El viaje

Estaba preparado para un viaje de 19 horas en ómnibus, pero no para vivir una noche exquisita, inolvidable, tan fuerte que apenas mi memoria la trae siento arder a los testículos y volverse de hierro al miembro, exigiendo inmediatas consolaciones.

Estaba preparado para un viaje de 19 horas en ómnibus, pero no para vivir una noche exquisita, inolvidable, tan fuerte que apenas mi memoria la trae siento arder a los testículos y volverse de hierro al miembro, exigiendo inmediatas consolaciones.

El servicio de ómnibus de larga distancia en Argentina es óptimo, cómodo, y permite dormir en asientos que se transforman en cama, con alguna forma de aislamiento de los demás pasajeros. Esa tarde de julio tenía el asiento número 1, ubicado en el extremo del piso superior, con vista panorámica y cierta manera de no ser molestado por nadie: al estar ubicado tan al frente nadie lo solicita, salvo emergencias o urgencias de viajar, ya que lo consideran peligroso en caso de choques. Al otro lado del pasillo se encuentra otro par de asientos, generalmente conteniendo el cátering necesario para entretener el hambre de las cincuenta personas que viajan, y luego ocupado por la camarera.

Para mi satisfacción, nadie ocupó el asiento 2 al salir de la estación terminal, y creí que tendría un viaje mucho más cómodo de lo imaginado, pero media hora después, en un parador de las orillas de Buenos Aires, fue ocupado por una pasajera increíblemente elegante, vestida de punta en blanco y más acorde con una fiesta de casamiento o de celebración importante que para viajar diecinueve o veinte horas, que por más comodidades que se tenga arrugan al más pulcro y desacomodan al más prolijo.

La chica no era nada del otro mundo, sobresaliendo de la media normal debido al modo de vestirse y al trabajo excelente y perfectamente visible de peluqueras, manicuras, depiladoras y maquilladoras, quienes la dejaron nueva, brillante, y digna de las mejores alabanzas. Tendría poco más de veinte años y el rostro mostraba señales inconfundibles de las mozas provenientes del gringaje aquerenciado en las pampas argentinas, con cepas del norte itálico o del sur germánico, que en cuanto comienzan la tarea de traer hijos al mundo adquieren formas rollizas y pierden las suavidades de la juventud. De todos modos, mientras se acomodó en el asiento de la ventanilla haciendo lo imposible para que el vestido mantuviera su elegancia, pude notar sus buenas piernas, sus pechos elocuentes y el aroma exquisito de la piel recién bañada y aderezada con el buen gusto de una colonia suave y floral. Sólo llevaba lo puesto, y me pregunté cómo pudo soportar el frío externo, por cuanto estábamos en julio y el invierno se hacía duro. En el ómnibus hacía calor, por la calefacción, pero cuando llegara la noche sería insuficiente, y la manta provista por la empresa apenas si entibiaría el cuerpo.

Tengo sesenta años, y soy lo bastante serio como para guardar las formas ante una chica con evidentes problemas, y ni remotamente pasó por mi cabeza la posibilidad de engancharme por lo menos en un flirteo que ayudara a soportar el tedio. Era demasiado para mí, aunque aún puedo darme gustos con aventuras deliciosas guapeando con señoras que disimulan muy bien el más de medio siglo que cargan encima. La última vez que clavé el tenedor en carne joven fue hace diez años, cuando se me dio buena y debí enseñarle hacer el amor a la chiquilina que se me tiró encima aduciendo que necesitaba aprender los secretos del sexo por cuanto quería sorprender al noviecito comportándose como maestra, y como su mamá le había confesado que de todos los amantes conocidos, incluyendo sus dos maridos, yo le brindaba satisfacciones generosas, no tuvo mejor idea que acercarse al departamento y pedirme que le haga la gauchada, cosa que de ninguna manera podía negarme.

No soy ningún experto, ni nada que se le parezca, aunque debo admitir que hago el amor amando, no copulando como si la mujer fuese enemiga irreconciliable y abriera las piernas sólo por tener espíritu de ramera, como piensa la mayoría de los hombres que se consideran viriles. Me gusta hacer el amor enamorándome de la mujer, respetándola, buscando la manera de que también se enamore, tal vez con un amor de momento, aunque amor al fin. Tal vez tenga la condición especial de encontrar el mejor rumbo hacia el amor, no sólo utilizando labia, conocimientos, racionalidad, sino también intuyendo por dónde la mujer abre sus puertas y se deja penetrar, no vaginalmente, sí totalmente, y puedo decir, no sin orgullo, que a lo largo de mi vida mis amantes tienen buenos recuerdos de sus pasos por mis brazos y en cuanto volvemos a encontrarnos recuperamos el placer con el gozo de la primera ocasión.

