El viaje que me cambió la vida (Parte 3).
Tercera parte de la última historia que he acabado de escribir y que espero sea del agrado de mis lectores.
Era todavía muy joven cuándo, con mi etapa colegial recién acabada, a mi progenitor le hicieron una buena oferta laboral en la empresa en la que trabajaba. El hombre, considerando que era demasiado mayor para meterse en mudanzas e irse a vivir con su familia a otro lugar, explicó a la dirección su punto de vista indicándoles que, si hubiera sido más joven, no hubiera desaprovechado aquella oportunidad. Pero como los directivos confiaban plenamente en él, les propuso que fuera yo el que ocupara el puesto lo que sus superiores aceptaron aunque de inicio sólo me ofrecieron un contrato temporal. Aquello me obligó a dejar dos semanas más tarde el domicilio paterno y mi lugar de residencia para, con la mayoría de edad recién estrenada, irme a vivir solo a otra ciudad. Lo que más me costó y peor llevé durante los primeros meses fue el tener que dar por concluida la intensa y satisfactoria relación sexual que, durante los últimos años, había manteniendo con Anabel, Andrea y Eva.
En mi nuevo destino decidí dedicar mi tiempo libre a ampliar mis conocimientos lingüísticos y a aprender a defenderme en dos nuevos idiomas mientras transcurría algo más de un año hasta que logré llevar una vida sexual aceptable. Las primeras relaciones fueron de tipo ocasional y casi siempre con hembras casadas de más de treinta y cinco años, que disimulaban bastante mal sus deseos de poder “echar una canita al aire” cuándo a ellas las apetecía con un hombre, como algunas decían, “muy bien armado”. Me agradaba que aquellas damas me chuparan el cipote y poder darlas “biberón”, aunque casi ninguna lo ingería, que me efectuaran cabalgadas y que me dejaran “clavársela a pelo” por vía vaginal acostadas boca arriba ó colocadas a cuatro patas. Algunas permitían que las echara mi “lastre” con total libertad dentro de la almeja pero a las demás las sacaba la “salchicha” en cuanto sentía la proximidad de mi descarga para evitar dejarlas preñadas y aunque a la mayoría las repateaba, me encantaba mostrarme duro con ellas y como con Anabel, introducírsela bien profunda por el ojete con intención de “explotar” dentro de su culo, que a más de una la desvirgué, mientras la daba unos buenos envites anales y sentía a mi miembro viril mantenerse fuertemente apretado por sus paredes réctales. Lo más costoso fue convencer a mis conquistas para que, entre polvo y polvo, me lamieran el ojete y me hurgaran analmente con sus dedos, que era algo a lo que me había acostumbrado y me resultaba muy agradable y placentero, puesto que buena parte de las damas lo veía como un acto asqueroso y repulsivo.
Unos meses más tarde pasé por un prolongado periodo de sequía en el que la mayor parte de mis conquistas resultaron ser bastante estrechas, recatadas y secas. Las gustaba vestir con pronunciados escotes y faldas muy cortas para lucir sus piernas pero, a la hora de la verdad, muy pocas estaban dispuestas a abrirse de piernas para poder dar debida cuenta de mi virilidad por lo que, en el mejor de los casos, en cuanto las echaba uno ó dos polvos y su posterior micción, encontrándome con más de una a la que no la agradaba que me hiciera pis dentro de ella, se daban por satisfechas. Además, me encontré con algunas desconfiadas que no se fiaban de mi palabra de que las iba a extraer la minga en cuanto sintiera la proximidad de mi eyaculación y me obligaban a metérsela usando condón, que es algo que nunca me ha gustado utilizar puesto que la goma llega a ejercen tal presión en la base de mi “salchicha” que demora en exceso la eyaculación y sin tener la menor posibilidad de “clavársela” por el culo puesto que todas se mostraban contrarias al sexo anal.
