El viaje que nos unió (Parte XIII – FINAL)

No sabía qué hacer, no sabía si correr a abrazarla y mentirle diciéndole que todo iba a estar bien...

NOTA DE LA AUTORA =)

Gracias a todos por haber seguido desde el inicio esta historia; también a los que se fueron enganchando a lo largo de este viaje.

Quisiera seguir agradeciéndoles por tantos y tan buenos comentarios. En serio, gracias, especialmente a angie , Tc Pxndx , HombreFX , labrys28 , por dejar siempre, al final de cada entrega, sus críticas (siempre positivas); al igual que ViriBom , aurora la diosa , Tu Angelita , BUTLER , doll , yelyah , vane , lisa , soloyo , alone23 , alLIZon , Monse , standy , Sweet , marinera , coffe , Alexa , Samantha , Sigrun y patoferrer .

Espero poder leer sus comentarios aquí también, en esta entrega final.

Les dejo la última parte de "El viaje que nos unió". Coméntenlo y, sobretodo, entiéndanlo (entiéndanlas).

El viaje que nos unió (PARTE XIII – FINAL)

L: A MI  habitación, a mi cama… Quiero que hoy duermas conmigo, a mi lado… – Besé su cuello. –  El tiempo que nos quede, unas horas, unos minutos, un par de segundos… – Entramos a mi dormitorio. – Quédate conmigo, por favor…

A: Claro que sí. – Me tomó de las manos y las enredó en sobre su cuerpo, haciendo que la abrace con más fuerza, pegando más su cuerpo con el mío. Giró levemente el rostro y me besó.

La acosté en mi cama y me ubiqué a su lado. La besé tiernamente en los labios para luego recorrer su rostro.

La miré fijamente a los ojos, me perdí en ellos, como muchas veces, pero esa vez fue aún más especial.

Ella acariciaba mi rostro, yo su espalda. Juntamos nuestros labios. Así nos quedamos dormidas. Adoré sentir su delicada piel paseando por mis dedos, el suave calor de su cuerpo, su delicioso olor: todo era perfecto.

Cuando abrí los ojos noté que mi rostro estaba entre sus senos, tal vez, durante sueños, inconscientemente, llegué ahí, al lugar en el que deseaba quedarme toda la vida. He tenido la oportunidad de viajar a muchos lugares, dentro y fuera del país, pero este era, sin duda alguna, el mejor de todos. Su pecho fue como todas las bellas ciudades y hermosos paisajes que he visitado y las maravillas que me gustaría conocer, juntos, pero aún mejor.

La vi, aún dormía, no pude evitar que un par de lágrimas abandonaran mis ojos. La miré una vez más, millones de imágenes y escenas invadieron mi cabeza, una tras otra, algunas dejaban extraordinarios recuerdos, otras no tanto, pero todas, en conjunto, guardaban un significado súper especial y gracias ellas podía contemplar a la maravillosa mujer que ahora dormía a mi lado.

L: Am… – No pude contemplar lo que empecé a pronunciar. Algo me detuvo. – Adri… – Jugaba con su cabello.

A: Mmm… – Apenas abrió los ojos.

L: Pequeña, debemos empacar, se hace tarde.

A: ¡Ay, no!

L: ¡Ay, sí! ¡Termina de despertar, flojita! – Le di un beso en la mejilla. Adriana tomó mi rostro y me acercó a sus labios. Ese beso inició nuestro final.

A: No sé que va a pasar cuando lleguemos a nuestra ciudad, no sé que voy a hacer cuando sea imposible tenerte a mi lado. – La besé.

L: Allá deberíamos

Deberíamos

No sé

Todo tendrá que cambiar

– Me besó.

No va a ser fácil.

A: Te quiero.

L: Yo también te quiero y te voy a querer siempre, pase lo que pase, estés donde estés, sea quien sea el que tenga la dicha de estar a tu lado… Te quiero. – Me abrazó.