Pero no quiero hablar de aquella chiquilina deliciosa que alegró intensamente la época de mi medio siglo, sino de la muchacha que con el correr de los kilómetros aumentaba su angustia y ahogaba los deseos de llorar, a tal punto que me levanté, fui a la máquina de café y traje dos vasos sin preguntar si quería. Su mirada de agradecimiento me hizo estremecer: tenía los ojos azules más hermosos que vi en mi vida, grandes, brillantes, intensos, y lo que al comienzo me pareció dentro de la medianía en las valoraciones de una mujer el concepto aumentó aceleradamente: así como el saber popular afirma que dos pelos de concha tiran más que una yunta de bueyes, en esos momentos lo cambiaba por el de que un par de ojazos como esos dan vuelta a un hombre desde la cabeza a los testículos. Para colmo, el sol del atardecer intensificaba la luz que se desprendía de las pupilas entre relampagueos y chispazos, y al tomar asiento nuevamente en mi lugar cambié de la actitud displicente y resignada a la erguida y resuelta del amador empedernido.

—El taxista me robó, se llevó mis dos bolsos, el tapado y el paquete con regalos, y por suerte había sacado la billetera antes de bajarme —dijo, sollozando, sacando afuera la amargura y sorbiendo con avidez el vasito con café, que para suerte de todos los pasajeros estaba bien hecho, caliente y sin demasiado azúcar.

Contó que se le hizo tarde, que estaba probándose la ropa para el casamiento que se haría a las nueve de la mañana del día siguiente, en Tucumán, y cuando se dio cuenta de que faltaban quince minutos para que el ómnibus pasara por el parador salió corriendo, tal como estaba, puso las cosas en el asiento del taxi y le suplicó al chofer que se apurara, porque necesitaba un par de minutos para pedir en la ventanilla de la empresa el ticket del pasaje que el novio pagara en Tucumán y enviara por el sistema interno: «Bajá, que yo estaciono adelante y te alcanzo las cosas…», aconsejó el maldito, al ver que el ómnibus ya estaba en la dársena y a punto de salir. Corrió, lamentó no haberse puesto el tapado al sentir los cuchillazos del frío, sosteniendo en la mano la billetera donde tenía el documento.

El boletero le entregó el pasaje rápidamente, deteniendo al ómnibus que ya retrocedía para reiniciar el viaje, pero al llegar a la puerta el taxista no apareció, y tampoco el auto estaba estacionado: el hijo de puta había desaparecido imaginando que el valor de bolsos y paquetes superaba al del viaje, y sólo le quedaban dos alternativas, subir o quedarse, pero si tomaba la segunda opción se quedaba sin casamiento.

Prácticamente estaba desnuda para una tarde de invierno, donde la temperatura exterior apenas superaba los cinco grados y el cielo amenazaba esa garúa fría que penetra hasta los huesos. Trató de cubrirse con la manta. No quiso aceptar la mía, porque al colocarla para taparse los hombros desnudos se le enfriaban las piernas, para colmo sin medias. Abrí mi bolso, saqué el chaleco de vicuña y la obligué a utilizarlo. Su mirada de agradecimiento fue tan fuerte que sentí los tironeos de la hombría. Traje más café, y para concentrar calor la muchacha se quitó las sandalias de tacos altos y colocó las piernas en la posición del loto, clásica en los seguidores de la disciplina yoga, mostrando generosas porciones de rodillas y muslos blancos, lechosos, duros, que la manta ocultó con presteza.

Se soltó un poco más, seguramente debido al calorcito que necesitaba imperiosamente:

—No sabe cuánto le agradezco lo que hace por mí

—No es nada.

—Me llamo Nidia, Nidia Tettamanti.

—Yo soy Roberto Martell, Beto para los amigos.

—En realidad no soy de Buenos Aires, sino de La Pampa, y hace sólo seis meses que vivo aquí, en Florida. Trabajo de cajera en un Carrefour y viajo para casarme mañana con mi novio de siempre, que es jugador de fútbol en San Martín de Tucumán.

—¡Qué lindo!

—Esto me pasó por tonta y pajuerana. Los del interior somos muy confiados y en Buenos Aires el que no corre vuela.

