El viaje que me cambió la vida (Parte 9).
Novena parte de la última historia que he escrito y que espero sea del agrado de mis lectores.
Aprovechando que ese día no tenían contraído ningún compromiso como masajistas, quedé para comer en el restaurante del hotel en el que me alojaba con Airi e Ichika. Las dos llegaron puntualmente a nuestra cita sin sus habituales quimonos y luciendo unos vestidos bastante ceñidos. Durante la comida me propusieron pasar la tarde conmigo haciendo de guías turísticas sexuales, ofrecimiento que no dudé en aceptar.
Como nuestro primer destino estaba relativamente cerca del hotel decidimos ir andando hasta él. En cuanto salimos a la calle hice que cada una se colocara a uno de mis lados lo que me permitió ir tocándolas, a través de sus vestidos, la masa glútea y la raja del culo además de tantear hasta donde las cubría la braga tirando varias veces de la parte trasera de sus prendas íntimas para que la delantera ejerciera más presión sobre su cueva vaginal. Después de andar durante unos quince minutos entramos en un local que se encontraba lleno de féminas y que me dijeron que era un club de relax masculino. En el centro y en un plano más elevado, observé que había medía docena de cómodos butacones y cerca de ellos, varios hombres, la mayoría jóvenes, que en bolas y en fila esperaban pacientemente a que les llegara el turno para algo puesto que mis acompañantes no me quisieron informar de lo que íbamos a ver. De seis en seis se fueron acomodando en las butacones y bajo la atenta mirada de un buen número de espectadoras inquietas que parecían estar ansiosas por verles desnudos de cerca, tres jóvenes hembras luciendo su ropa interior de cuero negro les hacían colocar sus atributos sexuales entre las piernas que les obligaban a abrir y cerrar rítmicamente con lo que la pilila, casi todas de pequeño tamaño, acababa poniéndoseles dura y tiesa momento en el que una de las mujeres en braga y sujetador le obligaba a dejar de estimularse y echaba hacía atrás su butaca para que otra le mantuviera lo más abierto posible el ojete en el que la tercera procedía a meterle bien profundo lo que me supuse que era el palo de una escoba ó de una fregona con el que más que darle placer parecía que pretendía empalarle. Acto seguido, una de ellas le “cascaba” la pirula sacándole con bastante rapidez la leche que expulsaban sintiendo mucho gusto pero en poca cantidad. Aquellos hombres, después de eyacular, tenían que esperar a que se produjera la descarga de los demás para que les sacaran el palo del orificio anal y les volvieran a poner las butacas en su posición inicial. En cuanto esto sucedía y tal y como me hicieron ver Airi e Ichika, la mayoría se levantaba rápidamente más con intención de evacuar, lo que alguno no podía evitar hacer en público, que de dejar el sitio a los siguientes que debían de esperar a que limpiaran los butacas. Al nutrido grupo de espectadoras existente en el local lo que más las gustaba es que, después de su “explosión”, a algunos de los varones les entraran las ganas de mear para que se acercaran a ellas y las echaran encima su lluvia dorada con lo que más de una enloquecía mientras la notaba caer sobre ella.
Después de haber visto a dos grupos de seis hombres en acción, nos desplazamos en taxi hasta el centro de la ciudad para recorrer algunas de las calles más comerciales y turísticas en las que Airi e Ichika me hicieron fijarme en que en todas las esquinas se encontraban emplazados varones de todas las edades y estaturas que, debidamente vestidos, llevaban unas cajas de cartón duro y grueso colgadas del cuello que les cubrían desde la parte baja del estómago hasta la superior de las piernas. Debí de quedar con ellas como un pardillo ya que tardé en darme cuenta de que en la parte posterior de las cajas existía un amplio agujero por el que aquellos varones metían sus atributos sexuales después de sacarlos al exterior abriéndose el pantalón ó a través de la bragueta. Algunos hombres se colocaban cuidadosamente la goma del calzoncillo presionándoles la parte posterior de los huevos y otros se ataban cuerdas a la base del pito para intentar demorar su eyaculación ó para evitar que fuera precoz. Mis bellas acompañantes me indicaron que, desde hacía pocos años, el toparse con aquellos reclamos sexuales era algo habitual en cualquier zona comercial ó turística del país.