Lejos de lo que hubiera esperado, el abrazo nos dio fuerza para continuar. Empacar no es una tarea compleja (fastidiosa sí, mas no del todo difícil), pero se complica muchísimo cuando lo que guardas en las maletas no es sólo ropa ni los típicos y básicos objetos “viajeros”.

Nosotras debíamos empacar más que eso. Adriana y yo sabíamos que junto a nuestras cosas guardaríamos, también, nuestros recuerdos, nuestros besos, abrazos, olores y sabores. Nuestras miradas siempre cómplices, nuestras sonrisas y aquellas conversaciones que nos acercaron cada vez más, y que, tal vez, no se repitan jamás.

Las maletas tenían un espacio reservado para nuestras caricias, para el acelerado ritmo de nuestra respiración y, sobretodo, para el sensual estremecimiento de nuestros cuerpos.

Éramos conscientes de lo que representaba dejar el departamento que compartimos por varias semanas, sabíamos lo que significaba regresar a nuestra ciudad.

Mi habitación quedó vacía, al igual que mis ojos luego de agotar todas las lágrimas que pude llorar.

Me metí la ducha por unos minutos; agua fría era lo que necesitaba para calmar mi ansiedad, para apaciguar un poco mi tristeza.

Terminé de vestirme y, ya con las maletas listas, fui a la habitación de Adriana.

L: Un último esfuerzo. – Dije, al ver como se esmeraba por meter todo en la maleta.

A: No te burles Lu, esto se me ha complicado un poco más de lo que pensaba. – Sonreí. Me acerqué a ayudarla.

L: ¡Listo!

Llevamos sus maletas al living del departamento y las dejamos junto a las mías. Nos miramos unos segundos. Un frío silencio invadió el lugar, hasta que Adriana habló, con voz entrecortada.

A: Si pudiera… – El brillo de sus ojos evidenciaba una gran tristeza.

L: Si pudieras, ¿qué? – Me paré frente a ella, muy cerca.

A: Pero no puedo… – Me abrazó. – No podemos. – Suspiró.

L: Es inútil pensar en eso ahora, Adri.

– Sabía de qué estaba hablando.

¿Para qué pesar o suponer algo que ya no está en nuestro poder?

Adriana se alejó y cogió sus maletas.

A: ¿Ya llamaste al taxi? – Su tono de voz ahora era frío.

L: Sí… – Me desconcertó su cambio. – Supongo que debe estar por llegar.

A: Bueno…

No sabía qué hacer, no sabía si correr a abrazarla y mentirle diciéndole que todo iba a estar bien, que en nuestra ciudad todo sería como aquí, que podríamos sobrellevar lo que vendría, que nuestros viajes individuales a diferentes puntos del país no nos separarían por completo, que nuestros proyectos profesionales no serían tan fríos ni crueles como para lograr que nos olvidemos de la otra, que la presión de nuestras familias por vernos “felizmente” realizadas, tanto en lo laboral como en lo personal (es decir, casadas y con hijos) no iba a poder con nosotras, que seguiríamos juntas a pesar de todo, aún cuando ninguna de las dos haya, siquiera, imaginado estar en medio de una situación semejante.

Decidí ir a mi habitación y observarla por última vez. Los recuerdos me los llevaría, pero las vivencias se quedarían aquí, en este dormitorio, en este departamento, en esta hermosa ciudad.

El sonido de mi celular me asustó. Atendí la llamada, era la empresa del servicio de taxi, me comunicaron que un auto ya nos estaba esperando en la entrada del departamento.

Regresé al living . Adriana estaba sentada en uno de los sofás con la mirada perdida.

L: Adri… – Le di un beso en la mejilla. Se sobresaltó un poco. – El taxi ya está afuera.

A: OK.

El camino hacia el aeropuerto fue silencioso. La manera más inmadura de afrontar una situación compleja es ignorándola, no hablando del tema, pretendiendo que no existe. Y eso hicimos nosotras.

Algunas de nuestras tristes miradas se encontraban por momentos, otras, simple y sencillamente, se perdían en el horizonte.