Fue el inicio de la conversación que nos fue uniendo sin darnos cuenta. Nidia necesitaba abrirse, descargarse, serenarse, y poco a poco fue contando que tenía veintidós años, casi veintitrés, y que apenas fue mayor de edad dejó la vida rural de La Pampa para seguir al noviecito que amaba desde la escuela primaria, separados solamente por la ambición de jugar al fútbol en equipos profesionales y ganar buen dinero para salir de la pobreza. El muchacho anduvo bien al probarse en Boca Juniors y quedar como integrante de las inferiores, pero al estar a punto de acceder a primera se rompió la rodilla y los sueños cayeron cuesta abajo, porque aunque se restableció completamente sólo pudo actuar en equipos de segunda división, hasta ser contratado por el club tucumano que lo trataba bien, pagaba lo más que podía y lo hacía sentir como en su casa. Ante la propuesta del casamiento Nidia no dudó, y viajaba con todo el amor del mundo a cuestas para entregarlo al único hombre que había querido.

Hablábamos susurrando: habían puesto una película y no queríamos interrumpir. Nidia me hablaba casi en el oído y podía aspirar el olorcito a duraznos maduros de la colonia que usaba. De pronto sonrió, se irguió en el asiento y dijo que su novio se parecía mucho al actor de la película, sólo que era más rubio y agringado. Pensé que ojalá sólo se pareciera físicamente a Ben Stiller y no fuera tan boludo, por lo menos en los papeles que representaba, porque ya para mí Nidia necesitaba algo mucho mejor.

—Es feo el pobrecito, pero a mí me gusta… —comentó, y su mano se posó levemente en mi brazo, con tanta espontaneidad que la mantuvo sin prestar atención a mis estremecimientos.

Dejó la mirada en la pantalla, tal vez imaginando que era el novio quien se casaba y viajaba a la luna de miel con la flamante esposa, pero en cuanto la mujer se fue con el experto buceador, mientras el marido compraba champaña y alfombraba la habitación con pétalos, volvió a perder interés y se acomodó para continuar conversando, contándome que nunca tuvo otro novio, que siempre se mantuvo fiel y no lo engañó con ninguno, pese a que conocía las andanzas del jugador de fútbol con las hinchas de los clubes en los que jugó.

Estaba tan próxima que pasé el brazo izquierdo por sus hombros y la obligué a recostar la cabeza en mi pecho, arropándola con mi manta. Sin permitirle reaccionar presioné para que no se moviera, y le pedí que durmiera, o que por lo menos se mantuviera cerca para recuperar calor, porque ya la calefacción era bastante insuficiente y afuera la garúa parecía nieve.

—Tengo las manos heladas… —Susurró, buscando refugiarlas en el abrigo de mi campera, y con mi mano libre se las tomé y las hice reposar en mi pecho.

Las acaricié lentamente, y desde los dedos fui subiendo por los brazos desnudos, disfrutando la suavidad enjambrada de la piel.

—¿Te sientes mejor? —Pregunté, poniendo los labios en el lóbulo de su oreja.

—Nunca me sentí mejor

—Digo porque estoy tocando tus brazos… ¿No te molesto?

—No… Me gusta cómo me tocas

—¿Tu novio no te acaricia?

—No así… Apenas me pone las manos ya busca otra cosa

—¿Hacer el amor?

—¡No…! ¡Hacerme el amor no es lo que quiere! Le gusta… en fin… ya sabes

—Sí, entiendo… ¿Y a vos te gusta lo que te hace?

—¡Claro! Si no me gustara no me casaría con él… A todos los hombres les gusta hacer así

—Algunos… A mí me encanta la cópula, el gozo, la penetración, pero sólo después de que el amor soltó sus pájaros y enjambres y tanto el macho como la hembra llegan al coito por órdenes de sangre, carne y corazón.

—¡Qué hermoso lo que dices, pero no te creo…! Se nota que tienes mucho mundo y conoces la vida. Yo, en cambio, soy una idiota que desconoce todo.

—Te debo llevar cuarenta años. Cuando tengas mi edad también serás sabia, porque ya conoces el dicho de que el diablo sabe más por viejo que por diablo.

—Mi abuela decía que para el amor la edad no cuenta, y tuvo a mi mamá antes de cumplir quince años, mientras mi abuelo ya andaba más allá de la suya. Creo que tenía setenta.

Apoyé los labios en su frente, cabellos, mejillas, sin hacer el movimiento del beso. Puse el aliento en su oreja: «Ya vas a creer, querida, el día que permitas que un viejo te ponga las manos encima…», y la sentí estremecerse, aunque inmediatamente reaccionó y recuperó la postura en su asiento.

