.

-       Perdona, hija, - se ruborizó él -, pero es que eres tan linda.

-       Pero, ¿cuántos años tiene usted?

-       Setenta y nueve haré el mes que viene.

-       ¿Y todavía…?

-       Sí, hija, uno ya no funciona como antes, pero cuando veo algo bonito no puedo evitar ponerme malo.

Nati estaba aturdida. Jamás hubiese imaginado que aquel hombre, casi octogenario, se excitara de esa manera con ella. Estaba como hipnotizada viendo como él seguía tocándose, ya sin disimulo. Y pronto dio un paso más y agarró la mano de ella para llevarla hasta su entrepierna y restregarla contra su polla. Nati se estaba excitando, no podía negarlo, y Vicente se dio cuenta.

-       Vamos a mi piso, que aquí nos puede ver alguien – dijo ella, sin pensar.

En cuanto cerró la puerta, Vicente agarró a Nati por detrás y comenzó a sobarla, metiendo sus curtidas manos bajo su camiseta y estrujando sus pechos, acariciando sus pezones mientras le aplastaba su paquete contra el culo. Ella estaba aprisionada contra la puerta y cada vez más caliente. Unos leves gemidos escaparon de su boca. Por un instante él se apartó para desabrocharse los pantalones, y ella aprovechó para girarse y tomar aire.

-       Vayamos al sofá – le propuso.

Él dejó al descubierto su venosa polla. No era demasiado grande, pero palpitaba de deseo. Nati lo obligó a sentarse, mientras ella se sacaba la parte de arriba y le enseñaba sus magnificas tetas. Después se sentó a su lado y cogió su polla, empezando a masturbarlo con lentitud. Vicente, a su vez, no podía quitar ojo de aquellas dos maravillas que se bambaleaban al ritmo de la paja; y comenzó a chuparlas. Después, bajó una mano y la introdujo por debajo de la braguita del biquini, notando al instante lo mojada que estaba ella.

-       Siéntate en mí, hija, quiero metértela, por favor – casi suplicó él.

Ella no lo dudó, y dándole la espalda se situó a horcajadas sobre su polla. Comenzó a moverse, a disfrutar del momento, a gemir sin miramientos en cada envite mientras él no dejaba de manosear sus tetas. Hacía tiempo que su marido no les prestaba atención, y ahora, Vicente la hacía sentir atractiva, poderosa; tenía unas ganas salvajes de follar, de correrse.

Un par de minutos más tarde notó que él se aflojaba, y temió y que no pudiera acabar, así que se bajó, y arrodillándose delante de él, empezó a chupársela frenéticamente mientras se frotaba su chorreante sexo con un par dedos; y es que estaba tan caliente que no podía quedarse a medias.

Vicente respiraba con dificultad, sudaba y enrojecía, pero disfrutaba como no lo había hecho en años. Agarró a Nati por los pelos y la obligó chupar más deprisa, más profundo; ella casi se ahogaba. Entonces todos sus músculos se tensaron y eyaculó en su boca ahogando un grito de placer y euforia. Ella, a su vez, caía rendida, segundos después, en un orgasmo interminable.