El viaje
Así es como imaginé el momento de mi muerte.
EL VIAJE
© Oski52
Estamos a mitad del otoño, mi estación preferida.
Es un día claro y respiro hondo para llenar mi pecho con el aire frío que entra por la ventana que olvidé cerrar.
Entre las sombras alcanzo a distinguir los menudos cuerpos de los pájaros que comienzan a moverse dentro de sus nidos, aunque todavía esté oscuro.
Una línea de luz comienza a marcar el horizonte cuando alzo mi vista hacia él.
La natural impaciencia provocada por el viaje inminente me ha hecho abandonar la cama más temprano que de costumbre, y como tantas otras veces, ni siquiera enciendo la luz para llegar a la cocina a prepararme ese café que alejará las brumas del sueño que ya no fue y que nunca será.
Algo parece pesarme en la frente y al frotármela descubro alguna que otra nueva arruga. Río en silencio, al menos eso es lo que creo.
Con la taza en la mano me dirijo a mi estudio. El olor entremezclado de cuero ajado y madera encerada se mezcla con ese tufillo especial de los libros de páginas amarillentas que he releído una y mil veces, y esa conjunción de aromas se abre paso hasta mis neuronas insuflándoles vida.
Suspiro profundamente antes de que mi trasero, encaje, tal vez por millonésima vez, y en forma perfecta, en la huella que se ha creado en el asiento del viejo sillón a lo largo de todos estos años.
Desde que comenzó este tan particular día de otoño, siento que ha llegado el momento en que puedo comenzar a relajarme.
Revuelvo el montón de papeles buscando esa lista de asuntos pendientes que nunca puedo completar, seguramente porque no son temas importantes, y por lo tanto no tienen ningún tipo de prioridad.
Le echo una mirada al reloj y me sorprende la velocidad con que ha pasado el tiempo y yo todavía sin terminar de prepararme para el viaje.
Bebo el ultimo sorbo del café, y aunque ya está frío, las gotas del oscuro brebaje me producen tanto placer como el primer trago. Comienzo a levantarme cuando noto que el contenido del portalápices está desordenado.
Rezongo contra mí mismo mientras pongo un poco de orden.
Adelante los lápices de madera con sus minas de grafito, un poco más allá alguna fibra de color para resaltar o tachar en forma indeclinable ese párrafo que parece salido de una historia que yo no puedo haber escrito jamás.
La estilográfica siempre a mi derecha, aunque antes de colocarla en su sitio reviso que su carga de tinta esté completa.
Finalmente alineo el anotador que utilizo para plasmar en lo que parecen garabatos, según mi hijo, mis ideas para algún próximo libro. No sé por qué, pero siempre hay una historia rondando mi mente
Parado junto a mi escritorio de persiana, una verdadera antigüedad por la que si mal no recuerdo pagué una pequeña fortuna para qué sirve el dinero sino para gastarlo-, reviso todo una vez más para cerciorarme de que no dejé nada fuera de lugar.
Todavía consigo rescatar unas últimas gotas de café de mí casi olvidada taza mientras me dirijo a la cocina.
Mi paso se refrena al fijar los ojos y seguidamente mis manos en esos objetos a los que el paso del tiempo no ha hecho otra cosa que añadirle una pátina de vida que muy pocas cosas inanimadas pueden adquirir: un trofeo escolar rememorando un ignoto partido de fútbol, una amarillenta foto de un niño abrazando a su cachorro, aquel sable comprado una tarde también de otoño en ese paseo plagado de vendedores vociferantes dispuestos a venderte por algunas monedas los recuerdos de las vidas de otras personas. Tantas cosas y a la vez tan pocas, tantas vidas y al final una sola.
El tiempo se agota y todavía tengo mucho por hacer.
Me gusta viajar ligero de equipaje y hoy no tiene que ser la excepción.
Al pasar la mano por mi cara descubro que hoy me toca afeitarme, últimamente vengo haciéndolo día por medio para evitar que mi cuello se irrite.