Observó la película con mal disimulado interés, porque no podía ocultar las miradas que me prodigaba a pesar de la semioscuridad, como si me calibrara. Me levanté, fui al baño y apenas pude orinar debido al empalamiento feroz del miembro que no permitía embocar el chorro, no solamente por el movimiento del ómnibus, sino también porque costaba bajar el extremo hacia el inodoro. Hacía tiempo que no me masturbaba, y si me contuve fue porque escuchaba la impaciencia de la fila de pasajeros que ambicionaban entrar, ya que hace falta que alguien ocupe el sanitario para que a todos les aparezca la urgencia.

Al tomar asiento nuevamente, y en cuanto logré acomodarme, Nidia se acurrucó en mi pecho como hacía un rato: «Te extrañ酻, señaló, alzando la cabeza para encontrar mi mirada, y sin dejarla reaccionar le arrimé la boca a sus labios y se los abrí con la punta de la lengua lenta, despaciosamente, hasta lograr la respuesta de la suya. Le acaricié la mejilla con las puntas de los dedos, le acomodé el flequillo que la peluquera dejó para darle un poco de picardía inocente al rostro, y si en esos momentos no terminara la película y anunciaran el servicio de cena habría logrado conocer la rotunda manifestación de sus pechos, que apenas presintiera al subir en el micro.

Cenamos bien, con vino tinto, postre, café y una copa de champaña, que repetimos a instancias de la camarera, seguramente ya sospechando que entre los pasajeros de la fila uno existía un peligroso entendimiento. Nidia no dejó ni los bizcochos dulces, y hasta se sirvió de los míos, y apenas retiraron las bandejas fue al baño y demoró bastante. Regresó en momentos en que comenzaba la película, tan sonsa como la anterior, aunque no la vimos por culpa de no resultar interesante, sino porque Nidia estaba mimosa, con deseos de entrenarse bien para lo que le esperaba en Tucumán apenas la declararan esposa formal de Javier Betella. Volví a bajar el bolso y saqué un par de medias gruesas y se las puse en los pies helados, sin importarme que los pasajeros de atrás imaginaran cosas extrañas: por suerte nos separaban espacios bastante marcados y sólo irguiéndose podrían ver realmente lo que pasaba. Para suerte, en la fila inmediatamente posterior a la nuestra dos señoras ya tenían los asientos extendidos, las cortinas puestas y comenzaban a roncar, así que hasta me permití arrodillarme, friccionar los pies de Nidia y besarlos golosamente, chupando los dedos con inocultables deseos, en tanto la iluminación parpadeante de la película lograba efectos perturbadores sobre pantorrillas, rodillas y muslos, tan lechosos y tentadores que apenas resistí a la tentación de clavarme de cabeza en los encantos que, por milagro del momento, me parecían los más lindos y provocativos del mundo.

—Me encantó lo que me hiciste. Nunca imaginé que se podían sentir tantas sensaciones si te besaban los pies. ¿No sentías aprensión?

—Todo el cuerpo de una mujer es divino y sólo ofrece deleites, y el tuyo es tan encantador que lo acariciaría hasta conocerlo de memoria. Apenas te vi que ya quería comerte toda, y recién comienzo por tus pies

—¡Loquito! A mí me pasó lo mismo… en cuanto me pusiste el chaleco ya quería apoyarme en tu cuerpo.

—Porque sentías frío

—No… Te juro que no… Hay partes mías que se pusieron recalientes

Entonces sí la besé fuerte, duro, largo, y Nidia comenzó a rasguñar mi pecho, el estómago, y con inocultable timidez delineó el perfil erguido de mi bragueta, aunque sin atreverse a posar la mano. La mía sí encontró su pecho, se llenó con el peso melar, y Nidia gimió como las potrancas que sienten el filo de las espuelas en los flancos.

Debimos tranquilizarnos porque el ómnibus disminuyó velocidad y se detuvo. Alguien vino desde el fondo del pasillo y abrió un poco las cortinas del frente para observar: «Choque… Nos estamos matando a topetazos, como los peores pelotudos…», dijo, volviendo a cerrar las cortinas, sin siquiera mirarnos, mientras el resto del pasaje recuperaba lo que estaban haciendo, la mayoría viendo la película y el resto durmiendo tapados hasta las orejas, el interior del ómnibus se estaba pareciendo más y más a una heladera.