Llegamos al aeropuerto minutos antes de la hora de salida de nuestro avión. Corrimos al mostrador de la aerolínea, nos entregaron la tarjeta de embarque, pasamos por los controles de seguridad del caso y llegamos, por fin, a la puerta de embarque.

Mi asiento, dentro del avión, era al lado del pasillo; el de Adriana, al lado mío.

Luego de ayudarnos mutuamente, aún en silencio, a acomodar nuestro equipaje de mano, nos sentamos, apoyamos nuestras cabezas en el asiento y suspiramos, todo sincronizadamente, como si lo hubiéramos ensayado.

Sorprendidas, giramos a mirar a la otra y sonreímos. Adriana tomó mi rostro y me acercó a ella.

A: Nos queda menos de 2 horas… – Rompió el hielo. – No pienso desperdiciarlas poniéndome triste ni sosteniendo este silencio que sólo nos está lastimando cada vez más. – Sonreí.

L: Qué esperas para besarme, entonces.

El beso en el que nuestros labios se unieron, segundos después, quedará registrado en mi mente para siempre. El lugar en el que estábamos no era privado, pero nos fue imposible mantener la cordura.

Cuando nuestras revoluciones bajaron un poco, separamos nuestros labios. Nos miramos, una vez más, y reímos. No valía la pena dejar que la nostalgia nos invada, Adriana tenía razón. Las cosas pasarían, sean las que sean, con o sin nuestro consentimiento.

Conversamos unos minutos, reímos de lo que empezamos a ver en la pequeña pantalla cerca de nuestros asientos. El tiempo se detuvo un momento.

A: Ya regreso. – Se puso de pie e intentó pasar entre la parte posterior del asiento que se encontraba delante de mí y mis piernas. Aparentemente “no pudo” porque quedó sentada sobre mí. – Lo siento.

Musitó sin moverse. Me besó. – Perdón. – Lo hizo una vez más. – Discúlpame, en serio. – Depositó otro beso sobre mis labios, esta vez un poco más duradero.

L: Adri… – No pude evitar sonreír.

A: Sí, sí, ya me voy. – Fui yo la que se acercó a sus labios en esta ocasión.

Adriana se alejó segundos después.

No iba a poder. No podría dejarla ir. No soy lo suficientemente fuerte como para lograrlo (por lo menos eso fue lo que creí en ese momento).

Adriana se había convertido en alguien súper especial en mi vida. Antes de este viaje ni siquiera se me hubiera ocurrido barajar la posibilidad de que algo así podría ocurrirme. Hace un par de años descubrí que me gustaban las mujeres, hace poco más de un año me perdí, por primera vez, en los ojos de Adriana, me paralizó detallar cada uno de sus gestos, pero jamás imaginé que “esto” sucedería.

Este viaje me enseñó muchísimas cosas, y quizás la más importante haya sido que la vida te sorprende cuando menos te lo esperas, que de nada sirve planificar una vida “perfecta”, estructurar tu futuro, porque las cosas no saldrán siempre como lo planeaste, muchas veces resultan mejor, pero otras, mucho más complicadas.

Voz: Señorita, disculpe… – La auxiliar de vuelo me estaba hablando.

L: ¿Si?

Azafata: La señorita que estaba con usted se encuentra un poco mareada. Le ofrecí varias cosas pero sólo me pidió que viniera por usted, quiere verla. – Me desabroché el cinturón de seguridad.

L: ¿Dónde está? – Me paré del asiento.

Azafata: En la parte posterior. – Señaló un camino (el único).

L: Gracias. – Me preocupé. Caminé aceleradamente. La auxiliar de vuelo intentaba seguirme el paso. – ¿Adriana? – Pregunté junto a la puerta del cuarto de servicios higiénicos de avión.

A: Luciana… – Abrió la puerta.

L: ¿Qué tienes? ¿Estás bien?

A: Gracias por avisarle señorita. – Adriana me tomó del brazo e hizo que ingrese al reducido ambiente en el que se encontraba. Cerró la puerta.