Una mirada al reloj me dice que tengo tiempo de sobra.
Después de humedecerme la cara me aplico dos o tres toques de crema y comienzo a disfrutar del roce de la cerda suave de la brocha sobre la ya áspera superficie de mis mejillas.
Hace mucho tiempo que no lo hacía de esta manera y de repente recuerdo aquella primera vez en que lo hice.
Todavía me parece oír las carcajadas de mi padre al verme.
Río en silencio, al menos eso es lo que creo.
El tiempo parece detenerse mientras el vapor del agua caliente empaña el espejo volviendo borrosas mis facciones, pero no mi vida, esa nadie puede empañarla.
Diluyo esas nubes con mi antebrazo y termino de quitarme la espuma casi reseca.
¿Dónde se ha ido el tiempo? me pregunto abriendo la llave de la ducha.
La noche anterior dejé preparada una muda de ropa interior y mientras me enjabono la cabeza comienzo a tararear esa melodía que no recuerdo dónde he oído, su ritmo me acompaña.
Doy la razón a aquellos que dicen que el tiempo es tirano y porque odio a los tiranos, también odio al tiempo. Ese que necesito para hacer cosas que nunca van a ser importantes.
Desde que tuve uso de razón siempre quise poder elegir un día como el de hoy para hacer este viaje, y parece que mis deseos por fin van a cumplirse.
A medida que el vapor comienza a diluirse descubro una vez más mi rostro frente al espejo. La ansiedad del viaje vuelve a hacerse sentir, esta vez con mucha más intensidad, pero ello no me preocupa y me devuelvo la sonrisa multiplicada por los espejos laterales del botiquín.
Aunque no quiera debo consular el reloj, y éste ahora sí me dice que tengo el tiempo casi justo para peinarme, cepillarme los dientes y vestirme.
Dejo la ropa sucia en el canasto y acomodo la tapa para que no quede en falso equilibrio.
Ahora el reloj parece jugar a mi favor y noto con verdadero placer que cuento con diez minutos extras que utilizaré para ordenar algunas cosas y beber un último café en ese pequeño vaso de cristal rústico que trajera de recuerdo de último viaje por medio oriente.
El agudo silbido que me avisa que el agua está a punto de ebullición me hace regresar a la realidad. Apago el gas y corro hasta el armario del pasillo donde guardo mi loción preferida. Tras aplicármela con generosidad a mis ahora tersas mejillas regreso a preparar ese café que tanto anhelo beber.
Creo que si tuviera algún cigarrillo éste sería el momento de fumarlo, quizás mi repentino odio por las doradas hebras no haya sido tan intenso y busco en vano en los cajones de la cómoda, regreso a mi estudio y abro cada gaveta en busca del olvidado y seguramente reseco tabaco, pero no, yo mismo me he ocupado de que no quedaran restos de lo que siempre consideré mi único vicio, porque todo lo otro es perfectamente natural.
Al terminar el café descubro que no me ha resultado tan agradable como lo presumía. Siento un amargor en la punta de la lengua, y es quizás ese mismo amargor el que me hace ignorar esa especie de pinchazo debajo de la tetilla izquierda.
Lavo la taza y tras colocarla en el escurridor hago una último recorrida ordenando lo que me parece que está fuera de lugar, parezco un obsesivo, y aunque nunca me ha importado el que dirán, ahora que estoy a punto de emprender este viaje, parece que mi manera de pensar ha cambiado. ¡Viva la diferencia!
Esta vez si puedo oír mis carcajadas, tan intensas que siento las mejillas mojadas por las lágrimas.
Hacía tanto que no lloraba que llegué a pensar que tenía los conductos lagrimales obstruidos, y confieso que estuve a punto de consultarlo con mi médico de cabecera, afortunadamente no lo hice.
De repente se produce un rebrote de la ansiedad y el pinchazo se desplaza unos grados hacia el centro del pecho.
¡TODOS A BORDO!
