El Viaje: Capítulo I - Verónica
Esta novela explora el viaje (en todo sentido) del protagonista, un muchacho sumiso e incapaz de satisfacer a una mujer, en su descenso a los mismísimos avernos del morbo y la degradación. Después de este viaje de ida, ya no volverá a ser el mismo nunca más.
VERÓNICA
I
Debí saber que alguien como yo no podía con una mujer como ella, con una mujer como Verónica.
Verónica es una mujer infernal, una morocha ardiente de metro setenta con dos ojos de un color indescriptible, ubicado entre el celeste, el verde y el miel, que te derriten de solo mirarte. Cuando la conocí era una hermosa chica de veintipico de años, flaca y con una cintura de otro planeta que era coronada por el mejor culo jamás visto; una manzana carnosa, redonda y firme, enfundada en una hermosa piel suave y dorada. No se como lo logré, pero la conquisté y al poco tiempo formalizamos..
Cuando digo que alguien como yo no podía con una mujer como ella, me refiero, por supuesto, al plano sexual. Verónica era una hembra salvaje hambrienta de sexo, orgullosa de ostentar un récord de 17 orgasmos en una noche, mientras yo era un muchacho casi virgen, con poca experiencia y un pene, digamos, irrisorio.
Aún recuerdo las dos primeras veces que la tuve en la cama, una belleza de piel de porcelana desparramada entre mis sábanas, cubierta sólo por una tanguita color magenta. Boca abajo ostentaba un culo dificil de creer, dos montañas hermosas de un tacto divino. Mis manos se apoderaron de ellas con pasión y mi mente no podía creer que tuviera semejante belleza a mi alcance. La di vuelta y bajé lentamente su tanga y me encontré con una conchita tan suave que parecía jamás haber tenido vellos, abrí sus piernas y sus labios se abrieron como una flor, dejando expuesto un hermoso color rosado, brilloso por sus jugos vaginales. Fue en ese momento de éxtasis que me di cuenta que mi pito no estaba duro. Los nervios se apoderaron de mí y jamás pude remontar la situación. Para no decepcionarla (más) coloqué mi cara entre sus piernas abiertas y comencé a lamer con pasión. Sus gemidos me hicieron saber que era bueno en eso, y logré hacerla acabar un par de veces, quedando muy lejos de su récord.
Pensé que la segunda vez sería distinta, pero me ocurrió exactamente lo mismo. Sabía que ya no tenía margen de error, por lo que me mentalicé en poder complacerla. Lamentablemente solo logré ponerla semidura. Verónica estaba ahí, desparramada sobre mi cama, mojada y caliente, y yo me abalancé sobre ella con mi pequeño pito casi flácido. Se lo metí en su hermosa conchita húmeda y comencé a cabalgar, pero esta vez no escuché sus gemidos, ni sentí sus movimientos de cadera. En cambio, me encontré con su gesto de frustración.
- ¿Ya la metiste? - me preguntó, casi retándome.
Un subidón de humillación subió desde mi estómago hasta mi rostro, que inmediatamente se puso colorado e hirviendo. Intenté penetrar más profundamente, pero la realidad era que ni ella ni yo estábamos sintiendo demasiado.
- ¿La tenés un poco chiquita, no? - dijo entonces, y una nueva ola de humillación me invadió el cuerpo, haciendo que acabara instantáneamente.
La humillación se transformó en vergüenza y no supe qué hacer. Estuve a punto de pedirle disculpas hasta que me di cuenta que, por suerte, ella no se había dado cuenta que yo había acabado.
Me limité a mirarla con cara de perrito mojado, sin saber cómo reaccionar ante su comentario.
- Mejor chupamela - dijo fríamente, recostandose sobre el colchón y abriendo sus lindas piernas.
Ante mis ojos volvió a aparecer aquella conchita divina, abierta y entregada, sólo que esta vez, y aunque Verónica no lo supiera, mi leche se encontraba en su interior. Sin saber que otra cosa hacer, me agaché entre sus piernas, las separé con mis manos y hundí mi cara entre sus muslos.
Esa noche se la comí como un poseído, llevando mi lengua a todos los rincones de su deliciosa conchita, soportando, completamente humillado, el sabor y la textura de mi leche, que lamí sin protestar. Mi mente no paraba de recordarme que estaba lamiendo mi propia leche caliente de la conchita de mi novia, que ni siquiera había notado mi orgasmo en su interior. Me sentía un fracasado, un completo perdedor incapaz de complacer a semejante mujer, pero mi pitito finalmente se había puesto duro.
Después de regalarle algunos orgasmos mientras ella me tomaba del pelo y presionaba mi cara contra su empapada conchita, Verónica me soltó y se estiró para volver a ponerse su pequeña bombachita, luego se volteó sobre su costado sin siquiera mirarme. Yo me quedé de rodillas a los pies de la cama, con mi pequeño pito duro y mi boca con un extraño sabor mezcla de su conchita con mi viscosa leche.
- ¿No querés que lo intentemos de nuevo? - le pregunté intentando no parecer derrotado.
- Ya sabemos como termina eso bebé, dejame dormir - me dijo secamente, sin siquiera mirarme.
Más humillado que nunca me coloqué a su lado en la cama, e intentando que mi voz no se quebrara le dije:
- Dale bebé, que tengo el pito duro
- El pitito, querrás decir… - dijo casi enojada.
Me quedé en silencio, casi llorando. Ella pareció notarlo e intentó levantarme un poco el ánimo.
- Acaricialo un poco y hacete una pajita si querés - me dijo acercando su monumental culazo a mi cuerpo y meneándolo suavemente.
Su intento de consuelo me hizo sentir más humillado aún, pero no pude resistirme. Con mi mano derecha me apoderé de aquellas increíbles nalgas mientras con mi mano izquierda me masturbaba frenéticamente como un mono.
- Eso sí, si me lo acabás me lo limpias.
Con esas palabras acabé casi instantaneamente llenando mis muslos y su culito con mi leche.
- Perdón amor, voy a buscar un poco de papel - le dije avergonzado
- No bebé, no… con la lengua - añadió con malicia, sin voltearse ni un poco.
Me quedé en silencio, contemplando aquel culazo, dueño de todas mis fantasías, salpicado con dos generosos chorros de mi leche. Una gota viscosa comenzó a resbalar por su nalga, producto de la gravedad.
- Si ensucias las sábanas te mato - dijo Vero un poco ofuscada.
Casi como un acto reflejo acerque mi boca a su muslo, saqué la lengua y la apoyé contra su piel, atrapando la gota de leche y devolviéndola a la cima de aquellos médanos de carne perfecta. En el mismo movimiento encerré en mi boca el charco completo de líquido blanquecino y lo tragué con asco y humillación.
Cuando logré tragar mi leche Vero ya parecía dormida. Me quedé unos minutos contemplando aquel culo esculpido por el mismísimo Zeus y no pude evitar volver a lamerlo. Chupé y chupé aquellas nalgas sin importarme (o quizás sabiéndolo muy bien) la presencia de mi leche hasta dormirme, completamente excitado pero demasiado avergonzado como para volver a masturbarme.
Aquella fue mi primera experiencia con Vero, la mujer más hermosa y salvaje que conocí en mi vida. Debí saber que nada bueno podía salir de aquella relación, y más aún cuando, a las pocas semanas de relación ella me consiguió un trabajo bien pago en la empresa del padre de su ex novio.