L: ¿Qué pasó? – Acaricié su rostro. – ¿Necesitas algo?

A: Te necesito a ti… – Se acercó a mis labios. – Eres todo lo que necesito y saber que te voy a perder dentro de unos minutos me aterra.

¿Cómo poder explicar lo que sucedió después? El beso en el que nos unimos lo fue todo, la desesperación y ansiedad que transmitían nuestros labios  fueron ridículamente tiernas.

Succioné su labio inferior, luego ella mordió el mío. El dolor que sentí en ese momento fue intenso, pero no era físico, era de adentro. Suspiré.

Nos miramos brevemente, nuestros ojos dijeron eso que las palabras nunca hubieran podido expresar, jamás. Había llegado el momento y así lo entendimos. Con todo el dolor que sentía, elevándose exponencialmente cada segundo que pasaba, abrí la puerta y juntas salimos del cuarto de servicios higiénicos.

Nos ubicamos en nuestros asientos. La auxiliar de vuelo se acercó a nosotras.

Azafata: ¿Se encuentra mejor, señorita?

A: No.

Azafata: ¿Puedo hacer algo por usted?

A: Lo dudo muchísimo. – La azafata la miró con desconcierto.

Azafata: Bueno… – Titubeó. – Abróchense los cinturones, por favor. Estamos a punto de aterrizar.

Cuando el avión se detuvo, nuestras miradas se cruzaron y un dulce y fugaz beso llegó a mis labios.

Tomamos nuestro equipaje de mano y nos dirigimos a una de las salas del aeropuerto a recoger nuestras maletas; nuestros ojos ya no se encontraban.

Salimos de ese lugar y al llegar a la sala de espera vi a la madre de Adriana correr hacia nosotras (hacia ella) y darle un cariñoso abrazo que, a juzgar por el rostro de Adriana, la estaba dejando sin aliento.

Mamá de Adriana: Adriana, ¡te he extrañado!

A: Yo también mamá. – Apenas podía hablar.

Mamá de Adriana: ¿Cómo estás? ¿Estás bien? ¿Cómo te fue? ¿Qué tal el clima por allá? ¿Viste a tu prima? ¿Te…

A: Mamá, mamá, espera… – Reí. – Una pregunta a la vez. – Por lo poco que conozco a su mamá me atrevo asegurar que es así siempre. Se preocupa mucho por ella (especialmente cuando viaja), la cuida muchísimo a pesar de que Adriana es la mayor de sus dos hijas. – Pero bueno, mejor después hablamos de eso. ¿Recuerdas a Luciana?

Mamá de Adriana: Claro que la recuerdo. – Me abrazó. – Hola Lucianita, ¿cómo estás? ¿Qué tal el viaje?

L: Buenas noches señora. Bien, gracias. Todo bien. – Mentí.

Mamá de Adriana: ¡Qué bueno! Pero… – Nos miró con un par de signos de interrogación reflejados en los ojos. – Si todo está tan bien, ¿por qué tienen esas caritas? – Las mamás intuyen algo, siempre.

Papá de Adriana: Adri, ¿cómo estás? – Llegó el padre de Adriana para “salvarnos” de la situación, dándole un abrazo un tanto menos intenso que el que le regaló su madre minutos atrás.

L: Buenas noches, señor. – Dije, al sentir su mirada fijarse sobre mí.

Papá de Adriana: Buenas noches, hijita. – Sin duda me estaba “ganando” a mis (actuales, futuros, imaginarios) suegros.

Luego de una breve conversación en la que los padres de Adriana intentaron enterarse, de manera general, de algunos detalles de nuestro viaje, los señores decidieron irse.

Mamá de Adriana: Lucianita, ¿no vienen a recogerte? Porque, si deseas, nosotros podemos dejarte en tu casa.

L: Gracias señora, pero mi papá ya está viniendo.

Mamá de Adriana: Bueno, nosotros ya nos vamos. Cuídate mucho. Espero verte pronto. – Sonrió.

L: Muchas gracias. Hasta luego, entonces.