La película terminó, hubo movimientos de gente bajando al baño o puteando porque se acabó el café. Nidia comenzó a besarme el cuello, mientras mi boca comía el pezón gordo, largo, dulce como la mora madura, y mi mano derecha recorría dulcemente la suavidad lunar de los muslos. Hacía rato que había descubierto que no tenía la bombacha, a la que debió lavar en su primer viaje al baño, porque el frío le hizo orinar un chorrito incontenible: «Me muero de vergüenza, debo tener un olor terrible…», se lamentó, en momentos que mis dedos se deslizaban libremente hasta penetrar en la selva espesa que guardaba el tesoro de su feminidad, y sólo entonces me di cuenta de qué cosa extendió debajo del asiento. Sonreí, volví a levantarme, saqué el bolso, escarbé en el interior y encontré la botella con la loción para después de afeitarse. Empapé el pañuelo y lo pasé lentamente por su región vaginal, y ella facilitó las cosas abriendo las piernas y levantando la pelvis. Al terminar mi labor de limpieza lo llevé hasta mi nariz y lo aspiré con fruición: «Apenas si tenemos seis o siete horas de conocernos y creo que te quiero con todo mi corazón…», dijo, para luego permanecer en silencio, con la mano a centímetros de mi bragueta y sin atreverse a empuñar el miembro que debí liberar de su encierro para no gritar de dolor.

La camarera vino, acomodó el asiento, se acurrucó tapándose con varias mantas y se quedó quieta, seguramente dormida. Sólo se escuchaba el paso del limpiaparabrisas por el vidrio, las voces de Los Nocheros surgiendo del habitáculo de los choferes y la constancia del tráfico de la Ruta 34 cruzándonos sin solución de continuidad. Como de costumbre, ya había hecho lo mío, logrando que Nidia se sintiera como me gustaba sentir a las mujeres que amaba, dispuestas a todo. Casi sin darme cuenta la mano de Nadie ciñó la envergadura de mi pija y comenzó a masajearla, en tanto las bocas se invadían a veces con furia, de pronto con suavidad, siempre ávidas de intercambiar emociones, estremecimientos, deseos. Hasta entonces jamás lo había experimentado, pero Nidia tuvo su primer orgasmo a fuerza de besos y presiones de manos a sus pechos, aunque también por lo que le transmitía mi dureza. Sin que le exigiera nada se agachó un poco más y se entretuvo besando la punta del glande, como si no hubiese experimentado nunca el sexo oral. No hice nada para que lo guardara en su boca, aunque me moría de ganas por sentirlo llenando los espacios de su paladar, y menos hice cuando se las fue ingeniando para echarse encima de mí y calzarse perfectamente para que la pija la penetrara hasta donde pudiese, moviéndose tan sigilosamente que gocé como nunca, aguantando los deseos de gritar de placer. Supe que Nidia llegó a un nuevo orgasmo por el dolor del mordiscón que me dio en el cuello, tan fuerte que rogué que no fuera una vampiresa adueñándose de mi sangre. No necesité ayudarla acariciando el clítoris ni introduciendo el dedo en el ano, Nidia llegaba a los orgasmos con facilidad extraordinaria, pero cuando ya no pude contenerme y exploté en sus profundidades supe que amaba a una de esas mujeres que cuando aman en serio se derraman como vertiente inagotable, sin pausas, hasta que se les acaban las fuerzas de las entrañas.

Despertamos en Termas de Río Hondo, y antes que me ganaran de mano otros pasajeros fui al baño con el bolso y como pude logré cambiar de pantalón y calzoncillos, porque el de franela marrón parecía base de candelabro, con espesos rastros de sebo endurecido. Pude ponerme el vaquero lavarme los dientes y la cara, y al volver al asiento Nidia me esperaba sonriendo, como si acabara de despertar en su lecho nupcial.

En Tucumán la aguardaba el novio, de traje y corbata, y un grupo de no menos cincuenta personas, todas felices y contentas. Bajó sin saludarme, seria y formal, empuñando el monedero y el montoncito con la bombachita seca, que no pudo colocarse porque siempre el baño estaba ocupado. Cuando el ómnibus retrocedía para salir de la dársena y continuar viaje dejó el grupo, corrió unos pasos y se quitó el chaleco de vicuña. Le hice señas de que se lo quedara, y me llenó de emoción el gesto de ponerlo ante sus labios y besarlo con inocultable sinceridad.

Tal vez, gracias al chaleco de vicuña Nidia me recuerde de vez en cuando, así como la recuerdo cuando tengo a una amante nueva conmigo y siento que a pesar de incomodidades y trastornos fue con ella que tuve la mejor cópula de todas, aunque a esta edad todas son increíbles y maravillosas.