A cuenta de aquella época de “abstinencia sexual” llegué a estar tan salido que, en cuanto me cruzaba por la calle con una mujer medianamente potable que vestía de una manera un poco sugerente, me quedaba mirándola y deseándola de tal forma que el nabo se me ponía tan duro, gordo, largo y tieso que sentía una imperiosa necesidad de pajearme pensando en ella y dedicarla mis lechadas lo que originó que, durante una buena temporada, me la “cascara” con tanta asiduidad que acabé meando con bastante frecuencia echando una cantidad impresionante de espumoso pis.
Pensé que aquella mala racha acabaría en cuanto pudiera disfrutar de mis primeras vacaciones que hasta el mes de Noviembre del año siguiente no pude coger. Había pensando en pasarlas en una playa nudista para “darme el lote” con las extranjeras pero no tardé en percatarme de que aquel no era el mes más idóneo para disfrutar de un lugar así y decidí volver a mi ciudad de origen ya que, al residir a muchos kilómetros de distancia, la única posibilidad de regresar al domicilio paterno era aprovechando mis periodos vacacionales. Durante las semanas previas no pensé en otra cosa que no fuera en volver a retozar con Anabel, Andrea y Eva por lo que unos minutos después de llegar me encontraba llamando al timbre de la vivienda de Andrea sin obtener respuesta a pesar de mi insistencia ni esa ni las tres ó cuatro veces más que lo intenté a lo largo de la tarde.
Mientras cenábamos pregunté a mis progenitores por ella y mi madre me indicó que, a pesar de que conservaba la vivienda, desde principios del verano había dejado de residir en ella. Cuándo terminamos de cenar mi padre se sentó conmigo en el sofá y me hizo darme cuenta de que había transcurrido casi año y medio desde que me había ido y que durante aquellos dieciocho meses las cosas no habían ido demasiado bien para nuestra vecina. Me explicó que, unos tres meses después de irme, se había separado de su marido después de que, una mañana que regresó antes de lo habitual a su domicilio al no poder impartir sus clases ya que no paraba de toser a cuenta de un fuerte catarro que había cogido, le sorprendió en bolas en su dormitorio retozando con una pareja, chico y chica, demasiado joven. Mientras la chavala le efectuaba una felación a su pareja, su cónyuge aprovechaba la posición para darla por el culo. Por lo visto, llevaba cierto tiempo facilitando el acceso a su domicilio a ese y a otros críos para que dieran tralla a sus jóvenes conquistas con la debida intimidad y con la condición de poder verles, de participar activamente en sus contactos sexuales y de que los muchachos aceptaran expresamente el poner su boca y su culo a disposición del marido de Andrea, que reconocía abiertamente que se había convertido en bisexual, durante una semana por cada polvo que echaran. Al quedarse sola con sus hijos se deprimió y como la vivienda se la venía encima y sentía mucha amargura cuándo se encontraba en ella, se pasaba el día en la calle hasta que, influenciada por las malas compañías, comenzó a beber desmesuradamente.
Una mañana llegó al colegio en el que daba clases borracha y evidenciando que no había dormido la noche anterior. A los pocos minutos se meó de pie y vestida delante de los alumnos. Aquella conducta hizo que las religiosas propietarias del centro escolar decidieran rescindirla el contrato. Desde entonces bebió menos y conoció a un hombre con el que parecía que se estaba volviendo a centrar. A pesar de que el varón la trataba mal y la vejaba continuamente, incluso en público, logró que dejara de beber y que se volviera a preocupar por su aspecto exterior. Pero era bastante desconfiado y además de pasar casi todas las veladas nocturnas en su compañía, acudía a diario dos ó tres veces a su domicilio para comprobar que no estaba con otro hombre y para, quisiera ó no, tirársela y a ser posible, delante de sus hijos para humillarla más.
Andrea llegó a dejar de usar ropa interior para complacer al varón permitiéndole que la pudiera penetrar con más facilidad y rapidez y a cuenta de su frecuente e intensa vida sexual llegó a sufrir varias cistitis que la dejaron como secuela una importante incontinencia urinaria y al ser incapaz de retener la salida de su orina, se meaba en todos los lados.
C o n t i n u a r á