Desde ese momento decidí prestarles una mayor atención lo que me permitió observar que un buen número de féminas, en su mayor parte jóvenes, se acercaban a ellos, solas ó acompañadas, llenas de curiosidad y sin apartar su mirada de la caja mientras los varones las incitaban a introducir sus manos por los laterales. Gran parte de las asiáticas sabían lo que se iban a encontrar en su interior por lo que no tardaban en acceder a lo que el hombre las proponía pero, entre las que lo desconocían y en esto se llevaban la palma las turistas, observé a varias que metían sus manos decididas pero con dudas y se topaban con una agradable sorpresa en su interior. La mayoría las sacaban rápidamente mientras su cara reflejaba una mezcla de asco, asombro y repugnancia tras haber entrado en contacto directo con la polla y los huevos del hombre pero casi todas y algunas partiéndose de risa, las volvían a meter de nuevo para, con un semblante sonriente, pajearle con más ó menos lentitud. El varón las permitía que, de vez en cuando, levantaran la tapa superior de la caja para que pudieran observar como se le estaba poniendo el rabo ó para que le vieran eyacular mientras a las hembras, sobre todo cuándo iban acompañadas, las encantaba poner a prueba su potencia sexual intentando extraerles el mayor número de polvos posible.
Mientras tanto otros varones estaban muy pendientes de todo lo que acontecía alrededor de los hombres de las cajas ya que, en cuanto veían a una mujer que les gustaba “dándole a la zambomba”, se colocaban detrás a ella y tras comprobar que se estaba entonando mientras realizaba la paja, se restregaban en su trasero antes de subirla la falda para, a través de su prenda íntima, sobarla los glúteos, la cueva vaginal y la raja del culo. Una vez que comprobaban que la dama no se resistía demasiado la separaban la braga ó el tanga del chocho y procedían a masturbarla con sus dedos ó la ponían el coño bien caldoso usando los pequeños estimuladores a pilas de los que me habían hablado mis acompañantes y que muchos hombres llevaban preparado en su bolsillo para poder pasárselo reiteradamente por la raja vaginal y el clítoris favoreciendo que se produjera la aparición del flujo y que la fémina se pusiera al borde del orgasmo con rapidez mientras permanecía centrada en extraer la leche al hombre de la caja y ellos seguían frotándose en su culo más ó menos desnudo. Aquello ocasionaba que, en cuanto conseguían sacarle el “lastre” y le veían echarlo, la hembra se encontrara de lo más deseosa y lo suficientemente caliente como para acceder a buscar un lugar en el que, con una mínima intimidad, poder dar satisfacción al varón que la había estado tocando haciéndole una felación con intención de que descargara en su boca ó la echara la leche en la cara y en la ropa antes de que el hombre procediera a meterla el puño en la seta ó a ponerlas unos enemas ó unas peras laxantes con un suave efecto astringente casi inmediato.
Las más asiduas a visitar a los hombres de las cajas eran jóvenes colegialas que, al salir de sus centros escolares, se desplazaban hasta esas calles y se recreaban en pajear a unos y a otros con lo que aquellos varones tenían asegurado el echar varios polvos a lo largo del día mientras más de una de las colegialas acababa con la braga en los tobillos y siendo sobada y masturbada a conciencia por uno ó más hombres sin prejuicios a los que más tarde se veían en la obligación de pajear ó de chupar la tranca antes de, sin importarlas demasiado, colocarse a cuatro patas para que pudieran disfrutar de ellas mientras probaban las “delicias” de los enemas anales y vaginales ó de las peras laxantes que usaban con asiduidad para vaciarlas.
Pero no sólo se acercaban a los hombres de las cajas las asiáticas y las colegialas puesto que vi a, al menos, tres varones dedicados a “cascarles” la verga mientras el rostro del hombre que ocultaba sus atributos sexuales en la caja se mantenía impasible. Parecía que lo único que les importaba era que le sacaran la leche y varias veces cada día. Asimismo, las turistas se acercaban a ellos sintiendo la natural curiosidad femenina. A la mayoría, después de descubrir lo que ocultaba la caja, las gustaba sacarse fotografías con aquellos varones que mantenían levantada la parte superior de la caja para que se le pudiera ver la chorra y como se la meneaban. Otras, sobre todo cuándo iban acompañadas, preferían que las grabaran en vídeo mientras les pajeaban y les sacaban la leche. A casi ninguna parecía importarla que cerca de los hombres de las cajas hubiera otros dispuestos a aprovecharse de su calentamiento y de su excitación para “meterlas mano”; bajarlas ó quitarlas la braga; dejarlas con el culo al aire; restregarse con ellas; masturbarlas; estimularlas vaginal y analmente con los pequeños aparatos a pilas; ponerlas enemas e incluso, “clavársela” en plena calle con un montón de gente a su alrededor ya que, después de la primera experiencia, solían repetir y algunas a diario por lo que, además de prodigarse en hacer felaciones, aprovechaban para “catar” a unos y a otros mientras iban “moviendo el manubrio” a los hombres de las cajas antes de considerar quien de ellos disponía del miembro viril de más tamaño ó de mayor virilidad para plantearse el llegar a pasar, sola ó acompañada por otra dama, una noche de ensueño en la habitación del hotel en el que se alojaba en la que, asimismo, podía llegar a probar ó a volver a sentir los devastadores efectos que producían los enemas vaginales y anales en su interior.
C o n t i n u a r á