Papá de Adriana: Chau, hijita.

L: Adiós, señor.

A: Nos vemos el miércoles, Lu.

– Habló suavemente.

L: Sí, el miércoles. – Dije, casi sin aliento.

Me quedé ahí, en medio de centenares de personas que recibían a sus familiares, amigos, novios eternos, o qué sé yo. Quedé paralizada, con la boca seca y con lágrimas amenazando con empapar mi rostro. Sentí frío, mucho frío.

Algo en mi bolso empezó a vibrar. Era mi celular.

L: Papi, ¡ya llegué!

Papá de Luciana: Me alegra que hayas llegado bien. Discúlpame por el retraso, Lu. Llego en un momento.

L: No te preocupes, de aquí no me muevo. – Prefería, por lo menos, intentar bromear que ponerme a llorar.

Papá de Luciana: Jajaja. OK, amor. Nos vemos.

Abrí el bolso, esta vez para guardar el aparatito. Con gran sorpresa vi, dentro de él, algo que no había notado cuando busqué el celular antes de hablar con mi papá: yacía solitaria y melancólica una hoja de papel doblada de forma peculiar, con una inscripción en la parte principal, lisa y sin doblar: “No me olvides nunca, por favor”, leí con el corazón desesperado.

Era mi letra, era una nota para Adriana. Una nota extensa, muy larga, con palabras fuertes, desde adentro. Intentaba explicarle lo inexplicable.

La había escrito esta mañana, mientras la contemplaba en silencio, mientras repasaba con la mirada y con los dedos, suavemente, cada centímetro de su cuerpo, mientras ella dormía. Me hubiera gustado habérselo dicho en persona, habérselo susurrado al oído, pero la tristeza y el sabor de una amarga despedida me lo impidieron.

La busqué con la mirada, estaba saliendo del aeropuerto junto a sus padres. Miré a los costados, una persona de seguridad me observaba con desconcierto.

L: Cuide mis maletas, por favor, vuelvo en 5 segundos. – Dije, señalándole mi equipaje.

Corrí hacia Adriana. Grité su nombre pero no me oyó. Era algo tonto, una “simple” nota no iba a cambiar nuestra nueva realidad, pero sentía la extraña necesidad de entregársela y que leyera lo que no había podido decirle frente a frente.

Salí del aeropuerto y vi como su padre guardaba las maletas en el auto.

L: Adriana… – Dije, mirándola a través del vidrio del asiento posterior del auto de sus padres. Me miró sorprendida. – Esto es tuyo. – Le mostré la hoja de papel doblada.

Adriana salió del auto y recibió lo que le estaba entregando. Leyó la parte visible de la nota y me abrazó.

A: No lo voy a hacer. – Pronunció en voz baja.

Papá de Adriana: Se van a ver el miércoles chicas, no exageren. – Sonrió, ignorando completamente el dolor que su hija y yo sentíamos en ese momento.

Adriana subió al auto y yo me dirigí a la sala de espera correspondiente a vuelos nacionales del aeropuerto.

  • FIN -

NOTA FINAL DE LA AUTORA =)

Así finaliza “El viaje que nos unió”. Sé que tal vez (o lo más probable es que) no haya sido lo que esperaban.

Pero debe acabar aquí porque es justamente así como terminó este viaje, con llegada de L & A a la ciudad, con Adriana subiendo al auto de sus padres (que ahora conduce) y con Luciana, conteniendo lágrimas de impotencia en la sala de espera del aeropuerto, esperando a su padre.

No todos los finales son “felices” y si me preguntan por este, en particular, tendría pensarlo antes de poder contestarles.

Publicaré un nuevo relato pronto (sí, es una amenaza, jajaja) en el cuál, sin duda, la historia de L & A continuará, con otros nombres, tal vez, pero con la misma esencia y esa realidad de la que tanto intentaron escapar y que, durante el viaje consiguieron evadir.

Así finaliza “El viaje que nos unió” mas no la historia de L & A, porque las historias de amor nunca terminan, no deberían.