La frase que he oído una y mil veces en tantos idiomas distintos parece resonar en mis oídos y sé que apenas me queda tiempo para ocupar mi lugar antes de que el expreso se ponga en movimiento y el viaje de comienzo.
Mi segundo sitio preferido es junto a la ventana que tiene vista al lago.
Al ocupar el sillón puedo ver los primeros rayos del sol iluminando ese paisaje que tanto amo. Todo parece transcurrir en cámara lenta y la ansiedad comienza a desaparecer bajo un manto de una inusitada calidez que se transmite al contenido de mis venas y arterias.
Lo que hasta ese día era un ventanal al paraíso, como siempre me gustó denominarlo, se convierte, por obra y gracia de mi imaginación y de mi deseo en una pantalla, en la que detrás de mi reflejo comienzan a aparecer los recuerdos de toda una vida.
Estoy atento, mucho más de lo que nunca lo estuve, porque no quiero perderme ni un segundo de tantos sentimientos. Sin que me dé cuenta de cómo lo hago, rescato del fondo de mi memoria aromas y sonidos que ignoraba poseer.
Una vez más me llena de gozo poder recuperar mis recuerdos y una vez más, la segunda ese día, siento que las lágrimas mojan mis mejillas. Ahora rasuradas y oliendo a lavanda.
Mi corazón parece dar un salto en mi pecho y los recuerdos parecen acelerarse, llevándome del niño que recortaba figuras al adolescente de cara seria y algunos puntos rojos producto del acné remarcando una nariz algo prominente.
Otra vez ese tirano llamado tiempo me ha robado un trozo de mi vida y no estoy dispuesto a permitírselo, porque éste, mi viaje, continúa a través de mares calmos y onduladas colinas, de aguas oscuras y simas aterradoras, de risas y llantos, de alegría y tristezas, de nacimientos y muertes, ¡Ay, cuanto vuelven a dolerme ésas pérdidas¡
Ya nada puede detener la máquina que me lleva a ese viaje tan odiado y a la vez tan deseado. Ya nada puede detenerla, y si pudiera, no sé si querría hacerlo.
El sopor me invade, el sopor me da una sensación de calidez todavía mucho más intensa, el sol ya asoma la mitad de su cara sobre las colinas cercanas, el canto de los pájaros me arrulla.
El sonido del timbre del teléfono me sobresalta haciéndome abrir los ojos que tan lentamente se habían cerrado. Me cuesta enfocar la mirada.
El contestador automático desgrana su saludo y para el momento en que suena el pitido que dará comienzo a la grabación vuelvo a cerrar los ojos.
Como entre sueños alcanzo a oír esa voz querida recordándome que pasará a buscarme para ir a.... no importa donde. Ya nada importa.
Las agujas del reloj parecen moverse con mucha lentitud, y aunque no pueda verlas las presiento, porque sé que siguen el mismo ritmo que mis latidos cardíacos y si estos comienzan a sonar mucho más lentos, pues las agujas del reloj también deben moverse a esa misma velocidad.
Debo esforzarme para volver mi mirada ahora desenfocada en el ventanal. Me llama la atención no poder verme, seguramente debe ser por el ángulo en que la luz se refleja sobre ese costado de la casa, sí, seguramente debe de ser por eso.
De repente vuelvo a verme, y aunque parezca muchos años más joven sé que soy yo, recuerdo muy bien esos pantalones y esas patillas que creía que me daban un aire de héroe.
Algo parecido a una nube se interpone entre él y yo. Trato de apartarla pero mi mano ignora la orden de mi mente.
El calor aumenta y la sensación de plenitud se incrementa.
De repente siento que ya no estoy solo y aunque me cuesta mucho, consigo enfocar la mirada.
La luz intensa hiere mis pupilas cansadas, pero no me impide ver detrás de ella y me produce un profundo gozo volver a tener a mi padre frente a mí después de tantos años de ausencia física.
Creo poder sentir el sonido de mi corazón desgarrándose mientras aferro la mano amada, que alguna vez me guiara en mi primer paso, y que ahora me guiará, en éste, mi último viaje.